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Antes de la oración del crepúsculo

Ya no pudo aguantar más. El vómito del joven soldado se filtró entre sus dedos y cayó en la piscina. Las salpicaduras que no llegaron al cuerpo mutilado del difunto formaron largos hilos amarillentos en el agua humeante y teñida de sangre de la piscina caliente.

El general Ghalib se enderezó, se pasó el dorso de la mano por el bigote, inhaló hondo y se alejó de la piscina revestida de azulejos en la que cabeceaba suavemente el cuerpo desnudo y amoratado del difunto. Entonces le vino a la mente a qué le recordaba aquel olor: a sopa de cordero.

El general señaló el cadáver con un gesto de la cabeza y le preguntó al viejo yemení:

—¿Sabéis quién es?

—Sí, señor. Lo siento mucho, señor. Sé que vos y el mulazim teníais una relación estrecha.

—Eso ahora no importa —replicó el general—. ¿Quién lo ha encontrado?

—Después de la oración, mi sirviente vino a ocuparse del fuego y a probar la temperatura del agua y lo encontró ahí mismo. Por lo que parece, ha estado aquí la mayor parte de la noche. Está medio cocido.

—Bien, lo sacaremos del agua para que pueda examinar de cerca el cadáver, aunque habrá que ir con cuidado para que la cabeza no se separe del todo del cuerpo. Sea quien sea quien le haya cortado el cuello, lo ha hecho a conciencia. Y también quiero examinar la daga. ¿Qué es eso? —preguntó señalando un bulto que había encima de un taburete, junto a la entrada—. ¿Esas son sus ropas? ¿Quién las ha traído aquí?

—He sido yo, señor —contestó Yusuf—. Las he traído del vestuario.

—¿Eso es todo lo que llevaba encima?

—Al menos es todo lo que había en el vestuario, señor. No recuerdo si, al llegar, vestía o no un manto —contestó el anciano.

—Bien, en cualquier caso, ahora no necesita ningún manto. Guardad sus cosas en un lugar seguro. Los baños permanecerán cerrados hasta que yo lo ordene.

Yusuf asintió y Ghalib se volvió hacia los soldados.

—Nadie puede entrar ni salir sin mi permiso, ¿está claro? Bien. Volveré pronto para examinar el cuerpo. Si alguien me necesita, estaré en el Alcázar.

Ghalib se detuvo unos instantes en la entrada de la casa de baños, inhaló despacio el frío aire invernal y contempló el perfil contra el cielo de los edificios de la ciudad, que estaba dominado por el minarete de la Gran Mezquita. El aire olía a piedra mojada. El general se concedió unos instantes para experimentar una profunda tristeza por el brutal asesinato de su joven amigo, se cubrió los hombros con el manto, lo cruzó sobre su pecho, salió al pequeño callejón y se dirigió al Alcázar.