18

Antes de la oración de mediodía

El rítmico chasquido de las cuentas se detuvo repentinamente mientras Hasdai se estremecía y se arropaba con el manto que cubría sus hombros.

Ghalib realizó una mueca de dolor y se frotó la rodilla mientras se levantaba del taburete. Tomó un puñado de piñas del cesto y las lanzó al fuego.

Un sirviente llamó a la puerta.

—¡Entrad! —gritó el general Ghalib.

Hasdai esbozó una media sonrisa y sacudió la cabeza. ¡En realidad, aquella era su sala de trabajo! Además, él era el visir. Pero resultaba imposible contener al general.

El sirviente entró, realizó una reverencia y dejó una bandeja con vasos, un plato con limones cortados por la mitad, un cuenco con miel y una humeante jarra de agua caliente encima del escritorio.

Ghalib vertió agua en los vasos y añadió un poco de miel y el jugo de medio limón en cada uno de ellos. Tendió uno de los vasos al visir, quien se calentó las manos con él e inhaló el aroma a limón. Hasdai había dejado de sonreír.

—Todavía no os he dicho cuánto lo siento —declaró mientras se sentaba detrás del escritorio.

—¿Señor?

—Me refiero al joven mulazim. Sé que estabais muy unido a él.

—Gracias, señor —contestó Ghalib con la mirada clavada en su vaso—. En efecto, lo conocía desde que era un niño.

—¿Se lo han comunicado a su madre?

—Sí, señor, aunque todavía no he ido a visitarla. Había pensado ir esta tarde, después de que hayamos hablado con Bandar. Además, no solo ha perdido a un hijo.

—¿A qué os referís? —preguntó Hasdai.

—Suhail era su hermanastro —explicó Ghalib—. Esta es una de las razones por las que yo quería que Haitham fuera su escolta.

—¡Pobre mujer! —exclamó Hasdai tomando de nuevo su tasbih—. Aseguraos de encontrar tiempo para visitarla. ¿Hasta qué punto conocíais a Suhail bin Ahmed?

—No mucho. Conocía su reputación, desde luego, pero antes de que viniera a Córdoba solo lo había visto un par de veces en Almería, y nunca había hablado con él lo suficiente para llegar a conocerlo.

—Habladme, entonces, de su reputación.

Ghalib volvió a llenar su vaso.

—Veréis, señor, solo llevaba en el puesto poco más de un año. Por lo que he oído, no era extremadamente hábil como navegante, pero, según se dice, era un excelente caudillo naval. Sus hombres habrían hecho cualquier cosa por él y contaba con la total confianza del califa y el príncipe heredero. Delegaba las tareas de navegación en otros y he oído que, cuando lo ascendieron a almirante de la flota, todo el mundo esperaba que designaran a Bandar.

—¿Así que Siraj, el hombre de Qartajana, nunca fue considerado para ocupar ese puesto? —preguntó Hasdai.

Ghalib asintió con la cabeza.

—Exacto. Bandar era el más antiguo de los vicealmirantes. Cuando el antiguo almirante de la flota murió, creo que incluso el mismo Bandar esperaba ser nombrado para el puesto.

—¿Y qué ocurrió entonces?

Ghalib se encogió de hombros y tomó un sorbo de su bebida.

—Sinceramente, no lo sé. El anterior almirante llevaba enfermo varias semanas antes de morir. Comprendo que el príncipe quisiera nombrar al mejor hombre para el puesto, pero Bandar hacía años que era el siguiente en la línea de mando y ya sabéis lo importante que es esto entre los militares. No tengo ni idea de por qué insistió el príncipe en ascender a Suhail.

—Eso ya no importa —dijo Hasdai—, ahora Bandar es el almirante de la flota.

Mientras hablaba, deslizó dos cuentas por la cadena y miró por la ventana. Las gotas de lluvia la golpeaban a rachas y el viento sacudía los árboles. Dirigió la mirada a su escritorio y suspiró.

—Todavía tengo que terminar esto —declaró mientras levantaba un documento.

—¿Se trata de la proclama del califa?

—En efecto. Tendré que eliminar las referencias al almirante Suhail. Ahora volved a explicarme dónde nos encontramos en relación con los asesinatos. ¿Qué sabemos exactamente?

Ghalib dejó su vaso y se secó el bigote con el dorso de la mano.

—Bueno, creo que podemos asumir que el mulazim fue asesinado primero, lo que significa que…

—¿Por qué podemos asumirlo? —lo interrumpió Hasdai, intrigado, dejando el tasbih en el escritorio y mirando fijamente al general.

—Resulta obvio, ¿no, señor?

Hasdai bajó la barbilla y se enderezó en su asiento.

—Entonces iluminadme con vuestra sabiduría, general, porque ese hecho obvio escapa a mi conocimiento.

El general no reaccionó al sarcasmo del visir, solo inclinó la cabeza y sonrió.

—Asigné al mulazim Haitham la tarea de proteger al almirante Suhail bin Ahmed durante su estancia en Córdoba. Como almirante de la flota debía tener un escolta.

—¿Pero por qué resulta obvio que el escolta murió primero?

—Bueno, señor, Haitham nunca habría dejado solo a Suhail y habría arriesgado su vida para salvar la de su tío.

El visir deslizó una mano por su ralo cabello castaño y reflexionó durante unos instantes sobre aquella cuestión.

—Comprended, general, que no dudo del coraje del joven mulazim ni de su compromiso hacia vos y su puesto, pero, hasta que no conozcamos todos los hechos, debéis permanecer neutral respecto a esta cuestión. No está demostrado que Haitham muriera primero y, hasta que no dispongamos de pruebas irrefutables, resulta imprudente sacar ciertas conclusiones.

Ghalib asintió con la cabeza.

—A partir de lo que sabéis que es cierto y solo eso, ¿es posible que Haitham fuera asesinado antes que el almirante?

—Sí, señor, es posible.

—Permitidme formularos otra pregunta. ¿Creéis que es probable?

Ghalib guardó silencio unos instantes.

—Eso depende, señor.

—¿De qué depende?

—De cuál fuera la motivación del asesino.

Hasdai asintió y tocó la jarra del agua. Todavía estaba templada, así que se sirvió otro vaso y añadió algo de miel.

—Exacto, general. Hablemos de eso. Contadme de nuevo lo que me contasteis anoche. Habladme del juego de la taba.

—Según Antonio, anteanoche Haitham estaba con el almirante mientras este jugaba a la taba con Antonio y el comerciante del zoco en la casa de baños. Yusuf, el dueño de los baños, lo confirmó, pero también comentó que allí había más personas. Según dijo, fue una noche muy concurrida porque la gente quería relajarse antes del festival de la Ascensión de Mahoma, que tendría lugar al día siguiente.

—Me comentasteis que el juego se desarrolló amigablemente.

El general asintió.

—Antonio declaró que todo resultó muy agradable. Según él, el almirante estaba de buen humor, presumiblemente, porque ganó bastante dinero.

Hasdai levantó la mano.

—Estudiaremos lo del dinero a su debido tiempo. Ahora habladme de los difuntos.

—El mulazim fue asesinado de un único corte en la garganta. La herida fue terrible y casi le separó la cabeza del cuerpo. No estoy totalmente seguro, pero diría que ya estaba en el agua cuando murió, porque no había sangre alrededor de la piscina, solo en el agua. La daga que encontramos en el fondo concuerda, en tamaño y forma, con la herida del cuello de Haitham.

Ghalib señaló con la cabeza el bulto de tela de algodón que había en el escritorio del visir.

Mientras Hasdai desenvolvía la daga, el golpeteo de la lluvia en la ventana creció en intensidad en concordancia con el viento.

—¿Qué podéis decirme del arma? —preguntó el visir mientras tendía la daga al general, quien la sopesó en su mano—. ¿Creéis que pertenecía al mulazim?

Ghalib examinó el arma por ambos lados y se concentró en la hoja.

—Si pertenecía a Haitham, nosotros no se la suministramos. No se trata de un arma del ejército.

—¿Podría tratarse de un arma personal?

—No lo creo. Si estaba de servicio, habría llevado su espada y, posiblemente, una falcata.

—¿Una falcata? ¿Por qué habría de llevar una falcata?

—Numerosos jóvenes oficiales se han aficionado a ellas. Les piden a nuestros armeros que se las fabriquen. Son armas muy efectivas en el combate cuerpo a cuerpo.

—¿Y dónde están esas armas de Haitham?

El general sacudió la cabeza.

—No lo sé, señor. No se encontraban entre sus pertenencias en los baños.

—¿Y cuáles eran sus pertenencias?

Ghalib guardó silencio mientras intentaba recordar lo que el viejo yemení le había dicho en la casa de baños.

—Sé que el mulazim Haitham significaba mucho para vos, pero debemos estar seguros respecto a los hechos, general —declaró el visir en tono afable—. Volveremos a esta cuestión en otro momento. Ahora habladme del almirante.

—Su cuerpo fue tirado en un pequeño patio situado detrás de las escaleras del patio principal de la alhóndiga.

—¿Había algo más allí?

—Los desechos habituales… barriles de vino vacíos y vegetales en estado de putrefacción.

—Parecéis estar seguro de que el cuerpo fue tirado allí —comentó Hasdai.

—Sí, señor. Antonio y las prostitutas declararon que, cuando salió de la habitación, Suhail tenía la intención de marcharse de la alhóndiga. Como sabéis, la puerta principal está en el centro de la pared sur, pero el cuerpo del almirante fue encontrado lejos de allí, a un lado.

—Detrás de las escaleras.

—Exacto.

—¿Adónde conducen las escaleras?

—A las habitaciones…, a la zona de los aposentos. Si su intención era irse, no habría tomado aquella dirección.

Hasdai asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo. Entonces, si echaron su cuerpo allí, puede que alguien viera cómo lo arrastraban o lo cargaban hasta las escaleras. ¿Sus hombres han interrogado a todos los muleros?

—Terminarán hoy, señor. De momento, nadie recuerda haber visto nada.

Hasdai miró intencionadamente a Ghalib.

—No, general —replicó con lentitud—, de momento, nadie nos ha dicho que recuerde haber visto nada. El hecho de que lo recuerden es un asunto totalmente diferente. Habladme de la herida del almirante.

—Le abrieron la cabeza con alguna clase de hacha o espada de gran peso. Llevaba allí algún tiempo, porque, cuando llegué, su cuerpo había atraído la atención de un gato y multitud de cucarachas.

Hasdai se colocó frente a la ventana y contempló cómo el viento desviaba las gotas de lluvia. ¡Hacía un tiempo deprimente! Se frotó las sienes y cerró los ojos un instante.

—Bueno, hasta que no contemos con más información, no podemos hacer conjeturas. Por lo que a mí respecta, el juego de la taba, el dinero que Antonio debía al almirante y su visita a la alhóndiga pueden ser hechos totalmente desconectados de los asesinatos.

El general permaneció inmóvil y con el ceño fruncido a causa de la concentración.

—Señor —declaró al cabo de un rato—, creo que debemos partir de la suposición de que los asesinatos están relacionados con el juego.

Las cuentas del visir empezaron a chasquear de nuevo.

—No, general, debemos empezar determinando si los dos asesinatos están relacionados entre sí.

Hasdai contempló la lluvia, que ahora chocaba con fuerza contra la ventana, y oyó a lo lejos la llamada a la oración del muecín, que se perdía en el viento.

—Cuando hayáis terminado la oración, general, iremos a dar un vistazo a los aposentos del almirante y, después, interrogaremos al perfumista. Informad a los hombres que tenéis en la alhóndiga de que quiero hablar con ellos a última hora de la tarde. Nos reuniremos con ellos allí justo después de la oración del crepúsculo.