Antes de la oración de mediodía
Harun manoseó con nerviosismo su descuidada barba y miró a través de la puerta en arco de la tetería hacia la luminosa claridad exterior. Un hombre cubierto con un elegante gorro de piel marrón se detuvo un instante en la entrada, vio a Harun, lo saludó con la mano y, apoyando su considerable volumen en su bastón con empuñadura de plata, se sumergió en el parloteo y el bullicio y avanzó poco a poco entre las abarrotadas mesas hasta donde estaba Harun, al fondo de la atestada sala. El aire, que ya estaba cargado de los aromas a infusión de menta, limón y miel caliente, todavía se volvió más denso cuando Simón, el fornido propietario cristiano, llegó de la cocina transportando, por encima de la cabeza, una bandeja llena de humeantes bollos, los beraid, por los que la tetería Al Bisharah era famosa en toda Córdoba.
Harun miró hacia la mesa que tenía al lado, donde un grupo de herreros del zoco estaba enfrascado en una partida de la taba. Los observó mientras uno de ellos, el que tenía las manos como mazos, lanzaba uno de los huesos al aire y, con una sola mano, intentaba coger los otros cuatro, uno a uno, antes de que el primero cayera sobre la mesa. Sus compañeros soltaron una estruendosa carcajada cuando la primera taba cayó en una tetera de agua caliente que había en el centro de la mesa. Y todavía rieron más cuando uno de ellos exclamó que incluso él podía hacerlo mejor y, a continuación, levantó la mano derecha, a la que le faltaba el dedo pulgar.
Conforme las risas se iban apagando, Harun se puso de pie para dar la bienvenida a Hamid al Mursi, el almotacén, quien, apoyado en su bastón, intentaba hacer pasar su robusta figura entre Simón y el joven sirviente que estaba limpiando las mesas. Como de costumbre, la tetería Al Bisharah, que se hallaba en el corazón del zoco, estaba llena de comerciantes, viajantes y trabajadores del mercado, lo que siempre llamaba la atención del almotacén. Cuando se acercó al fondo de la sala, los herreros guardaron las tabas, terminaron sus tés y se levantaron para volver al trabajo.
—Ya sabéis que desapruebo que se apueste en las teterías —declaró Al Mursi en voz más alta de la necesaria mientras los herreros intentaban evitar su airada mirada.
Simón sacudió la cabeza y miró hacia el techo.
Mientras se iban, uno de los herreros murmuró:
—Sin embargo, no pasa nada si se apuesta al ajedrez en una casa de baños de la que vos sois el propietario, ¿no?
Camino de la puerta, el herrero se apartó y un niño mendigo pasó por su lado rozándolo. El herrero se despidió del almotacén agitando una mano mientras con la otra agarraba la nota que el niño había deslizado en el bolsillo de su albornoz.
—¡Volved al trabajo! —exclamó Al Mursi con una media sonrisa en su rasurada y rolliza cara—. Conocéis las reglas tan bien como yo.
Se sentó y se volvió hacia Harun.
—Bien, espero que lo que queréis decirme sea importante, pero antes de empezar veamos si nos pueden servir algo. ¡Simón! —gritó.
Al Mursi golpeó el suelo con su bastón y chasqueó sus gordos dedos exigiendo que le sirvieran su habitual té y un plato de beraid. Mientras el nervioso y joven sirviente corría hacia la mesa con una bandeja cargada con dos vasos de té y un plato de los pequeños y tiernos bollos, Al Mursi abrió su manto de lana verde, alisó su inmaculada ropa de seda, apoyó el bastón en la pared y enderezó su gorro de piel.
—Y bien, ¿qué es lo que reclama mi atención inmediata? —preguntó.
—Se han llevado a Nasim bin Faraj al Alcázar para interrogarlo. Dos soldados se han presentado en su tienda justo después de la oración de la mañana.
Al Mursi se comió un barad, echó miel en su té y lo removió.
—¿Qué han dicho los soldados?
—Nada salvo que los enviaba el general Ghalib y que Nasim tenía que ir al Alcázar con ellos de inmediato. Me han ordenado que cerrara yo la tienda. Entonces le he pedido a uno de los funcionarios del mercado que fuera a avisaros. Me preocupa que tenga algo que ver con el ámbar gris.
Al Mursi agarró la manga del albornoz de Harun y se acercó a él lo bastante para que percibiera el olor a miel en su aliento. El movimiento repentino de Al Mursi provocó que la tetería quedara en silencio.
—¿Cuánto tiempo hace que trabajáis en el zoco? —preguntó Al Mursi conteniendo el aliento.
Harun, confuso, arrugó el entrecejo.
—¿A qué os referís? —preguntó por fin—. ¿Qué importancia tiene eso?
—Ninguna —contestó Al Mursi tomando otro bollo—, solo quería que os callarais un momento. Mirad alrededor —susurró—. La mayoría de los clientes de la tetería fingen que no están escuchando nuestra conversación, y los que no lo fingen probablemente ya han oído bastante.
Harun bajó la cabeza.
—Y ahora decidme, y esta vez con voz queda, qué pasa con el ámbar gris.
Mientras el barullo procedente de las otras mesas volvía a crecer, Harun habló apenas en un susurro:
—Creo que Nasim tiene ámbar gris en su tienda.
Al Mursi dio una ojeada alrededor.
—Pues esa sustancia ha sido prohibida expresamente. Y por el mismo califa. —Dio un sorbo a su té—. Si lo que decís es cierto, entonces el general Ghalib hará algo más que hablar con Nasim en el Alcázar. —Cogió otro barad y en esta ocasión lo mordisqueó con delicadeza—. ¿Cuánto tiempo hace que sabéis lo del ámbar gris? —preguntó con la mirada fija en el bollo.
Harun inclinó la cabeza y manoseó de nuevo su barba.
—No mucho. Hace dos días, rompí un tarro en su tienda. Creí que contenía mermelada de naranja, pero en el interior había otro tarro que estaba lleno de ámbar gris.
Los ojos de Al Mursi se endurecieron sobre sus rollizas mejillas mientras masticaba.
—Comprendo. ¿Hay algo más que deba saber?
Harun negó con la cabeza.
—Creo que no.
—Muy bien. Si averiguáis algo más sobre esta cuestión, aseguraos de poneros en contacto conmigo. Cualquier funcionario del mercado sabrá dónde encontrarme.
Sin más, el almotacén terminó su té, estiró el brazo para agarrar su bastón y, apoyando ambas manos en la empuñadura de plata, levantó su robusto cuerpo del taburete. Luego tomó el último barad y salió de la tetería saludando a Simón con un gesto por el camino.