Después de la oración del alba
Los leños de pino crepitaron en la chimenea inundando la sala con su calor y manteniendo a raya la fría luz matutina que entraba por la ventana. Los tres hombres estaban en la sala de trabajo del visir, en el Alcázar, el palacio califal en Córdoba, a poca distancia del ala privada del príncipe heredero.
—Esto puede que os escueza un poco —anunció Hasdai ben Shaprut.
—Me habían dicho que erais diplomático, no médico, excelencia —declaró Bandar bin Sadiq, el vicealmirante de la flota.
Su colega, Siraj bin Bahram, interrumpió de golpe su risita al percibir la mirada iracunda del visir. Bandar realizó una mueca de dolor mientras el visir, el principal asesor diplomático del califa, le frotaba el brazo con un trapo de algodón húmedo.
—Efectivamente, soy diplomático —replicó Hasdai con el ceño fruncido a causa de la concentración—. Esto es, más que nada, un entretenimiento.
—Veréis —comentó Bandar de forma repentina—. En realidad no es nada. Se trata, solo, de un arañazo.
—Entonces, ¿por qué apartáis el brazo? —replicó el visir—. Intentad manteneros quieto. ¿Y por qué lo encontráis vos tan divertido, Siraj?
—Lo siento, excelencia, se trata solo de que no estoy acostumbrado a ver a Bandar de esta forma.
—En mi opinión, si rierais menos y observarais más, podríais aprender algo sobre los beneficios de la higiene en la medicina.
—Sí, excelencia; lo siento, excelencia.
—¿En qué consiste este remedio? —preguntó Bandar mientras Hasdai daba pequeños toques con el trapo en la herida.
—Humm… Se trata de una mezcla de lavanda, tomillo y un poco de camomila. Se supone que ayuda a limpiar la herida.
—¿Se supone? ¿Desde cuándo practicáis este entretenimiento? Por favor, decidme que sabéis lo que hacéis.
—¿Qué decís que os ocurrió? —preguntó a su vez Hasdai.
—Un gato me arañó —respondió Bandar rechinando los dientes.
—Parece que hayáis estado luchando contra uno de los animales del jardín del califa —comentó Siraj.
—Podemos pasar sin vuestros comentarios jocosos, vicealmirante —replicó Hasdai mientras ajustaba el vendaje que acababa de aplicar al brazo de Bandar—. Bueno… ya está. Ahora procurad no quitaros el vendaje y mantened la herida limpia.
Hasdai apartó a un lado el cuenco y el trapo, deslizó los dedos por su ralo cabello y se acarició la barba de corte recto.
—Gracias, excelencia —declaró Bandar mientras se bajaba la manga de la túnica.
Ahora fue él quien lanzó una mirada airada a Siraj.
—Bien, antes de reunimos con el príncipe heredero, debemos tratar unas cuantas cuestiones, así que sentaos —indicó Hasdai señalando con la cabeza un taburete que había junto a Siraj.
Se dirigió a su escritorio y tomó una sarta de costosas cuentas de ámbar ensartadas en una cadena de plata que estaba junto al tintero.
Bandar miró a Siraj y el visir percibió sorpresa en sus ojos.
—Sí, Bandar bin Sadiq —declaró el visir—, soy judío, pero este tasbih es un regalo personal del califa. Pensó que me ayudaría a ser más paciente. Esperemos que esté en lo cierto, ¿no creéis, Siraj?
—Sí, vuestra excelencia —susurró el joven vicealmirante, y bajó la mirada fijándola en el escritorio, que estaba cubierto de mapas y cartas estelares.
—¿Cómo es que el príncipe todavía está aquí? —preguntó Bandar en voz baja.
—¿A qué os referís?
—Creí que la corte se había trasladado al nuevo palacio de Medina Azahara.
—Así es, en efecto, al menos en lo que respecta al califa, pero el príncipe prefiere estar aquí. Ha decidido mantener su lugar de trabajo aquí, en Córdoba; sobre todo durante el invierno. Lo encuentra más cálido, y debo decir que yo soy de la misma opinión.
—Entonces tenéis que ir y venir de Medina Azahara a Córdoba continuamente, lo que debe de resultaros trabajoso —comentó Siraj.
—En realidad los dos lugares no están tan lejos el uno del otro —repuso Hasdai—. Al menos no lo están para un hombre paciente. —Observó a Siraj durante largo rato y, después, señaló los documentos que había encima del escritorio—. Ahora ponedme al corriente.
Siraj alisó uno de los mapas, lo volvió de cara al visir y señaló la costa sur de Al Ándalus.
—Bien, como sabéis, para respaldar la campaña militar principal, era preciso proveer al regimiento de caballería de cuatrocientos caballos, así que hemos enviado cuatro naves como avanzada. —Volvió a señalar un lugar del mapa—. Las naves zarparon hace treinta días de aquí, del puerto de Almería, con dirección a Malta, donde se reagruparán antes de continuar navegando.
—¿Las cuatro naves zarparon al mismo tiempo?
—Sí, vuestra excelencia —contestó Bandar—, tanto las que transportaban a las tropas como las dos de los caballos. Debo decir que siento cierta envidia de su viaje a Malta.
—¿Por qué razón? —preguntó Hasdai.
—Aquel constituyó mi primer destino. Yo mandaba la escolta de unos mercaderes que se dirigían a Malta y me quedé allí durante tres meses.
—Centrémonos en lo que nos ocupa —aseveró Hasdai mientras deslizaba las cuentas por la cadena. Levantó la vista y miró a los vicealmirantes—. No entiendo por qué los jázaros no pueden suministrarnos los caballos.
—Bueno, en realidad, podrían suministrárnoslos, señor, pero nuestros oficiales quieren disponer de sus propias monturas —repuso Siraj—. Prefieren los caballos bereberes.
—Es lógico —comentó el visir—. Entonces, ¿de cuántos hombres disponemos en total?
—Bueno, sin contar los cuatrocientos remeros, en total disponemos de seiscientos hombres —respondió Bandar.
—¿Y dónde se encuentran ahora?
—Bueno, deberían estar a pocos días de Malta, señor, y si han contado con buenos vientos, puede que incluso ya estén allí, aunque todavía no ha llegado ninguna paloma mensajera. La flotilla partió de Almería rumbo a Tenes, en la costa de Berbería. Desde allí debían navegar frente a la costa de Argel, doblar el cabo de Túnez hasta Pantelleria y después, seguir hasta Malta. Nada más llegar, enviarán mensajes a Córdoba y Almería. Nos hemos asegurado de que dispongan de suficientes palomas.
Hasdai observó el mapa y señaló un lugar con el dedo.
—Esto es Malta, ¿no?
—Sí, excelencia —contestó Siraj—. Cuando llegue el mensaje de la flotilla de avanzada, necesitaremos seis días para desplazarnos hasta Almería y otros diez para poner en marcha la flota.
Bandar se frotó el brazo vendado. Empezaba a escocerle de nuevo.
—Veréis, excelencia, resulta bastante inconveniente que estemos aquí ahora mismo, porque estamos empleando un tiempo valiosísimo que podríamos dedicar a preparar la flota.
Hasdai suspiró, levantó la vista del mapa y miró sucesivamente a los dos oficiales navales mientras deslizaba con rapidez las cuentas por la cadena de plata.
—La verdad es que no estamos interesados en lo que os conviene o no, vicealmirante —replicó Hasdai en un tono de voz que les heló la sangre—. No tenéis elección en este asunto. El príncipe heredero quiere informar personalmente al almirante de la flota de las últimas noticias recibidas de Bagdad. Además, el califa vendrá a Córdoba para actuar como anfitrión en una recepción que se celebrará en vuestro honor antes de vuestra partida hacia Almería.
—Lo siento, vuestra excelencia, es solo que me pone nervioso estar continuamente bajo custodia. El único lugar al que se nos permite ir es la tetería Al Bisharah, e incluso allí tenemos que ir con nuestra escolta. Aparte de eso, pasamos la mayor parte del tiempo en la madraza, donde una mujer y su anciano padre nos enseñan astronomía… —explicó Siraj.
—Contadme, Siraj bin Bahram, ¿todos los oficiales navales de Qartajana al Halfa son tan poco cuidadosos con sus palabras como vos? —lo interrumpió el visir mientras intentaba contener su enojo—. Ese anciano padre, como vos lo llamáis, es el astrónomo de la corte, y esa mujer ha desarrollado algo que podría hacer que ganáramos esta campaña. Lo menos que podéis hacer es escucharla.
—Disculpadme —contestó Siraj—, pero para seros sincero, resulta un poco difícil concentrarse en sus palabras… si sabéis a lo que me refiero, excelencia.
Hasdai sabía, exactamente, a lo que se refería Siraj y se le erizó el vello al imaginarse a aquel hombre halagando a Miriam. Hacía semanas que él no había podido estar a solas con ella.
—El príncipe y yo apreciamos vuestras ansias por zarpar —declaró Hasdai—, pero el trabajo que Miriam y su padre han realizado para desarrollar los nuevos instrumentos de navegación podría resultar decisivo para el éxito de vuestra misión.
Bandar intervino para evitar que su compañero hablara.
—Nos ha impresionado mucho su trabajo. Además, son muy hábiles enseñando. Poder navegar siguiendo una derrota sin tener que depender de un punto fijo en tierra para conocer la latitud constituye algo revolucionario.
—Desde luego —corroboró Hasdai—. Y, lo que todavía es más importante, su invento constituye el mayor avance de la época. ¿Y cómo les va a vuestros hombres la formación?
—Son hombres diestros, señor —contestó Siraj—, pero la situación resulta frustrante para todos nosotros. Los marinos queremos navegar, no permanecer atascados a cientos de millas del mar.
Al percibir la impaciencia del visir, que se reflejaba en el rápido entrechocar de las cuentas, Siraj se interrumpió.
—Como respuesta a vuestra pregunta, visir, la formación progresa debidamente —contestó Bandar.
—Bien. Y supongo que vuestros hombres se muestran discretos y se mantienen alejados de los lugares públicos.
—Les hemos ordenado que permanezcan en sus aposentos después de la oración del crepúsculo, excelencia.
Hasdai asintió con la cabeza.
—Es muy importante que sigan haciéndolo. No queremos que más gente de la necesaria sepa que están aquí y, por encima de todo, no queremos que nadie sepa en qué consiste su formación.
—Vuestra excelencia, deseaba preguntaros, ¿por qué se mantiene tan en secreto el invento del nuevo astrolabio? —preguntó Siraj—. Al fin y al cabo, no creo que Miriam y su padre vayan a transmitir la información a los bagdadíes.
Hasdai inhaló hondo.
—Digamos que hemos aprendido a ser cautelosos. El príncipe heredero no desea que se sepa lo del nuevo astrolabio por si Bagdad está más cerca de lo que creemos.
—Sí, claro, lo comprendo —intervino Bandar—. Pero ayudadme a comprender otra cuestión, visir. Vos sois diplomático y me sorprende que apoyéis esta misión.
—¿A qué os referís? —preguntó Hasdai.
—Bueno, si esta campaña constituye un éxito, significará que cientos, si no miles de soldados bagdadíes morirán.
Hasdai exhaló un suspiro.
—Vicealmirante, ayudadme vos a comprender algo. ¿Por qué todos los militares juzgan el éxito de una campaña en términos del número de muertos?
Bandar se encogió de hombros y miró a Siraj, quien ahora tuvo el buen sentido de mantener la boca cerrada.
—La razón de que apoye esta campaña es porque creo, sinceramente, que el astrolabio constituye un avance importantísimo y que puede proporcionar a nuestra flota una ventaja tan grande que nos lleve a la victoria sin la pérdida de vidas que parecéis tan ansioso en causar.
—¿Cómo es posible? —preguntó Siraj.
Ahora fue Hasdai quien volvió los mapas hacia los oficiales.
—Como sabéis, hará unos dieciocho meses, firmamos un tratado con el reino de Jazaria —explicó Hasdai mientras extendía los mapas—. Desde una perspectiva militar, hasta ahora, ni los jázaros ni nosotros hemos estado preparados para actuar conforme a aquel tratado. Ahora, el califa y el príncipe heredero desean hacer retroceder al grueso de las fuerzas bagdadíes hasta la frontera persa. —Mientras hablaba, Hasdai fue señalando distintos lugares del mapa—. El ejército jázaro nos estará esperando aquí, al norte de Mosul. Cuando la flotilla de avanzada y la flota principal se encuentren frente a la costa de Latakia, las tropas del califa se dirigirán a Mosul para unirse a los jázaros y, cuando hayan tomado la ciudad, marcharán sobre Bagdad y obligarán al ejército bagdadí a retroceder hacia la frontera. Los persas percibirán esta retirada como un ataque a su territorio y, probablemente, contraatacarán. Entonces el ejército de Bagdad se verá obligado a luchar en ambos frentes y será aplastado.
—Todo esto ya lo sabíamos, visir —declaró Siraj—. De hecho, colaboramos con el almirante de la flota y los estrategas elaborando el primer esbozo del plan.
—Por supuesto que ya lo sabíais, pero lo que ignorabais, hasta ahora, es que la flota principal no seguirá el mismo derrotero que la avanzadilla.
El visir se detuvo para permitir que los lugartenientes del almirante asimilaran la importancia de su revelación.
—Ah, ¿no? ¿Y por qué no? —preguntó Bandar, y se sonrojó mientras miraba a Siraj.
—Porque eso es, precisamente, lo que la opinión generalizada o, mejor dicho, la opinión generalizada del mundo de la navegación esperaría —contestó Hasdai—. Y también es lo que Bagdad esperará que hagamos.
—No lo comprendo —masculló Siraj—. Considero indispensable que sepamos el derrotero que seguirán las naves que gobernamos.
—Estoy completamente de acuerdo —repuso el visir mientras miraba, alternativamente, a los dos lugartenientes—, y cuando vos y vuestros hombres hayáis aprendido el funcionamiento del astrolabio y el almirante de la flota califal y yo estemos satisfechos con vuestros progresos, todo os será revelado. Ahora vayamos a ver al príncipe. Recordad que habéis sido elegidos por vuestra antigüedad y porque colaborasteis con el almirante en la planificación de la campaña. Y, Siraj bin Bahram, por el bien de vuestra cabeza, medid vuestras palabras.