Después de la oración del alba
—¿Habéis retirado el cuerpo?
—Sí, señor —contestó el cabo.
—Bien —repuso el general Ghalib—. ¿Y habéis enviado el mensaje al visir?
—Lo he intentado, señor, pero no he podido hablar con él. Estaba reunido con los lugartenientes del almirante y el príncipe heredero. Me advirtieron de que no debía ser molestado.
El general asintió con la cabeza.
—Bien —comentó mientras se sentaba en un banco de piedra y se masajeaba la rodilla—. Iré a verlo personalmente más tarde.
Echó un vistazo al patio de la alhóndiga, que ahora estaba vacío salvo por un soldado que vigilaba la puerta de la habitación de trabajo de Abbas.
—¿Dónde están los muleros?
—Abbas los ha conducido a los establos y les ha llevado té caliente.
—No es habitual en él ser tan generoso. ¿Nadie ha abandonado la alhóndiga?
—No, señor.
—¿Habéis encontrado al mulazim Haitham?
—Todavía no, señor.
—Está bien. Ahora volveré a hablar con Abbas y quiero que estéis presente.
—Sí, señor.
—¿Quién está con él?
—Un mercader de telas de Sevilla.
—Bien. También quiero hablar con la persona que encontró el cadáver.
—Sí, señor. Me encargaré de que así sea. Según Abbas, quien lo hizo reconoció al difunto.
—¿Lo reconoció en el sentido de que sabe quién es o se dio cuenta de que lo había visto antes?
—No lo sé, señor. Creo que…
La mirada airada del general lo hizo callar bruscamente.
—Cuando entremos, dejad que hable yo. Vos, escuchad, pero no digáis nada. ¿Entendido? ¡Nada! Vamos.
—Sí, señor.
Cuando se acercaron a la habitación de trabajo de Abbas, el guardia se puso firmes y luego se encorvó para abrir la puerta a su comandante en jefe.
Los dos hombres que estaban sentados al escritorio se incorporaron precipitadamente y el mercader de telas volcó su té sobre un montón de documentos. Abbas abrió la boca para soltar un reniego, pero percibió la mirada del general, se lo pensó mejor y no dijo nada.
Los dos hombres estaban visiblemente asustados y el mercader se esforzaba en dominar el temblor de sus regordetas manos.
—¡Vaya! ¿A quién tenemos aquí? —preguntó el general—. ¡Sentaos!
Los hombres obedecieron.
—Así que se trataba de un marinero, ¿no? —preguntó Ghalib.
—Eso creo, señor —contestó el mercader de telas en voz baja.
—Hablad más alto. ¿Cómo os llamáis?
—Antonio, señor.
—Muy bien, Antonio. ¿Qué habéis dicho?
—He dicho que eso creo, señor.
Ghalib exhaló un suspiro.
—¿Por qué creéis que era un marinero?
—Eso es lo que me dijo, señor —contestó Antonio mientras retorcía entre las manos el pañuelo que utilizaba para cubrirse la cabeza.
—¿Cuándo?
—Cuando nos conocimos, señor.
—¿Y cuándo fue eso? ¿La noche pasada?
—No, señor. Lo conocí hace dos noches, en la casa de baños.
—¿En qué casa de baños? —preguntó Ghalib con la mirada fija en el mercader.
—La que regenta el viejo yemení, la que está cerca de…
—Conozco la casa de baños del yemení —lo interrumpió Ghalib—. ¿Y qué hacíais allí?
—Fui con uno de los comerciantes del zoco a jugar a la taba —respondió Antonio.
Ghalib levantó la mirada hacia el techo.
—¡Apuestas! ¡Si me dieran un dinar por cada muerte que se ha producido en relación con apuestas de juego…! ¿Quién es ese comerciante del zoco con el que fuisteis a la casa de baños?
—Se llama Nasim.
—¿De qué lo conocéis?
—Lo conozco del zoco. Me compra tela arpillera para envolver sus frascos de perfume y protegerlos durante el transporte.
—¿Y qué hicisteis Nasim y vos en los baños?
—Veréis, señor, jugamos varias partidas de la taba y después dos hombres se unieron a nosotros.
—¿Y quiénes eran esos dos hombres? —preguntó Ghalib.
—Yo no los conocía, señor, pero uno de ellos era…
—¿El hombre que estaba en el patio y a quien le faltaba media cabeza? —lo interrumpió Ghalib.
Antonio bajó la mirada al suelo y asintió con la cabeza.
—Contadme qué ocurrió en la casa de baños —prosiguió Ghalib—. ¿Así que jugasteis a la taba?
—Sí, señor.
—Habéis dicho que eso fue hace dos noches. ¿Qué ocurrió ayer por la noche?
—Vino a visitarme a la alhóndiga.
—¿Por qué? —preguntó Ghalib.
—Yo le debía dinero del juego.
El mercader bajó la cabeza para esquivar la mirada furiosa y reprobatoria del general.
—¿Y por qué se desplazó él hasta aquí?
—Dispongo de un almacén de seguridad en la alhóndiga donde guardo mis mercancías y objetos de valor —explicó Antonio.
—No lo entiendo. ¿Si vos le debíais dinero, por qué no fuisteis vos a dónde estaba él para pagarle?
Antonio se secó la frente con el pañuelo.
—Me dijo que quería venir él, señor.
—¿Por qué?
Antonio no respondió y Ghalib se inclinó hacia él.
—Si lo deseáis, puedo ordenar que nos dejen solos para que podáis hablar con tranquilidad —le susurró al oído con un tono de voz que dejó helado al mercader.
Antonio se estremeció y sus rollizas mejillas temblaron.
—Había organizado un entretenimiento para después de la cena —contestó en voz baja.
—¿Un entretenimiento? —repitió Ghalib—. ¿Os referís a unas prostitutas?
—Bueno, señor…, sí, señor, unas prostitutas.
—¿Solo para vosotros dos?
—Sí, señor.
—¡Hablad más alto!
—Sí, señor, solo estábamos nosotros dos y, desde luego, las muchachas.
—Eso os convierte en el principal sospechoso del asesinato, ¿no creéis? Y ya sabéis lo que hacemos con los asesinos: los clavamos en un madero en el zoco.
Antonio tuvo que esforzarse para hablar con coherencia.
—¡Yo no lo maté, señor! ¿Por qué habría de matarlo? ¡Si no lo conocía, señor!
—Pero sois la última persona que lo vio con vida.
—No, señor, no lo soy. Yo me marché y lo dejé solo con las prostitutas. ¡Cuando me fui, él estaba vivo! Ellas lo vieron con vida después de mí. Yo no lo hice. ¡Yo no lo maté!
—Bueno, el entretenimiento, como vos lo llamáis, puede constituir la inversión más afortunada que hayáis realizado en la vida. —Entonces se dirigió a Abbas—: Quiero hablar con las muchachas. Y vos —declaró señalando a Antonio—, id a vuestros aposentos y quedaos allí hasta que el cabo vaya a buscaros. Cabo, apostad un guardia en la puerta de los aposentos del mercader.
—Sí, señor —contestó el cabo—. Venid conmigo —ordenó al mercader.
Cuando el mercader de telas salió dando un traspié de la habitación, Ghalib se volvió hacia Abbas.
—Traed a las prostitutas.
Minutos después, la puerta se abrió y Abbas entró con tres muchachas. El general Ghalib, que estaba sentado al escritorio, les indicó, con un gesto, que tomaran asiento. Le indignó lo jóvenes que eran. Debían de tener aproximadamente la misma edad que su hija pequeña, pero a diferencia de su querida Khalila, a aquellas muchachas se las veía cansadas, y sus ojos, hundidos y delineados con kohl, hablaban de falta de sueño y de los abusos que habían sufrido, los cuales habían borrado el brillo de su piel. Sus ropas, ligeras y bordadas con lentejuelas, no les proporcionaban ningún calor en aquel frío mes invernal, y las muchachas se cubrían los hombros con sábanas viejas y raídas. Un aroma a esencia de rosas, vino y tristeza entró con ellas en la habitación. Ghalib se fijó en que una de las muchachas tenía moretones encarnados en las muñecas y largos arañados en el antebrazo izquierdo.
—Abbas, traed dátiles y té caliente a estas jóvenes damas y después encargaos de que pueda hablar a solas con ellas —ordenó Ghalib.
El propietario de la alhóndiga fue lo bastante listo para no mostrar el menor signo de enfado al ser tratado como un sirviente delante de sus «jóvenes damas» y se apresuró a cumplir los deseos del general.
—No tengáis miedo —las tranquilizó Ghalib con voz amable—. Solo os he hecho llamar para averiguar qué ocurrió exactamente. Contadme todo lo que sucedió y lo que él dijo.
—¿Quién? —preguntó una de las muchachas—. ¿El muerto?
Ghalib asintió con la cabeza.
—Bueno —empezó una de las jóvenes—, para ser sincera, ellos no parecían sentir el menor interés por nosotras. Se pasaron la mayor parte del tiempo mirando el patio por la ventana. Pero a nosotras nos pareció bien, porque, de todas formas, nos pagaron. Bebimos algo de vino con ellos y después cantamos y bailamos para ellos, pero se mostraron indiferentes.
Abbas llamó a la puerta y entró con una bandeja en la que transportaba té y un gran cuenco con dátiles.
—Dejadla en la mesa y marchaos —ordenó Ghalib.
Las muchachas se calentaron las manos con las tazas de té mientras Abbas se retiraba de su propia sala de trabajo.
—Decís que bailasteis para ellos. ¿Había en la habitación un músico al que no habéis mencionado antes?
—No —contestó una de las muchachas—. Fue él, el hombre al que han asesinado. Él tocó para nosotras. En la habitación había un laúd y él lo descolgó de la pared y se puso a tocar. Lo hacía realmente bien.
—Esto es importante, ¿el hombre se quedó después de que el mercader se marchara? —preguntó Ghalib.
La muchacha de las muñecas amoratadas bajó la cabeza y asintió.
Ghalib señaló sus morados.
—¿Él te hizo los morados?
Ella negó con la cabeza.
—No, me los hizo el mercader. Me agarró de las muñecas y no me soltaba. Me agarró con mucha fuerza y me zarandeó una y otra vez.
—Y se puso a gritar —intervino otra de las muchachas—. Lo único que había hecho ella era asomarse a la ventana para ver qué estaba mirando. Tuvimos que tranquilizarlo. Para entonces ya era casi media noche. Al final, conseguimos calmarlo: le ofrecimos más jerez y él la soltó para poder beber. Creí que le había roto los brazos.
El general suspiró.
—¿Y por qué se fue el hombre al que han asesinado? ¿Cuál fue el motivo de que se marchara?
—Él tocaba el laúd y se levantaba de vez en cuando para mirar por la ventana y, de repente, se fue.
—¿Qué quieres decir?
—Ocurre a menudo. Los hombres, simplemente dejan de hacer lo que están haciendo y se van. La última vez que lo vimos estaba cruzando el patio principal. Quizás el asesino lo esperaba detrás de las escaleras y lo atrajo de algún modo hasta allí. En aquel momento, los clientes dormían en las habitaciones que hay alrededor del patio. Cualquiera de ellos pudo hacerlo.
Ghalib decidió no reaccionar a su sugerencia.
—Gracias, jóvenes, lo que me habéis contado me resultará muy útil. Podéis terminaros el té y marcharos. Y llevaos los dátiles.
Ghalib se quedó solo en la habitación y reflexionó sobre lo que acababan de contarle las muchachas. El almirante de la flota había sido asesinado mientras él estaba de guardia y el mulazim Haitham, que era el oficial encargado de su protección, estaba ilocalizable.