Día dos, antes de la oración del alba
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Hasdai rompiendo finalmente el silencio que se había producido—. ¡El almirante de la flota y Haitham! ¿Quién puede haberlo hecho? ¿Y por qué? Especialmente, Haitham. ¿Por qué querría nadie matar a Haitham?
El general Ghalib, que estaba sentado en el diván con los codos apoyados en las rodillas, siguió contemplando fijamente la chimenea. El fuego prácticamente se había apagado. Pronto amanecería y las paredes de piedra de la sala de trabajo del visir estaban frías. Una única lámpara chisporroteaba en la mesa que separaba a los dos hombres. Estaban exhaustos y la tenue luz de la lámpara confería un tono gris a sus facciones.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó el general.
Hasdai se estremeció, cruzó los brazos sobre su pecho y se frotó los hombros.
—Bueno —declaró—, tanto vos como yo sabemos que el príncipe tendrá que ascender a uno de los dos oficiales de mayor rango a almirante de la flota califal.
—Seguramente, os pedirá consejo sobre a cuál de ellos ascender. ¿A quién recomendaréis?
—Eso depende.
—¿A qué os referís?
—Bueno, Siraj es el mejor marino. Según Yanus, es muy hábil, pero también es menos predecible que Bandar.
—A veces, ser predecible no constituye una ventaja en un oficial —comentó Ghalib—. Cuando estaba en el campo de batalla, me interesaba que el oficial al mando supiera tomar decisiones sobre la marcha y adaptarse a los cambios que se produjeran en la batalla.
—No es exactamente eso a lo que me refiero —replicó Hasdai—. Siraj es, probablemente, tan buen estratega como Bandar, pero lo cierto es que no es tan serio como él. Puede que todavía no esté preparado para ocupar ese puesto.
—El príncipe es quien deberá decidirlo —comentó Ghalib—, pero vos parecéis ser partidario de Bandar.
—Debo reflexionar sobre ello —contestó Hasdai.
—En cuanto al príncipe —continuó Ghalib—, ¿no iba a trasladarse a Medina Azahara justo después de la oración del alba? Hice venir al coronel Zaffar para que condujera la escolta que lo acompañará a la ciudad califal.
—Eso tenía planeado, pero después de lo ocurrido, seguramente no irá —contestó Hasdai—. ¿Qué le ordenaréis ahora a Zaffar?
—Bueno, podría ordenarle ir a la alhóndiga y empezar a interrogar a todo el mundo.
—Bien pensado —repuso Hasdai—, ordenádselo.
—Hay algo más —continuó Ghalib—. Ascienda a quien ascienda el príncipe, necesitará un escolta personal. No queremos más almirantes muertos.
—Estoy seguro de que encontraréis al hombre adecuado para esa labor. Haced lo que creáis oportuno. Otra cosa, cuando conozcamos la opinión del príncipe respecto a lo ocurrido y lo que desea hacer, tendremos que enviar un mensaje al califa para explicarle lo sucedido —comentó Hasdai.
—No me gustaría ser el encargado de transmitir ese mensaje al califa —comentó Ghalib con un estremecimiento.
—No —contestó Hasdai—. En cualquier caso, ¿qué opináis vos? ¿Pudo ser el mercader de telas?
—¿El que mató al almirante? En realidad, no lo creo. No parece tener las agallas suficientes para matar a una hormiga, y mucho menos a un almirante. Cuando lo interrogué, estaba aterrorizado.
Hasdai miró fijamente al general.
—Me pregunto por qué —comentó con una media sonrisa—. ¿Qué más tenéis para mí? ¿Qué me decís del comerciante del zoco de los perfumistas?
Ahora fue Ghalib quien sonrió.
—El zoco de los perfumistas no es precisamente famoso por engendrar guerreros, ¿no creéis? ¡Van por ahí flotando en una nube de incienso y almizcle, y con unas gotas de aceite esencial de rosas detrás de las orejas! ¡No se puede decir que sean unos asesinos!
—No podéis descartarlo solo porque no os guste cómo huele.
—No, desde luego que no —repuso Ghalib—. Los vendedores de perfumes son tan capaces de cortar cuellos como los hombres de verdad. Sé quién es ese comerciante. Enviaré a alguien a buscarlo durante la mañana. ¿Qué hacemos ahora?
—Debemos contarle lo ocurrido al príncipe heredero. Lo mejor que podría pasarnos es que ya esté despierto.
—Creo que lo mejor que podría pasarnos es que estuviera solo —replicó Ghalib en un susurro.
—¡Desde luego! —contestó el visir mientras se ponía en pie y se estremecía—. ¡Vamos!
Cuando los dos muchachos fueron conducidos fuera de la estancia por el guardia de la entrada, sonrieron a Ghalib y al visir y el general tuvo que esforzarse para no propinarles una patada en el trasero. Ghalib conocía al guardia, quien apretó los labios y sacudió levemente la cabeza al ver que el general lo miraba. Ghalib asintió en señal de reconocimiento y comprensión.
Hasdai era lo bastante listo para no reaccionar ante todo aquello y esperó, impasible, el permiso para entrar del príncipe. Cuando este los hizo llamar, Ghalib y el visir fueron conducidos a la antecámara de sus aposentos. Las paredes de la abovedada habitación estaban forradas con telas de seda roja y tapices de pálidos tonos dorados que brillaban a la luz de las lámparas. Los tapices estaban exquisitamente bordados y representaban fabulosas escenas de caza, corridas de toros y otros placeres terrenales bastante más íntimos. En la mesa con incrustaciones de oro y marfil que había entre los dos divanes, ardía un quemador que llenaba la estancia con un embriagador aroma a incienso y ámbar gris.
Los dos hombres permanecieron de pie con la vista fija en la ventana de elaborada celosía. La negra oscuridad de la noche dio paso al gris previo al amanecer mientras el canto del muecín llamaba a los fieles a la oración Fajr. Como si se tratara de una señal, la puerta que comunicaba con la alcoba del príncipe se abrió y Hakam entró. Ghalib y Hasdai se llevaron las manos al corazón y realizaron una profunda reverencia. El príncipe tenía las mandíbulas apretadas y era evidente que estaba furioso, pero los años de formación diplomática y militar le habían enseñado a controlar su temperamento. Además, aunque se trataba del segundo hombre más poderoso del califato, respetaba tanto al general como al visir y sabía que no tenía mucho sentido volcar su rabia en ellos. Por otro lado, no estarían allí si no hubiera ocurrido algo realmente significativo. Así que, cuando se sentó, esbozó una sonrisa forzada y les indicó que se sentaran en el otro diván. Ellos le obedecieron y se sentaron de espaldas a la ventana.
—Bien, visir Hasdai —empezó el príncipe—, ¿qué puede ser tan importante para merecer que se interrumpa mi descanso nocturno?
—Traemos malas noticias, alteza. Esta noche se han producido dos asesinatos en Córdoba.
—Me sorprende que solo se hayan producido dos —repuso el príncipe—. ¡Con la cantidad de niños que han estado gritando por toda la ciudad, esperaba que hubieran asesinado a muchos más!
—Alteza —intervino Ghalib—, con todo respeto, alteza, no se trata de niños. Uno era un mulazim de la guardia de palacio y el otro…
El general titubeó.
—¿Y bien? —repuso el príncipe—, ¿de quién se trata?
—Se trata de Suhail bin Ahmad, alteza, el almirante de la flota.
El príncipe se quedó totalmente inmóvil, mirando más allá de los dos hombres hacia la creciente claridad de la ventana. Durante los largos instantes que siguieron, los únicos sonidos que se oyeron fueron los arrullos y aleteos de las palomas en los granados que había al otro lado de la celosía.
Finalmente, el príncipe Hakam se volvió hacia el general y habló, y el único signo de su ahora exacerbada furia fue el apretado puño de su mano derecha.
—Averiguad quién lo ha hecho. Traedlo a mi presencia y yo mismo le haré saber que será clavado en una estaca flanqueado por perros.
—Comprendo, alteza —contestó Ghalib.
—¿De verdad, general? —replicó el príncipe—. ¿De verdad comprendéis lo que esto significa para nuestra campaña en Oriente?, ¿nuestra campaña conjunta con los jázaros en contra de Bagdad?
—Sí, alteza, el visir Hasdai y yo ya hemos analizado esta cuestión.
—Entonces, Hasdai ben Shaprut, ¿qué me sugerís? —preguntó el príncipe.
—Alteza, en esta etapa de la campaña, creo que no tenemos más alternativa que ascender a Bandar bin Sadiq o a Siraj bin Bahram al puesto de almirante de la flota —respondió el visir.
El príncipe Hakam volvió a guardar silencio y de nuevo se oyeron el seco aleteo y los arrullos de las palomas.
Ya había clareado del todo y la luz del sol se rompió en cientos de rayos que se filtraron por el entramado de la celosía.
El príncipe Hakam abrió el puño y se puso de pie. Hasdai y el general también se levantaron.
—Ascended a Bandar bin Sadiq a almirante de la flota —ordenó el príncipe—. Enviad un mensaje al califa a Medina Azahara informándole de que el ascenso se ha realizado conforme a mis designios y que permaneceré en Córdoba a la espera de su llegada. Encargad esta misión a un oficial de confianza que el califa conozca en persona y con quien pueda hablar en privado. Ahora id y traed al nuevo almirante de la flota a mi presencia. Y traed también al marino de Qartajana, quien pasará a ser el vicealmirante.
—En estos momentos deben de estar en la madraza, alteza —le comunicó Ghalib.
—Bien, entonces hacedlos venir tan pronto como sea posible y aseguraos de que Bandar recibe la protección necesaria. Cuando el califa se dirija a las gentes dentro de pocos días, querrá alabar la grandeza de la flota califal. Asegurémonos de que hay alguien para acaudillarla.
El visir y el general realizaron una reverencia y el príncipe se dirigió a la puerta de su alcoba. Cuando agarró el tirador, se volvió hacia los dos hombres y añadió:
—Encontrad al asesino del almirante Suhail y recordad: yo se lo comunicaré. Clavado en una estaca entre perros.