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Antes de la oración del alba

El general avanzó lentamente por el patio empedrado, le rechinaron los dientes y se enderezó. Estaba decidido a disimular su cojera. No permitiría que Abbas viera que padecía dolor; ni Abbas ni los numerosos muleros que se apiñaban en torno al suave resplandor de los braseros que estaban situados alrededor del patio.

A la luz de las antorchas de pino tea, Ghalib vislumbró la fuente central, con su bebedero para los caballos, y la galería, la cual ocupaba tres lados del patio y comunicaba con las habitaciones donde se establecían los acuerdos comerciales. Y también vio las sólidas puertas de madera de la imponente entrada en arco, la cual estaba situada en el centro del cuarto lado.

Aquella alhóndiga constituía uno de los principales centros de comercio de Al Ándalus. Los mercaderes alquilaban las habitaciones de la planta baja para recibir a sus clientes. Los más adinerados incluso disponían de compartimentos privados y su nombre figuraba en carteles que colgaban de las columnas de las puertas. A la derecha y a la izquierda estaban los almacenes, los almacenes de seguridad y los establos, y en las dos plantas superiores se encontraban los aposentos, los cuales disponían de pequeños balcones que también daban al patio. El lugar apestaba a animales de carga, humo de leña quemada y dinero.

La alhóndiga estaba situada al sudeste de la ciudad, en el interior de la zona amurallada, junto a la Bab al Jadid. Esta puerta constituía uno de los extremos de una de las rutas de caravanas más importantes de Al Ándalus, las cuales comunicaban la capital del califato de Abderramán III con la ciudad de Jayyen, y esta con el puerto marítimo de Almería, en la costa mediterránea. Cientos de mercaderes recorrían esta ruta desde la costa a la capital y necesitaban un lugar donde hospedarse y realizar las transacciones comerciales en Córdoba. La alhóndiga de Abbas constituía una de las fondas y centros de operaciones comerciales más importantes del califato.

El general Ghalib se irguió cuan largo era, introdujo la mano en su capa y tiró de la almilla para que le cubriera la barriga; después empujó la puerta y entró en la habitación. Abbas era un hombre alto y anguloso que se movía con la rapidez de los pájaros, aunque a veces esto no repercutía en su favor. Al ver al general, se levantó con precipitación y estuvo a punto de volcar la lámpara de aceite que iluminaba los montones de documentos que cubrían su escritorio y todos los anaqueles de la habitación.

«¿Cómo puede alguien trabajar en medio de semejante desorden?», se preguntó Ghalib.

Aunque lo intentó, Abbas no pudo ocultar el miedo que se reflejó en sus angulosas facciones al ver la imponente figura del general, quien estaba en el umbral de la puerta con la mano izquierda apoyada en la empuñadura de su espada franca. Los ricos bordados de plata de la capa de Ghalib destellaron a la luz de la lámpara y lo mismo ocurrió con el prendedor de plata que unía la corta pluma de pavo real a su gorra negra de piel de oso. Al ver a Abbas, quien después de estabilizar la lámpara hizo crujir los nudillos de sus manos con nerviosismo, Ghalib torció el labio y su exuberante bigote refulgió con la misma tonalidad negra de su gorra.

Shalam alaikum! —saludó Ghalib.

Abbas apenas pudo espetar su respuesta:

—Alaikum shalam!

—Veamos —empezó Ghalib—, quizá vos podáis explicarme lo que ocurre y la razón de que me hayáis hecho llamar en mitad de la noche para ver el cadáver que está en vuestro pestilente patio trasero.

Abbas no pudo mirar al general a los ojos mientras contestaba.

—Espero que este asunto no nos tome mucho tiempo, general —declaró esforzándose para que su voz pasara por su encogida garganta—. Al fin y al cabo el difunto no se hospedaba en la alhóndiga, solo estaba visitando a uno de los huéspedes. Pienso que no os resultará difícil…

—Así que pensáis, ¿no? Sois el segundo pensador con el que tropiezo esta noche. Por lo visto, también pensáis que era un marino, pero ¿cómo podéis estar seguro? Sin duda pensáis mucho. ¿Y quién os creéis que sois diciéndome lo que tengo que hacer? ¿Creéis que no tengo nada mejor que hacer que ocuparme de todos los hombres que frecuentan a vuestras prostitutas y les cortan el cuello solo porque pensáis que merecen mi atención?

Abbas bajó la mirada.

—Sabemos con exactitud lo que ocurre aquí —continuó Ghalib—, así que será mejor que vayáis con cuidado… Con mucho cuidado, ¿comprendéis? Una palabra del visir al almotacén, el inspector de los mercados, y vuestro establecimiento será clausurado. ¡Entonces tendréis algo en lo que pensar!

Mientras el general Ghalib veía cómo el color desaparecía de las tensas facciones de Abbas, la llamada del muecín a la oración del alba, que marcaba el inicio del nuevo día, cortó el frío aire. El general Ghalib sintió el repentino impulso de irse y giró sobre sus talones. Tenía pensado acudir a la Gran Mezquita a orar aquella mañana, pero enseguida se dio cuenta de que eso tendría que esperar y se volvió de nuevo hacia Abbas.

—Antes de que todo el mundo se vaya a la mezquita encargaos de que los que hablaron con el marino, como vos lo llamáis, se presenten en vuestras dependencias. Quiero hablar con todos ellos. He apostado a un guardia en la entrada. Nadie debe salir sin mi permiso.

Abbas tragó saliva, asintió con la cabeza y salió de la habitación. Ghalib lo contempló desde la ventana mientras atravesaba el patio y se preguntó qué demonios había hecho Suhail bin Ahmad, el almirante de la flota califal, para acabar tendido en el patio trasero de aquella alhóndiga de mercaderes con la garganta cortada y medio cráneo colgando.