Julio

Altibajos. El tiempo consiste en altibajos. De momento estamos en buena época. Suben las temperaturas y el cielo está azul, sin un asomo de nubes. Los atardeceres se tiñen de escarlata, el barómetro indica buen tiempo. La mujercita ha salido de mi casita del tiempo y el alga de mi mesa está seca. En resumen, hace calor. Todas las indicaciones, técnicas y naturales, señalan hacia un simple hecho: hace calor. Mucho calor. Y cada día hace más calor.

—¡Uf! —exclamó Jos. Estaba metido en mi bañera, en pantalón corto y camiseta, haciendo marcas con un rotulador en las paredes. Se detuvo y se enjugó la frente—. Hace calor, ¿eh?

—Mmmm —murmuré distraída—. Sí.

Jos movía el brazo como un metrónomo, bosquejando las ramas de una palmera. Después realizó unos diestros trazos y apareció una playa y, al fondo, una concha.

—¿Dónde es eso? —pregunté.

—Misterio —contestó él, dándose unos golpecitos en la nariz.

—Anda, dímelo.

—Muy bien, es Parrot Cay, en las islas Turks y Caicos. Mi sitio favorito en el mundo. Y cuando termine este mural, vamos a ir juntos.

—¿Y eso cuándo será? —sonreí.

—Para Navidad, más o menos. ¡Uf, qué calor! —suspiró de nuevo, mientras dibujaba un pájaro en el cielo—. Supongo que esto es lo que se llama un frente cálido.

—No. Es un anticiclón.

—¿Un qué?

—Un área de altas presiones. Los anticiclones provocan un clima seco, a diferencia de las bajas presiones, que traen viento y lluvia. Los anticiclones son estables —expliqué—. Pueden estar sin moverse varios días.

—Lo cual significa que esto va a durar.

—Sí. De hecho se está formando una ola de calor, de modo que me esperan boletines meteorológicos bastante aburridos: «Buenos días a todos. Hoy va a ser otro día de sol, de modo que pónganse los sombreros, dejen al perro en casa y utilicen cremas protectoras». El buen tiempo es un rollo —comenté de mala gana—, porque no hay mucho que decir.

—Pues a mí ya me va bien —proclamó Jos, saliendo de la bañera—. Cuanto más calor, mejor. ¡Mira qué cielo! Es como un Hockney o un Yves Klein. ¿Por qué no vamos a la playa? —propuso, echando un vistazo a su trabajo—. Podríamos llevar a los niños.

—Y a Graham.

—Sí —suspiró él—. Pero solo si se porta bien conmigo.

—¿Has oído eso, cariño? —dije a Graham, que estaba tumbado junto a la puerta—. Si te portas bien con Jos y prometes no morderle, te llevará a pasar el día a la playa.

Graham alzó una ceja con expresión escéptica y cerró los ojos con un suspiro.

—¿Por qué no vamos el próximo fin de semana? —preguntó Jos—. Podríamos ir a Hastings o a Rye.

—¿El día 15? Es el día de la entrega de premios en el colegio. Tengo que ir a Kent.

—¿Quieres que vaya contigo? Para darte apoyo moral.

—Yo… bueno… —Me quedé un poco sorprendida—. Eres muy amable, Jos, pero creo que será mejor que lo hable primero con Peter.

De modo que esa tarde le llamé. Mientras marcaba me di cuenta de que nunca le había llamado a su casa, e intenté imaginarme cómo sería. Los niños habían tenido el tacto de no hablar del tema, y yo no había querido preguntar. ¿Sería un piso espartano, o decorado con gusto? ¿Tendría un montón de electrodomésticos modernos en la cocina? ¿Cómo serían sus vecinos?

—¿Diga? —se oyó la voz de Andie, con su acento norteamericano. Noté una punzada de dolor—. ¿Diga? ¿Quién es?

La cara me ardía.

—La mujer de Peter —le espeté—. ¿Puedo hablar con mi marido, por favor? —Nada más decirlo me puse furiosa conmigo misma, por haber pedido permiso para hablar con Peter.

—Cariño —llamó ella, con su voz ronca—, es para ti.

El corazón me latía tan fuerte que pensé que Peter lo oiría al otro lado de la línea. Una cosa era saber que estaba liado con Andie, y otra muy distinta oír su voz. Qué tontería haberle llamado a casa, sabiendo que existía la posibilidad de que estuviera ella.

—¡Faith! —exclamó Peter. Su tono cariñoso me cogió totalmente por sorpresa—. ¿Cómo estás?

—Bien.

—Pareces algo enfadada.

—No, no, en absoluto.

—¿Me llamas para charlar un rato?

—No. Te llamo para preguntar si vas a ir al colegio para la entrega de premios. Es el 15.

—Pues claro que sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque habrá que ponerse de acuerdo. Y además —añadí con cautela—, estaba pensando en llevar a Jos.

—¿Jos? ¿Tu amante?

—Mi compañero —le corregí con gélida altivez.

—¿Tu compañero? Vaya, qué moderna. Así que piensas traerle, ¿eh? La verdad es que no sé cómo me va a sentar. No es que me apetezca mucho hacer de carabina todo el día. ¡Ya sé! —exclamó encantado, como si se le acabara de ocurrir—. Tú te traes a Jos y yo a Andie, ¿qué te parece? Podemos ir los cuatro juntos como seres civilizados. Qué divertido, ¿no?

—Muy bien, Peter, he cambiado de opinión. Aunque de momento esté muy bien con Jos, no estoy preparada para verla a ella.

—De acuerdo —suspiró él con aire dramático—. Entonces tendremos que ir tú y yo juntos. Puedes coger el tren y nos encontramos allí, o si quieres te vienes en el coche. Tú decides.

De modo que el sábado por la mañana fui a casa de Peter, en Ponsonby Place. Era una casa blanca, con un jardincito delantero en una calle bastante desolada, sin árboles ni nada, cerca de la galería Tate. Tenía un aspecto bastante elegante y estéril, comparada con nuestra acogedora Elliot Road. Nada más llamar al timbre oí unos pasos y Peter abrió la puerta. Me aterrorizaba la idea de ver a Andie detrás de él, con aire posesivo, pero por suerte no había señales de ella. Se produjo un momento un poco violento. Nos saludamos sin saber muy bien qué decir. ¿Qué dictan las normas de la buena conducta cuando se está en medio de un divorcio? ¿Un beso en la mejilla, un apretón de manos, una sonrisa diplomática? Optamos por dar un beso al aire, que pareció una cosa forzada y poco natural. Éramos como actores representando una obra que no habíamos ensayado. Peter llevaba un traje de lino claro que yo no le había visto, y otra corbata cara, de seda. Su estilo elegante había cambiado desde nuestra separación. Peter nunca vestía así cuando estábamos casados.

—Estás muy elegante —comentó él, mirando mi vestido de lino de Miu Miu—. Antes no vestías así.

—Gracias —contesté insegura, sin saber si era un cumplido o no. Volvimos a sonreír con torpeza.

—¿No quieres pasar? —me preguntó.

—¿Cómo?

—Que si no quieres ver el piso. —Ah.

—Sí —dije—. ¿Por qué no? —Pero me arrepentí de inmediato, porque sabía que encontraría señales de Andie. Sería horrible abrir la puerta del baño y encontrarme con las cremas de Andie en el estante, o asomarme al dormitorio y ver su lencería provocativa en la cama—. En-en realidad… —tartamudeé—. Mejor en otro momento.

—Bueno. —Peter pareció un poco decepcionado—. Como quieras. ¡Muy bien! —exclamó dando una palmada con fingida alegría—. Entonces vámonos. El coche es aquel Rover azul.

—¿Te lo han dado con el trabajo?

—Sí. Podía haber pedido un Mercedes o un Beemer —explicó—, pero he preferido cumplir con mi deber patriótico.

Solo eran las diez y media, pero el sol brillaba en un cielo azul. Al atravesar el río advertí la nube de polución que envolvía la ciudad como un sudario.

—Qué divertido, ¿eh, Faith? Y quiero que sepas que no tengo ninguna intención de pedirte que pongas dinero para gasolina.

—Muchas gracias —contesté muy seca.

—Corre de mi cuenta, es gratis, invito yo.

—Muy amable.

—Esto es una risa, ¿eh?

Le miré de reojo y me di cuenta de que era la primera vez que estábamos a solas desde que se marchó de casa. Su extraña actitud frívola me sacaba un poco de quicio. Parecía contento, demasiado contento. Sin duda, pensé suspicaz, porque se lo estaba pasando de miedo con Andie.

—Qué divertido, ¿no? —repitió de nuevo, tamborileando con los dedos en el volante—. Como en los viejos tiempos.

—En realidad no —repliqué mientras me ponía las gafas de sol—. Los viejos tiempos han quedado atrás.

—Sí —suspiró él—. Sí, supongo que sí. Dime, ¿cómo va lo del divorcio? —preguntó tranquilamente—. ¿Me vas a reclamar la casa o yo intentaré obtener la custodia de los niños? ¿Quién se va a quedar con los discos? ¿Nos vamos a pelear por Graham?

—La verdad es que no lo sé —contesté, negándome a responder a sus burlas—. Hace semanas que no hablo con el abogado.

—Yo he cumplido con mi parte, Faith. —En ese momento atravesábamos Catford—. He enviado los papeles del acuse de recibo, de modo que si hay algún retraso no será por mi culpa.

—Pareces muy contento con todo esto.

—Es humor negro. Es que estoy resignado. Si tú quieres el divorcio yo no puedo impedirlo. Pero ya sabes que no ha sido decisión mía.

—Tampoco fue decisión mía que tú te marcharas con tu cazadora de talentos —le espeté.

—Yo no me marché con ella. Eso no es justo, Faith. ¡Maldita sea! —Habíamos entrado en una rotonda—. ¿Dónde está la señal?

—No, pero te liaste con ella.

—Es verdad —admitió, dando la vuelta a la rotonda de nuevo—. Pero solo después de que tú me echaras de casa.

—Sí, pero yo no te habría echado si tú no hubieras tenido un lío con ella.

—Ya. Para ti es sencillo, ¿no? De lo más lógico. Uno más uno, dos.

—No, uno más uno, tres. Y en un matrimonio eso es un cincuenta por ciento de más.

—Vaya, tu aritmética es impresionante. Deberían haberte dado el premio de matemáticas a ti, y no a Matt. En cualquier caso, tú también te has buscado la vida con una rapidez increíble.

No respondí, porque era verdad.

—Los niños dicen que tu amigo, como se llame, don Glyndebourne, es un dechado de virtudes.

—Es verdad. Jos es considerado, generoso, amable. ¿Sabes qué? Le ha regalado a Matt un ordenador portátil. Un detalle, ¿no te parece? Y hoy se ha ofrecido para cuidar del perro.

—Vaya, qué amable.

—Pues sí. Sobre todo teniendo en cuenta que Graham ni siquiera le gusta.

Se produjo un silencio.

—¿Cómo que no le gusta Graham? —preguntó con voz queda.

—Mira, Peter, que nosotros estemos locos por él no significa que todo el mundo tenga que sentir lo mismo.

—Pero Graham no es un perro cualquiera, Faith. Es un perro muy especial.

—Sí, lo sé. Pero a Jos no se lo parece. Lo cual no es de extrañar, porque Graham tampoco está muy contento con él.

—¿Ah, no? Vaya, qué interesante. ¿Y por qué no?

—Pues no lo sé. De momento está un poco… raro. Katie cree que es por lo del divorcio.

—O tal vez porque sabe algo que tú ignoras —apuntó Peter. Nos habíamos detenido en un semáforo—. Yo siempre he dicho que ese perro es un genio, Faith. Desde el primer día que te siguió a casa. Así que a Graham no le gusta tu novio —repitió con una risita—. Vaya, vaya. ¿Y cómo se comporta?

—Bueno, es un poco violento, la verdad —comencé, algo tensa—. Si Jos intenta, en fin…

—¿Qué?

—Pues… darme un beso, entonces Graham trata de morderle.

—No me extraña. Probablemente yo haría lo mismo.

—Además, Graham ha lanzado una campaña psicológica en contra de él. Se niega a ser amistoso, y suele mostrarse frío y reservado. Pero hoy Jos ha tenido el detalle de dejar de lado sus sentimientos para echarme una mano.

—Muy considerado.

—Sí, así es.

—O igual está intentando demostrar que es un gran tipo.

—No tienes por qué ser tan cínico. Puede que sea un gran tipo.

—No te pongas así, Faith. Yo solo digo que ofrecerse para pasar varias horas encerrado con un perro que te tiene inquina, es pasarse un poco. Así que no puedo evitar preguntarme qué intenta demostrar.

—Jos no intenta demostrar nada —aseguré—. Además, no tiene por qué demostrar nada porque sabe lo que pienso de él.

—¡Mira qué bien! Qué suerte tiene.

—Oye, Peter, no tengo ganas de discutir. Además, hace demasiado calor. ¿Te parece bien que dejemos de hablar de nuestras parejas? Yo te prometo no hablar mal de… ella, si tú no criticas a Jos.

—De acuerdo. ¿Haya paz?

—Sí, haya paz.

Justo cuando estaba a punto de desviar la conversación al terreno menos peligroso del nuevo trabajo de Peter, él puso el intermitente y se metió en una gasolinera.

—Tengo que echar gasolina. Espera un momento.

Mientras él llenaba el depósito yo entré en la tienda a comprar agua, caramelos y un periódico. El Times se había agotado, así que opté por el Mail.

—¿Qué tal te va en Bishopsgate? —pregunté, una vez en marcha.

—Estupendamente. —Peter miró por el retrovisor y adelantó a un coche—. Es mucho más comercial, claro. Todo son libros de autoayuda y libros ilustrados de gran formato. Nada de ficción, lo cual echo mucho de menos. Pero por otra parte me he librado de Oliver, tengo más responsabilidad y más dinero.

—No te preocupes, que Rory Cheetham-Stabb te va a quitar una buena parte.

—Sin duda. Y la casa. En la riqueza y en la pobreza —añadió—. Claro, que eso lo prometí en el matrimonio, no en el divorcio.

Entonces me invadió una oleada de tristeza y se me hizo un nudo en la garganta. Miré la larga carretera negra que se extendía a lo lejos y pensé que Peter y yo estamos en una carretera igual, que nos lleva inexorablemente al divorcio. «Hay muy pocas salidas y ninguna posibilidad de dar media vuelta, porque en medio hay una gran barrera divisoria», pensé con amargura. La barrera de la infidelidad de Peter, que yo nunca podría superar. Y ahora nos dirigíamos los dos a ver a los niños, como si no pasara nada, cuando la verdad es que estábamos metidos en un proceso que nos separaría del todo en menos de seis meses. Era surreal, irreal. La calima se alzaba a lo lejos, como un fantasma. Yo suspiré dolida.

—Bien, estamos pasando Maidstone ahora mismo —comentó—. ¿Quieres buscar Nettlebury Green? Siempre me paso de largo la desviación. Faith, estate atenta a las señales, por favor. ¿Faith? ¿Me estás escuchando?

No, no le escuchaba. Estaba leyendo la página de sociedad del periódico. En la parte superior aparecía una fotografía de Rory Cheetham-Stabb, en una playa tropical, con una sonrisa turbia en la cara y una preciosa rubia entre los brazos. Vaya, por eso no había sabido nada de él últimamente: estaba de vacaciones en su casa de Mustique. Y de pronto me llevé una sorpresa. Un poco más abajo aparecía yo, en una foto más pequeña, con Peter. El titular rezaba: FAITH SMITH, LA CHICA DEL TIEMPO, EN TIEMPOS MÁS FELICES.

—Ah, ahí está la señal —comentó Peter, aminorando la velocidad—. Estás muy callada, Faith. ¿Faith?

No contesté. Estaba leyendo el artículo del periódico, con creciente indignación: «Faith Smith, de la AM-UK!, se divorcia de su esposo Peter. La atractiva chica del tiempo ha confesado a sus amigos que “está harta de los devaneos de su marido, todo un mujeriego”. La única cuestión ahora es qué pensarán los nuevos jefes de Peter Smith. ¿Y qué sucederá con su puesto en el Comité de Ética Familiar del gobierno? ¿Sería ético que lo conservara? Hay quien asegura que Smith tomará la decisión de dimitir, sin duda la opción más digna».

—¿Qué pasa, Faith? —preguntó Peter, mientras atravesábamos la verja del colegio—. ¿Qué es? —repitió.

—Mira. —Le tendí el periódico. Peter ya había aparcado. Echó un vistazo a la página y se le demudó el semblante—. ¿Quién coño es el responsable de esto? —protestó—. Yo no soy un mujeriego. ¡Te he sido fiel durante quince años! ¿Quién demonios está detrás de todo esto? —repitió furioso, saliendo del coche.

—No lo sé. —Yo saqué la chaqueta y el bolso del asiento trasero—. Pero tengo alguna idea…

—¿Ah, sí? ¿Quién?

—Yo creo que es Andie —dije con cautela, apoyada contra el coche.

—¿Andie? ¡Ni hablar!

—Yo creo que es ella. Tiene su lógica.

—Faith, ya sé que Andie no te cae bien, pero esto no tiene ningún sentido.

—Sí que lo tiene. Te puede sonar un poco retorcido, pero… —Tragué saliva. No me gustaba tener que decir aquello—. Andie quiere casarse contigo, ¿no es así? Vaya, supongamos que ése es su objetivo.

Peter miraba a lo lejos.

—Pues dime, ¿en qué le puede ayudar todo esto? —preguntó y apretó los labios.

—Rory Cheetham-Stabb cree que es una forma sutil de presionarte. Piensa, y yo estoy de acuerdo, que es ella quien ha ido con el cuento al Hello!.

—Pero ¿por qué? No lo entiendo.

—Porque si el divorcio te acarrea mala prensa y te causa dificultades con los de Bishopsgate, Andie, siendo cliente de ellos, puede asegurarles que tu vida personal no tardará en «normalizarse» de nuevo… con ella.

—Faith, ese tío no sabe lo que se dice. No sabe nada de los términos de mi contrato. Es evidente que no me van a despedir porque me esté divorciando. Si ésa fuera una condición en la empresa, la mitad del personal tendría que dimitir. Estos artículos del corazón no son más que especulaciones sin base ninguna. En todo caso, si me despidieran antes de que terminara el primer año, Andie tendría que devolver casi todos sus honorarios. Cheetham-Stabb se equivoca, Faith. El único propósito de este hatajo de mentiras es desacreditarme, hacerme daño. La cuestión es, ¿quién es el responsable? ¿Y por qué?

—No lo sé.

—¿Quién podría tenerme tanto rencor para salir con un golpe tan bajo y vengativo?

«Sí, ¿quién?», pensé. Y entonces se me ocurrió.

—Oliver. —Claro.

—¿Oliver? —repitió Peter—. ¡Venga ya! Es verdad que tiene malas intenciones y que me tenía inquina…

—Todavía te guarda rencor. —Entonces le expliqué los desagradables comentarios que le había oído en la presentación del libro, en junio.

—Mmm. Muy interesante. Así que todavía me guarda rencor.

—Pero no entiendo por qué, ahora que tiene lo que siempre ha querido, es decir, tu trabajo.

Peter no contestó. Tenía la mirada perdida de nuevo. Siempre le pasa cuando está pensando.

—¿Por qué querría Oliver hacerte daño —proseguí—, ahora que ya no eres ninguna amenaza para él?

—Sí, ¿por qué? —repitió él con voz queda—. ¿Por qué? Pero puede que tengas razón. Sí —añadió pensativo—, tal vez tengas razón. Lo voy a averiguar. Mmmm. Oliver… Una idea muy interesante. En fin —dijo de pronto—, vamos a por Katie y Matt.

Atravesamos el terreno que hacía las veces de aparcamiento, notando la hierba crujiente bajo los pies, y entramos con los demás padres por la verja del colegio. Sobre ella se leía la leyenda heráldica de Seaworth. Garde Ta Foy. Sí, yo había conservado la fe, pensé. Había tenido fe durante quince años. Pero ahora sabía que sería la última vez que Peter y yo entraríamos en el colegio como marido y mujer. El año que viene, para estas fechas, ya estaríamos divorciados. A pesar del calor que hacía me sacudió un escalofrío al pensar en lo deprisa que podían cambiar las cosas. Pero hice un esfuerzo por olvidarme del tema, porque acababa de ver a los niños. Matt parecía muy mayor, aunque tenía una expresión algo ansiosa. Seguramente estaba nervioso porque tenía que subir a recoger su premio. Katie estaba muy guapa con el vestido de lino verde que le habíamos comprado en Hobbs.

Nos llevaron a una enorme carpa en el jardín principal donde tomaríamos un aperitivo. Entre la multitud distinguí varios rostros conocidos: los Dobbs, con los que habíamos coincidido un par de veces; los Black, cuyos hijos estaban en la misma casa que los nuestros; los Thompson, a los que conocimos en la obra de teatro escolar el año pasado. Tenían un hijo de la misma edad que Matt, llamado Johnny, y otro chico de dieciséis años. Sonreí a los Dobbs y a su hijo James y me sorprendieron mucho sus caras serias.

—Peter —susurré, ya esperando en la cola—. No sé si son imaginaciones mías, pero los Dobbs parecen enfadados.

—Es curioso que lo digas. David Black también parece distante conmigo.

—No será por el artículo del Mail, ¿verdad? Peter se encogió de hombros.

—No veo por qué. Aquí mucha gente se ha divorciado.

Miré alrededor. Era verdad. Allí estaba Rod McShagg, un cantante de rock que ha estado casado tres veces. A un lado de la carpa vi a Sheryl Love, una actriz, acompañada de su cuarto marido. Y aquel otro tipo, un conocido productor de discos, cuya ajetreada vida privada se había ventilado en el Hello! ¿Por qué demonios nos iban a poner mala cara a Peter y a mí?

—Hola, señora Thompson —saludé a una mujer vestida con un traje lila pasado de moda—. Me alegro de verla.

Ella me sonrió con una expresión muy rara.

—Bueno, supongo que Matt estará muy satisfecho —contestó.

—¿Matt? —pregunté sorprendida.

—Sí, Matt.

—Ah. ¿Lo dice por lo del premio de matemáticas?

—No sé por qué se lo han dado —me espetó, dándose unos golpecitos en una permanente de aspecto muy rígido.

—Bueno… —Estaba tan perpleja que no hacía más que abrir y cerrar la boca como un pez—. Bueno, supongo que se lo han dado porque le va muy bien en matemáticas.

La señora Thompson me dedicó una sonrisa mordaz y se alejó. Me quedé temblando de puro pasmo. ¡Qué manera de hablarme! ¿Y por qué demonios había dicho eso? Pero entonces me di cuenta. ¡Claro! Estaba celosa porque su hijo, Johnny, no había recibido ningún premio. «¡Por Dios! —pensé—, ¿cómo se puede ser tan mezquino?». Si Matt es inteligente no es culpa suya. Desde luego no es culpa nuestra que su hijito Johnny sea un cretino. «¿Por qué tiene que ser tan competitiva la gente?», reflexioné enfadada.

Ahora los Ellis-Jones nos miraban también con expresión rara mientras comíamos un poco de quiche fría. Yo empezaba a sentirme muy molesta y estaba pasando un calor de espanto con la chaqueta. Pero estaba decidida, a pesar de todo, a seguir como si no pasara nada.

—Buenos días, señora Ellis-Jones —saludé—. Hola, Jack —le dije a su hijo de dieciséis años, un chaval cubierto de acné—. ¿Cómo estás?

—Bien… bien, teniendo en cuenta las circunstancias.

¿Qué demonios quería decir?

—¿Tienes planes para las vacaciones? —pregunté.

—No. Tenía planes —añadió sombrío—. Había ahorrado para viajar con interrail, con Tom North. Pero ahora no me lo puedo pagar.

—Vaya por Dios. Es una lástima.

No tenía ni idea de por qué me estaba contando todo aquello, pero no quise presionarle más.

—Katie —susurré—, tengo la impresión de que no somos muy bien recibidos.

—Mmmm. Estamos recibiendo malas vibraciones. Se nota una cierta hostilidad del grupo. Ya me imaginaba que podía pasar.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, mamá —comenzó pensativa, metiéndose una fresa en la boca—, creo que deberías saber una cosa.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

Pero no tuve tiempo de averiguarlo, porque en ese momento sonó un timbre y todos entramos en el edificio. Era el momento de los discursos. Todos los niños se sentaron en las primeras filas del salón de actos mientras los padres se acomodaban en la parte de atrás.

—Peter —susurré—, el ambiente está muy tenso.

—Sí, es verdad. Aquí pasa algo raro, eso seguro. O puede que solo sea el calor.

Mientras iban nombrando a los chicos que habían recibido algún premio, yo me abanicaba con la hoja del programa. Sentí una punzada de orgullo maternal al leer el nombre de Matt al final. Por fin el director subió a la tarima para pronunciar su discurso anual.

—Durante el pasado año… progreso… espíritu de comunidad… resultados de criquet… excelente… por desgracia… expulsiones… el ala de ciencias… caro… recorte… agradecido… presupuesto. Y ahora —anunció—, la entrega anual de premios, que han sido posibles gracias a la generosidad de nuestros benefactores, a quienes estamos muy agradecidos. Quiero dar las gracias en particular al señor Bill Gates por dotar el nuevo premio de matemáticas con un espléndido vale de diez libras para la adquisición de libros.

Todos aplaudimos. Luego el director carraspeó y anunció a los ganadores.

—El premio Ali G de gramática es para Caroline Day. —Una niña larguirucha de pelo moreno se acercó a recoger el vale para libros y volvió a su sitio entre una lluvia de aplausos—. El premio Emim de pintura es para Laetitia Banks. —Todos aplaudimos de nuevo con entusiasmo, mientras la pequeña Laetitia estrechaba la mano del director—. El premio Mark Thatcher de orientación es para Rajiv Patel. —Más aplausos mientras el chico atravesaba el escenario con aire arrogante y las manos en los bolsillos—. Britney Scott ha obtenido el premio Archer de arte dramático. El premio Al Fayed de política, éste es en metálico, es para Mary Ross. —A mí ya me dolían las manos de tanto aplaudir—. Barbara Jones tiene el premio Barbara Windsor de elocución. Y por último, Matthew Smith ha obtenido el premio Bill Gates de matemáticas.

Peter y yo aplaudimos con entusiasmo cuando Matt se levantó, pero fuimos los únicos. La sala se había quedado en silencio. ¡Qué groseros! Yo había aplaudido a los demás niños, ¿por qué no podían ahora aplaudir a mi hijo? Me ardía la cara de pura rabia. Pero por fin estallaron los aplausos. Simplemente habían tardado un poco en reaccionar. De pronto me di cuenta de que no era un aplauso de apreciación, sino más bien todo lo contrario: eran palmadas muy lentas. Matt estaba coloradísimo. Clap, clap, clap, se oía. Clap. Clap. Clap. Cada vez más fuertes y más rítmicas. Y entonces oí horrorizada que alguien le abucheaba. Mientras Matt estrechaba la mano del director se alzaron gritos de «¡Fuera! ¡Fuera!». El director, viendo que la situación se le iba de las manos, tuvo que llamar al orden.

—Debemos aplaudir a los galardonados con un espíritu de generosidad. Matt es un matemático muy dotado. Aunque a veces se equivoque —añadió.

—¡Desde luego que se equivoca! —gritó alguien desde la tercera fila.

—Es verdad que algunos cálculos de Matt no han sido muy precisos últimamente.

—¡No me digas!

—Pero estamos seguros de que su reciente racha de mala suerte es… pasajera.

—¡Ojalá! —gritó Johnny Thompson—. ¡A mí me ha hecho perder trescientas libras! ¿Qué?

—A mí, quinientas —protestó una niña delgada.

—A mí, seiscientas cincuenta —apuntó Jack Ellis-Jones—. Las había ahorrado para viajar por Europa.

—Bueno, creo que Matt tiene que trabajar un poco más en sus porcentajes —prosiguió el director—, pero estoy seguro de que lo solucionará en el próximo trimestre. Y todos estamos seguros de que ayudará a la administración a reunir los fondos para la nueva ala de ciencias.

—¿Qué demonios pasa aquí? —susurré.

—Ojalá lo supiera —contestó Peter.

—Con esto concluye la entrega de premios —dijo el director—. Felicidades a todos.

Matt bajó desconsolado del escenario. Peter y yo nos abrimos camino hasta las primeras filas. Matt estaba sentado con la cabeza gacha.

—Matt, ¿qué ocurre aquí?

—No es culpa mía —murmuró, jugueteando con su vale—. Ya les advertí que era un riesgo.

—¿Qué quieres decir? Matt guardó silencio.

—¿Katie? ¿Quieres explicarnos qué pasa? ¿Ha hecho Matt algo malo?

—No, en realidad no. Ha estado… especulando, nada más.

—¡En las carreras de caballos! —exclamé.

—No, claro que no. En la bolsa. Al principio ganó muchísimo dinero. Tuvo una buena racha. Lo hacía todo a través del ordenador.

—¿Has estado invirtiendo en bolsa? ¿Cómo? ¿Y con qué? Matt, ¿de dónde has sacado el dinero? Nosotros solo te damos ochenta libras al trimestre.

Matt suspiró.

—Vendí mis juegos de ordenador —contestó por fin—. Los anuncié en una página web y gané casi dos mil libras.

—¡Dos mil libras! —exclamó Peter.

—Yo creía que los habías regalado —señalé.

—No. Los vendí a veinte libras cada uno. Eso es barato, ¿sabes? La gente me hacía los pedidos por e-mail y luego me mandaba el dinero.

Ah. Por eso recibía tanta correspondencia.

—¿Y luego invertiste el dinero en acciones?

—Sí.

—Pero no tienes edad para eso —observó Peter—. No puedes apostar en bolsa antes de los dieciséis años. De hecho no tienes ni siquiera edad para abrir una cuenta en el banco. ¿Cómo lo has hecho? —Matt bajó la vista—. ¿Cómo? —insistió Peter—. ¿Y dónde has metido el dinero? Dínoslo, Matt. Te prometo que no nos enfadaremos.

—Bueno… —Matt nos miró suplicante, a punto de echarse a llorar—. Es que no lo puedo decir. Es un secreto.

—No quiero que tengas esa clase de secretos con nosotros —dije—. Tienes que decirnos la verdad.

—Es que no puedo, mamá.

—¿Por qué no?

—Porque se lo prometí a la abuela.

—¿La abuela? —exclamamos Peter y yo.

Matt dio un respingo al darse cuenta de que había metido la pata y ocultó la cara entre las manos.

—Sí, la abuela —dijo con voz rota—. El dinero estaba en su cuenta. Ella también puso dos mil libras, así que teníamos cuatro mil para invertir. Yo le daba la información y ella apostaba en bolsa. Luego nos partíamos los beneficios.

—¿Me estás diciendo que la abuela te ha animado a invertir en bolsa?

—No, en realidad no. Lo hacíamos juntos.

Vaya. Ahora entendía por qué mi madre hablaba tanto con él.

—Incluso le compró el ordenador portátil —apuntó Katie—. Para que fuera más fácil estar en contacto.

—¿Te lo compró la abuela? Yo creía que te lo había dado Jos. Pensaba que era un ordenador viejo.

—No, no. —Katie sacudió la cabeza—. Es un portátil muy potente, de lo último que ha salido al mercado.

Entonces me pregunté por qué había mentido Jos. ¿Por qué demonios dijo que se lo había regalado él?

—¿Cuánto dinero has ganado? —pregunté.

—Al principio mucho. Obtuve beneficios de un cinco por ciento.

—¿Eso cuánto es?

—Veinte mil libras.

—¡Madre mía!

—Algunos chicos se enteraron —explicó Katie—, y le pidieron información.

—Yo no quería —dijo Matt—. Pero Ellis-Jones y Thompson son prefectos, y me obligaron a decirles qué acciones había que comprar. Al principio también ganaron mucho dinero —sollozó—, pero luego la dot.com cayó de golpe.

—¿Dot.com? —exclamó Peter—. ¡Eso es como jugar a la lotería!

—Ya lo sé. Y se lo dije. Les advertí que teníamos que salir de ese sector. Yo estuve invirtiendo una temporada en las minas de plata de Bolivia, pero tampoco me fue muy bien. Después intentamos con las cosechas de soja. Pero ellos querían comprar dot.com y conservarlas. Y luego se pusieron furiosos cuando se hundieron. Hasta entonces nos había ido bien.

—Entiendo —suspiré.

Y sí que lo entendía. Estaba todo clarísimo. Así era como mi madre se había podido permitir sus fabulosas vacaciones, y por eso los otros padres se habían mostrado tan hostiles. Ahora sabía por qué Matt no hacía más que acudir al buzón y por qué recibía tanta correspondencia. También comprendía que su nuevo interés por los asuntos mundiales no era exactamente lo que parecía. Me enfurecía pensar que mi madre había animado a Matt a jugar en bolsa en lugar de estudiar.

—Ellis-Jones y Thompson estaban furiosos —explicó Matt—. Dijeron que todo había sido por mi culpa.

—¿Cuántas acciones tenían?

—Cien. Luego compraron hasta seiscientas, pero el valor cayó en picado. Yo les advertí que podía pasar. No es que no lo supieran.

—Dios mío. Así que te has jugado el pellejo. Vaya. Eso lo explica todo.

—No todo —terció Katie—. El director también metió baza. Quería fondos para el ala de ciencias. Pretendía conseguir tres millones, pero también ha perdido.

Dadas las circunstancias, decidimos no quedarnos a tomar el té. Los niños recogieron sus mochilas y nos fuimos a casa. Yo no quería ni pensar lo mucho que Matt se habría atrasado en sus deberes del colegio. Todo aquello tenía que acabarse. Tendríamos que disculparnos por escrito ante los otros padres y… sí, habría que devolverles el dinero. Además, tendría que hablar con mi madre. Por otra parte quería saber por qué Jos me había mentido con lo del ordenador. Aquello no tenía ningún sentido. La verdad es que fue un alivio que no estuviera en casa cuando volví. No estaba preparada para presentarle a Peter todavía. En cualquier caso, estaba agotada después de tanta tensión.

Graham salió disparado como un cohete en cuanto oyó la puerta y se puso tan contento al ver a Peter que casi lo derriba. Lloraba de pura emoción cuando Peter se agachó para saludarle.

—Hola, Graham, cariño. ¿Me has echado de menos? —Graham le lamió las orejas gimiendo de alegría—. Te gusta tener a la familia reunida, ¿eh? Todo tu rebaño, ¿eh?

—Sí —dijo Katie—. Así es.

—Bueno, ¿dónde está Jos? —preguntó Peter—. ¡Ay, Graham! —exclamó, fingiendo estar horrorizado—. No habrás sido capaz, ¿verdad? ¡Eso está muy mal! Mamá se va a enfadar muchísimo. Faith —me llamó—, me temo que Graham se ha comido a Jos.

—No —contesté enfadada, leyendo la nota que Jos me había dejado en la mesa.

—De verdad, Faith. Creo que tiene una expresión culpable.

—Jos está vivito y coleando. Se marchó hace media hora.

Le había dejado a Graham agua y galletas, que él no había tocado. Aunque ahora, encantado de nuestra vuelta, entró en la cocina en busca de su plato. Peter se quedó en la puerta, enmarcado en ella como un hermoso retrato.

—¿Te apetece quedarte a cenar, Peter? —pregunté.

—Me encantaría.

—Estupendo.

—Pero no puedo.

Vaya.

—Qué lástima —contesté como si nada—. ¿Por qué no? —Aunque ya lo sabía.

—Porque Andie me espera. —Asentí con la cabeza—. Le dije que estaría en casa a las ocho.

—Pero estás en casa, papá —observó Katie.

—Sí, ya —dijo él de mala gana—. Supongo que sí. —Entonces me miró y sonrió, como dolido y resignado. Estábamos a pocos centímetros el uno del otro, y a la vez muy lejos.

—Muy bien, pues más vale que no te retrases. Gracias por traerme, por llevarme, quiero decir. Por llevarme en el coche, vaya.

Katie me miraba con esa expresión que pone ella. ¡No sé qué le pasa a esta niña! Peter se despidió de los niños con un beso y acarició a Graham. Luego, para mi sorpresa, me abrazó y presionó su mejilla contra la mía.

—Hasta luego —murmuró.

—Sí, hasta luego.

Y con éstas se marchó. Al oír sus pasos en la puerta sentí una punzada. A Graham le pasó lo mismo, porque se sentó en la ventana y se quedó allí una eternidad.