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Antes de la oración de la tarde

La nítida luz de la tarde entraba por las ventanas de la sala de trabajo situada en el centro de la alhóndiga. El general Ghalib contempló a sus hombres, que registraban el patio y los establos, y se calentó las manos con la taza de té caliente que le habían servido.

El cabo de la guardia llamó a la puerta y entró.

El general señaló uno de los taburetes.

—Sentaos.

El cabo se sentó enfrente del general y este se frotó la dolorida rodilla.

—¿Habéis acompañado a las muchachas de vuelta a sus aposentos?

—Sí, señor. Todavía estaban bastante alteradas, pero se sentían muy agradecidas hacia vos por el té, los dátiles y las mantas extras que les habéis conseguido.

El general asintió con la cabeza.

—¿Habéis encontrado ya a Haitham?

—Todavía no, señor. He enviado hombres por toda la ciudad, pero de momento no tenemos ninguna novedad.

Ghalib frunció el ceño.

—Está bien, entonces, ¿qué es lo que tenemos?

—Veréis, señor, la historia del mercader parece bastante precisa. Jugaron a la taba, bebieron mucho y, después, él se fue y dejó al marino en compañía de las prostitutas. Según Antonio, esa fue la última vez que lo vio.

—¿Y Abbas?

—Él alega que pasó la mayor parte de la noche aquí, en su sala de trabajo. De hecho, estaba aquí cuando uno de sus sirvientes vino para informarle del descubrimiento del cadáver.

—¿Habéis interrogado a la persona que encontró el cadáver?

—Sí, señor. Está esperando fuera.

—Muy bien, hablaré con él enseguida. ¿Habéis conseguido la información sobre quién estaba en la casa de baños hace dos noches?

—La estamos consiguiendo, señor. Dos de nuestros hombres han ido allí para hablar con el propietario.

—Muy bien —contestó Ghalib—, cuando hayamos terminado aquí nos reuniremos con ellos. Ahora, haced entrar a ese hombre —ordenó realizando un gesto en dirección a la puerta.

El cabo se levantó e hizo entrar al hombre.

—Sentaos —ordenó el general—. ¿A qué os dedicáis?

—Soy uno de los mozos de noche, señor.

—¿Uno de ellos? —preguntó el general entrecerrando los ojos.

—Sí, señor, somos tres. La noche es un tiempo de mucho trabajo para nosotros durante el invierno.

—¿Cómo es eso? Las puertas de la ciudad se cierran poco después de la oración de la noche.

—Desde luego, señor. Me refiero a que los mercaderes o sus hombres a menudo aprovechan la noche para poner en orden sus mercancías en los almacenes y siempre necesitan alguna cosa: mechas o aceite para las lámparas, heno fresco para los caballos… Y, por cierto, también tenemos que ocuparnos de los establos, barrer el patio y…

El general levantó una mano para hacerlo callar y el mozo se interrumpió y bajó la cabeza.

—Habladme del cadáver.

—Yo estaba realizando mi ronda cuando me tropecé con el cuerpo del difunto en el patio que hay detrás de las escaleras. Enseguida se lo comuniqué a Abbas. Algunas personas se apiñaron alrededor del cadáver hasta que llegó el cabo, aquí presente. Pienso que solo querían ver de quién se trataba…

—¿Eso pensáis? ¿Lo veis, cabo? —preguntó Ghalib al soldado—. ¡Os dije que esta alhóndiga estaba llena de pensadores! ¡Deberíamos advertir a las madrazas!

El mozo volvió a bajar la cabeza.

—Disculpadme, señor. Solo he supuesto que era eso lo que querían.

—No quiero saber nada de vuestras suposiciones. Ahora habladme del cadáver.

—Veréis, señor, como ya le he explicado al cabo…

El mozo se encogió de miedo cuando el general golpeó con ambos puños la mesa y los documentos y las tazas salieron disparados.

—¡Soy yo quien formula las preguntas, no el cabo de la guardia! —gritó.

El mozo estaba aterrorizado y se esforzó en dominar el temblor de sus manos.

—¡Ahora habladme del cadáver! —ordenó el general.

—Cabo, informad a vuestros hombres de que ese tal Antonio queda confinado en sus aposentos hasta nueva orden. Ordenad que le lleven comida y bebida, pero hasta que yo haya podido investigar este asunto más a fondo, no debe salir de sus habitaciones ni debe hablar con nadie —declaró Ghalib cuando se fue el mozo de noche—. Ordenad también a Abbas y a las tres muchachas que no rebasen los límites de la ciudad hasta que yo lo permita; y quiero saber dónde se encuentran en todo momento. De hecho, creo que será mejor para ellos que no abandonen la alhóndiga.

Mientras Ghalib se volvía para mirar por la ventana, alguien llamó a la puerta. El cabo la abrió, habló brevemente con el joven soldado que había llamado y volvió a cerrarla. A continuación, fijó la mirada en la espalda del general y se apoyó en la puerta con una expresión de horror en la cara.

—Señor —declaró por fin con voz queda—, ya hemos encontrado al mulazim Haitham, señor. Está en la casa de baños.

—¡Por fin! —exclamó el general mientras se frotaba la rodilla y se volvía hacia el cabo—. Vayamos a hablar con él y, después, me reuniré con el visir.