Después de la oración del crepúsculo
—¿Dónde la habéis encontrado? —preguntó el general Ghalib sopesando la falcata en su mano.
El arma brilló a la luz de la lámpara de aceite que había encima de la mesa.
El coronel Zaffar señaló hacia la oscuridad, detrás de los establos.
—Allí detrás hay un bebedero. Uno de los muleros la encontró en el agua, envuelta en la capa, cuando llevó a sus animales a beber.
Hasdai ben Shaprut observó la capa, que habían escurrido y colgado de una de las vallas que separaban los distintos compartimentos de los establos, y después miró a Ghalib.
—¿Qué opináis, general? Por lo que visteis del cadáver, ¿esta podría ser el arma del asesino? —preguntó mientras contemplaba la falcata, un cuchillo pesado de hoja curva y más ancha en el extremo que junto a la empuñadura, una terrible arma cortante.
Ghalib asintió.
—Sí, señor, sin duda podría tratarse del arma homicida. El asesino necesitaría algo tan pesado como esta falcata para causar una herida como la que le infirió al almirante.
Como si quisiera enfatizar su punto de vista, el general blandió la falcata sobre su cabeza y la bajó deteniéndola a escasa distancia de la mesa a la que estaban sentados los tres hombres.
—Sí —confirmó con un gruñido de satisfacción—, es muy probable que esta sea el arma.
—¿Y qué me decís de la capa? —preguntó Hasdai—. ¿Podría tratarse de la del mulazim Haitham?
—Es posible, señor. Por lo que recuerdo, en los baños no había ninguna capa entre sus pertenencias. El asesino pudo haberse llevado la falcata y la capa del mulazim. Lo que no comprendo es por qué habría de esconder el arma y la capa en un lugar tan obvio —comentó el general—. El asesino debía de saber que buscaríamos en los bebederos.
—Quizá no tuvo tiempo de buscar un lugar más adecuado —reflexionó Hasdai—. Si, en lugar de tenerlo planeado, aprovechó una oportunidad repentina para matar al almirante, quizá no tuvo ocasión de esconder las pertenencias del mulazim en ningún otro lugar.
—Señor, dos de los hombres a los que hemos interrogado han declarado que les pareció ver al almirante con el mulazim Haitham aquí, en la alhóndiga —intervino Zaffar—. Esta podría ser otra razón de que la capa estuviera aquí. Si Haitham estuvo en la alhóndiga, parece lógico que su capa también lo estuviera.
—Lo que no resulta lógico es que hayamos encontrado su capa en la alhóndiga y su cuerpo en la casa de baños —replicó Hasdai—. No, creo que es más probable que alguien trajera la capa de Haitham a la alhóndiga después de que él muriera. Sabemos que la alhóndiga y las calles estaban abarrotadas de gente debido a la celebración de la Ascensión de Mahoma, así que quizás el asesino necesitaba deshacerse del arma y la capa deprisa para no ser visto con ellas y las tiró en el bebedero.
—Bueno, eso no lo podemos saber con certeza, ¿no? —comentó Ghalib.
—No, general, no podemos —corroboró Hasdai, y mostró su exasperación sacando el tasbih y deslizando las cuentas por la cadena con rabia.
—Coronel, habladme de los interrogatorios que habéis realizado a la gente de la alhóndiga —pidió el visir después de exhalar un profundo suspiro.
—Sí, señor —contestó Zaffar—. Hemos interrogado a todos los muleros y trabajadores de la alhóndiga, pero ninguno nos ha revelado nada que resulte de utilidad. También hemos revisado el libro de registro de la alhóndiga y hemos interrogado a todos los huéspedes menos a tres. Y, como ordenasteis, algunos de nuestros hombres están vigilando a las tres jóvenes y al mercader de telas. Él sigue confinado en su habitación.
—Bien —declaró Hasdai—, hablaré con él más tarde. ¿Qué podéis decirme de los huéspedes a los que no habéis podido interrogar? ¿Se sabe algo de ellos?
Mientras Zaffar sacaba dos hojas de papel del interior de su túnica, un joven soldado se acercó a la mesa.
—Disculpadme, señor, el propietario de la alhóndiga está aquí como ordenasteis —le comunicó al coronel.
Zaffar asintió con la cabeza y realizó un gesto indicando a Al Jaziri que se acercara.
—¿Me habéis hecho llamar? —preguntó Al Jaziri.
—Así es —contestó Zaffar—. Contadle al visir lo que sabéis de los tres huéspedes que faltan.
Zaffar tendió uno de los papeles al visir y el otro a Al Jaziri y ellos se inclinaron hacia la lámpara para leerlos. Mientras leía los nombres, Hasdai abrió mucho los ojos, introdujo la mano en su túnica y sacó las hojas que había encontrado en los aposentos del almirante.
—Mirad, general, este nombre que figura en la lista del almirante Suhail…, Shahid Jalal, es el mismo que el de uno de los huéspedes.
Ghalib asintió.
—¿Qué sabéis de ese tal Shahid? —preguntó el general a Al Jaziri.
—No mucho. Llegó hará unas seis semanas, pero la verdad es que no lo he visto mucho. Él tampoco hablaba mucho con los otros huéspedes ni con los trabajadores de la alhóndiga. Alquiló un pequeño almacén de seguridad al que iba de vez en cuando, pero aparte de eso, no puedo contaros mucho más.
—¿Dónde está su habitación? —preguntó el visir—. Quiero verla.
—Desde luego —contestó Al Jaziri—. Está al otro lado del patio.
—Entonces, ¿está lejos de la entrada principal? —preguntó Ghalib.
—Así es —contestó Al Jaziri.
—Llevadnos allí ahora mismo —ordenó Hasdai.
—Necesitaremos la lámpara —contestó Al Jaziri cogiendo la lámpara que había en la mesa.
Los otros tres hombres se taparon bien con sus capas y siguieron al propietario de la alhóndiga a través del patio. Hasdai se fijó en que el general volvía a cojear. Había permanecido demasiado tiempo de pie en aquel frío invernal.
Cuando llegaron al pie de las escaleras, Al Jaziri dijo:
—La habitación de Shahid está ahí arriba.
El general Ghalib se detuvo bruscamente.
—¿Ahí arriba? —repitió.
—¿Qué ocurre, general? —preguntó Hasdai.
Ghalib señaló un pequeño patio lleno de basura que había detrás de las escaleras y que apenas resultaba visible a la luz de la titilante lámpara.
—Ahí es donde encontraron el cadáver del almirante, señor.
—¿Ah, sí? —dijo Hasdai volviéndose hacia Al Jaziri—. Veamos, entonces, qué hay en la habitación de ese tal Shahid.
Los cuatro hombres subieron las escaleras y avanzaron por la galería mientas Al Jaziri sostenía en alto la lámpara para alumbrarlos. Se detuvo frente a una habitación, abrió la puerta y se apartó a un lado para dejar pasar a los demás.
El general Ghalib le propinó un empujón.
—Entrad vos primero y encended las lámparas —le ordenó—. No esperaréis que el visir tropiece en la oscuridad, ¿no? I Alá! ¡Aquí apesta! ¿No limpiáis nunca las habitaciones?
Al Jaziri murmuró una disculpa, entró en la habitación y encendió las lámparas. Después miró alternativamente al visir y al general.
—Desde luego que limpiamos las habitaciones. Todas las mañanas después de la oración, pero este huésped pidió, específicamente, que no limpiáramos la suya.
—¡Bah! ¿Pero qué tipo de hombre es este? —exclamó el general mirando alrededor con el bigote erizado.
—Gracias, general —dijo el visir dando una ojeada a la habitación—. Esta es, exactamente, la razón de que estemos aquí: averiguar qué tipo de hombre es Shahid.
Fuera quien fuera, resultaba evidente que había abandonado la alhóndiga a toda prisa. En la puerta había un clavo del que colgaba un turbante y en el suelo del armario había un cinturón con la hebilla rota y unas zapatillas gastadas de piel de borrego. En un anaquel, junto a la ventana, había una jofaina todavía medio llena de agua sucia en la que flotaban pelos de barba. El hombre se había lavado y afeitado. En una mesilla, al lado del colchón, había restos medio podridos de una comida consistente en pan, aceitunas y arroz con pescado que, evidentemente, habían recibido la reciente atención de los ratones. También había una garrafa de vino junto a un vaso volcado, y el líquido vertido ahora no era más que una mancha roja y seca.
Hasdai se volvió hacia Al Jaziri.
—Recordadme cuándo llegó el huésped.
—Hará unas seis semanas, señor —informó el propietario de la alhóndiga.
—¿Y cuánto tiempo tenía pensado quedarse?
—No lo dijo, pero pagó dos meses por adelantado.
—¿Por adelantado? —preguntó Hasdai.
Al Jaziri asintió con la cabeza.
—¿Es esa una práctica habitual? —preguntó Hasdai.
Al Jaziri se encogió de hombros.
—Ocurre a veces.
—¿Cuándo fue la última vez que lo visteis? —preguntó el general Ghalib.
Al Jaziri reflexionó unos instantes.
—No lo recuerdo con exactitud, pero creo que no lo he visto desde hace dos o tres días.
—Por el aspecto de la habitación, es poco probable que volváis a verlo —comentó el general—. Suponiendo que no haya venido por aquí desde hace dos o tres de días, ¿es posible que haya entrado alguien más en la habitación?
Al Jaziri se encogió de hombros.
El general frunció el ceño y lo miró fijamente.
—Dejemos clara una cuestión —declaró encarándose a Al Jaziri—: un hombre ha sido asesinado en vuestra propiedad. Si nos proporcionáis el máximo de detalles posible sobre quién era Shahid y las conversaciones que mantuvisteis con él, posiblemente nos ayudaréis a acelerar la investigación. Y todavía nos ayudaría más que no tuviera que sonsacaros cada uno de esos detalles. ¿Me he expresado con claridad?
El general estaba ahora tan cerca de Al Jaziri que este podía distinguir con claridad los pelos individuales de su espeso bigote negro.
—Sí, señor —respondió Al Jaziri con voz ronca.
—Bien —intervino Hasdai—. Ahora, dejadnos. Volveremos a hablar con vos más tarde.
—¿Qué deducís de todo esto, señor? —preguntó Zaffar cuando Al Jaziri estaba lo bastante lejos para no oírlos.
—No estoy seguro —contestó Ghalib mientras miraba alrededor y se acercaba lentamente a la ventana, que daba a la galería y al patio.
—Contadnos cuál es vuestra primera impresión, general —pidió Hasdai.
—Analicemos la posibilidad de que el almirante hubiera quedado en encontrarse con Shahid la noche de su muerte. La puerta de la habitación en la que estaban el almirante y las prostitutas comunica con el patio. Es aquella de allí —declaró señalando la esquina más alejada del edificio—. Por lo tanto, si el asesino lo estaba esperando por esta zona, pudo verlo venir.
—¿No sería demasiado oscuro? —preguntó Zaffar.
—Sí, es posible —contestó Ghalib—. Además, si lo esperaba aquí, ¿por qué lo mató abajo, dónde podía ser visto desde el patio?
—A no ser que Shahid sea el asesino y lo matara aquí, en su habitación —comentó Zaffar—. Después pudo arrastrar el cuerpo hasta abajo. O quizás el almirante no estaba muerto del todo y bajó las escaleras dando traspiés en busca de ayuda.
—¿Con el cráneo partido por la mitad y la garganta rajada de oreja a oreja? —inquirió Hasdai—. No lo creo, coronel. Además, si lo mataron aquí, alguien ha realizado un trabajo excelente limpiando la sangre, pero no el vino y la comida. Por otro lado, ¿por qué tomarse la molestia de limpiar tanto si después uno va a abandonar el cuerpo a tan corta distancia?
—Bueno, señor, tal vez el asesino quería distraer la atención de esta habitación y lo sorprendieron mientras trasladaba el cadáver. Entonces, para no ser descubierto, simplemente dejó el cuerpo donde estaba y salió huyendo.
—No estoy seguro, coronel —repuso Hasdai.
Se dirigió a la ventana y contempló el patio.
—Señor, quizás estamos deduciendo demasiadas cosas —comentó Ghalib—. Shahid Jalal podría ser el nombre de uno de los hombres del almirante y, por una simple coincidencia, también podría llamarse así alguien que se hospedaba cerca de donde encontramos su cadáver.
Hasdai ben Shaprut se volvió de espaldas a la ventana y echó otro vistazo a la habitación.
—Creo que eso sería una coincidencia excesiva, general. Al Jaziri mencionó que este hombre disponía de un almacén de seguridad. Creo que ha llegado la hora de ver qué guarda Shahid en ese almacén.