Después de la oración del alba
—Está bien, os la prestaré, pero no olvidéis devolvérmela. La última daga que os presté la perdisteis. ¡Ah, y cuando me la devolváis, también podéis pagarme los cinco dirhams que me debéis por el almizcle!
Era justo después de la oración del alba, y estaban en el gremio de los perfumistas, tres callejuelas estrechas y serpenteantes situadas entre el gremio de los tejedores y el de los herreros. Los comerciantes se estaban preparando para la jornada laboral. Las frondosas hojas de palmera que constituían el techo de las callejuelas mantenían el sol y la brisa a raya, y el aire quedaba estancado, cargado con las múltiples fragancias que se preparaban en las tiendas de los perfumistas.
Desde que, en el año 822, Ziryab el músico viajó a Al Ándalus desde Bagdad llevando con él las tendencias de la moda, su estilo distinguido y lo que él llamó los refinamientos olfativos para la vida diaria, en aquellas callejuelas antiguas y apretadas se vendían perfumes, incienso y ungüentos y jabones olorosos. Había, también, barberos y expertos en belleza que, mientras embellecían a los ciudadanos adinerados, hábilmente alimentaban los molinos del chismorreo para que siguieran moliendo con eficacia. Poco ocurría en Córdoba de lo que no se hablara y que no fuera adornado y emperifollado en el gremio de los perfumistas, y los mozos de la tetería Al Bisharah corrían sin descanso llevando té y zumos de fruta que permitían a los clientes ingerir los escándalos que se oían en aquella parte de la ciudad.
—No os preocupéis, Harun —declaró Nasim—, os devolveré vuestra daga. En cuanto al almizcle, lo pesé y creo que pretendéis cobrarme de más, pero os daré vuestros cinco dirhams si me invitáis a té esta mañana. ¡Mirad, ahí llega el mulero! Tengo que abrir ese paquete. Espero que esta vez ese idiota de Murcia me haya enviado los frascos correctos. —Se volvió hacia el mulero—. ¡Eh, aparta esa maldita mula de la entrada de mi puesto! ¡Mira! ¡Mira lo que está haciendo! ¡Límpialo ahora mismo! No quiero ese perfume cerca de mi tienda. ¡Toma!
Nasim entregó al mulero un pedazo de tela de arpillera vieja y una escoba de palma para que limpiara la humeante boñiga. A continuación se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra, cogió la daga de su vecino y cortó los cordeles del paquete de frascos que el mulero procedente de la alhóndiga acababa de entregarle.
El viejo mulero sacudió la cabeza mientras se inclinaba para limpiar los excrementos de su mula. ¡Odiaba realizar entregas en el gremio de los perfumistas! Los comerciantes y barberos de aquel gremio eran gente extraña, y ninguno lo era más que Nasim bin Faraj, aquel bocazas que trataba sin miramientos a todo el mundo salvo a sus clientes. Con ellos, era tan empalagoso como los ungüentos aromatizados que vendía.
—¡Mirad estos frascos! Sin duda, constituirán un gran éxito. Los cristaleros de Murcia realmente conocen su oficio. Mirad cómo el decantador hace las veces de tapón.
Nasim sostuvo en alto un frasco de cristal verde que despidió destellos de jade a la luz de un rayo de sol que se había filtrado entre las hojas de palma.
—Si vendo mis perfumes en frascos como estos, prácticamente podré doblar el precio que cobro por ellos.
—No entiendo cómo podéis comprar estos frascos enviados desde Murcia y no podéis pagarme los cinco dirhams que me debéis.
—Dejad de quejaros por el dinero, ¿queréis? —replicó Nasim—. ¿Quién dice que no puedo permitirme pagar cinco dirhams? Para que lo sepáis, últimamente he tenido mucha suerte jugando a la taba. Recibiréis vuestro dinero… ¡Y después podréis devolverme parte de él comprándome alguno de estos maravillosos frascos!
—Siempre estáis igual —comentó Harun—. En lo único en lo que pensáis es en el dinero y en las apuestas.
Nasim esbozó una sonrisa irónica.
—También pienso en mis encantadores clientes. Al fin y al cabo, ellos me proporcionan el dinero que me permite apostar. Sobre todo los que necesitan esa ayuda especial para dar un empujoncito a su vida amorosa. ¡Mis tinturas han hecho mucho bien a esta ciudad!
—Algún día mataréis a alguien con esas pociones vuestras. Si los médicos se enteraran de lo que hacéis, os enfrentaríais a graves problemas.
Mientras Harun hablaba, el mulero aguijoneó la grupa de la mula y, al moverse, esta desveló la presencia de dos guardias del Alcázar que se dirigían con paso largo y decidido al puesto de Nasim. Eran tan corpulentos que apenas conseguían caminar uno al lado del otro en la estrecha callejuela.
—Por lo visto, ya os habéis metido en problemas —comentó Harun.
Los guardias se detuvieron delante del puesto de Nasim.
—¿Quién de los dos es Nasim bin Faraj?
—¡Él! —exclamó rápidamente Harun señalando a Nasim con un dedo tembloroso.
El otro guardia soltó una carcajada.
—¡Es bueno tener amigos, Nasim! Nos envía el general Ghalib. Quizás hayáis oído hablar de él, aunque no creo que sea un comprador asiduo de perfumes. Debéis acompañarnos al Alcázar. Estoy seguro de que vuestro buen amigo aquí presente cerrará la tienda por vos.
De repente, a Nasim le flaquearon las rodillas y Harun tuvo que ayudarlo a ponerse de pie.