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Antes de la oración del crepúsculo

Justo cuando Miriam y su padre llegaban al Alcázar, empezó a llover de nuevo.

Los soldados que estaban en la puerta sabían que el astrónomo de la corte y su hija eran visitantes asiduos del Alcázar, de modo que los recibieron con una formalidad mínima, y los guardias del corredor que conducía a la sala del visir los saludaron incluso con familiaridad. A pesar de su posición en la corte, Yanus era un hombre modesto que evitaba las ceremonias y por esta razón era valorado tanto por soldados como por cortesanos. En cuanto a Miriam, no existía un soldado en Córdoba que no la admirara.

Normalmente, a Miriam le gustaba ir a la sala de trabajo de Hasdai; de hecho, disfrutaba de su compañía fuera donde fuera. Su relación era afectuosa y había dado lugar a todo tipo de especulaciones tanto en la corte como en el zoco. El mismo príncipe heredero le había preguntado en cierta ocasión a Hasdai por qué no se casaba con aquella mujer y terminaba con las habladurías. No resultaba inusual que los judíos se convirtieran al islamismo y se casaran con mujeres musulmanas. El visir, que era el jefe del cuerpo diplomático del califato, necesitó de toda su destreza como diplomático para cambiar de tema.

—¡Ah, Yanus, Miriam! Shalom! Entrad. Gracias por venir. Entrad.

Miriam esperó a que la puerta se cerrara, extrajo la nota de Hasdai de su bolsillo y la sostuvo en alto.

—La verdad es que no teníamos otra alternativa, ¿no creéis? ¿Qué ocurre? El almirante de la flota no ha acudido a la madraza desde hace dos días y, esta mañana, Bandar ha tenido que marcharse repentinamente. ¿Estáis vos detrás de todo esto?

Yanus chasqueó la lengua a su hija en señal de desaprobación. Hasdai era un buen amigo de ellos, pero seguía siendo el visir.

—No, Yanus, ella tiene razón. Debo daros una explicación. Pero, primero, ¿habéis comido? He pedido que nos traigan sopa de pollo, pan y aceitunas. Espero que sea de vuestro agrado. Bebamos un vaso de jerez. Y tengo almendras saladas en algún lugar…

Hasdai hizo sonar una campana para llamar a un sirviente y le ordenó que les llevara la sopa.

—Yo prepararé las bebidas —declaró Miriam, que sabía exactamente dónde estaban la garrafa de jerez y, también, las almendras.

A Miriam le encantaba aquella habitación. En concreto porque, de algún modo, reflejaba lo mejor de Hasdai ben Shaprut. El olor a cuero, a resina de pino, a hierbas y al mismo Hasdai. A última hora de la tarde, el fuego que chisporroteaba en la chimenea situada en la pared norte bañaba la habitación con un suave y ondulante resplandor que hacía resaltar los bordados en oro del cuero rojo de los divanes y las cubiertas de los libros que cubrían una de las paredes; libros en árabe, hebreo, latín y griego. En un extremo del escritorio de roble había un montón de ilustraciones exquisitamente detalladas de diversas hierbas medicinales con anotaciones realizadas con la elegante escritura árabe de Hasdai. A un lado de la chimenea había textos árabes y hebreos exquisitamente caligrafiados, y en la pared encarada hacia el sur, a ambos lados de la ventana con vistas al patio, había sendas piezas de arte. Una consistía en un mosaico enmarcado de azulejos persas que representaba a dos orioles rodeados de rosas rojas, y la otra, en un mizrah ricamente bordado: el icono judío que indicaba la dirección en la que se encontraba Jerusalén.

Cuando se sentaron a comer, Miriam formuló la pregunta inevitable:

—¿Por qué nos habéis hecho llamar? Esta no consiste, solo, en una reunión social para tomar sopa de pollo y jerez, ¿no?

—Sea como sea, la sopa está muy buena —intervino Yanus.

Hasdai sonrió y Miriam lanzó una mirada airada a su padre.

—No —contestó Hasdai—, no se trata de una reunión social. El almirante ha muerto.

—¿Muerto? —preguntó Yanus con la cuchara de cuerno a medio camino de su boca—. ¿Cómo es que ha muerto?

—Muy sencillo, alguien le partió el cráneo y, por si no era suficiente, también le cortó el cuello —explicó Hasdai.

—¡Vaya, no son buenas noticias! —exclamó Miriam—. El almirante no era especialmente de mi agrado, pero no se merecía morir así. De todos modos, creo recordar que tenía un escolta, ¿no es así?

—Así es, lo tenía, pero también lo han asesinado. Es posible que lo conocierais. Estaba destinado a Medina Azahara. Se trataba del joven mulazim Haitham bin Tariq. El general Ghalib lo conocía desde que era un niño. De hecho, el general está muy unido a su familia.

—Creo que yo también conozco a su familia —declaró Yanus.

—¿Ah, sí? —preguntó Miriam.

—Sí, no somos amigos, pero viven cerca de la sinagoga, al otro lado del zoco. Sé quiénes son.

—¿Estaban juntos? —preguntó Miriam a Hasdai.

—¿Quiénes?

—El almirante y Haitham.

—¿Por qué lo preguntáis?

—Bueno, es la típica pregunta que formularíais vos o el general Ghalib. Por cierto, ¿dónde está el general? Normalmente se implica cuando ocurre algo así o cuando hay sopa de pollo.

—El general está muy implicado y, respondiendo a tu pregunta, el cadáver del almirante estaba en la alhóndiga, y el de Haitham, en la casa de baños de Yusuf, el viejo yemení.

—¿Qué estaba haciendo el almirante en la alhóndiga? —preguntó Yanus.

—No estamos completamente seguros, pero parece que había estado apostando en los baños de Yusuf y es posible que fuera a la alhóndiga en compañía de alguien para cobrar una deuda de juego, aunque no lo sabemos con certeza. Haitham estaba con el almirante, al menos salieron juntos de la casa de baños, pero desconocemos lo que ocurrió después. Lo que sí sabemos es que la casa de baños parecía estar vacía cuando la cerraron por la noche. Los sirvientes no saben cómo o por qué regresó Haitham. A él también le cortaron el cuello y lo encontraron medio cocido en la piscina caliente.

Miriam se estremeció.

—¡Cielos, no se trata de una imagen muy agradable! —exclamó.

—¿Y dónde está ahora el general? —preguntó Yanus.

—En la alhóndiga. Sus hombres están interrogando a los huéspedes y a los sirvientes, y Ghalib ha ido a informarse de lo que han averiguado —explicó Hasdai—. Quería preguntaros una cosa a los dos… ¿Mientras enseñabais a los marinos alguno le dijo algo fuera de lo común al almirante? ¿Cómo era la relación entre los miembros del grupo?

—Aparentemente, todo era perfectamente normal —contestó Yanus—. Todos parecían llevarse bien. Unos más que otros, pero eso es de esperar.

—¿Qué ocurrirá como resultado de estas muertes? —preguntó Miriam.

—Tendréis que acelerar la formación de Bandar —contestó Hasdai—. El príncipe heredero lo ha ascendido a almirante de la flota y tiene que regresar a Almería y hacerse cargo de la flota lo antes posible.

—No le falta mucho —comentó Miriam—. Tenemos que repasar algunos detalles del almanaque, comparar las nuevas cartas náuticas con el mapa de Ibn Hawqal y eso es todo. Mañana habremos acabado.

—Después recibirá instrucciones del príncipe y ya podrá viajar a Almería para preparar la partida de la flota —puntualizó Hasdai.

—¿Ya hemos acabado? —preguntó Yanus mientras empujaba su cuenco vacío hacia el centro de la mesa.

—Eso creo —contestó Hasdai—, ¿por qué?

—Había pensado ir un rato a la tetería Al Bisharah. Quedé en encontrarme allí con alguien esta noche.

—No me habías dicho que pensabas ir allí esta noche —comentó Miriam.

Yanus sonrió.

—No tengo que contarte todo lo que hago, pero te lo contaré de todos modos. He quedado con un fabricante de instrumentos de medición que trabaja en el zoco de la metalurgia. Está construyendo un reloj de sol para uno de los jardines de Medina Azahara.

Hasdai se levantó y miró por la ventana.

—Os prestaré una capa para la lluvia —sugirió, y después se echó a reír—. ¿En lugar del reloj de sol, vuestro amigo no podría construir un dial de lluvia? Eso nos resultaría más útil en un clima como este.

—¡Muy gracioso! —exclamó Yanus—. Estoy seguro de que, si se lo pidiera, él podría construirlo, pero dejaré en vuestras manos explicar al califa, la próxima vez que lo veáis, que habéis cambiado sus órdenes.

Hasdai se rio.

—Bien, id tranquilo al zoco. Ordenaré a un guardia que acompañe a Miriam a vuestra casa cuando esté lista.

Cuando Yanus se marchó, Miriam se volvió hacia Hasdai, sonrió y dijo:

—Avivemos el fuego. ¿Tenéis más jerez?

—Hay una garrafa en una balda debajo de mi escritorio, pero no podemos beber más.

—¿Por qué no? —preguntó Miriam.

—Todavía tengo que ir a la alhóndiga y después regresar aquí para hablar con Bandar. Además, tengo que revisar la proclama del califa.

—¿Esta noche? —inquirió Miriam—. Creí que habíais acabado por hoy.

Hasdai percibió exasperación en su voz.

—Lo siento —contestó—, tengo que ver a Bandar esta noche, pero todavía disponemos de algo de tiempo, no vendrá hasta después de la oración de la noche.

—¡Pues sí que trabajáis hasta tarde! —exclamó Miriam—. Me habré ido mucho antes.