Esa mañana dejé a Jos dormido en mi cama y fui a misa de las ocho. Tenía ganas de reflexionar sobre los últimos eventos y el concepto de culpa y penitencia.
—Antes de celebrar la santa misa —dijo el sacerdote—, vamos a reconocer nuestros pecados.
Pero yo no me puse a reconocer mis pecados, sino los de mi madre. Habíamos tenido una agria discusión por teléfono.
—Era solo una diversión —aseguró ella.
—¡Una diversión!
—Bueno, a Matt le encantan estas cosas. Era nuestro secreto.
—Desde luego, porque a papá le habría parecido muy mal si se hubiera enterado, y ya sabes lo que yo pienso de la bolsa. Es como ir al casino.
—Cariño, la bolsa no tiene nada de malo —replicó mi madre tranquilamente—, mientras uno sepa lo que hace.
—Pues es evidente que Matt no lo sabía. Pero claro, cómo lo iba a saber, si solo tiene doce años. No me puedo creer que hayas estado explotando a tu propio nieto por dinero.
—No lo he hecho por dinero, Faith —se apresuró a señalar ella—. No tenía ni idea de que habíamos ganado tanto. Yo pensé que sería bueno para Matt.
—¿Ah, sí?
—Sí, que ampliaría su educación. Mira, para jugar bien en la bolsa hay que estar al tanto de los asuntos mundiales. Ahora Matt está enteradísimo de la política boliviana —añadió con entusiasmo—, y de las cosechas de soja en Estados Unidos.
—Ya, pero no sabe nada útil. Se ha retrasado mucho en latín y griego, y ha suspendido francés e historia. Estoy muy enfadada, mamá.
—Lo siento, Faith, de verdad. Pero se me ha ocurrido una solución para compensaros.
De modo que mis padres se llevaron a los niños a pasar un mes a Francia. Alquilaron una pequeña gîte cerca de Burdeos para que Matt mejorara su francés, y mi madre le va a ayudar a recuperar las asignaturas atrasadas. «Es una buena penitencia para ella —pensé mientras rezábamos en misa—, mucho más divertido que recitar avemarías y padrenuestros». Los niños estaban encantados de la vida, y yo también, sobre todo porque así tendría ocasión de pasar más tiempo con Jos. Es verdad que cuando me enteré de lo del ordenador me puse hecha una furia. No me gustó nada que me mintiera. Pero cuando por fin comprendí por qué lo había hecho, me sentí muy agradecida.
—Verás —me confesó el día después de la entrega de premios—, es que me he encariñado mucho con Matt. Es un chico estupendo, bueno, los dos lo son, y no podía soportar verle tan alicaído. Por supuesto, yo no sabía de dónde había sacado el ordenador, pero al verle arrinconado se me ocurrió echarle una mano.
—Y Matt no quiso contradecirte, claro, en vista de que le habías sacado del atolladero.
Jos asintió.
—¡Ay, cariño! —exclamé, echándole los brazos al cuello—. ¡Mira que dar la cara por Matt! Fue un detalle maravilloso.
Así que es verdad que Jos me mintió, pero por una buena razón. Aunque tengo que decir que Katie tiene una versión más escéptica de las cosas. Ella sostiene que Jos dio la cara por Matt para que yo me sintiera en deuda con él, emocionalmente. Yo digo que es una teoría ridícula, porque Jos no podía saber que yo me enteraría de la verdad.
—Mira, mamá, Jos sabía que pasara lo que pasara no podía perder. O bien quedaba estupendamente por haber regalado el ordenador, o quedaba como el amigo noble y devoto que cubre los «pecadillos» del hijo de su novia.
—Debe de sentirse muy inseguro —añadió como si nada— cuando está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de caer bien.
—Eso que dices está muy mal —repliqué enfadada—, sobre todo cuando sabes que por tu cumpleaños te regaló un libro carísimo y un pastel enorme. No tenía por qué haberlo hecho, ¿no? —Lo cual me da la razón, mamá.
El escepticismo de Katie me resulta de lo más deprimente, sobre todo siendo ella tan joven. Pero ahora, sentada en la iglesia, noté que se mitigaba la tensión de los últimos días. El sol entraba por las vidrieras de colores rojo, dorado y azul como fragmentos de un arco iris.
—El Señor esté con vosotros —dijo el sacerdote, abriendo los brazos.
—Y con tu espíritu.
—Podéis ir en paz.
Y la verdad es que me fui en paz, porque por una vez todo iba bien. Peter se comportaba conmigo de forma razonable, y parecía que habíamos establecido una relación más civilizada. Tal vez llegáramos a ser amigos, pensé con optimismo, como Mick Jagger y Jerry Hall. Al mismo tiempo mi madre intentaba expiar su mal comportamiento llevándose a los niños a un viaje estupendo. Y yo salía en serio con un hombre de gran talento, bueno y generoso. Al entrar en mi calle eché un vistazo al reloj. Eran solo las nueve menos diez. Jos estaría todavía en la cama, pensé. Tenía tiempo de preparar el desayuno. Luego íbamos a ver un partido de polo en Windsor. Lily nos había invitado al Cartier, donde yo no había estado nunca. «Sí, todo va de maravilla», me dije alegremente mientras abría la puerta. De pronto me sorprendió oír voces, bueno, más bien una voz a gritos. Subí por las escaleras y me encontré a Jos en el dormitorio, todavía en pijama. Estaba de espaldas a mí.
—¿Cuál es tu problema, Graham? —gritaba—. ¿Cuál es tu puñetero problema, eh? —Graham le miraba con desdén—. ¿Por qué no te caigo bien, dime? —insistió Jos, con los brazos en jarras—. A todo el mundo le caigo bien, pero a ti no. Y no sé por qué, chucho de mierda, porque yo me porto bien contigo. —Graham seguía mirándolo con frío desprecio, lo cual no hizo sino enfurecer más a Jos—. ¡Tú tienes problemas muy serios! —añadió, moviendo la cabeza y blandiendo el dedo—. Necesitas ayuda, chucho, y tú lo sabes. ¿Me oyes, Graham? Eres patético. ¡Patético! Y necesitas ayuda. Necesitas ayuda, y mucha. ¡Porque tienes problemas psicológicos graves! ¡Gravísimos!
—Jos —tercié con voz queda. Él se volvió bruscamente con cara de pasmo—. Jos —repetí, mientras Graham se me echaba encima para saludarme—. Preferiría que no le gritaras al perro.
—¡Pues yo preferiría que el perro no me mordiera!
Nunca le había visto tan enfadado. Tenía hinchadas las venas de las sienes y parecía a punto de echarse a llorar. Se señaló temblando el tobillo izquierdo, mirando a Graham con expresión acusadora.
—Yo no veo nada —dije.
—Porque no miras bien —me espetó.
Me agaché para inspeccionarle el pie. Sí, justo debajo del hueso del tobillo se veía un arañazo en la piel.
—Vaya por Dios —murmuré—. Lo siento muchísimo.
—Yo sí que lo siento, Faith. Me pone negro que a pesar de que el perro me conoce desde hace dos meses, siga tratándome como si fuera un puñetero ladrón. Lo único que estaba haciendo era levantarme de la cama, y se me echó encima.
—Igual pensaba que le ibas a dar una patada.
—¡La próxima vez sí le voy a dar una patada!
—Vale, vale, lo siento. Pero solo tienes un arañazo. ¿Quieres que te ponga una tirita?
Jos asintió con la cabeza, apretando los labios.
—¡Este perro es un peligro! —gritó, mientras yo rebuscaba en el botiquín—. Podría morder a cualquiera.
—Pero si nunca ha mordido a nadie. —Y estuve a punto de señalar que Jos era la única persona con la que Graham se había portado así, pero conseguí detenerme a tiempo.
—Podría morder a cualquiera en la calle —prosiguió Jos indignado cuando volví con las tiritas—. ¡Podría morder a un niño! Solo hay una solución —añadió furioso, mientras yo le ponía la tirita en la herida—. Creo que deberías operarlo.
—¿Qué?
—Operarlo.
—¿Operarlo? —repetí. No entendía nada.
—Castrarlo. Sería lo mejor.
—¿Cómo, una vasectomía? —dije. Me sentía fatal.
—No; castrarlo. ¡Cortarle los huevos!
—¡Ni hablar! —exclamé horrorizada—. No pienso dejar que mutilen a mi perro.
—Puede que no tengas más remedio, Faith. Sería lo mejor. Si de verdad le quieres, tendrías que operarlo, para quitarle esa agresividad. —«Pero si Graham no tiene nada de agresivo», pensé—. No lo digo por mí —prosiguió Jos, en voz más baja—. Estoy pensando en ti. Porque si Graham muerde a alguien, y ese alguien te denuncia, puede que salga en los periódicos.
Me llevé la mano a la boca.
—Sí, Faith. —Jos chasqueó la lengua—. Eso sería muy mala publicidad.
¿Publicidad?
—¡A mí qué me importa la publicidad! —grité—. No quiero que maten a Graham.
—Pues es lo que harán, Faith. Me temo que es lo que hacen con los perros peligrosos.
Me imaginé a Graham atado a un poste de ejecución, con los ojos vendados. Me lo imaginé en una celda, en el corredor de la muerte, esperando la silla eléctrica. Me imaginé una mano desconocida junto a él, con una jeringuilla. Y ya no pude imaginarme nada más. Se me habían llenado los ojos de lágrimas.
—No quiero que lo maten —sollocé—. Es mi perro. Es mío y yo lo quiero. Te quiero, Graham —gemí, mientras él me lamía la cara—. ¡No quiero que te mueras nunca!
—Cariño, no quería disgustarte tanto. Pero el hecho es que, por muy encantador que a ti te parezca, Graham es lo que se llama un perro de temperamento imprevisible. Es salvaje —añadió—. Tienes que proteger a la gente de él.
Me enjugué los ojos con la colcha.
—Tú sabes, Faith, que hay una ley contra los perros peligrosos, ¿no?
Dios mío, era verdad. Igual Jos tenía razón. Yo lo único que sabía es que un día que había empezado tan bien se había estropeado por completo.
—De verdad, Faith. —Se sentó a mi lado en la cama y me rodeó con el brazo—. Yo creo que es lo mejor. Además, el perro se quedará más tranquilo después de la operación. Dejará de perseguir a las perras.
—Pero Graham nunca ha perseguido a nadie. No le interesan las perras.
—Igual es homosexual —dijo Jos con desdén.
—No lo es.
—Mira, ya hablaremos de esto en otro momento. —Se encaminó hacia el baño—. Ahora tenemos que irnos.
Mientras él se duchaba yo me cambié para ir al partido de polo. Estaba deprimida. Al cabo de un momento sonó el timbre y Graham se lanzó ladrando contra la puerta. Era Sarah, que había venido a cuidar de él.
—No sabes cómo te lo agradezco —le dije.
—Es lo menos que puedo hacer, para compensar lo que ha hecho Peter. ¡Es intolerable! Mi pobre Faith. —Sarah abrazó a Graham y le dio un beso.
—Eres muy amable al ponerte de mi lado —comenté, mientras le preparaba un café—. No es propio de una suegra.
Pero yo sabía por qué, claro. Era porque su marido, John, había hecho algo parecido. Hacía veinte años, cuando Sarah tenía treinta y cinco, John la había abandonado para marcharse con una norteamericana. La historia se repetía en la familia, como Katie suele señalar.
—De tal palo tal astilla —suspiró Sarah—. ¡Maybelline! —exclamó con desdén—. ¡Menudo nombre! Además, ¿qué vida es ésa para él? ¡En Florida, jugando al golf todo el día! —Meneó la cabeza—. Yo me niego a conocerla, ¿sabes?
—¿A quién, a Maybelline?
—No, mujer, a Andie.
—Ah. No sé, igual deberías. Probablemente te hará un regalo carísimo.
—Me avergüenza pensar en el dolor que Peter ha causado —dijo Sarah con otro suspiro.
—Sí. Me ha dolido mucho, pero ahora lo estoy superando. Ya no tengo tanta rabia, sobre todo desde que conocí a Jos.
Entonces pensé que era una pena que Sarah no hubiera encontrado a nadie. Lily tenía razón, la vida es muy dura para las divorciadas. Pero yo había conocido a Jos y pensaba quedarme con él y dar las gracias. Porque a pesar de nuestras pequeñas… bueno, tensiones, sigo pensando que Jos es bueno para mí. En ese momento apareció en la cocina, con unos pantalones de sport y una chaqueta. Estaba para comérselo. Ya se había tranquilizado y venía de lo más compuesto.
—Buenos días, señora Smith —saludó, tendiendo la mano—. Me alegro mucho de conocerla. He oído hablar bastante de usted.
Sarah le sonrió encantada. Jos acababa de hacer otra conquista.
—Me agradaría pasarme por su librería un día de éstos. Me han dicho que es maravillosa.
—Bueno —contestó ella, un poco aturullada por tanta atención—. Me encantaría que te pasaras.
—Muchas gracias por cuidar de Graham —prosiguió Jos—. Es un perro encantador y no queremos que se quede solo en casa.
—Nada, nada, vosotros divertíos. Yo me voy a sentar en el jardín a leer.
—Cuidado con el sol —advirtió Jos, todo galante—. Creo que hoy va a hacer mucho calor otra vez.
—¡Eso debería decirlo yo! —Reí.
Cuando ya nos dirigíamos hacia el sur en el descapotable, pregunté:
—¿Cómo tienes el tobillo?
—Bien, bien —contestó él de mala gana—. Siento que nos hayamos peleado, Faith. Vamos a olvidarnos del tema y a disfrutar del día, ¿quieres?
Eso no iba a ser difícil, pensé media hora más tarde, mientras atravesábamos Windsor Great Park. A pesar del calor, el ambiente era de lo más refrescante. Se veían mujeres de aspecto muy elegante con vestidos finos y zapatos buenos. Los hombres iban todos con pantalones blancos y chaquetas oscuras. Algunos llevaban sombreros panamá. Todo el mundo llevaba gafas de sol de diseño y todos los coches eran relucientes descapotables. El evento era una oportunidad para lucirse.
Jos y yo nos pusimos en las solapas las tarjetas de entrada y fuimos en busca de la tienda de Lily. Era la carpa de Madison, los editores del Moi! En los puestos se vendían sillas de montar, gorros de equitación y pañuelos de Hermés. Se veían caballos con los espolones cuidadosamente vendados y las colas trenzadas. El pendón de la carpa blanca del Moi! colgaba inmóvil bajo el calor.
—¡Faith, cariño! ¡Jos! —exclamó Lily, abrazándonos a los dos a la vez. Se había puesto perfume Egoïste, un frasco entero, seguro—. Qué alegría veros —chilló—. Estás guapísima.
—Tú también —contesté.
Era verdad. Llevaba un vestido de tirantes color café que destacaba el tono canela de su piel. Dos relucientes amuletos de bronce adornaban sus brazos. Sus sandalias doradas dejaban ver la perfecta manicura de las uñas de los pies. Iba elegantísima, y me enorgullecí al pensar que aquella mujer despampanante era mi mejor amiga.
—¡Menuda carpa! —exclamé.
Estaba forrada con una tela de rayas amarillas. El suelo era de parqué y hasta las ventanas tenían una especie de doble cristal.
—Es lo que se conoce como Viagra —rió ella—. ¡Una erección semipermanente! Anda, id por una copa.
Los invitados de Lily iban tan acicalados como los caballos que habíamos visto fuera. Las mujeres con piernas de purasangre y relucientes melenas, los hombres con caras equinas y de buena raza. Había sangre azul a montones, pensé mientras daba una vuelta con Jos.
—… sí, estuvimos en Cowdray.
—… fuimos a ver a Jemima en Lahore.
—… un pequeño refugio en Escocia.
—… muy amigos del príncipe Guillermo.
—… bishopsgate es una buena inversión.
—… solo unas mil doscientas hectáreas. En las mesas, adornadas con flores, había números del Moi! dispuestos en abanico como las cartas de una baraja. Me puse a ojear la portada, mientras Jos iba por unas copas. «Ejercicio en casa: adelgazar limpiando», «Especial trajes de baño: la opción del tanga», «Golpes bajos: la verdad sobre la violencia femenina», «Moda: los diez mejores sujetadores».
—Hay montones de chicas —comentó Jos cuando volvió con dos copas de Pimm’s.
—¿Cómo?
—Hay muchas chicas aficionadas al polo.
—Ya —dije con una sonrisa suspicaz.
—Pero mi chica eres tú. —Jos me rodeó con el brazo.
De pronto se oyó un chasquido sordo y estalló un fogonazo de luz. Nos habían hecho una foto.
—No os importa, ¿verdad? —dijo el fotógrafo, sin dejar de disparar la cámara—. Lily me ha pedido que os haga unas fotos para la sección de sociedad «Veo veo».
—No te preocupes —contesté con una sonrisa.
Lily había dicho que me haría publicidad. Además, pensé, ¿por qué no me iban a fotografiar con Jos? Era mi novio, ¿no? Y desde luego no era ningún secreto que me estaba divorciando: ya había salido en el Hello! y el Daily Mail.
Fuera se oían por los altavoces los comentarios del partido de polo.
—Vamos a verlo —propuso Lily—. Os presento al director ejecutivo de Madison y editor del Moi!, Ronnie Keats.
Nos estrechamos la mano sonriendo. Era un hombre de aspecto agradable, de unos cincuenta años. Al salir nos quedamos junto a la cerca blanca del perímetro. A lo lejos la enorme muchedumbre aparecía tan festiva y colorida como una ducha de confeti. El olor de excremento de caballo se mezclaba con el de los perfumes y el humo de los puros. Como yo nunca había ido al polo, Jos y Lily me explicaron las reglas del juego.
—No son mazos, Faith, son tacos. Y no es una pelota, sino una bocha. El campo se llama cancha. Hay cuatro jugadores en cada equipo y el juego se divide en seis períodos de siete minutos llamados chukers. En la mitad del partido se cambian los caballos. ¿Entendido? Ahora estamos en el tercer chuker, ¿vale? Juegan Inglaterra contra Australia, en la semifinal para la Copa de la Coronación.
Los ocho caballos correteaban por la cancha arriba y abajo, en un torbellino de pezuñas. Los jugadores estaban casi de pie en las sillas, sujetando los tacos como si fueran lanzas. De hecho, con los cascos y las rejillas parecían caballeros.
—Allá va de nuevo —decía el comentarista. Un taco se alzó en el aire y envió la bocha hacia el arco contrario—. Un lanzamiento fantástico… por lo menos veinticinco metros… buena intervención de Gilmore… un estupendo giro de White. Recoge Hardi… Vamos, vamos, vamos… sí, sí, sí… ¡¡Gooooool!!
Se oyó un bocinazo y todos aplaudimos mientras los jugadores volvían al centro del terreno. Los caballos resoplaban con las orejas enhiestas y los cuellos y flancos relucientes. ¿Quién sudaba más, me pregunté, ellos o nosotros? Yo tenía la cara ardiendo y la frente húmeda, y un reguero de sudor me bajaba por la espalda. Mis gafas oscuras apenas podían mitigar el intenso resplandor del sol. Mientras se reanudaba el partido miré a lo lejos, hacia una hilera de magníficos robles, dos de los cuales habían sido alcanzados por un rayo. Sus ramas desnudas y rotas señalaban hacia el cielo como los dedos acusadores de un esqueleto. Miré hacia arriba y por primera vez en un mes vi largos cirros. Ah. Eso significaba que había más humedad en el aire y que el tiempo iba a cambiar.
—Un buen golpe de Gilmore —decía el comentarista—. Australia va en cabeza por nueve goles a siete. Quedan treinta segundos en el reloj… veinte… y…
De nuevo se oyó un bocinazo y entonces anunciaron por los altavoces: «Con esto llegamos al final de la primera parte. Damas y caballeros, pueden ustedes entrar».
Todo el mundo invadió la cancha como triunfantes forofos de fútbol, pisoteando los divots como danzarines tribales, riéndonos. Jos charlaba con Lily, de modo que yo me puse a hablar con Ronnie Keats.
—Conozco a tu marido profesionalmente —me contó—. Es que en Sudáfrica se distribuyen libros de Fenton & Friend. Peter es un gran tipo, y muy inteligente. Dicen que está haciendo un gran trabajo en Bishopsgate.
—Sí, así es.
—Sus ideas son muy acertadas.
—Es verdad —contesté. Aunque no en lo que se refiere a fidelidad, pensé sombría. En eso no ha sabido acertar para nada.
—Sí, en la industria del libro se le respeta mucho, ¿sabes?
—Sí, lo sé.
Pero de pronto me sentí incómoda hablando de Peter con un desconocido, de manera que cambié de tema.
—Debes de estar muy contento con el trabajo de Lily en el Moi!.
—Desde luego, estamos contentísimos. La tirada ha aumentado en un veinte por ciento en los diez meses que lleva con nosotros. Cuando la contratamos corrimos un gran riesgo, la verdad, pero lo está haciendo muy bien.
Me pareció muy extraño que me dijera eso, o más bien bastante indiscreto. Además, ¿qué quería decir? Igual había supuesto un riesgo porque Lily era la primera mujer negra que ostentaba el puesto. Pero en ese caso el comentario no había sido muy acertado, sobre todo teniendo en cuenta que yo era su mejor amiga. A lo mejor Keats había bebido demasiado, pensé mientras volvíamos a la carpa. Ahora, aunque el polo estaba muy bien, yo no me podía concentrar, así que me puse a hojear el Moi!. Habían publicado el especial Chienne, con una foto de Jennifer Aniston con un lazo de seda azul, dando su opinión sobre temas como: «Clases de obediencia para amos traviesos» y «Moda de perros: Nuevas líneas en la alta costura canina». También se publicaban sus puntos de vista sobre varios productos de belleza. Por supuesto era solo un truco, pensé con desdén, una perra no puede dar consejos, y menos una perra tan tonta como Jennifer. De todas formas decidí probar el baño de hierbas antipulga que recomendaba, porque he advertido que Graham se rasca bastante últimamente.
Me pasé el resto del partido leyendo la revista, y justo cuando iba a cerrarla encontré un cuestionario titulado: «¿Eres compatible con tu pareja?». A mí me encantan los cuestionarios. Es como los concursos: no me puedo resistir. Así que saqué un bolígrafo del bolso y me puse a leer. Había tres respuestas posibles: sí, no y no lo sé. «¿Te gusta tu pareja?», era la primera pregunta. Yo miré a Jos, que estaba atento al partido. El sol teñía casi de blanco su pelo rubio. Marqué el recuadro del sí. «¿Es tu compañero cariñoso?». Sí. «¿Escucha tus opiniones?». Sí. «Cuando hay alguna pelea, ¿os reconciliáis pronto?». Sí. «¿Tiene alguna costumbre que te moleste?». Pensé un momento y luego marqué el no. «¿Soléis reíros juntos?». «Sí», pensé. «¿Tu pareja siempre dice la verdad?». Ah, esa pregunta era un poco peliaguda. Aunque Jos solo me ha mentido por una buena razón, así que contesté sí. «¿Tu pareja cae bien a tus amigos y tu familia?». Desde luego. «¿Realiza tu pareja esfuerzos por complacerte?». «Continuamente», pensé. A estas alturas estaba casi eufórica. La cosa iba de maravilla. «¿Estás orgullosa de sus logros?». Muchísimo. Y por fin: «¿Alguna vez te inquieta algo de lo que tu pareja dice o hace?». Me quedé mirando la pregunta con creciente irritación.
«Vamos… vamos —decía el locutor—. No queda mucho tiempo en el reloj… ¡Vamos!».
¿Inquietarme? Me acordé de cuando le vi flirtear con Will y la explicación que me había dado. Pensé en la chica que se le había acercado en Glyndebourne y de cómo se había molestado él. Me pregunté de nuevo qué había querido decirme Sophie, y recordé que Jos siempre escucha los mensajes de su contestador con el volumen muy bajo. Me acordé de su arroz al curry «casero» y del ordenador de Matt. Y por fin pensé en lo que había pasado esa mañana, en cómo le había gritado a Graham. Jos debió de notar que le estaba mirando, porque de pronto se volvió con una de sus conmovedoras sonrisas. «¿Alguna vez te inquieta algo de lo que tu pareja dice o hace?». Yo sonreí a Jos y marqué la casilla del no para terminar el cuestionario. Si respondías afirmativamente a siete preguntas o más, eras muy compatible con la pareja. Si tenías diez síes, erais la pareja ideal. Y eso era lo que habíamos conseguido Jos y yo: ¡Diez puntos!
«¡Una puntuación increíble! —oí por los altavoces. Sí, pensé, así es—. Inglaterra, quince, Australia, catorce. Un partido de lo más emocionante. ¡Inglaterra se ha clasificado!».
Volvimos a la carpa a tomar el té. Yo estaba en la gloría. Jos y yo éramos la pareja perfecta. Es verdad que teníamos nuestras tensiones, pero era normal, ¿no? Cuando Peter y yo nos casamos éramos tan jóvenes que no teníamos aristas. Éramos flexibles como tallos de maíz. Crecimos juntos, acoplándonos a las formas del otro. Pero ahora, a mis treinta y cinco años, cualquier compañero tendría sus manías adquiridas. «Hay que ser tolerante —me dije—, no puedo esperar que mi pareja se adapte a mí. Tenemos que ser adultos».
En ese momento Lily estaba hablando de las llamadas telefónicas molestas.
—Es un rollo —decía—. A veces son chiflados o gente a la que he despedido, pero por lo general son exs.
—¿Cómo? —preguntó Jos.
—Antiguos novios —explicó ella—. Claro que no es difícil tratar con ellos.
—¿Ah, no? ¿Cómo lo haces?
—Bueno, sus llamadas se pueden filtrar.
—¿De verdad?
—Sí. Se llama bloqueo de llamadas. Marcas el 14 258, asterisco, asterisco y luego su número de teléfono. La próxima vez que te llaman una voz automática los manda al cuerno. Yo lo hago constantemente. Es genial.
—Desde luego lo parece.
—¿Tú también tienes problemas con tus exs? —preguntó Lily.
—Bueno… no, pero recibo un montón de llamadas de… de un tipo que intenta venderme un seguro. Me tiene harto. Ya sabes qué pesados llegan a ser. No se dan por vencidos.
—Pues la próxima vez que llame bloquéalo, y así no podrá localizarte más.
—Faith —dijo Jos—, estoy agotado del calor. ¿Te importa que volvamos a casa?
La verdad es que yo también estaba cansada. Mientras volvíamos al aparcamiento miré el cielo. Los cirros se habían alargado y comenzaban a curvarse como bumeranes, lo cual significaba que el anticiclón había encontrado un frente cálido y que comenzaría un período de bajas presiones. A medida que nos acercábamos a Londres el cielo se fue tiñendo de gris. Nada más llegar a casa miré el barómetro, que indicaba «cambios».
Al cabo de un rato Sarah se marchó. Jos fue a despedirse de mí con un beso, pero Graham se puso a gruñirle. Jos le miró con desdén.
—Tú estás pidiendo a gritos una operación —dijo.
A mí no me gustó nada. Era una nota un poco amarga para terminar el día. El cielo estaba totalmente gris, cubierto ahora de cumulonimbos. Se oían truenos lejanos. «Me siento inquieta», pensé. Nunca me había sentido así antes. Es verdad que a veces Peter me irritaba. Igual se dejaba abierta la tapa del retrete, se olvidaba de cerrar la pasta de dientes, se pasaba la noche roncando o me contaba cincuenta veces el mismo chiste. Pero nunca había tenido esa sensación de inquietud que a veces tengo con Jos. No, con Peter no había ninguna inquietud, por lo menos hasta principios de este año. «Entonces fue cuando todo cambió —pensé con amargura—. Entonces comenzaron a torcerse las cosas». De pronto tuve muchísimas ganas de hablar con él, así que le llamé.
—Peter —me apresuré a decir. Al fin y al cabo seguía siendo mi marido—. Peter…
—Ah, hola, Faith. Qué alegría oír tu voz. Yo…
—¿Sí?
—Yo… —Y se echó a reír. Yo me reí también.
—Tú primero.
—Bueno, es que justamente iba a llamarte —me dijo.
—¿Ah, sí? —Qué bien. Eché un vistazo por la ventana. Un rayo acababa de hendir el cielo negro.
—Sí. Escucha —prosiguió con cierta timidez, me pareció a mí—. Quería hablar contigo.
—¿Sí? —Se me aceleró el corazón. Ahora caían goterones de lluvia del tamaño de balas.
—Es que quería decirte…
—Dime. —Apenas le oía ahora, con el estruendo de la lluvia.
—No, quería que supieras que me voy fuera unos días.
—Vaya, ¿un viaje de trabajo? —pregunté, justo cuando resonaba un trueno.
—No, no. —Por su tono de voz parecía estarme pidiendo disculpas—. Me voy de vacaciones.
—¡Qué bien! —exclamé, sintiendo una punzada en el corazón—. ¿Y adónde vas?
—A Norfolk…
—Estupendo. —El jardín comenzaba a nublarse—. Hay unas playas preciosas…
—No, quiero decir a Norfolk en Virginia. —Una lágrima me cayó en la mano—. Voy a conocer a los padres de Andie.