Después de la oración de mediodía
El aliento de Hasdai ben Shaprut flotó en el aire como una nube mientras volvía a dar una ojeada a la habitación del almirante y manipulaba las cuentas de ámbar en un intento vano de mantener sus dedos calientes. No había ningún fuego encendido, así que la habitación estaba fría y húmeda. Hasdai oyó que el viento y la lluvia barrían los jardines del Alcázar y se estremeció de frío.
Según el oficial al mando de la guardia del Alcázar, nadie había entrado en los aposentos del almirante desde que se marchó dos días atrás. El mulazim Haitham pasó a recogerlo y ahora los dos estaban muertos.
En el escritorio, enfrente del visir, había un cálamo junto a un bote de tinta, una pila de papeles y, encima de estos, un cuenco con tabas. Al lado de los papeles había dos frascos verdes y redondos con sendos tapones de cristal.
Hasdai guardó el tasbih en su bolsillo y cogió un par de huesos del cuenco. Los hizo rodar por la palma de la mano como solía hacer con las cuentas del tasbih y percibió que su superficie era fría y suave.
Oyó que el guardia que esperaba al otro lado de la puerta se ponía firmes y que unos pasos pesados se acercaban por el corredor. Alguien llamó con ímpetu a la puerta y, a continuación, esta se abrió.
—¡Entrad, general! —exclamó Hasdai sin siquiera levantar la vista.
—Gracias, señor —contestó Ghalib mientras cruzaba la capa sobre su pecho al sentir el frío que reinaba en la habitación—. Permitidme que me ocupe de la lámpara. —Recargó la lámpara de aceite, que casi se había apagado—. Mis hombres me han dicho que el coronel Zaffar estará preparado para recibirnos en la alhóndiga después de la oración del crepúsculo.
—¿Preparado para recibirnos? —preguntó Hasdai con lentitud mientras volvía a dejar los huesos en el cuenco.
El general Ghalib guardó silencio.
—Iremos allí más tarde, antes de hablar con Bandar —dijo Hasdai—. Después de nuestra visita sabrá si sus hombres están preparados o necesitan más preparación.
—¿Habéis encontrado algo aquí, señor? —preguntó Ghalib mirando alrededor.
Hasdai asintió con la cabeza.
—¿Sabéis qué son, general? —preguntó mientras señalaba los frascos de cristal que había encima del escritorio.
El general levantó uno de los frascos y lo sostuvo frente a la lámpara mientras escudriñaba el contenido.
—Los he encontrado en el baúl del almirante —explicó Hasdai.
—Bueno, son dos frascos, pero no tengo ni idea de qué contienen —comentó el general.
—Abridlo. Esperad, permitidme…
Hasdai tomó el frasco que Ghalib sostenía y lo abrió.
—Oledlo —declaró al tiempo que ofrecía el tapón.
El general aspiró profundamente y enseguida se apartó, resoplando y tosiendo con desagrado.
—¿Qué demonios es eso? —masculló secándose la boca e inhalando con fuerza.
—Eso, general, es ámbar gris —contestó el visir, que volvió a cerrar el frasco con el tapón.
Dejó el recipiente en el escritorio, abrió el otro y lo acercó a la cara de Ghalib.
—Y esto también lo es. ¡Vamos, os prometo que este será de vuestro agrado!
El general tomó el frasco y olisqueó el contenido con cautela.
—¿Lo veis? De hecho, el olor de este resulta muy agradable —declaró Hasdai.
—No lo comprendo, señor —contestó Ghalib—. Creía que el ámbar gris era un perfume, pero el primer frasco huele a muerto.
—Efectivamente, se trata de un perfume, general, pero solo después de un largo período de maduración. Cuando es fresco, su color es negro, su textura, blanda, y huele como vos habéis dicho: a rancio, a muerto. Pero cuando se ha dejado expuesto al aire libre, el clima y el agua del mar, se vuelve gris y, en algunos casos, como este, incluso adquiere una intensa tonalidad amarilla. Entonces su olor se vuelve agradable y se convierte en una sustancia extremadamente valiosa. —Hasdai sostuvo los dos frascos frente a la lámpara y los contempló a contraluz—. Muy, muy valiosa.
El general se secó los ojos y se mesó la barba.
—¿Son importantes, señor? Me refiero a si son relevantes para el caso.
—No lo sé, general —contestó Hasdai deslizando las cuentas por la cadena.
—¿Habéis encontrado algo más?
El visir se sentó en un taburete junto al escritorio.
—No estoy totalmente seguro —respondió—. Hay notas personales que tratan sobre cuestiones navales. —Agarró una de las hojas de papel—. Esta es una lista de nombres. Después le preguntaremos a Bandar si alguno de estos nombres significa algo para él.
—Podría tratarse de una lista de los oficiales que están a su servicio, señor —sugirió Ghalib.
—Es posible —contestó Hasdai—. Pero no figura ninguno de los oficiales a los que conocemos.
—Comprendo —comentó Ghalib—. ¿Dónde decíais que habéis encontrado los frascos de ámbar gris?
—En el baúl que hay allí. Estaban envueltos en una capa de marino. —Hasdai se frotó los ojos—. En el armario hay ropas ceremoniales y alguna prenda de vestir personal del almirante, pero aparte de eso, nada.
El general contempló los frascos durante unos instantes.
—¿Vos creéis que el almirante…?
Se interrumpió cuando el visir levantó la mano para silenciarlo.
—No lo sé, general. Y tampoco estoy seguro de querer saberlo —declaró Hasdai—. Pero sé, tan bien como vos, que el comercio del ámbar gris en cualquiera de sus formas ha sido expresamente prohibido.
—¡Y no solo el comercio, señor! Se trata de uno de los bienes que el califa ha decretado que ni siquiera puede transportarse de una ciudad a otra.
—Exacto. Fuera lo que fuera lo que el almirante estuviera haciendo con el ámbar gris o incluso si lo consiguió fuera de Córdoba, el simple hecho de tenerlo en su poder va en contra de las órdenes directas del califa, y ese es un gran riesgo incluso para un hombre de su posición.
El general volvió a contemplar los dos pequeños frascos. Después de un silencio durante el cual lo único que se oyó fue el azote de la lluvia y el viento en el exterior, declaró:
—Estoy convencido de que el almirante no habría actuado deliberadamente en contra de los designios del califa, señor.
Hasdai lo miró con socarronería.
—Antes hemos comentado que ninguno de los dos conocía bien al almirante, así que, ¿hasta qué punto podemos tener esa certeza?
Volvió a tomar el tasbih y el rítmico chasquido de las cuentas compitió con el del viento y la lluvia.
—Tenemos que hablar de nuevo con el mercader del zoco —declaró finalmente Hasdai—, el que dijisteis que jugó a la taba con el almirante. Él trabaja en el gremio de los perfumistas, así que quizá pueda decirnos de dónde procede este ámbar gris. Mientras tanto, será mejor que no hablemos de este hallazgo con nadie. No quiero que se sepa que había ámbar gris en los aposentos del almirante; al menos hasta que sepamos cómo y por qué llegó aquí. Ordenad a vuestros hombres que conduzcan al mercader del zoco a mi sala de trabajo y, después, reuníos allí conmigo.
El visir se puso de pie, dobló los papeles que había encima del escritorio y los envolvió, junto con los dos frascos, con una tela de algodón engrasado que sacó de su bolsillo. Ocultó el paquete en el interior de su manto y apremió al general hacia la puerta.