Después de la oración del crepúsculo
—Es esta —anunció Al Jaziri señalando una sólida puerta de madera situada en las sombras de una arcada.
—Acercad la luz —ordenó Hasdai al coronel Zaffar, quien sostenía una antorcha detrás del general Ghalib.
La puerta estaba asegurada con un fuerte candado de hierro.
—¿Dónde está la llave? —preguntó Hasdai.
Al Jaziri se encogió de hombros.
—No lo sé. La tenía Shahid.
—¿No tenéis una copia de la llave? —preguntó Ghalib.
—No. ¿Por qué debería…?
—Escuchad, Al Jaziri —lo interrumpió Ghalib—, no nos formuléis ninguna pregunta, solo dadnos las respuestas que os exigimos y nada más. ¿Comprendido?
—Sí —contestó Al Jaziri—. Lo siento.
—Bien —prosiguió Ghalib—. Ahora responded, ¿tenéis un martillo pesado? Necesitaremos un martillo y algún tipo de punzón de hierro para romper la cerradura.
—Ordenaré a uno de mis sirvientes que…
—No, no ordenaréis nada, iréis a buscarlo vos mismo —lo interrumpió Ghalib—. Ningún mozo debe acceder a este lugar y saber qué se guarda en su interior. Traednos un martillo y el atizador de la chimenea de vuestra sala de trabajo. Estoy seguro de que el coronel Zaffar conseguirá abrir la puerta sin grandes dificultades.
Momentos después, Zaffar había roto el candado y estaban en el interior del pequeño almacén, que olía a humedad, mientras Al Jaziri sostenía la antorcha. Al reflejo de la parpadeante luz vieron que el almacén contenía cuatro cajones de embalaje de madera que, apilados uno sobre otro, alcanzaban la altura de un hombre.
—Bajad el cajón superior, Zaffar —ordenó Ghalib.
—¡Pesa mucho! —exclamó el joven oficial mientras lo depositaba en el suelo.
—¡Abridlo! —ordenó Hasdai.
Los tres hombres observaron a Zaffar, quien abrió la tapa del cajón con el atizador y, a continuación, hurgó en la paja del interior.
—Está lleno de tarros de barro cocido —explicó Zaffar—. Y están sellados con cera de abeja.
—Poned uno encima del cajón para que pueda abrirlo —ordenó Ghalib.
Sacó su daga y rascó la cera que sellaba el tarro.
—¡Tened cuidado! —advirtió Al Jaziri—. No sabemos qué contienen. Podría tratarse de cualquier cosa.
—¡Guardad silencio a menos que os dirijamos la palabra! —le reprendió Ghalib para divertimento de Zaffar y el visir—. Iluminadnos con la antorcha. Acercaos, Zaffar, veamos qué contienen.
Se inclinaron sobre el tarro y Ghalib, ahora más cauteloso, abrió el sello. Al retirar la tapa, un olor a naranjas amargas se extendió por la habitación.
Ghalib no pudo evitar soltar una carcajada.
—¡Ya veis, Al Jaziri, que no hay nada que temer! Cuatro cajones de mermelada de naranjas amargas.
Zaffar miró a Hasdai, quien no parecía compartir el alborozo del general.
—¿Qué opináis de esto, excelencia? —preguntó el coronel.
—No tiene sentido —contestó Hasdai—. ¿Por qué alguien se tomaría la molestia de guardar cuatro cajones de mermelada de naranja en un almacén de seguridad? ¡Se trata de la fruta más barata de toda Al Ándalus! Acercadme el tarro —ordenó mientras se inclinaba hacia delante.
Zaffar cogió el tarro con ambas manos, pero un clavo de la tapa del cajón se le clavó en el antebrazo y se realizó un profundo corte desde la muñeca hasta el codo.
—¡Aaay! —gritó.
El tarro se le cayó de las manos y se hizo añicos a los pies de Hasdai formando un revoltijo de mermelada de naranja, cera de abeja y trozos de cerámica.
—Lo siento mucho, excelencia, ¿os he salpicado? —preguntó el joven oficial mientras se envolvía el brazo con el turbante.
—No, no os preocupéis —lo tranquilizó Hasdai—. Os curaré el corte cuando regresemos al Alcázar, pero creo que vuestra herida ha valido la pena. ¡Mirad! —exclamó señalando el desorden del suelo.
—Bajad la antorcha —ordenó Ghalib a Al Jaziri mientras hurgaba en la mermelada con su daga—. Entre la mermelada hay un frasco pequeño.
—Creo que en el interior del frasco encontraréis algo mucho más valioso que la mermelada de naranja —declaró Hasdai—. Zaffar, ayudad a incorporarse al general y situad a dos soldados en la puerta del almacén. Nadie salvo el general puede entrar aquí sin mi permiso. Al Jaziri, llevad este frasco a vuestra sala de trabajo. Allí lo lavaremos y lo abriremos, pero me apostaría cualquier cosa a que estamos frente a uno de los mayores cargamentos de ámbar gris que se han reunido nunca en Al Ándalus. Si estoy en lo cierto, el contenido de estos cajones vale una auténtica fortuna.