Antes de la oración de mediodía
Bandar y los otros tres oficiales navales estaban en una sala estrecha y bien vigilada de la madraza con Yanus ibn Firnas, que era su instructor y el astrónomo de la corte. Se trataba de un hombre menudo, de unos sesenta años de edad, sus ojos eran brillantes y su bien recortada barba blanca contrastaba con su tez oscura. Los marinos apenas podían creer lo que Yanus acababa de explicarles.
—¿Queréis decir que podremos determinar nuestra latitud sin ver tierra? —preguntó Siraj bin Bahram con incredulidad.
Yanus miró fijamente a los cuatro marinos y asintió con la cabeza.
—Exacto —confirmó—. Y precisamente por eso el almirante de la flota debería estar aquí. Si alguien necesita saber cómo hacerlo es él.
—¿Y de dónde proceden los nuevos astrolabios? —preguntó uno de los marinos.
—Se fundamentan en un diseño de Abdul Rahman Sufi, quien trabaja en Shiraz —explicó Yanus.
—¿Y cómo ha llegado a vuestras manos el diseño? —preguntó Bandar bin Sadiq.
—Eso no necesitáis saberlo. Sin embargo, lo que sí debéis comprender es lo importantes que son estos instrumentos y de lo que son capaces. Debo hacer hincapié en que estas cuestiones deben mantenerse en absoluto secreto. Los instrumentos se han construido siguiendo las instrucciones de mi astrónomo adjunto, que, como sabéis, es mi hija Miriam.
Mientras escuchaban sus palabras, los marinos oyeron que los guardias de la puerta se ponían firmes y una mujer sumamente bella y de unos treinta años de edad entró en la sala. Iba vestida con una túnica azul cielo de seda salvaje que le llegaba a las rodillas y unos pantalones a juego con las perneras embutidas en unas botas de cuero forradas de piel. Un manto profusamente bordado y de la más fina lana egipcia cubría sus hombros y parte de su cabellera de color caoba, aunque no toda. Dos soldados la siguieron al interior de la sala. Uno de ellos llevaba siete almanaques, y el otro, siete estuches idénticos de piel roja. Los dejaron sobre la mesa que había frente al astrónomo y se marcharon.
—Buenos días, señores —saludó Miriam, y se volvió hacia su padre—. ¿Dónde está el almirante de la flota?
—Por lo visto, nadie lo sabe —contestó Yanus—. Será mejor que sigamos sin él.
Miriam tomó uno de los almanaques, abrió uno de los estuches y sacó un disco de bronce calibrado y entrecruzado por dos agujas. Una varilla móvil que actuaba de visor estaba sujeta en el centro del disco, justo donde se cruzaban las agujas.
—Supongo que mi padre ya os ha explicado que el interés de estos astrolabios reside en que, a diferencia de los instrumentos que habéis tenido hasta ahora, estos son universales y pueden utilizarse en cualquier punto del mar para determinar la latitud del observador. Para explicarlo de una forma sencilla, estos instrumentos pueden usarse para navegar sin ver tierra.
»Permitidme explicarme. Hay dos formas en las que puede calcularse la latitud de una nave utilizando este astrolabio y el almanaque. La primera es medir la altitud del sol cuando se halla en su cénit. —Miriam señaló una ventanilla redonda situada en lo alto de una de las paredes y sostuvo el astrolabio en esa dirección—. Imaginemos que esa ventanilla es el sol en su punto más alto en el cielo. Primero enfoco el sol con la varilla móvil. A continuación, leo el ángulo correspondiente a la altitud del sol y consulto el almanaque para averiguar la declinación del sol correspondiente al día de hoy. ¿Lo veis? Aquí está, en la página cuarenta y seis. A continuación, resto la altitud medida a noventa grados y añado la declinación que he leído en el almanaque. El resultado es la latitud de la nave.
Los cuatro marinos estaban atónitos.
Al final, uno de ellos consiguió hablar.
—¿Eso es todo? ¿Realmente es tan simple como eso?
Miriam sonrió y asintió con la cabeza.
—Así es —contestó—, y también puede utilizarse de noche. Si localizáis la estrella Al Jadi, la estrella polar, y utilizáis el astrolabio para medir a cuántos grados se encuentra por encima del horizonte y después restáis ese número a noventa, obtendréis la medida aproximada de vuestra latitud. No es tan preciso como cuando se utiliza el sol, pero sí lo bastante para saber si uno está siguiendo el rumbo establecido. Estos instrumentos y los almanaques os proporcionarán una ventaja enorme sobre otras flotas navales.
Yanus observó cómo la sorpresa de estas revelaciones se reflejaba poco a poco en las facciones de los marinos. Aquellos hombres conocían la importancia de poder determinar la latitud de una nave en alta mar y sabían lo que podía significar establecer la derrota de una flota sin tener que ver tierra en el éxito de una campaña naval.
—Muy bien, gracias, Miriam —declaró Yanus—. Ahora, señores, tomad un instrumento y un almanaque. No preciso deciros lo importantes que son estos objetos y que debéis protegerlos con vuestras vidas y mantenerlos en absoluto secreto. Ya podéis iros; salvo por Bandar y Siraj. Quiero hablar con los dos. Miriam, gracias, te veré en el observatorio.
Cuando los demás se fueron, Yanus dijo:
—Vos sois los oficiales de mayor rango. ¿Podéis explicarme por qué el almirante de la flota no ha venido? Era necesario que estuvierais los cinco para que todos aprendierais el manejo de los instrumentos.
—En verdad no sabemos por qué no ha venido ni dónde está —respondió Siraj—, pero estoy seguro de que se alegrará de poder pasar un tiempo a solas con vuestra hija.
Yanus se acercó a Siraj, lo miró fijamente a los ojos y habló con un tono de voz grave pero claro.
—No lleváis mucho tiempo en Córdoba, vicealmirante, y quizá desconocéis la talla de los amigos de mi hija y míos. Fingiré no haber oído lo que acabáis de decir. Ahora marchaos.