Octubre

«¡Una Butterfly con alas!», proclamaba el Telegraph. «¡Una Butterfly de altura!», anunciaba el Times. «¡Un Puccini perfecto!», aseguraba el Guardian. «¡Una Butterfly deslumbrante!», decía el Mail. Los críticos eran unánimes: la producción había sido un auténtico éxito. Jos y yo leímos una y otra vez las críticas mientras desayunábamos el sábado. «Absolutamente conmovedora… Covent Garden inundado en lágrimas… La Butterfly de Li Yuen es más que una víctima… orgullosa y digna… El Pinkerton de Mark Bell aparecía cruel, pero ponía también de manifiesto un profundo dolor… Los magníficos diseños de Jos Cartwright le colocan sin duda alguna entre los mejores».

—¡Lo has conseguido! —dije—. ¡Eres una figura!

—Sí, ha ido bastante bien —comentó tranquilo—. Estoy… satisfecho.

—Desde luego. Tienes a todo el mundo a tus pies.

Porque Jos ha recibido una avalancha de ofertas de trabajo. Le han propuesto hacer Otra vuelta de tuerca en Glyndebourne, The Rake’s progress en el Metropolitan, Don Giovanni en San Francisco y Rigoletto en Roma. Le están encargando óperas que no se estrenarán hasta dentro de tres o cuatro años.

—Voy a escoger con mucho cuidado. No quiero viajar tanto como antes. Y la razón —explicó, llevándose mis dedos a los labios— es que no quiero separarme de ti. Por eso han fracasado mis relaciones anteriores, porque me pasaba la vida viajando. Pero ahora he cambiado, Faith. Tengo treinta y siete años. Lo que de verdad me gustaría hacer —dijo con una sonrisa— es sentar la cabeza. Contigo.

—Ah.

—¿Por qué no? —Jos me acarició la mano—. Lo nuestro va en serio. ¿Y el divorcio? ¿Sigue adelante?

—Sí, que yo sepa.

—Y quiero que hagamos ese viaje a Parrot Cay —prosiguió, levantándose y cogiendo su bolsa de deportes. Se iba a jugar al squash—. ¿Tienes libre a principios de diciembre? —Yo asentí con la cabeza—. Bien, sería un buen momento para marcharnos. Y yo me voy ya, que tengo la pista reservada para las diez y media.

Fue a la cocina para recoger las llaves del coche y de pronto se detuvo.

—Qué bonita —comentó, cogiendo la tarjeta de felicitación que había comprado yo el día anterior—. ¿Para quién es?

—Para una antigua amiga del colegio. Pronto será su aniversario de boda.

—¿Mandas a tus amigos cartas de aniversario? ¡Qué detalle más tierno! Es tan típico de ti… Bueno, me voy. —Jos me dio un beso—. Hasta dentro de un par de horas.

Yo me quedé pasmada de mi propia sangre fría. Acababa de mentir como si nada. La tarjeta no era para ninguna amiga, sino para Peter, que cumplía años la siguiente semana. Volví a mirarla mientras oía alejarse el coche de Jos y pensé una vez más en lo que Peter había dicho aquella noche: «Esto es una locura… No tenemos mucho tiempo… Tenemos que hablar…». Me había mirado con tal intensidad… Pero desde entonces no había sabido nada de él. Tal vez se había dejado llevar por la emoción de la ópera. Tal vez había bebido demasiado champán. Tal vez ahora estaba mejor con Andie. Tal vez había estado trabajando demasiado. Pero todavía era mi marido y quería que supiera que el día de su cumpleaños pensaría en él. Saqué la tarjeta de su sobre de celofán y cayó un papel: Esta tarjeta está en blanco para que escriba su propio mensaje. ¿Pero qué diría mi mensaje? Feliz cumpleaños, evidentemente. ¿Y cómo tenía que firmarla? «Un beso, Faith», o «Besos, Faith», tal vez. ¿No sería mejor «Muchos besos, Faith»?, ¿«Un abrazo, Faith»?, ¿«Besos y abrazos, Faith»? No, eso era demasiado. Tal vez debería poner simplemente una F. Probé en un borrador, pero no me decidía. Igual podía añadir una posdata: «Me llevé una alegría al verte el otro día». Aunque en realidad había sido uno de los eventos más estresantes del año. Suspiré al acordarme y escribí rápidamente: «Besos de Faith y Graham». Añadí una cruz junto a mi nombre y dos marcas de las patas de Graham y luego puse: «Espero que estés bien». Muy satisfecha con aquel mensaje cariñoso pero discreto, volví a mirar la tarjeta. Era el dibujo de dos manos que casi se tocaban. No la había elegido por ninguna razón particular, simplemente fue la que más me gustó. Escribí la dirección de la oficina de Peter en el sobre y la eché al buzón. No es que tuviera prisa por mandarla ni nada de eso, pero era la hora del paseo de Graham. Mientras caminábamos por el parque de Chiswick me pregunté cómo pasaría Peter el día. Tal vez Andie le prepararía una fiesta. Tal vez celebrarían una cena íntima. O igual iban al teatro. ¿Qué le regalaría Andie? Unos gemelos de oro, seguramente. Bueno, más bien unas esposas de oro. O tal vez una correa. Le había clavado sus dientes de piraña y no pensaba soltarlo.

A medida que pasaban los días sin saber nada de él, intenté apartar a Peter de mi mente. Jos se mostraba muy atento —ahora nos veíamos con mucha frecuencia— y en el trabajo estábamos muy ocupados, aunque el enfrentamiento entre Terry y Sophie seguía en vilo. Pero a pesar de que en el estudio las temperaturas eran gélidas, por lo menos en la calle hacía un poco más de calor. El frente nuboso se había alejado y estaba entrando una banda de altas presiones.

—De modo que las temperaturas suben —decía el jueves por la mañana, a las ocho menos cinco.

«Empieza la cuenta atrás, Faith».

—Y como pueden ver en el mapa isobárico, la presión también está subiendo.

«Ocho, siete…».

—De modo que deberíamos tener un período de sol.

«Gracias a Dios».

—Después de un mes de septiembre algo decepcionante.

«Y que lo digas. Seis, cinco…».

—Con un poco de suerte hasta podríamos tener…

«Tres, dos, uno…».

—Un veranillo de San Martín.

«Cero».

Mientras daban los titulares de las noticias subí a echar un vistazo a los mapas. El hombre de mi casita del tiempo había entrado y su mujer salía. Justo cuando estaba leyendo el último fax de la oficina de meteorología, sonó mi teléfono.

—Faith, te llamo de recepción —dijo una voz femenina—. ¿Puedes bajar un momento? Tu marido está aquí.

Atravesé el pasillo casi a la carrera. ¿Qué demonios hacía Peter allí a esas horas?, me pregunté. En mi cabeza se habían disparado todas las alarmas. Tenía que haber pasado algo.

—¿Qué pasa? —pregunté sin aliento nada más verlo—. Dime, ¿qué haces aquí?

—Bueno… —comenzó. Parecía muy tenso.

—¿Sí? —Estaba a punto de darme un soponcio—. ¿Qué?

—Pues… —¡Por Dios! ¡Qué agonía!

—Dime, Peter. ¿Qué pasa?

Él enrojeció.

—Es que… es mi cumpleaños —anunció por fin con timidez.

—Sí, ya lo sé.

—Y… quería darte las gracias por la tarjeta.

—Ah —suspiré—. Ya.

—Llegó ayer y me pareció… preciosa. Quería darte las gracias en persona. Pero no puedo verte esta noche porque tengo que salir con Andie, y tampoco puedo venir durante el día porque estoy en Bishopsgate. Así que se me ocurrió pasar a verte de camino al trabajo.

—Ya —dije sin aliento—. Pero… tu trabajo está en dirección contraria —señalé—. Es un rodeo de más de diez kilómetros.

—Sí, supongo. Pero —aquí se ruborizó de nuevo— es que siempre te he visto el día de mi cumpleaños, y este año también quería verte.

Yo sonreí y suspiré de alivio.

—Bueno, pues feliz cumpleaños, Peter. —Él se quedó mirándome sin hacer nada, así que le di un beso en la mejilla—. Feliz cumpleaños —repetí, ahora intentando contener la risa—. Bueno, ¿así que era eso? —sonreí—. Pues gracias por venir.

—Espera, no te vayas. —Peter me cogió del brazo—. Es que tenía que verte. Es un poco violento porque…

De pronto la música de «Porque es un chico excelente» salió de su chaqueta. Peter dio un respingo y sacó su móvil.

—Sí. Hola. Sí. Ya. Oye, estoy en una reunión. Hablamos más tarde. Sí. Te llamaré. Adiós. —Guardó el teléfono y me miró con expresión culpable—. Le gusta saber dónde estoy.

—Peter, me alegro mucho de verte, de verdad. Pero tengo que irme. Salgo al aire dentro de diez minutos.

—Claro, claro.

Me despedí con una sonrisa.

—¡Faith! —exclamó él de pronto.

—Dime. —Peter tenía la frente perlada de sudor.

—Faith, es que hay algo más.

—¿Sí?

—Sí. Quería decirte una cosa.

—A ver.

—Bueno, en realidad quería pedirte una cosa.

—Dime.

—Oye… ¿quieres cenar conmigo la semana que viene?

El lunes me puse a arreglarme para verme con Peter. Una burbuja de aprensión crecía en mi pecho. «Una cita con mi marido», murmuré irónica. ¿Qué demonios me pondría? El suelo del dormitorio estaba ya alfombrado de trajes y vestidos que iba escogiendo y descartando. Me puse el vestido rosa sin mangas, no porque a Peter le gustara, aunque es verdad que le gusta, sino porque hacía mucho calor. No le había dicho a Jos que iba a encontrarme con Peter. Tampoco tenía por qué saberlo. «En todo caso —me dije—, ¿por qué buscarme problemas?». Era mejor callarme. De todas formas hubo un momento de tensión, cuando Jos me llamó para que fuéramos al cine.

—Lo siento, cariño, pero esta noche no puedo.

—Vaya. ¿Por qué no?

—Es… un asunto de trabajo. Ya sabes…

—¿Un asunto de trabajo? ¿Qué asunto?

Yo no esperaba que me preguntara eso. Mientras pensaba en alguna coartada plausible se me aceleró el pulso.

—Un seminario —solté por fin.

—¿Ah, sí? ¿De qué va?

—De… del efecto invernadero.

De modo que a las seis y cuarto me miré una vez más en el espejo del recibidor y fui en metro a Chalk Farm. Había quedado con Peter en Regent’s Park Road, en Odette’s. Un camarero me llevó a su mesa, en el piso de abajo, en una discreta alcoba al fondo. Peter se levantó nada más verme, me dio un beso en la mejilla y de pronto me abrazó.

—¡Faith! Qué alegría verte.

—Sí. Lo mismo digo.

—Qué vestido más bonito —sonrió.

—¿Éste? Pero si lo tengo hace años.

—Ya lo sé. No se me ha olvidado. Siempre te ha sentado muy bien el rosa.

Cuando vino el camarero pedí una copa de vino blanco. Luego nos quedamos mirando por encima de los menús, bastante tímidos. Nadie podía haber imaginado que llevábamos casados quince años.

—Qué alegría verte otra vez —dijo él—. Siento que hayamos tenido que quedar aquí. Pero es que aquí no corremos peligro… Por Andie.

—Ah. Eso suena un poco raro.

—Es que es un poco raro.

—¿Dónde se cree que estás?

—En la presentación de un libro, en el centro. Le he dicho que volvería a las diez. Pero tenía que hablar contigo, Faith, porque… —Suspiró—. No sé, tenía que hablar contigo. —Se quedó mirando sombrío su gin-tonic—. Faith, esto es un infierno —dijo por fin con voz rota.

—Ya —murmuré, jugueteando con el tenedor. Tal vez quería pedirme consejo.

—Era lo que intentaba decirte en Madame Butterfly —explicó con un amargo suspiro—. Quería llamarte al día siguiente, pero pensé que me tomarías por loco.

Bebió otro largo trago de gin-tonic y yo di un sorbito a mi vino.

—Estoy harto —gimió.

Y entonces salió todo. Que Andie era tan posesiva que no lo dejaba ni respirar, que era manipuladora y rastrera, que su manía de hablar como una niña pequeña lo sacaba de quicio, que las vacaciones habían sido horribles, que Andie no tenía ni un solo libro, que había mentido sobre su edad.

—Me dijo que tenía treinta y seis —añadió con amargura—. No es verdad. Tiene cuarenta y uno.

—Mira, nunca pensé que acabaría defendiéndola —dije con una actitud tan razonable que yo misma me quedé pasmada—, pero muchas mujeres se quitan años. No es para tanto.

—Ya, pero la cuestión es que Andie me estuvo mintiendo durante seis meses. Yo me enteré de la verdad cuando Katie vio su pasaporte. Así que ahora no hago más que preguntarme en qué más me habrá mentido. La relación no funciona, Faith, de modo que yo abandono.

—¿Ah, sí?

—Sí. Quiero terminar. En cuanto pueda. Podría dejarle una nota en la cocina, pero sería de cobardes. En fin, lo haga como lo haga no le va a gustar nada. Vamos a tener una escena de órdago.

De pronto me cogió la mano.

—Faith, Faith… No sabes cómo siento todo este… desastre.

—Está bien —susurré—. Está bien.

—Todo es por mi culpa. Fue una idiotez contarte lo de mi aventura.

—No, Peter —contesté con firmeza—. Fue una idiotez tener una aventura, no confesarla.

—Sí, ya. Pero es que me sentí muy halagado. Andie era muy atractiva. Todo era emocionante y me dejé llevar. Nunca he dejado de quererte, Faith. Pero es que entonces no nos iba muy bien.

—Tampoco nos iba tan mal —señalé.

—No, pero llevábamos juntos tanto tiempo… tanto tiempo —repitió, como si le costara creerlo—. Quince años, Faith. Quince años. ¿Es que tú no te aburrías?

—No —contesté un poco llorosa—. Y siento oír que tú sí.

—Entonces apareció Andie y el hecho de que se interesara por mí me hizo sentir… vivo. ¿Tú nunca has deseado algo así, Faith? ¿Nunca deseaste que pasara algo, que algo te sacudiera de repente?

—Pues no —respondí, toqueteando el salero—. Yo era feliz.

—¿Nunca deseaste un pequeño cambio?

—Creo que ya he tenido bastantes cambios, muchas gracias. Peter, estabas jugando con fuego.

—Ya lo sé. Y me encantaba. Me encantaba sentirme así. Y tú no hacías más que insistir en que yo te estaba siendo infiel, así que pensé, maldita sea, ¿por qué no echar una cana al aire? Pero no era nada más. Solo un desliz. No tenía intención de dañar nuestra relación, pero de pronto nuestro matrimonio estaba destrozado. No es demasiado tarde, Faith —añadió desesperado—. ¿No podemos volver a estar juntos?

Ah. Me quedé mirando mi plato de cangrejo. Un montón de pensamientos encontrados daban vueltas en mi mente:

«Lo único que le pasa es que le da pánico quedarse solo».

«Quédate con Jos. Él te trata bien».

«Han pasado demasiadas cosas».

«Si lo ha hecho una vez, podría repetirlo».

—Di algo, Faith. Dime que podemos volver.

—Peter, no es tan fácil.

—¿Por qué no?

—Porque yo ahora tengo otra relación.

—Pero no eres feliz.

—Eso es muy presuntuoso de tu parte. Para que lo sepas, sí que soy feliz.

—No lo creo.

—Soy muy feliz —repetí, partiendo un colín en dos.

—No te creo, Faith. La tarjeta que me mandaste, por ejemplo, implicaba un deseo de reconciliación.

—De eso nada —repliqué indignada—. Es que me gustó el dibujo.

—Y fue muy significativo que me mandaras un beso.

—Estás interpretando lo que tú quieres. El hecho es que estoy bien con Jos.

—Faith, a mí no me engañas. Te conozco muy bien. Freud dice que la verdad se nos sale por todos los poros. Y yo sé cuál es tu verdad.

—Estoy bien con Jos —insistí. Acababa de llegar mi ensalada.

—¿De verdad?

—Sí. Es cierto que hemos tenido algunos problemas, y que Jos es a veces un poco… complicado. Y hay algunas cosas de las que no estoy segura. —Ahora tenía la mirada perdida—. Pero aparte de eso, somos muy compatibles. Y… en fin, ahora estamos juntos.

—Pero ¿por qué estáis juntos? Quiero decir, qué te gusta de él.

—¡Por Dios, Peter! Ya tengo bastante con Katie. No pienso jugar al psicoanálisis contigo.

—Lo pregunto por curiosidad. Me gustaría saber qué te atrae de Jos. Si de verdad te gustara, me lo dirías.

—Muy bien. Para empezar me aprecia mucho, y cuando tú y yo nos separamos yo me sentía sola e insegura. Entonces apareció él. Yo le encuentro muy atractivo. Además tiene mucho talento y se porta muy bien con los niños y… No sé, Peter. Me he acostumbrado a él.

—¿Qué te has acostumbrado a él? Lo dices como si fuera un mueble que al principio no te gustaba. ¿Así que ésas son tus razones?

—Sí.

—No son suficientes.

—¿Ah, no? Muchas parejas están juntas por mucho menos.

—Pero hay una cosa que no has dicho, Faith. Lo más importante.

—¿Qué quieres decir?

—No has dicho que le quieres, ¿a que no?

—Bueno…

—Eso no lo has dicho.

—¡No hace falta que lo diga! —exclamé—. Es evidente.

—A mí no me parece nada evidente.

—¡Empiezas a sacarme de quicio, Peter!

—Y tú te estás engañando.

—Mira, siento que tu relación haya resultado tan decepcionante, pero si crees que eso te da derecho a menoscabar la mía, me temo que te equivocas de parte a parte.

Esbozó una de sus irritantes sonrisitas y se arrellanó en la silla.

—¿Tu relación? —preguntó—. ¿Seguro que quieres que dure?

—Por supuesto. Jos y yo vamos a casarnos.

—¿De verdad? Vaya, entonces sí que va en serio.

—Sí, muy en serio.

—¿Y dónde piensa Jos que estás ahora?

—¿Cómo?

—Que dónde cree que estás.

—Pues… —Tragué saliva.

—¿Sabe que estás conmigo?

—No. —Bebí un sorbo de vino—. No lo sabe.

«¡Ajá!».

—Cree…

—¿Sí?

—Que estoy en un seminario.

—Así que le has mentido.

—No.

—¡Sí!

—En realidad no —dije, tocando el borde de mi vaso.

—Sí que le has mentido. Porque no querías que supiera que ibas a verme.

—Bueno…

—Si la relación mera tan bien como dices, le habrías dicho la verdad. —Tamborileé con los dedos en la mesa—. Pero no querías que él se enterara.

—¡Mira! —exclamé enfadada. Tenía la cara ardiendo—. La cosa es que estoy con Jos. Él nunca me ha hecho daño —añadí muy a propósito—. Y sí, me gusta mucho.

—Pero ¿le quieres?

—No se trata de eso.

—Claro que sí. ¿Y por qué no me miras a los ojos?

—Te lo voy a repetir, Peter: no puedo dejar a Jos simplemente porque tú hayas decidido dejar a Andie.

—¡Sí que puedes! ¡Por supuesto que puedes! ¿Qué son seis meses comparados con quince años? Vuelve conmigo, Faith. Tú no quieres a Jos. Vuelve conmigo. Vamos a empezar de nuevo.

—No puedo, Peter. No sería nada noble. Además, Jos y yo estamos muy apegados. Últimamente nos vemos mucho y tenemos planeadas unas vacaciones juntos.

—¡Dios! —exclamó Peter mirando el reloj—. ¡Las nueve y media! Tengo que marcharme.

Pagó la cuenta y salimos a esperar un taxi.

—Coge tú éste —dije, al ver la primera luz verde.

Peter dio al taxista la dirección de Andie y se volvió hacia mí.

—No quiero perderte, Faith. Por favor, piensa en lo que te he dicho, antes de que sea demasiado tarde.

—No puedo.

—Sé que la idea te tienta. Lo sé.

—Mira, Peter —suspiré—, no quiero herir tus sentimientos. Me alegro de haberte visto esta noche y siento muchísimo que no seas feliz. Ya sé que es difícil para ti admitir que cometiste un error. Pero si crees que ahora me voy a meter en otro torbellino simplemente porque has decidido, después de provocar una grave crisis en nuestro matrimonio, que te conviene que volvamos a estar juntos como los personajes de una novela rosa, yo…

De pronto Peter me estrechó entre sus brazos y me besó. Sentí una descarga de adrenalina como si me hubiera alcanzado un rayo. No me había besado así en años.

—Lo siento —murmuró—. Pero te quiero, Faith. Siempre te he querido. Y creo que tú también me quieres. —Subió al taxi y bajó la ventanilla—. ¿No es verdad?

—No.

—Sí que me quieres. Me lo estás poniendo difícil porque sigues enfadada conmigo. Pero me quieres. Lo sé.

—¿Es que no me has oído? ¡No te quiero!

—¡Mentira! —exclamó alegremente, mientras el taxi se alejaba.

—¡No es mentira!

—¡Todavía me quieres, Faith! ¡Por eso estás ahí todavía!

—¡No! ¡Ya no te quiero! —grité—. ¡Y no estoy aquí!

—Muy interesante —le conté a Jos al día siguiente, cuando me llamó para preguntarme cómo había ido el seminario.

—¿Dónde fue?

—En la Real Sociedad Geográfica. —Era una respuesta tan plausible que sentí un curioso orgullo—. El efecto invernadero es un asunto muy serio.

—¿Alguna novedad al respecto?

—Pues… sí, unas cuantas.

—¿Cómo qué?

—Bueno, los meteorólogos están… reevaluando la situación.

—¿En qué sentido?

—Estamos convencidos de que la atmósfera se está calentando, pero lo que no sabemos todavía es… si el efecto es temporal o no. Es un fenómeno fascinante. De hecho se van a celebrar varias conferencias sobre el tema, dos veces a la semana, y estoy pensando en ir. El problema con los gases es… —Graham se puso a ladrar—. Perdona, Jos, pero hay alguien en la puerta. Ya te llamo luego.

—¿Señora Smith? —Era un repartidor, con un enorme ramo de flores.

—¿Sí?

—Soy de Floribunda. ¿Quiere firmar aquí?

Cogí el ramo de rosas con una sonrisa y en cuanto cerré la puerta abrí el sobre para leer la tarjeta. «No quiero perder la fe».

—Gracias, Peter —decía treinta segundos después, los dedos temblorosos en el auricular—. Gracias. Son preciosas.

—Ya sé que te gusta el rosa.

—Sí. —Se produjo un silencio. Ninguno de los dos sabía qué decir.

—Fue estupendo vernos anoche.

—Ya.

—No quiero perderte.

—Lo sé.

—¿Lo has pensado?

—Sí.

—¿Y?

—Me temo que la respuesta sigue siendo no.

—Entonces tendremos que volver a cenar, ¿no?

Retorcí el cable del teléfono.

—Bueno —dije por fin—. Supongo que sí.

Decidí no contarle a Lily lo de mis encuentros con Peter. Por lo general se lo cuento todo, pero intuía que en este caso no aprobaría mi actitud. Me diría que era una locura arriesgar mi relación con Jos. Pero todo era bastante inocente. Al fin y al cabo, no le estaba siendo infiel, me dije. Así que no haría daño a nadie. En cualquier caso, ¿por qué no iba a mantener una amistad con mi futuro ex marido? Además, tampoco tenía por qué dar explicaciones a Lily. Ni a Jos tampoco. De todas formas escondí la tarjeta de Peter. Cuando Jos me preguntó quién las había enviado dije que eran de un admirador.

—¿Quién es? —insistió, mirando las treinta rosas en el jarrón.

—No lo sé.

—Es evidente que le gustas.

—Mmm. Sí, supongo —respondí vagamente.

—¿Sabes algo de él?

—Bueno, apenas nada.

—Tal vez deberías trazar un perfil psicológico.

—Sí, puede que tengas razón.

—Ten mucho cuidado. Si ves que este tipo se obsesiona contigo, dímelo. ¿Eh, Faith? ¿Me lo dirás?

—Sí, no te preocupes.

El jueves siguiente volví a quedar con Peter, esta vez en Docklands, en el puente de la Torre. Se estaba de maravilla, sentados fuera al calor, viendo relucir el Támesis al sol como plata batida.

—Es magnífico, ¿eh? —dijo Peter, mirando el puente de la Torre. Asentí—. A veces sueño con puentes.

Me quedé de piedra, con el vaso a medio camino de la boca.

—Qué curioso, yo también. Y con icebergs. —En ese momento pasaba un barco—. Y también con telarañas.

—¿Cómo está Lily? —me preguntó.

—Bien. Como siempre. Muy ocupada con el Moi! Está viajando bastante en busca de nuevas colecciones. A propósito, no le he contado que salimos juntos. No me pareció buena idea.

—Vaya, así que estamos saliendo juntos —dijo con una sonrisa.

Me incliné para quitarle una pelusa de la solapa.

—¿Qué te hace pensar eso?

—¿Y dónde piensa Jos que estás esta noche? —preguntó con voz queda, acariciándome la mano.

—En otro seminario sobre cambios climáticos.

—Así que la atmósfera se está calentando, ¿eh?

—Sí. Creo que sí.

—El clima siempre ha sufrido variaciones naturales —le expliqué más tarde a Jos—, pero el mayor problema ahora es que no se sabe con exactitud cuánto va a subir la temperatura. Podría subir o quedarse igual. Eso es lo que necesitamos saber.

—¿Qué es lo que provoca esto?

—Los gases invernadero —expliqué—, sobre todo el dióxido de carbono, que surge de la contaminación del tráfico. La quema de carbón, aceite y madera también produce CO2. El metano de los campos de arroz y el ganado también es una causa. Luego están los CFC, también conocidos como clorofluorocarbonos, de los aerosoles y las neveras.

—Se ve que estás aprendiendo mucho en esos seminarios.

—Sí, creo que sí.

Los siguientes días Peter me llamaba cada vez más a menudo, y sus llamadas se convirtieron en el punto álgido del día. Cuando me comentó que se iba a la feria del libro de Frankfurt sentí una punzada de dolor. Pero a pesar de que estaba muy ocupado en la feria, me siguió llamando desde allí.

—¿Qué tal va? —le pregunté, oyendo el rumor de las conversaciones de fondo.

—A ti esto no te interesaría mucho, Faith, porque el ambiente está muy caldeado. De hecho, esto está lleno de engreídos. Y hablando de engreídos, ¿a que no sabes a quién acabo de ver?

—¿No serán Charmaine y Oliver?

—¡Justamente! ¡Y él le llevaba la bolsa a ella!

—Qué imbécil. ¿Te han dicho algo?

—¡Qué va! No me dirigen la palabra.

—Bueno, al final te has reído tú el último, Peter.

—Mmm… No del todo.

—¿Qué quieres decir?

—No, nada.

—Dime, ¿cuándo vuelves?

—El sábado. Me encantaría verte otra vez. ¿Vas a seguir yendo a esos seminarios, Faith?

—Pues… sí. Creo que sí.

Encontraba sorprendentemente fácil engañar a Jos. Si sospechaba algo, no lo demostraba. De hecho estaba más atento conmigo que nunca.

—Estás muy contenta estos días —comentó mientras volvíamos a Chiswick el sábado por la noche. Habíamos ido al Globe, a ver All’s Well That Ends Well.

—Sí, estoy contenta. —Jos me apretó la mano—. Creo que estoy cada vez más contenta.

—Lo que hace el amor, ¿eh?

—No podría estar más de acuerdo —dije, mientras él paraba el coche.

Al abrir la puerta noté que el contestador parpadeaba. Esperé a que Jos subiera al primer piso, luego bajé el volumen y pulsé el play.

«Hola, cariño, soy mamá. Solo llamaba para decir que nos vamos a las Maldivas. ¡Ding dong! Todos los pasajeros del vuelo Icarus 666 embarquen por la puerta trece. ¡Gerald! ¡Gerald! ¿Dónde están los pasaportes? Volvemos dentro de diez días…».

«Mamá, soy Katie. Quería decirte que Matt y yo no volveremos a casa los dos próximos fines de semana. Tenemos ensayos de la obra de teatro…».

«¡Cariño! ¡Soy Peter! —Bajé el volumen de golpe y pegué la oreja al contestador—. Ya he vuelto de Frankfurt… ganas de verte… te quiero, Faith. ¡Adiós!».

—¡Faith! —Era Jos, que se me había quedado mirando. Yo no le había oído bajar. Me enderecé tan deprisa que casi me rompo la espalda—. ¿Qué demonios estás haciendo?

—Nada, oyendo los mensajes.

—¿Y a qué viene tanto secreto?

—¿Secreto? ¡Por Dios, Jos! —exclamé indignada—. No hay ningún secreto. Yo nunca tengo secretos. ¿Me has visto alguna vez tener secretos? ¡Secretos! ¡Pero qué dices!

—Ya. Pero es que estabas escuchando los mensajes de una manera… como si no quisieras que yo los oyera.

Justo lo que tú hacías antes, pensé. Aunque no me atreví a decirlo en voz alta.

—Es que… —expliqué— había… bueno, un mensaje muy raro.

—¿Raro?

—Sí. Me daba mala espina.

—¡Por Dios! ¿Puedo oírlo?

—No. Lo… lo he borrado.

—¿Era tu admirador? —Parecía horrorizado.

—Sí, exacto. No quería decírtelo para no preocuparte.

—¿Cómo ha conseguido tu número? —Me encogí de hombros—. Ya sabes que hay una manera de filtrar las llamadas que no quieres recibir. Tienes que enterarte.

—Sí, ya me enteraré.

—Muy bien.

Más tarde, cuando nos metíamos en la cama, me preguntó:

—¿Estás muy ocupada esta semana, Faith?

—Lo normal. Tengo otro seminario el lunes.

—Muy bien. Mientras te diviertas…

—Me siento fatal —le dije a Peter el lunes. Estábamos en Frederick’s, en Islington—. Yo nunca había hecho esto.

—Me alegra oírlo —contestó él con una sonrisa.

—Citas secretas en restaurantes desconocidos en rincones remotos, escuchar el contestador con el volumen bajo, contar mentiras a Jos, yo, que siempre había sido tan sincera. Pensar en ti y no en él…

—¿Piensas en mí?

—Sí. Pienso en ti constantemente. —Nos sonreímos a la oscilante luz de la vela—. ¿Y Andie? —pregunté—. ¿Se ha dado cuenta de algo? —Negó con la cabeza—. ¿Cuándo vas a decirle la verdad?

A final de mes. De momento está muy ocupada en el trabajo, así que voy a esperar hasta que pase la racha y luego le contaré lo nuestro. Se va a poner hecha una fiera. Pero se le pasará. Hay muchos hombres por ahí a los que cazar.

—Antes la odiaba, pero ahora la compadezco. Como ella debía de compadecerme a mí.

—No estés tan segura. La compasión no entra en su repertorio.

—Me siento muy poco honesta —comenté—. Todo esto de los seminarios… Igual debería confesar.

—Pero no has hecho nada malo, Faith.

—No, es cierto.

—Lo nuestro de momento es platónico, ¿no?

—Sí, tienes razón. Es de lo más inocente —me apresuré a añadir, mientras notaba el pie de Peter jugueteando con el mío.

—Vamos, que todavía no hemos… —dijo, acariciándome el pie.

—No. Oye, ¿te he dicho que Jos se va a Nueva York este fin de semana?

—¿Ah, sí? Qué interesante.

—Ya. Sabía que lo dirías. Tiene que ir a una reunión en el Metropolitan. Quiere que vaya con él, pero no puedo, claro. Por Graham.

—Desde luego que no puedes. De ninguna manera. Porque te vendrás conmigo. —De pronto me cogió las manos—. ¿Quieres, Faith?

—Peter. —Notaba la cara ardiendo—. No estarás sugiriendo que… que le sea infiel a Jos, ¿verdad?

—Es justamente lo que estoy sugiriendo —me dijo, sonriendo con timidez—. Vente conmigo, Faith.

—Ay, no sé.

—¿Por qué lo dudas, cariño? —Me acarició la mejilla.

—Porque todos estos coqueteos están muy bien, pero yo nunca había salido con dos hombres a la vez.

—Muy bien. Te lo voy a poner fácil. Nos vamos a un hotel en el campo. —Suspiré. Sonaba fantástico—. Un hotel a todo lujo. Y que admitan perros.

—¿Un hotel en el campo?

—Sí. Con jacuzzi y champán helado.

—¿Y baño de lujo?

—Por supuesto.

—¿Y cuencos adornados con frutas?

—Sí.

—Y minibar.

—Desde luego. Con Toblerones.

—¿Y toallas esponjosas?

—Las que quieras.

—¿Pero muy, muy esponjosas?

—Esponjosísimas.

—Entonces vale.

—Cariño, me tienes un poco preocupado —me dijo Jos la mañana siguiente.

—¿Por qué? —pregunté con tono soñador—. Si estoy bien.

—Porque anoche pronunciaste el nombre de Peter en sueños dos veces.

—¿Ah, sí? —Me incorporé de golpe en la cama—. Debía de estar soñando con él. Una pesadilla, seguramente —añadí con una risa irónica—. Seguro que estaba soñando que tenía otra aventura. Sí, eso es —murmuré con amargura—. ¡Ay, no sé! ¡Qué hombre!

—Venga, no te enfades. —Me dio un beso—. Ya se ha terminado. Ahora estás conmigo. ¿Seguro que no puedes venirte a Nueva York el fin de semana?

—Me encantaría, pero no puedo dejar solo a Graham.

—¿Y no se pueden encargar tus padres de él?

—Pero si todavía están en las Maldivas —mentí.

—¿Y Peter?

—Eh… Tiene un compromiso.

—Vaya. Pues justamente este fin de semana me gustaría que no tuviera ninguno.

—Ya.

—¿Pero qué vas a hacer con Graham cuando vayamos a Parrot Cay?

—Todavía faltan seis semanas. Ya se me ocurrirá algo para entonces.

—Y el mes que viene quiero que vayamos a ver a mi madre. Te apetece, ¿no?

—Claro que sí.

Ese día me sentí hueca y deshonesta, tranquilizando a Jos con mis mentiras. Nunca le había sido infiel, pero era justo lo que estaba pensando hacer. Pensé en mi negligé nueva, todavía envuelta en el fondo de mi cajón de la ropa interior.

—Nos vamos a hacer una escapadita con papá —le susurré a Graham en la cocina, un poco más tarde. Él me lamió la nariz y barrió el suelo con la cola—. Pero Jos no se puede enterar. Es un secreto, ¿vale? ¿Nos damos la mano? —Graham me tendió la pata izquierda.

—Te voy a echar de menos en Nueva York —oí decir a Jos—. Pero te llamaré cada día.

Yo le sonreí, sintiéndome como Judas Iscariote. El hecho era que él confiaba en mí y que el viernes yo habría abusado de esa confianza. Pero tenía que pasar un tiempo con Peter a solas. Lo necesitaba. Entonces sabría…

—Así que el fin de semana va a ser magnífico —comenté con entusiasmo justo antes de las nueve el viernes por la mañana.

«Seis, cinco…».

—Con temperaturas muy altas. El último estallido del verano.

«Cuatro, tres…».

—De modo que aprovechemos el buen tiempo.

«Dos, uno…».

—Yo desde luego es lo que pienso hacer.

«Y cero».

—Disfruten todos del fin de semana.

«Gracias, Faith».

—Hasta la semana que viene.

Salí a la carrera de la AM-UK! y fui a casa a dormir un rato y hacer la maleta. Metí la correa de Graham, su plato y su cesta, algo de comida y unas galletas.

—Vas a ir a un hotel de lujo —le expliqué mientras lo cepillaba—, así que tienes que estar bien guapo.

Había quedado en que Peter me recogería a la vuelta de la esquina, para evitar a los vecinos, que están acostumbrados a verme entrar en el MG de Jos.

—Bueno, ¿adónde vamos? —pregunté con una sonrisa cuando llegó a las cinco y media.

—Misterio.

—¿Chipping Camden?

—No. Un poco más al sur. —Graham iba en el asiento trasero, como siempre, con la cabeza sobre el hombro de Peter.

—Le gusta tu coche nuevo —comenté, bajando el visor para protegerme del sol.

—Claro que sí. Le gustan los Rovers. Oye, ¿todavía se dedica a atacar a Jos?

—Pues no, ahora que lo dices. Se ve que le ha dado una tregua. O igual se ha aburrido.

—No, lo que pasa es que le da pena, ¿a que sí, Graham? Seguro que piensa: «Pobre diablo. Si supiera…».

—¿Y tú qué le has dicho a Andie?

—Que me voy a Escocia con un autor, para ayudarlo con su nuevo manuscrito.

—¿Y se lo ha creído?

—Que yo sepa sí.

—¿No te llamará al móvil?

—La llamaré yo cada dos horas o así, para que no sospeche.

Nos dirigimos al noroeste por la M4, más allá de Bracknell y Reading. Graham se había quedado dormido, acunado por el ronroneo del coche. Luego salimos de la autopista en dirección a Cirencester, por carreteras de bosques y campos. Las colinas a nuestra izquierda, seccionadas por muros de piedra, parecían en llamas con los colores del otoño. Atravesamos Bisley, donde las casas de color miel relucían como oro viejo bajo el sol de la tarde. Por fin llegamos a Painswick y nos detuvimos ante una mansión estilo georgiano.

—Bienvenida al hotel Painswick —dijo Peter.

—Qué preciosidad —suspiré.

La casa era ancha y profunda, estilo Palladio, con un rosal cargado de rosas en la fachada. A la izquierda había una galería italiana, con una glicinia, sobre un cuidado jardín de croquet. Los vidrios de los ventanales, que se alzaban del suelo al techo, resplandecían al sol.

—¿Nombre, por favor? —dijo la recepcionista.

—Señores Smith —contestó Peter. La mujer sonrió con gesto indulgente. Estaba acostumbrada a esas cosas.

—Y éste es… —preguntó, mirando al perro.

—Graham Smith —dije yo. Graham se incorporó sobre las patas traseras para ofrecerle un beso.

—Habitación número uno, en el primer piso. Ya haré que les suban las maletas.

Cuando Peter y yo pasábamos apuros económicos, que era casi todo el tiempo, yo soñaba con un hotel en el campo, y el hotel de mis sueños era muy parecido a aquél. En la habitación había una cama con dosel, con suntuosas cortinas y papel de Colefax y Fowler en las paredes. Estaba decorada con muebles antiguos y en la cómoda había una selección de peines y cepillos forrados de plata. La enorme ventana, con su mullido asiento, daba a un paisaje de colinas en las que pastaban las ovejas. En el baño había un jacuzzi tan grande que se podía nadar a braza y, ¡qué maravilla!, una pila de toallas mullidas. De pronto se me ocurrió una idea espantosa.

—Peter, ¿cómo es que conocías este hotel? Es que… ¿es que habías venido con ella?

—No, claro que no. Lo encontré en Internet.

De pronto llamaron a la puerta. Era el servicio de habitaciones.

—Su champán, señor.

Cinco minutos después Graham estaba instalado delante de la tele, viendo el programa de Delia Smith, mientras Peter y yo nos metimos en el jacuzzi, con las burbujas hasta el cuello.

«Y ahora vamos a preparar unos panecillos de semillas de amapola…», decía Delia.

—Ese libro en el que estás trabajando —pregunté irónica, bebiendo champán—, ¿de qué trata?

Peter deslizó el pie por mi pierna.

—Del lenguaje del cuerpo.

—¿Del lenguaje del cuerpo? Ya.

«Y lo mejor es que…».

—Sí, del lenguaje del cuerpo.

«… no tardan mucho en subir».

Peter dejó su copa y me atrajo hacia él.

«Se vierte la levadura líquida en el centro…».

—Esto, por ejemplo —dijo, besándome— es lenguaje corporal positivo.

—¿Ah, sí? ¿Y esto? —susurré, poniéndole la mano en el muslo.

«Y mezclar hasta formar una masa bien consistente…».

—Sí, eso también es positivo.

«Ahora debería estar esponjosa y elástica».

—Es verdad.

—Y eso —dijo él, acariciándome los pechos— es señal de que hay algo más que un interés casual.

—No me digas…

«Dejar en un lugar cálido, para que leude…».

—Y esto —prosiguió Peter, deslizando la mano entre mis piernas— es señal de que comenzamos a llevarnos de maravilla.

Nos levantamos sin dejar de besarnos y nos dejamos caer en el suelo del baño.

«Se ponen uno al lado de otro…».

—¡Faith! —exclamó Peter, con su cara muy cerca de la mía.

«Se espolvorean generosamente con semillas de amapola…».

—¡Peter!

—Te quiero, Faith.

—Yo también te quiero.

«Y se meten los panecillos al horno».

Cuando me desperté al día siguiente me quedé en la cama, disfrutando del contacto del lino puro en la piel y oyendo la lenta respiración de Peter como si fuera música. Al ver el sol entrar por la rendija de las cortinas fue como si se hubiera producido un milagro. Me sentía también descocada, como Madame Bovary.

J’ai un amant —me dije.

Porque aquello ya no era inocente. Estaba teniendo una aventura. Había sido infiel, pensé consternada. Había violado el séptimo mandamiento. Había cometido adulterio, en cierto modo. Y era maravilloso. Al pensar en Jos sentí una punzada de remordimientos, aunque no exactamente una sensación de culpa. En mi mente nuestra relación había terminado. Se había acabado la noche anterior. A mi vuelta le diría, con todo el cuidado posible, que no podíamos continuar. Pensé en cómo reaccionaría, pero me di cuenta de que tampoco me importaba demasiado. Peter tenía razón. Yo no quería a Jos. Me resultaba atractivo e intrigante, era muy atento conmigo y era verdad que me había acostumbrado a tenerle cerca. Pero ahora aparté ajos de mi mente y me volví hacia Peter para rodearlo con mis brazos. «Éste es el hombre de mi vida», pensé apoyando la mejilla contra su hombro desnudo. Nunca desearía a nadie más. Estábamos tan juntos que le hice cosquillas con las pestañas. Él abrió los ojos y sonrió.

—Te quiero, Faith —dijo soñoliento.

—Te quiero, Peter.

—¿Cuánto hacía que no dormíamos juntos?

—No lo sé. Más de un año.

—Pues habrá que recuperar el tiempo perdido, ¿no te parece? —Asentí con la cabeza. Él me besó y me acarició la cara—. Esto es el principio, Faith —dijo muy serio.

—Sí, lo sé.

—Es nuestro nuevo capítulo. —Sonreí—. Desde luego contigo ha hecho falta un poco de Persuasión, porque estabas llena de Orgullo y prejuicio.

—No, era más bien Sentido y sensibilidad —señalé—. Por culpa de tus Amistades peligrosas.

—Pero ahora estamos Lejos de la multitud.

—En Una habitación con vistas.

Sabía que siempre consideraría aquel fin de semana como uno de los más mágicos de mi vida. No había ni una nube en el cielo. El aire estaba tan limpio que parecía brillar. Los bosques se teñían de oro, bronce y rojo. Siempre recordaría aquello.

—¿Qué es exactamente un veranillo de San Martín? —me preguntó Peter.

Estábamos paseando con Graham por las colinas de Costwold y en ese momento pasábamos por una avenida de hayas cobrizas. Las hojas crujían bajo nuestros pies.

—Lo estuve leyendo el otro día —contesté—. Es un período de tiempo cálido en otoño o a principios del invierno.

—Éste es nuestro veranillo de San Martín. —Peter me abrazó y me dio un beso—. Es el final de esta pesadilla de estar separados. ¿No es verdad, Faith?

—Sí, es el final. O más bien el principio del final.

—Pararemos el divorcio.

—Voy a llamar a Rory Cheetham-Stabb para cancelarlo.

—Por lo general lo que se cancelan son los compromisos, no los divorcios —comentó Peter.

En ese momento sonó su móvil con el tonillo de Andie. Lo había dejado conectado para que ella no sospechara.

—Hola, Andie. Sí, estoy bien. Perdona, pero estoy muy ocupado. Sí, ya te lo advertí. Sí, todo va muy bien. ¿Tú cómo estás? Bien. No, ahora mismo estamos trabajando. ¿Pájaros? No, no, es que tenemos la ventana abierta. Sí, ya te llamaré luego. Claro que te llamaré. Adiós.

»Lo siento —me dijo nada más colgar—. No me gusta tener que mentir delante de ti. Bueno, no me gusta mentir y punto. De momento no tengo más remedio, pero no será por mucho tiempo porque pienso terminar con ella la semana que viene.

El fin de semana pasó como un relámpago entre comidas, champán, paseos, charlas, jacuzzis y amor. Jugamos al croquet, al backgammon, paseamos por Slad Valley y visitamos la tumba de Laurie Lee. La última tarde fuimos a la iglesia de Painswick. La sombra de los setos se extendía por el jardín. Luego volvimos a Londres, saciados de amor. Peter me dejó en la esquina. Como no queríamos que nos vieran besándonos nos despedimos dándonos la mano.

—Nos vemos el martes en Snows, Faith. Entonces decidiremos.

—¿Nos das algo? —me pidieron dos niños pequeños disfrazados con máscaras de vampiros y capas negras el martes, cuando me dirigía a Snows—. ¿Nos das algo? —repitieron desafiantes. Se me había olvidado que era Halloween.

—Está bien. —En un ataque de generosidad inducido por el amor les di un billete de cinco libras.

Peter todavía no había llegado al restaurante. Me llevaron a la misma mesa que habíamos ocupado la noche de nuestro aniversario, diez meses antes. Aquello había marcado el principio de nuestra separación, y esta reunión significaba el final. En enero había llegado un período helado, pero ahora el hielo se había evaporado como el rocío. Al mirar por la ventana vi acercarse a Peter. Parecía muy contento.

—¡Hola, cariño! —me saludó con un beso—. Vamos a pedir champán.

—¿Champán? —pregunté dudosa.

—Sí. Esto hay que celebrarlo, ¿no?

—No sé si deberíamos. Al fin y al cabo estamos a punto de hacer daño a dos personas —dije bajando la voz y sintiéndome algo culpable.

—Es verdad. —Peter se mordió el labio—. Estamos a punto de portarnos muy mal. Mira, por respeto a nuestras exparejas vamos a pedir vino espumoso italiano.

Nos tomamos la copa de vino como una pareja de adolescentes enamorados en su primera discoteca.

—¿Se lo has dicho a Lily?

—No, todavía no.

—Tienes miedo de que te lo reproche, ¿verdad?

—No seas tonto.

—¿Y has llamado al abogado? —preguntó Peter mientras echaba un vistazo al menú.

—Ha estado ocupado todo el día, pero le he dejado dos mensajes para que me llamara.

—Se va a poner hecho una furia. No le gustará nada perder a una clienta.

—Bah, tiene un montón de clientas.

—Ay, Faith, estoy tan contento.

—Yo también. ¿Pero no crees que esto no está del todo bien? —dije con una sonrisa.

—Está fatal.

Yo me sentía achispada por el amor y por el vino.

—Pero vamos a cortar con ellos de muy buenas maneras —añadió Peter muy serio.

—Desde luego.

—Lo vamos a hacer bien.

—Seguro.

—Vamos a mandarlos al cuerno con mucho tacto.

—Muchísimo. De hecho los vamos a mandar al cuerno con tanto tacto que hasta les va a gustar.

—Sí. Por ejemplo, yo le voy a comprar a Andie un buen regalo, para compensar.

—Y yo voy a mandar a Jos de viaje —repliqué, decidida a superar a Peter.

—Vaya, qué generosa.

—Le voy a mandar a hacer un crucero alrededor del mundo en el Queen Elisabeth II.

—Faith, menudo detalle. Seguro que le encanta.

—Voy a terminar con él con muchísimo tacto —repetí, un poco borracha—. ¿Y sabes lo que le voy a decir? —Me incliné sobre la mesa y miré a Peter a los ojos—. «Lo siento mucho, Jos, pero tengo que decirte una cosa. Lo nuestro se ha acabado. No podemos seguir juntos. ¿Por qué? Porque lo manda el destino. Siento muchísimo dejarte así, pero siempre te tendré respeto y afecto. Siempre pensaré en ti con amor…».

—¡Tampoco exageres! —exclamó Peter.

—Bueno, vale. A ver… «Siempre te consideraré un amigo. Siento que lo nuestro no haya salido bien… —Casi sentía un nudo en la garganta—. Ya sé que te he hecho daño —añadí tragando saliva—. Pero siempre te estaré agradecida por el tiempo que hemos pasado juntos. Y siempre estaré orgullosa de haber salido contigo».

—¡Genial, Faith! —aplaudió Peter.

—Sí, no ha estado nada mal, ¿eh? ¿Y tú?

—Yo no tendré ocasión de hacer un discurso como el tuyo. Andie me tirará los platos a la cabeza antes de que termine de decirle que tengo que hablar con ella. Pero lo superará. No estará sola mucho tiempo. —Entonces Peter se levantó—. Perdona un momento, cariño. Tengo que ir al servicio.

En cuanto Peter se marchó me di cuenta de que en una mesa había un hombre que me sonaba mucho, aunque no sabía de qué. Estaba solo, leyendo el periódico. Le conocía, eso seguro, pero no situaba su cara, y el vino no me dejaba pensar con claridad. ¿Quién era? Era alguien a la vez memorable y anodino.

—¡Claro! —exclamé—. ¡Ya sé quién es!

Era el detective privado, Ian Sharp. Intenté llamar su atención y casi le saludé con la mano, pero en el último momento me contuve. Al fin y al cabo, me dije, podía estar trabajando.

—Cariño, ¿conoces a ese tipo? —me preguntó Peter cuando volvió a la mesa.

—¿Cómo dices?

—Que si conoces al tipo ése de allí. No dejas de mirarle.

—No, no, qué va. No sé quién puede ser —mentí.

¿Cómo podía confesarle a Peter lo que había hecho? Él me miró un poco incrédulo, pero entonces llegó el camarero con los primeros platos y nos olvidamos del tema. Yo había pedido de nuevo cordero, igual que la última vez, y Peter, lenguado. Ahora se oía de fondo la canción Ahora veo con claridad.

«Ahora veo con claridad, ha dejado de llover», cantaba Johnny Nash.

—Me encanta esta canción —comentó Peter—. Parece que la hayan escrito para nosotros.

«Veo todos los obstáculos en mi camino…».

—A ver, planes. ¿Por qué no nos mudamos de casa? —dijo Peter—. Ahora nos lo podemos permitir.

«Han desaparecido los nubarrones que me cegaban…».

—Y así podríamos empezar de nuevo.

«Va a ser un día claro y soleado».

—Podríamos coger una casa junto al río.

«Sé que saldré adelante, ahora que ha desaparecido el dolor…».

—Con cuatro habitaciones en vez de tres.

«Y ya no hay malos sentimientos…».

—Porque igual podríamos aumentar la familia —sonrió Peter.

—Mmm.

—Me encantaría tener otro hijo, Faith. ¿A ti no?

«Ha salido el arco iris que pedía en mis oraciones…».

«Va a ser un día claro y soleado…».

Vi de reojo que Ian Sharp se movía en su silla, como mascullando entre dientes. Y entonces dos cosas pasaron a la vez: la puerta se abrió de golpe a mis espaldas y Peter asumió una expresión de horror.

—¡Dios mío! —murmuró.

«Va a ser un día claro y soleado…».

—¡Peter! —Era Andie—. ¿Te importa que me siente, cariño? —dijo con una sonrisa—. Qué, una cenita íntima, ¿eh?, un tête â tête, ¿no?

—Mira, Andie —comenzó Peter, meneando la cabeza—, creo que deberías marcharte.

—Pero es que no quiero marcharme. Quiero hablar contigo.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Me lo ha dicho un amigo.

Me volví hacia Ian Sharp, pero ya no estaba. ¡Claro! Me sentí curiosamente traicionada.

—Escucha, guapa —me dijo Andie, cogiendo un trozo de pan—, no quiero aguarte la fiesta, pero es que llevas todas las de perder.

—No lo creo —contesté.

—Así que teniendo una sórdida aventura con mi novio, ¿eh? Eso no está bien. —La miré en silencio—. ¿Qué, os lo pasasteis bien en Cotswolds? Os hice seguir.

—Andie, ya hablaremos en otro momento —dijo Peter, irritado.

—El hotel Painswick tiene una pinta estupenda, Peter. Tendrás que llevarme alguna vez.

—Andie, tengo que decirte una cosa. Te lo iba a decir mañana, pero más vale que lo sepas ahora.

—Dime, cariño.

—Vuelvo con Faith, si ella me quiere.

—Pues claro que te quiero —dije yo.

—Lo nuestro se acabó, Andie. Siento mucho hacerte daño, pero es la verdad.

—Huy, qué va, de eso nada —susurró ella, con aire a la vez arrogante y amenazador.

—Lo siento, Andie, pero es así.

—No, me parece que lo nuestro no se ha acabado, cariño, porque… estoy embarazada.