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Antes de la oración de la tarde

No podía considerarse que Hamid al Mursi fuera un hombre tímido, pero nunca se sentía totalmente seguro cuando visitaba el gremio de los herreros. Las callejuelas abarrotadas y claustrofóbicas de cuyas paredes colgaban hoces, rejas de arados, cadenas de hierro, ollas de cobre y armas de todo tipo lo impresionaban. Había, allí, demasiados rincones apartados, demasiada gente, demasiados hombres fornidos con fácil acceso a armas, metal incandescente y fuego. El constante martilleo y golpeteo del oficio de los herreros le alteraban los nervios, y el humo acre de las fraguas le hacía toser. En todas aquellas callejuelas tapizadas de carbonilla se oía el estridente siseo y se olía el sulfuroso hedor que despedía el hierro al rojo vivo al ser sumergido en cubas burbujeantes de agua grasienta. En un lugar como aquel, un hombre podía desaparecer con facilidad… incluso un almotacén disfrazado.

Se apoyó contra una pared y se rascó con energía la cintura mientras procuraba mantener la postura encorvada que adoptaba siempre que se ponía las ásperas ropas tuareg de color pardo que constituían su disfraz favorito. La voluminosa túnica y el enorme turbante apestaban a establo, pero también ocultaban su figura y lo cubrían por completo, salvo los ojos. A pesar de todo, había tomado la precaución de ensuciar su cara con tierra, y sus manos y pies estaban mugrientos. Había reemplazado su bastón con empuñadura de plata por un palo largo y nudoso de acacia en el que se apoyaba con ambas manos mientras avanzaba a trompicones. Aquella arma formidable, el hedor de sus ropas y sus constantes refunfuños y reniegos aseguraban que nadie se le acercara.

Ya estaba en el corazón del gremio de los herreros y tuvo que apretujarse contra una pared porque un burro cuyas alforjas estaban repletas de carbón avanzaba hacia él. Lo conducía un niño que no tenía más de ocho años e iba casi tan sucio como el burro. El niño realizó la temeridad de gritarle a Al Mursi que se apartara de su camino, lo que, sin duda, confirmaba que el disfraz del almotacén era perfecto. Pero ya había llegado a su destino. Una cortina de arpillera tapaba la entrada del taller de Yazid al Haddad. Por encima del estruendo del yunque, Al Mursi oyó al herrero gritar e insultar a su aprendiz. Apartó la cortina y entró tambaleándose. Yazid entró en la tienda desde el patio de forja y, al verlo, gritó:

—¡Largaos! ¡Hoy no hay limosnas! Id a la mezquita. Quizás allí os den algo.

Al Mursi se enderezó cuan largo era y se quitó el turbante para mostrar su cara.

—Soy yo —declaró con aspereza antes de volver a ponerse el turbante—. Libraos de vuestro aprendiz. Quiero hablar con vos a solas.

Yazid se limpió las manos con un trapo mugriento que colgaba de su cinturón y regresó al patio. Cuando volvió con su aprendiz para echarlo de la tienda, Al Mursi estaba de cara a la pared.

—Entrad en la forja —declaró Yazid—. Allí nadie podrá oírnos.

No había forma de atenuar lo que Al Mursi quería decirle. Conocía la reputación de Yazid como hombre violento, pero tendría que hacerle frente. Sabía que, al final de la conversación, tenía que resultar vencedor.

—Sé lo que vos y ese chupasangre de Bilal bin Safwan habéis estado haciendo. Y también sé cuánto dinero habéis estado apostando a las peleas de gallos. Más del que podríais ganar haciendo navajas y lancetas. Sé que los dos estáis metidos hasta el cuello en el contrabando y que el hombre que ejecutaron en Balansiyya por contrabando de clavos de olor era uno de vuestros contactos.

Yazid lo miró de una forma totalmente inexpresiva, sacudió la cabeza lentamente y abrió la boca para hablar.

—¡No! —exclamó Al Mursi blandiendo su bastón—. ¡No intentéis negarlo! Si lo intentáis os partiré el cráneo ahora mismo y le ahorraré el trabajo al verdugo. Os diré lo que quiero… Os diré lo que vamos a hacer. Vais a dejar de apostar a las peleas de gallos… De todas formas, siempre elegís al perdedor… y empezaréis a apostar al ajedrez. Apostaréis en los campeonatos que organizo en mi casa de baños. Trataréis con mi secretario y perderéis, ¿entendido? Perderéis con regularidad, lo que significa que yo ganaré…, con regularidad. Mi secretario os informará sobre el importe de las apuestas. Y si no gano una parte significativa de vuestro dinero, volveré. Pero entonces será de noche. —Señaló el bastón—. ¿Comprendéis?

El herrero guardó silencio. Era un hombre violento, pero no estúpido. Resultaba evidente que había comprendido.

—O quizá no vuelva; quizá, simplemente, explique a las personas adecuadas del Alcázar lo que sé acerca de vos y ese sangrador. Les contaré los asuntos en los que estáis metidos. De esta forma no tendré que hacer nada salvo presentarme el día de vuestra ejecución.

Yazid se dio cuenta entonces de que tendría que esperar para vengarse de aquel gordo lisiado.

—¡Ah! —exclamó Al Mursi—. Una cosa más.

Yazid entrecerró los ojos mientras se preguntaba qué podía añadir el almotacén a lo que ya había dicho.

—He oído contar que el visir, Hasdai ben Shaprut, ha estado formulando muchas preguntas acerca del contrabando. En concreto, está interesado en obtener información sobre una banda que por lo visto intenta sacar ámbar gris de Córdoba clandestinamente. Ya sabéis que el califa ha promulgado un decreto prohibiendo, específicamente, el trajín del ámbar gris. Espero por vuestro bien que no estéis involucrado en ello. Podría tratarse de algo muy grave. Ahora aseguraos de informar a vuestro amigo el barbero de todo lo que os he dicho —exigió Al Mursi—. Encontraré la salida yo solo.

Cuando estuvo de vuelta en la atiborrada callejuela, Al Mursi exhaló un suspiro de alivio y sonrió, oculto tras el pestilente turbante, mientras oía a Yazid dar rienda suelta a su furia en el yunque.