Después de la oración de mediodía
—¿Qué hacéis aquí? ¡Entrad! ¡Deprisa! Creí que os había dicho que no vinierais aquí.
Yazid al Haddad miró a ambos lados de la callejuela del gremio de los tejedores, entró en la barbería y cerró la puerta.
—¿Quién sois vos para decirme lo que tengo o no tengo que hacer? Vosotros los bagdadís sois todos iguales. ¿Quién os creéis que sois? ¡Puede que solo sea un herrero, pero tengo el mismo derecho que cualquiera a visitar el gremio de los tejedores!
—¡Sí, sí! —exclamó Bilal bin Safwan, el barbero, mientras cerraba la puerta con llave.
Estaba empezando a arrepentirse de haber accedido a trabajar con Yazid. Evidentemente, se trataba de un hombre inestable.
—Desde luego que tenéis el mismo derecho que cualquiera, pero es mejor que no nos vean juntos. Resulta peligroso. No deben vernos juntos. Esto ya ha salido terriblemente mal. Sentaos y contadme lo que sabéis. ¿Por qué no os reunisteis conmigo en la tetería?
Yazid dio una ojeada a la tiendecita. A la derecha había un diván bajo y, encima, colgaba un laúd de cinco cuerdas, y en la pared del fondo había un hogar de piedra con una olla de cobre que contenía agua hirviendo. Junto al fuego de carbón centellaban tres cuencos pequeños que Bilal utilizaba para las sangrías. Yazid vislumbró el mango de la lanceta que había forjado para el barbero, el cual asomaba por el borde de uno de los cuencos. Delante de la chimenea había dos taburetes y una mesa baja con más utensilios de barbero. Las dos navajas plegables y las dos tijeras también eran obra de Yazid. Encima de un montón de toallas, junto a un cuenco de jabón que despedía un olor dulce, había dos peines de madera de boj. En la pared de la izquierda, debajo de un texto caligrafiado y enmarcado que ensalzaba el genio de Ziryab, el músico bagdadí, había dos alacenas llenas de frascos de perfumes, ungüentos para el cabello y botellines de alcohol puro que el barbero empleaba para detener el sangrado de los cortes que realizaba a sus clientes.
Yazid se sentó en un taburete y arrugó la nariz. ¡Odiaba los perfumes! Aquel lugar olía como la almohada de una prostituta; a perfume denso y empalagoso con un toque de sangre. Agarró una de las navajas, la abrió con su mano sana y, mirando fijamente a Bilal, deslizó el borde de la hoja por el dorso de su muñeca. Lamió el hilillo de sangre que brotó y dijo:
—Necesita ser afilada de nuevo. Si alguien os pregunta por qué he venido, simplemente decid que os he traído unas navajas nuevas.
—Sí, sí, de acuerdo, pero ¿qué queréis? —preguntó Bilal.
—Para empezar, me iría bien beber algo. Trabajar todo el día en la forja produce sed. ¿Tenéis vino?
—No, pero sí que tengo agua.
Bilal introdujo el brazo detrás de una cortina que había cerca de la chimenea y sacó una jarra de barro cocido y una taza pesada y achaparrada.
—¡Tomad!
Yazid cogió la jarra con la mano izquierda y sujetó la taza encima de la mesa con la derecha. Bilal observó lo que hacía con la mano derecha. El hecho de que le faltara el pulgar no parecía afectar a sus capacidades. Yazid levantó la vista y vio que Bilal tenía la mirada fija en su mano.
—Ya me he acostumbrado —declaró—, pero obviamente vos todavía no.
—Debe de afectar a vuestro trabajo —comentó Bilal.
—En realidad, no. Ya sabéis lo que hago: cosas pequeñas, delicadas… ¡y muy afiladas! —Colocó el corte de su muñeca frente a la cara de Bilal y soltó una carcajada—. Ya sabéis, navajas, cuchillos, tijeras… Mi aprendiz realiza los cortes bastos, y yo, los pulidos y los acabados. Yo los afilo. Y me las arreglo bien. Del mismo modo que puedo arreglármelas sin vos.
—Estoy seguro de que no habéis venido para hablar de vuestro pulgar —replicó Bilal con calma—. Contadme qué os ocurrió ayer por la noche. No acudisteis a la tetería como habíamos acordado. Se suponía que debíamos trasladar los cajones. Teníamos que sacarlos del almacén durante la celebración de la Ascensión de Mahoma, pero ahora hay soldados por toda la alhóndiga formulando preguntas acerca de un cadáver.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Yazid.
—Como no aparecisteis en la tetería, me fui a la alhóndiga. Había soldados por todas partes y un herrero me contó lo que había ocurrido.
—¿Qué os contó?
—Solo eso, que un oficial de la guardia está interrogando a todos los trabajadores de la alhóndiga.
—¿Qué más creéis que saben? —preguntó Yazid, y volvió a lamer el corte del dorso de su muñeca.
—No lo sé. Ahora, mi mayor preocupación consiste en cómo vamos a sacar los cajones de allí.
—¿Sabéis qué contienen? —preguntó Yazid.
—¿Qué importa eso? —contestó Bilal—. Hace cuatro días dos hombres fueron clavados en sendos maderos a la entrada de Balansiyya. Los sorprendieron transportando un cargamento de clavos de olor a Toledo de contrabando.
Yazid se echó a reír.
—¡I Alá, ejecutados por un cesto de clavos de olor! Espero que los clavos estuvieran bien afilados.
Bilal miró a Yazid con extrañeza. A veces, no tenía ni idea de a qué se refería.
—Ahora no debemos pensar en eso —intervino Bilal deseando, desesperadamente, cambiar de tema. Entonces se arriesgó—: En mi opinión, ayer por la noche no os presentasteis porque estabais asustado.
—¿Yo? —preguntó extrañado Yazid.
Volvió a soltar una carcajada mientras abría y cerraba la navaja una y otra vez.
—Sí —insistió Bilal—. Pero tenemos que dominar los nervios. Teniendo en cuenta lo que nos pagaron por llevar los cajones al almacén, lo que contienen debe de valer una fortuna. Por cierto, ¿para quién hacemos todo esto?
—Ya os lo dije —repuso Yazid—, es mejor que no lo sepáis. Así es más seguro.
Bilal suspiró.
—Este podría ser nuestro último trabajo —comentó.
—Ahora no podemos hacer nada al respecto —apuntó Yazid—. Tomad, mirad esto. —Le tendió a Bilal un pedazo de papel doblado—. Me lo han dado en la tetería hace un rato.
Bilal leyó rápidamente el mensaje y después hundió la cabeza entre las manos.
—Así ¿que esto es todo? ¿El trabajo ha sido anulado? Yazid se encogió de hombros.
Bilal se frotó los ojos con los nudillos y bebió directamente de la jarra de barro cocido.
—Deberíamos encontrar otro comprador para el contenido de los cajones —propuso.
—Nunca conseguiremos acercarnos a ellos.
—Tenemos que intentarlo —insistió Bilal—. Si lo logramos, podríamos conseguir el dinero suficiente para retirarnos.
—Siempre argüís lo mismo —repuso Yazid—, pero cuando acabamos de pagar todos los costes, nunca nos queda el dinero suficiente para compensar los riesgos que asumimos.
—Lo que queréis decir es que nunca os queda el dinero suficiente para cubrir vuestras apuestas —precisó Bilal—. ¿Por qué lo hacéis?
Yazid clavó la mirada en la taza de agua, como si esperara encontrar la respuesta en el fondo. Le enfurecía que le hablaran de su adicción al juego, y cuando estaba furioso, podía hacer cosas extrañas y muy violentas.
—Yo sé por qué lo hago —masculló. Volvió a abrir la navaja y la sostuvo a la altura de los ojos—. Lo hago para olvidar lo que soy. Por eso apuesto una y otra vez.
Yazid miró a los ojos a Bilal y este percibió un profundo vacío en la mirada del herrero.
—No me queda nada de dinero. Lo he perdido todo —declaró Yazid.
—¿Todo? —preguntó Bilal—. Hace meses que nos dedicamos al contrabando y nos hemos repartido cerca de seis mil dirhams. ¿Cómo habéis podido perder tanto dinero?
Yazid volvió a reírse.
—Creedme, una vez se empieza resulta fácil perder esa cantidad de dinero —declaró—. La taba en la casa de baños es solo el principio. La mayor parte del dinero lo he perdido en las peleas de gallos.
Bilal estaba lo bastante enojado para atreverse a hablar.
—¿Cómo podéis arriesgar ser clavado a un madero en el zoco por unos minutos de emoción en una pelea de gallos? A todos nos gusta apostar a los gallos, pero vos perdéis el control. ¡Y no olvidéis que también ponéis en peligro mi vida! ¿Creéis que podréis callar mi nombre cuando empiecen a torturaros? ¿Creéis que lo sabéis todo acerca del metal al rojo vivo? ¿Habéis visto el estado en el que se encuentran esos desgraciados cuando los clavan a los maderos? Los guardias del Alcázar podrían contaros un par de cosas sobre lo que puede hacerse con un hierro incandescente. Reflexionaré sobre lo que podemos hacer con esos cajones y, cuando lo decida, me ayudaréis. ¿Entendido?
Yazid miró largamente a Bilal y percibió que le tenía miedo. Había visto esa mirada en los ojos de sus víctimas muchas veces antes.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó.
—Ahora marchaos y no hagáis nada —contestó Bilal—. Cuando haya decidido qué hacer, os lo comunicaré.