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Después de la oración del crepúsculo

—¡Ah, general Ghalib, entrad! —exclamó Hasdai y, después de despedir con un gesto al guardia, cerró la puerta—. Me han informado de que deseáis hablar conmigo. Sea lo que sea, tendrá que esperar. Estoy seguro de que os acordáis de Alí. Creo que lo que ha venido a contarnos es realmente importante.

El general saludó a Hasdai con la cabeza mientras se preguntaba qué podía ser más importante que los brutales asesinatos del almirante de la flota y el mulazim Haitham.

Contempló al hombre de constitución delgada y hombros caídos que se hallaba frente al escritorio del visir y, a la luz de las lámparas de aceite, percibió que sus ropas estaban muy sucias y que parecía exhausto.

—Creía que estabais en Bagdad reuniendo información para nosotros. Parecéis agotado —comentó Ghalib.

—En efecto estaba en Bagdad y estoy muy cansado, pero mi superior me ordenó regresar de inmediato a Córdoba e informar al visir de lo que hemos averiguado. He tardado siete semanas en llegar.

—¡No está mal! —exclamó el general mientras se sentaba en el diván y se masajeaba la rodilla—. Pero ¿por qué no habéis enviado un ave mensajera? ¿Qué tenéis que decirnos que sea tan importante?

Alí miró al visir, quien había cogido el tasbih.

—Sentaos y contadle al general todo lo que me habéis contado a mí.

—Mi superior decidió que no podíamos arriesgarnos a que el ave fuera interceptada. Me dijo que esta información es sumamente importante y me ordenó transmitírosla personalmente.

—Contadle de una vez de qué se trata —intervino Hasdai mientras el chasquido de las cuentas reflejaba su creciente impaciencia.

—Sí, señor. Lo siento, señor. Hace poco más de tres meses, nos informaron de que algo extraño ocurría en una alquería del califa que se encuentra a un día y medio de camino de Bagdad. Por lo visto, algunos prisioneros y distintos tipos de animales como ovejas, caballos, camellos y cabras eran conducidos a la alquería.

—¿Qué tiene eso de inusual? —preguntó Ghalib.

—Bueno, en primer lugar, todos los prisioneros estaban condenados a muerte y, en segundo lugar, está el número —respondió Alí—. Solo un número reducido de hombres y animales se llevaban a la alquería, no los suficientes para mantener una alquería en funcionamiento, y ninguno salía de allí con vida. Además, ningún producto de la alquería se vendía en el mercado.

—¿Qué hicisteis entonces? —preguntó Ghalib.

—Mantuvimos la alquería bajo vigilancia. Mi superior me ordenó que averiguara qué ocurría en aquel lugar. La alquería está escondida en lo más profundo de un valle, pero hay un lugar estratégico desde el que puede verse todo lo que ocurre. Los prisioneros y los animales se ponían enfermos. Caían como moscas.

—¿Vos os encontráis bien? —preguntó Ghalib.

—Supongo que sí —contestó Alí—. He tardado semanas en llegar aquí y si me hubiera contagiado, a estas alturas ya estaría muerto.

—¿Eso es todo? —preguntó Ghalib—. ¿Habéis realizado este largo viaje para contarnos que hay una alquería llena de personas y animales muertos o moribundos y que vos os encontráis bien? Por lo que contáis, parece un brote de ántrax.

—Eso mismo pensé yo —intervino Hasdai—. Pero contadle el resto, Alí, contadle qué hacían en la alquería.

—Los prisioneros, aún estando a las puertas de la muerte, esquilaban los cuerpos de los animales muertos e introducían la lana en vasijas de barro cocido que después sellaban con cera de abeja.

—¿Esquilaban los animales muertos? ¿Y no los incineraban?

—No hasta que les habían quitado la lana, la habían troceado y la habían metido en las vasijas.

—¡Pero el ántrax mataría a cualquiera que abriera las vasijas! —repuso Ghalib.

—Mi superior llegó a la misma conclusión. Están convirtiendo la enfermedad en un arma. Si alguien abriera o rompiera una de esas vasijas, se produciría de inmediato un brote de ántrax.

—Imaginad lo que le ocurriría a un ejército si una de esas vasijas se abriera en un campamento —comentó Hasdai—. ¡Quedaría diezmado en cuestión de pocos días!

Ghalib suspiró profundamente y sacudió la cabeza.

—¡No había oído nada parecido en toda mi vida! —exclamó—. Según me han contado, a veces los romanos envenenaban sus provisiones y permitían que sus enemigos las saquearan y, en la India, se contaminaban los pozos para extender plagas por medio del agua. Esto nos indica a qué nos enfrentamos en la guerra contra Bagdad.

—¿Sabéis si han producido muchas vasijas? —preguntó Hasdai.

Alí asintió con la cabeza.

—Creemos que sí, señor. Por lo que he podido averiguar, han contado con ayuda para producirlas y probar el arma.

—¿Ayuda de quién? —preguntó Ghalib.

—De los bereberes, señor —contestó Alí—. Creemos que Bagdad envió una remesa de ántrax a sus contactos en la costa de Berbería. Y también envió instrucciones de cómo producirlo. Es probable que a estas alturas ya exista una cantidad considerable de ántrax escondido en vasijas.

—¿A qué os refería con «a estas alturas»? —preguntó Ghalib—. ¿Cuánto tiempo hace que lo están produciendo?

—Señor —declaró Alí dirigiéndose al visir—, mis contactos en Bagdad me informaron de que Abd al Qadar, el emisario bagdadí que fue enviado a Córdoba hace dos años, lo trajo consigo. Por el camino, sus naves atracaron en Trípoli y creemos que allí descargaron el ántrax y lo entregaron a sus contactos bereberes.

El general Ghalib exhaló un profundo suspiro.

—¡Nunca me fié de él! —exclamó.

—Lo que no sabemos es dónde se encuentra ahora ese cargamento. Es posible que todavía esté en manos de los bereberes, pero existe la posibilidad de que una parte haya sido vendida.

—¿Vendida a quién? —preguntó Ghalib.

—No lo sabemos, señor. La alianza entre Bagdad y los bereberes es sólida, pero yo nunca he conocido a un bereber que fuera digno de confianza.

Hasdai ben Shaprut se alisó el cabello y reflexionó durante unos instantes.

—Debemos mantener esta información en el más absoluto de los secretos —declaró—. Si se extiende la noticia de que Bagdad dispone de ese tipo de armas, la moral de nuestras tropas se irá a pique incluso antes de que la flota zarpe. Ahora id a los barracones y descansad, Alí. Y no habléis con nadie de este asunto.

—¿Tendré que regresar a Bagdad, señor?

—No —respondió el visir—, creo que ya habéis hecho bastante. Estoy seguro de que el general encontrará alguna ocupación para vos aquí, en Córdoba. Enviaremos un mensaje a vuestro superior en Bagdad. Mientras tanto, tomad un té y beraid en la tetería Al Bisharah y descansad. Ahora dejadnos.

Alí tomó la mano derecha del visir entre las suyas, realizó una profunda reverencia, dio media vuelta con lentitud y salió de la habitación.

Cuando la puerta se cerró, Hasdai se volvió hacia Ghalib.

—Si bien es cierto que debemos estar alerta respecto a Bagdad, tengo que reconocer que me siento extremadamente optimista en relación con algunas cosas. Mañana, al rayar el alba, el príncipe partirá hacia Medina Azahara y yo por fin dispondré de unos días para atender asuntos diplomáticos. Además, con suerte, podré pasar algún tiempo con Miriam.

El visir cogió un pañuelo que colgaba de un gancho, junto a la puerta, y lo colgó de su hombro.

—¡Ah, casi me olvido! —exclamó mientras abría la puerta—. Queríais hablar conmigo, ¿no es cierto? ¿Sobre qué asunto?

El general se ajustó el cinto, se atusó el bigote con los dedos y dijo:

—Será mejor que volváis a cerrar la puerta, señor.