Se me olvida. Se me olvida que pueden reconocerme por la calle. Nunca lo pienso porque para mí dar el parte meteorológico no es más que un trabajo. Pero es un trabajo que me pone delante de más de cinco millones de personas todos los días. Así que aunque desde luego no soy lo que se dice famosa, a veces hay quien me reconoce. Por eso Josías —ahora le llamo Jos— me sonrió ese día. Por lo general no me doy ni cuenta de que me miran, pero a veces me paro en seco. Igual voy paseando tan tranquila y oigo a alguien silbar Let it rain o Stormy Weather; o estoy en una tienda y de pronto veo que alguien se me queda mirando. Y siempre pienso: ¿Pero por qué demonios me mirarán así? ¿Es que tengo monos en la cara? Y entonces me acuerdo de que es por mi trabajo. O a veces se me acerca alguien que está seguro de que me conoce. Y si yo digo que no, que no nos conocemos, insiste e insiste, que sí, que seguro que nos hemos visto antes. Sería muy arrogante que yo le soltara: «No, de verdad que no nos conocemos. Lo que pasa es que me has reconocido de la televisión». Así que me quedo allí sonriendo sin decir nada. Justo ayer me pasó, en el supermercado. Estaba en la sección del pescado, en el séptimo cielo, pensando distraída si a Jos le gustarían las gambas o no, cuando se me acercó un hombre. Se quedó mirándome con todo el descaro, sin disimular nada, hasta que me dijo:
—Yo a ti te conozco, ¿no?
Negué con la cabeza.
—Sí, te conozco de algo.
—No lo creo.
Siguió mirándome un rato más hasta que de pronto exclamó:
—¡Ah, claro! ¡Eres la chica de la tele! ¡Eres la de la tele!
Asentí con una tímida sonrisa, esperando que ahora me dejara en paz.
—Quería decirte una cosa —prosiguió él, nervioso—. Quería decirte…
—¿Sí? —Pensaba que me haría algún cumplido, cosa que siempre me da un poco de vergüenza.
—Que no me gustas mucho.
—Ah —exclamé sorprendida.
—Y a mi madre tampoco.
—Ya. Bueno, éste es un país libre —repliqué encogiéndome de hombros.
Normalmente un incidente así me habría deprimido muchísimo, me habría dejado de capa caída para el resto del día. Pero de momento me siento invulnerable porque la verdad es que estoy colada por Jos. Le he visto dos veces más desde que fuimos a La Jaula, y creo que me tiene embrujada. Se me había olvidado lo que pasa cuando se enamora una, pero es verdad que el amor te da una especie de armadura emocional. Es un anestésico natural contra el dolor. El amor te llena de confianza y te devuelve la autoestima. Por eso logré reírme alegremente de mi encuentro en el supermercado cuando se lo conté a Jos por teléfono al día siguiente.
—Pues a mi madre le pareces maravillosa —dijo él, siempre tan leal—, y a mí también, que conste. Esta mañana estabas guapísima. Vamos, preciosa. Estaba tan orgulloso de ti…
Noté las mejillas encendidas.
—No es difícil. Llevo haciendo lo mismo mucho tiempo.
—Pues lo haces de maravilla —insistió él. Y se puso a cantar—: «Nadie lo hace… tan bien como túúúúú». —Yo me moría de risa—. «Baaaby, eres la mejor». Bueno, ¿cuándo quedamos? —preguntó.
—¿Otra vez? ¡Pero si nos hemos visto tres veces en diez días!
—Sí, y quiero más. De verdad, Faith —añadió con suavidad—. ¿Cuándo podemos quedar?
—¿Cuándo te viene bien?
—¡Ahora mismo! O mejor, antes. ¿Qué tal esta noche?
—No puedo —mentí.
—¿Y mañana?
—Tampoco.
—Vaya, así que quieres hacerte la dura… Supongo que tendrá que ser el jueves, entonces.
—Sí, creo que el jueves no tengo nada —concedí con una sonrisa—. ¿Dónde?
—En mi casa.
Vaya.
—Es la cuarta vez que nos vemos, Faith, así que creo que ya va siendo hora de…
—¿Sí?
—… de que conozcas mi casa. Yo preparo la cena. ¿Te apetece?
—Estupendo.
Cuando colgué me sentía como una colegiala enamorada. Un hombre encantador, de gran talento, me solicitaba a mí, un ama de casa común y corriente, madre de dos niños. «¿Drogas, para qué?», me dije. Estaba colocada de felicidad, borracha de alegría, en éxtasis, en el séptimo cielo. De pronto Graham soltó un ladrido. Había llegado el correo de la tarde. Había tres cartas para Matt —útimamente recibe un montón— y una dirigida a mí. Me sorprendió ver que era de Peter.
Querida Faith, creo que es más fácil decir esto por escrito que de palabra. Solo quiero que sepas que después de mucho reflexionar he decidido no oponerme al divorcio. Creo que tienes razón. Han pasado demasiadas cosas estos últimos tres meses y ya no hay vuelta atrás. Así que he firmado los papeles y he enviado los originales al tribunal. Para facilitar las cosas he admitido haber cometido adulterio, cosa que es cierta. No sé muy bien qué nos ha pasado. Todo parece tan irreal… Pero supongo que deberíamos agradecer haber sido felices tanto tiempo. Y aunque las cosas se han torcido, siempre me alegraré de haberme casado contigo.
Peter.
Mi euforia desapareció, ahogada en lágrimas. Apoyé la cabeza sobre la mesa de la cocina, estrujando la carta en la mano. Noté que Graham se recostaba contra mi regazo y le acaricié la oreja. Nos quedamos así un buen rato, hasta que cogí el teléfono y llamé a Lily.
—Sí, es muy triste —comentó ella—. Hasta yo estoy triste. Y supongo que a ti te habrá sentado fatal, porque esa carta hace más real el final de vuestro matrimonio.
—Sí —sollocé—. ¡Ay, Lily! Esto es horrible. Ojalá pudiera volver con Peter.
—Eso es imposible, Faith —dijo ella, esta vez con más firmeza.
—¿Tú crees? —Arranqué un trozo de papel de cocina y me lo llevé a los ojos.
—Sí. Es imposible. Mira, no quiero criticar a Peter, pero te ha traicionado y tienes que enfrentarte a los hechos. Y el hecho es que… bueno, que él tiene…
—… a otra —gemí—. Pero no sabes cómo me gustaría que me tuviera solo a mí.
—Faith, cariño, creo que te estás poniendo un poco histérica. Párate un momento a pensar. Tal vez Peter ha accedido al divorcio porque quiere estar…
—… con ella —sollocé—. Ya lo sé. Quiere estar con esa… con esa bruja. ¡Esa arpía me ha robado a mi marido!
—Faith —terció Lily, con un tono cada vez más severo—, nadie te ha robado a tu marido. Es tu marido quien se ofreció para que lo robaran. —Dios mío, era verdad—. De modo que no puedes volver con él, de ninguna manera.
—¿Por qué no? Al fin y al cabo todavía no nos hemos divorciado. Yo… ¡yo quiero volver con él!
—Faith, no puedes. Porque aunque Peter renunciara a Andie y prometiera no volver a verla nunca más, su infidelidad siempre estaría entre vosotros.
—¿Sí? —gemí consternada.
—Sí. Sería como uno de esos olores persistentes, que no se van aunque eches litros de colonia.
—Sí-í-í. —No dejaba de llorar. Pero era verdad. Lily tenía razón. Aunque me gustaría que no dijera las cosas de una forma tan brutal. Entonces su tono cambió de nuevo, se tornó más positivo y amable:
—Lo estás superando, Faith. Tal como dijiste. Estás evolucionando, y estás siendo muy valiente…
—Sí, muy valiente. —Lloraba tanto que se me caían hasta los mocos.
—Muy valiente —repitió ella—. Teniendo en cuenta… Bueno, teniendo en cuenta lo que Peter te ha hecho pasar.
—Sí. Me-me ha hecho pasar u-un infierno.
—Exacto. Peter no te merece. Pero ahora has conocido a otro hombre…
—Sí, es verdad.
—Has conocido a un tipo fenomenal, que además está loco por ti.
—Bue-eno, sí. —Ahora empezaba a recuperarme—. La verdad es que parece que… que le gusto.
—Es guapo, tiene talento…
—Sí, sí que es verdad.
—Está soltero, es amable.
—Eso sí, es muy amable —convine, dando un sorbido.
—De hecho parece perfecto.
—Bueno… sí. La verdad, parece perfecto en todos los sentidos.
—Exacto. ¿No crees que has tenido mucha suerte de encontrar a alguien como él?
—Desde luego.
—Piensa en todas las mujeres que tardan una eternidad en conocer a alguien.
—¿Ah, sí?
—Sí. Puede ser una pesadilla. ¿No te das cuenta? Hay por ahí muchísimas mujeres solas. Pero tú has conseguido encontrar a un hombre encantador casi de inmediato.
—Sí —suspiré—. Es verdad. —Mis sollozos comenzaban a disolverse como las olas del mar cuando baja la marea.
—Así que ya puedes dar las gracias por tu buena suerte. Y mira hacia delante, Faith, mira hacia el futuro, porque creo que tienes un gran futuro. Dime, ¿cuándo vas a ver a Jos de nuevo?
—El jueves —contesté, tirando a la basura el papel de cocina empapado—. Me ha invitado a cenar en su casa.
—¿En su casa? —exclamó Lily—. ¡Vaya, vaya! Eso solo puede significar una cosa. ¿Tienes algo bonito que ponerte? Yo tengo un montón de lencería para prestarte, ya lo sabes: Medias, ligas…
—¡Lily! No corras tanto. Todavía no estoy preparada para… para eso.
—Ya, pero puede que él sí. —Ah. De pronto sentí un hormigueo en el estómago—. ¿Qué? ¿Ya estás mejor, Faith? —preguntó Lily solícita.
—Sí. Muchas gracias, Lily. Eres una amiga fenomenal.
—De nada, cariño.
«Añadir dos cucharadas de leche —decía Delia en la tele el jueves, mientras yo me miraba por última vez en el espejo del recibidor— y agitar bien. Poner dos pellizcos de pimienta negra. —Me eché un poco más de colonia CK Contradiction—. Y lo más importante, un buen puñado de sal…».
—Adiós, Graham. No creo que vuelva muy tarde. —Él me miró con cierto reproche, me pareció, y enseguida volvió su atención a la tele.
Cerré la puerta con cuidado y fui al metro de Turnham Green. Jos vivía en World’s End, «el fin del mundo», así que tardaría menos de media hora en llegar. «El fin del mundo», pensé. El fin del mundo, tenía gracia. Yo que creía que mi mundo se había terminado, y ahora comenzaba un mundo nuevo. Bajé andando por Lots Road y giré por Burnaby Street, hasta el número 86. Era una casa adosada, sin rasgos distintivos, pintada de blanco crema. Una preciosa glicinia trepaba por la fachada. Me detuve un momento para apreciar su aroma y por fin llamé al timbre.
—¡Faith! —exclamó Josías, rodeándome con los brazos.
—Menuda bienvenida. Me gusta tu delantal de flores. ¿Qué, has trabajado mucho?
—Muchísimo. Vas a probar el mejor pollo tikka a este lado de Bombay. ¿Qué te apetece beber? Faith, ¿me oyes? ¿Qué quieres tomar?
—¿Qué?
Me había quedado alucinada mirando las paredes y el techo. Era como si la glicinia hubiera entrado en la casa, invadiéndolo todo hasta el pasillo. Enormes flores de color lila colgaban como racimos de uvas. Daban ganas de hundir la nariz en ellas y acariciar sus pétalos. Quería tocar el tronco retorcido y nudoso. Había hasta abejas con las patas cargadas de polen.
—¡Es increíble! —susurré—. Esto también es mágico.
—No, es solo una ilusión.
—Pues es una ilusión preciosa.
—Sí, no está mal, lo reconozco. Claro que ésta es la mejor época del año para verlo. Anda, pasa.
Me cogió de la mano y me llevó a la cocina, donde de nuevo me quedé sin habla. De las paredes blancas colgaban jamones rosados, ristras de ajo y un par de faisanes cobrizos. Sobre el fogón se secaban racimos de romero y salvia.
—Es… increíble. Bueno, más bien lo contrario: es de lo más creíble. ¡Parece totalmente real!
—Eso es lo que significa trampantojo —explicó Jos—. Algo que engaña la vista. Los artistas han engañado de esta forma desde la época clásica. Zeuxis pintaba uvas tan realistas que dicen que los pájaros bajaban a picotearlas. ¿Te apetece una copa de champán?
—Estupendo. ¡Vaya! —exclamé cuando lo sacó de la nevera—. Krug otra vez. ¡Qué lujo!
—Es una de mis manías —contestó con una sonrisa culpable—. Pero me temo que este tampoco es gran reserva.
—Bueno, me resignaré.
Brindamos sonrientes y fuimos a la pequeña galería donde los colibríes y las mariposas tropicales parecían revolotear entre las plantas. Incluso había pintado en el cristal algunas salamandras traslúcidas. Si se miraba con atención, se les veía hasta el corazón.
—¡Es alucinante! —murmuré.
—Eso es la pintura —explicó Jos—: Como un truco de magia, en el que dos dimensiones parecen tres. ¿Quieres ver lo que he hecho en el resto de la casa?
Yo asentí como una niña extasiada.
A primera vista el comedor parecía bastante convencional. Estaba pintado de rojo oscuro. Había un aparador de caoba y una mesa, pero en una pared se veía una estantería atestada de libros antiguos. Algunos estaban muy apretados, mientras que otros aparecían apilados horizontalmente. Guerra y paz, David Copperfield, La tempestad. Daban ganas de sacarlos, oler el cuero, sopesarlos en la mano.
A continuación subimos por las escaleras. A través de las columnas de un patio medieval se veía mucho más abajo un paisaje italiano. En la hierba, quemada por el sol, se alzaban altos cipreses y olivos grisáceos de troncos retorcidos. En el primer piso, una pared del cuarto de estar había sido convertida en un huerto francés. El sol de la tarde brillaba entre los manzanos. Cuando Jos abrió el cuarto de baño me encontré mirando el mar azul, a través de las paredes encaladas de un palacio moro. Casi alcé la mano para protegerme los ojos del sol y arrancar los dátiles de las palmeras.
—Es Marruecos —me dijo—. Me encanta. ¿Has estado? —Negué con la cabeza—. Pues tenemos que ir juntos. —Al oír esto me ruboricé. La cabeza me daba vueltas—. ¿Quieres ver mi habitación? —preguntó con una sonrisa.
Me cogió de nuevo de la mano y noté que se me aceleraba el pulso. Abrió la puerta y me asomé. Todo era blanco: la moqueta, los armarios, la colcha sobre la enorme cama. Entonces miré la pared opuesta. Varios árboles de copas planas moteaban un paisaje cubierto de maleza. En el horizonte dos jirafas entrelazaban los cuellos contra un cielo que se oscurecía. En primer plano había un lago donde bebía un león. Casi se oía el chapaleo del agua.
—¡Es maravilloso! —Me eché a reír, incrédula—. Así que cuando estás en la cama miras esto y te crees que estás en África.
—Bueno, es mejor que empapelar las paredes. Pero basta de hablar de mi pintura. En realidad lo que quiero es impresionarte con mi arte culinario.
Así que bajamos de nuevo a la cocina, donde se percibía un olor delicioso.
—¡Sabes hacer curry! —exclamé, mirando la olla de arroz.
—No es tan difícil. El truco está en mezclar bien las especias. Yo me hago mi propio garam masala mezclando comino, hinojo, cúrcuma, cardamomo, pimienta en grano y clavo. Es casi como mezclar colores en la paleta.
—Huele de miedo.
Diez minutos después, ya cenando, comenté:
—Está buenísimo.
Estábamos sentados en la cocina, charlando alegremente. Entonces me di cuenta de que Jos ya no era un extraño. Sabía muchas cosas de él, de su familia (está muy ligado a su madre), de su trabajo. Me nombró a un par de amigos suyos, pero no dijo nada de antiguas novias. La verdad es que yo esperaba que no dijera nada, porque no quería saber. Al fin y al cabo eran los comienzos de nuestra relación, y podía decir algo que a mí no me gustara. De modo que tomé la decisión de contener mi curiosidad sobre su pasado y preocuparme solo del presente. Me sentía totalmente feliz y un poco achispada.
De pronto Jos me cogió la mano sobre la mesa.
—Faith. Faith… —En ese momento sonó el teléfono—. ¡Mierda! —exclamó—. Perdona.
En lugar de responder en la cocina, salió al pasillo. Yo no quería que pensara que estaba escuchando, de modo que me dediqué a recoger la mesa. Al abrir el cubo de la basura para tirar los restos algo me llamó la atención. Era un colorido sobre con la etiqueta: «Tandoori instantáneo. No requiere preparación. ¡Abrir y servir!», anunciaba. Me quedé de piedra. ¡Tanto rollo sobre comino e hinojo, y al final resulta que era una mezcla de sobre! Al principio casi me indigné, pero me eché a reír. Claro. ¡Qué gracia! La verdad es que era muy tierno. Bueno, Jos había dicho que quería impresionarme. Cuando volvió a la cocina le dediqué una sonrisa indulgente.
—Perdona —dijo mesándose el pelo—. Eh… era mi madre. Le gusta charlar conmigo.
Eché un vistazo al reloj. Eran las diez y diez.
—Muchas gracias por la cena. Estaba buenísima. Pero ahora tengo que irme.
—Vaya. —Parecía alicaído—. ¿De verdad?
—Sí, por Graham.
—¿Qué pasa? ¿No le gusta que salgas con desconocidos? —me preguntó con una sonrisa.
—No lo he probado nunca. Ahora que lo dices, no sé cómo reaccionaría contigo. Seguro que le caes bien, porque a mí me gustas.
—¿Ah, sí? ¿Te gusto? —Su tono era casi infantil—. ¿Cuánto te gusto?
Estaba muy cerca de mí. Notaba en la cara su aliento, cálido y dulce.
—Pues me gustas… mucho —contesté con timidez.
—¿Sí? —Me rodeó la cintura con los brazos.
—Sí —susurré.
—¿Pero mucho, mucho?
—Sí. —Entonces me besó en los labios—. Mucho, mucho. —Me besó el cuello.
—¿Mucho, mucho, mucho, o incluso mucho, mucho, mucho, mucho?
—Mucho, mucho, mucho, mucho, muchísimo. Jos comenzó a desabrocharme la falda.
—¿Mucho elevado a seis?
—No, mucho elevado a diez.
—¿Así que te gusto de verdad?
—Mmm. De verdad de la buena.
—¿Así que irías a África conmigo?
—¿África? Alt. Eh… sí. Vale.
—Pero no hay que llamar la atención del león —me dijo, mientras subíamos por las escaleras.
—No, es verdad. No hay que hacer ruido.
—¡Ssshh!
—¡Sshhhhhhhh!
—¡Sshhhhhhhhhhhhh! ¡Mira, lo has asustado!
Nos echamos a reír, quitándonos los zapatos y desnudándonos mutuamente. Yo le quité la camisa mientras él me bajaba la cremallera de la falda. Luego me desabrochó despacio la blusa de seda y dejó que se deslizara hasta el suelo. Caímos en la cama entre risas y besos. Al mirar al techo vi que lo había pintado de azul pálido, con brochazos blancos. Un vencejo surcaba el aire en busca de insectos.
—Esas nubes son cirros —murmuré—. Significa que hará buen tiempo.
—Ya lo sé. ¿Y sabes cuál es mi predicción? —preguntó mientras me quitaba despacio el sujetador. Me besó el hombro—. Predigo que vamos a hacer el amor.
—Mmmm. —Me sacudió una oleada de deseo.
—Eres preciosa.
—¿Sí? —Estaba como en trance—. A mí no me lo parece.
—Pues lo eres —murmuró—. Hazme caso. Te lo digo yo, que soy un artista.
Puede que fuera el efecto del vino, pero el caso es que de pronto me sentí muy rara. Miré sus grandes ojos grises y me imaginé que eran castaños. Le acaricié el pelo rubio y deseé que fuera rojizo. Toqué su cuerpo perfecto y musculoso y eché de menos el cuerpo rollizo de Peter. Jos era guapísimo, pero mi deseo se había evaporado como el rocío de la mañana.
—¿Qué pasa, Faith?
—Nada. Es que…
—¿Qué? —Jos se quedó quieto. Notaba su aliento en la oreja—. ¿Qué ocurre?
—Es que… —suspiré—. Es la primera vez que… desde lo de Peter.
—Ah. ¿No quieres?
—Sí, sí que quiero. Bueno, no. Creo que no. No lo sé. Es que… es que… —No podía hablar. Me dolía la garganta—. Es que nunca en la vida me he acostado con nadie más. Me casé muy joven —expliqué deprimida—, y no había estado con nadie antes. Y aunque Peter me ha sido infiel es como si ahora… como si estuviera haciendo algo malo. Lo siento, Jos. —Me incorporé en la cama para coger mi blusa.
—No importa —dijo, encogiéndose de hombros con filosofía.
—No quería darte una falsa impresión —gemí. Una lágrima corría por mi mejilla—. Creía que quería acostarme contigo, pero ahora… no puedo. Lo siento.
Pensé que se enfadaría, pero no. Me rodeó con el brazo y me dio un suave apretón.
—No te preocupes. No importa, de verdad. ¿Prefieres que echemos una partida de Scrabble?
A las nueve y cuarto esta mañana Sophie miraba a la cámara dos.
—Siempre hay quien va demasiado deprisa —decía—, sobre todo estando al volante. Pues bien, en el futuroesposible que lavelocidadsea controladaporsatélite. —Se le notaba la confusión en la cara, mientras intentaba seguir el ritmo del autocue acelerado—. Si seintroduceel Sistema de Adaptación de Velocidad Inteligente —prosiguió, haciendo un esfuerzo por mantener la calma—, podríaimplantarse el limitadordevelocidadelectrónico. Las personasafavordel sistemasostienenque podríansalvarse másdedosmilvidasal año.
—¡Pobre Sophie!
… Estesistema, ligadoaunsatélitedenavegación, señalaríalaposicióndetodos losvehículosyrestringiría automáticamentesuvelocidad allímitelegal.
Los partidariosdelsistema quierenquecomience aintroducirse enlospróximos dosaños yparael2oo5…
—Dios mío, Sophie —interrumpió Terry irritado—. Me parece que te estás pasando un poco. Pido perdón a todos —dijo, volviéndose hacia la cámara tres—. Vamos a esperar a que Sophie vuelva a pasar al carril lento, que por cierto es el suyo. Sugiero que pasemos directamente al informe de Tatiana desde el teatro Stephen Joseph en Scarborough, donde se estrena esta noche una nueva obra de Alan Ayckbourn.
Sophie se quedó allí sentada, murmurando al micrófono.
—¡Dijiste que no volvería a pasar! —reprendió a Lisa, en realización.
—Perdona, Sophie. Ha sido un fallo técnico.
—¡Pues con Terry nunca hay fallos técnicos!
—A mí no me metas en esto —protestó Terry—. No es culpa mía que no seas capaz de leer un simple autocue.
Sophie no perdió la compostura, pero a pesar de la capa de maquillaje noté que se había puesto colorada. Las luces del estudio iluminaron cruelmente las lágrimas que brillaban en sus ojos. Cuando se terminó el programa y comenzaron a salir los créditos, Sophie se dirigió al servicio.
—Sophie —la llamé—. Sophie, soy yo, Faith.
Sophie salió del último retrete con la cara hinchada. Normalmente es tan tranquila y compuesta, que me sorprendió muchísimo verla llorar.
—Esos dos no se quedarán tranquilos hasta que me marche —sollozó, aferrada al borde del lavabo.
—Precisamente por eso no debes marcharte.
—Pero es que no puedo soportarlo —exclamó, sacudida por el llanto—. Ya es bastante tener que aguantar este horario espantoso, para que encima la tomen conmigo. Y Darryl no me ayuda nada.
—Darryl es un pelele. Además, tampoco puede hacer gran cosa, porque sabe que Terry tiene un contrato a prueba de bomba.
—Yo solo intento hacer mi trabajo. —Sophie tenía la cara surcada de lágrimas.
—Y lo haces muy bien. Por eso están tan furiosos esos dos.
—Ha sido humillante —su rostro se arrugó como una bolsa vacía de patatas frita—. ¡Cinco millones de personas me han visto meter la pata! ¡Cinco millones! Todo el mundo se ha reído de mí.
—Ya, pues te puedo asegurar que al final serás tú quien ría la última.
—¿De verdad lo crees?
—Sí.
—¿Cómo?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Pero lo que sí sé es que tú llegarás lejos, y Terry y Tatiana no irán a ninguna parte.
—Gracias, Faith. —Sophie suspiró trémula—. Muchas gracias. Ya estoy mejor. —Esbozó una débil sonrisa y se lavó la cara—. ¿Y a ti cómo te va?
—Ya es seguro que me divorcio.
—Vaya, lo siento —dijo, arrancando una toalla de papel.
—Pero lo más increíble es que he conocido a otra persona.
—¡Vaya! Qué suerte.
Yo no pensaba decir nada más de Jos, de verdad, pero ella me preguntó de pronto:
—Dime, ¿cómo es?
—Muy simpático. —Sophie tiró la toalla de papel—. La verdad, es genial. —Y entonces me dejé llevar por mi entusiasmo—. Es un tipo amable, decente, y tiene muchísimo talento. Es diseñador de teatro, bastante famoso. Además es muy atractivo. Tiene un pelo precioso, rubio y rizado.
De pronto Sophie me miró en el espejo.
—¿Cómo se llama?
—Jos Cartwright. —Sophie se detuvo bruscamente, con el lápiz de labios en el aire—. ¿Sabes algo de él? —Se produjo un silencio.
—Eh… sí —contestó por fin—. Sí. —Me dio un brinco el corazón.
—Ah, ¿lo conoces?
—No, no. Vamos, no en persona.
—Pero has oído hablar de él…
—Sí. —Sophie se ruborizó.
—¿Por su reputación?
—Sí.
—Bueno, no me extraña, porque ya digo que se está haciendo muy famoso. Hace muy poco que lo conozco, ¿sabes?, así que es pronto para decir nada. Pero me encanta. Y parece que a él también le gusto.
Sophie mostraba una expresión muy rara.
—Faith —comenzó. Pero yo la interrumpí.
—Me alegro muchísimo de haberle encontrado, porque antes estaba muy deprimida. Pero ahora, con Jos, estoy contenta, me siento deseada. Pensé que no volvería a sentirme así, después del horror de los últimos meses.
Sophie se limitó a sonreír y asentir con la cabeza.
—Me alegro por ti, Faith —dijo, cerrando su bolso—. Y… espero que todo vaya bien.
Y está yendo muy bien, de eso no hay duda. Me siento a gusto con Jos. Es un hombre atractivo, ingenioso, con talento. Y además es un caballero. Me lo demostró la otra noche. Pensé que lo ocurrido lo alejaría de mí, que me consideraría una neurótica, una persona atrapada en su pasado, cosa que supongo que es verdad. Pero no, Jos comprendió que necesito más tiempo, de forma que nos lo vamos a tomar con calma. Hoy me propuso quedar para almorzar, así que fuimos a Covent Garden, porque él acababa de salir de una reunión en la Opera House, sobre Madame Butterfly. Nos sentamos en la terraza del Tuttons, al sol, y me enseñó sus bocetos para el vestuario.
—Son los quimonos de la Butterfly —me explicó.
—Son preciosos. Tienen mucho movimiento. Me encantaría tenerlos enmarcados en la pared.
Luego me enseñó el diseño para la escenografía, que estaba ya lista para empezarse a construir.
—Primero hacemos una maqueta —me contó—, una versión en miniatura, pero con todos los detalles. Luego, una vez que el director está satisfecho, se construye la escenografía auténtica. Mi diseño es bastante tradicional, con una casa de té muy sencilla aquí, en el centro del escenario, pero detrás he añadido este bloque de vecinos, de aspecto bastante siniestro. La ópera es bastante sencilla, y no se presta a cosas demasiado de vanguardia. Claro que en Glyndebourne hicieron una producción muy interesante hace unos diez años.
—¿Ah, sí? —dije distraída, examinando los bocetos.
—¿Vamos? —preguntó de pronto.
—¿Adónde?
—A Glyndebourne. La nueva temporada comienza el 25 de mayo. —A mí me dio un brinco el corazón. ¿Glyndebourne? No había estado nunca.
—Me encantaría. ¿Pero no es difícil encontrar entradas?
—No para mí. —Jos sonrió, dándose unos golpecitos en la nariz—. Tengo contactos, Faith. Seguro que puedo conseguirlas. Così fan tutte! —exclamó.
—¿Cómo?
—Così fan tutte! Es la obra con la que abren la temporada. A mí me encanta, ¿a ti no?
—Sí. Bueno, eso creo. Hace años que no la veo. De hecho se me ha olvidado de qué iba.
—Trata de la infidelidad. Ay, lo siento. ¿Crees que te sentaría mal?
—Claro que no —exclamé echándome a reír—. Solo me sienta mal en la vida real.
—Pues a diferencia de la vida real, la ópera tiene un final feliz. Pero puede que tú también tengas un final feliz.
—Eso espero.
—Y puede que yo también tenga un final feliz —dijo, como compungido—. Puede que… —y aquí me cogió la mano— puede que los dos tengamos un final feliz.
Sonreí, esperando que mi cara no reflejara el júbilo que sentía.
—Bien. —Jos dio una palmada—. Así pues, nos vamos a Glyndebourne. Y nos llevaremos un picnic para chuparse los dedos. Y naturalmente litros de Krug.
—¿Gran reserva esta vez?
—No hagas preguntas difíciles. —Jos se inclinó sobre la mesa y acercó mi cara a la suya—. ¿Qué tienes que hacer esta tarde?
—Nada.
—Bien —susurró—. Eso esperaba, porque yo ya he terminado por hoy y pensaba que estaría bien volver a mi casa…
—¿Sí?
—Y…
—¿Qué?
—Hacer el amor apasionadamente, la verdad. ¿Qué te parece?
Se produjo un breve silencio y luego me levanté.
—Vaya, ¿te he escandalizado? —preguntó apurado.
Le tendí la mano.
—Vamos.
Al día siguiente llamé a Peter al trabajo para pedirle que se encargara de los niños. Ahora que mi nueva relación empieza a tomar forma, por fin puedo hablar con él sin que me duela demasiado. Me estoy comunicando con mi ex, pensé contentísima, mientras sonaba el teléfono. Peter pareció alegrarse de oírme. La verdad es que siempre se alegra, lo cual me conmueve. Esta vez parecía bastante animado, aunque algo frívolo.
—¿Por qué quieres que me quede con los niños? —preguntó suspicaz.
—Porque tienen unos días de vacaciones y estarán en casa.
—No, yo pregunto por qué necesitas que me quede yo con ellos. ¿Tú dónde irás?
—¿Por qué lo preguntas?
—No me contestes con otra pregunta. Todavía eres mi mujer y me gustaría saberlo.
—Voy a Glyndebourne.
Peter lanzó un silbido.
—Glyndebourne. ¡Caramba!
—Bueno, es que nunca he estado —dije, con toda mi intención.
—¿Es eso un reproche? Faith, sabes perfectamente que me habría encantado llevarte, pero nunca nos lo pudimos permitir.
—Pues deberías haber pedido prestado —repliqué, sabiendo que no estaba siendo razonable—. Si nuestro matrimonio te hubiera importado lo suficiente, habrías pedido prestado para poderme dar algún lujo de vez en cuando.
—¿Eso crees? —me espetó él, con una hueca carcajada—. Y si puede saberse, ¿quién te va a llevar a Glyndebourne?
—¿A ti qué te importa?
—Bueno, ya te he dicho que sigo siendo tu marido y creo que tengo derecho a saberlo.
—Peter —dije enfadada—, tú renunciaste a ese derecho al dejarme.
—No tergiverses los hechos. Fuiste tú la que me echaste. Venga, Faith, ¿quién es ese tío? ¿Lo conozco?
—Peter, yo no te pregunto por tu relación con… con ésa, así que me gustaría que tú también respetaras mi intimidad.
—No me vengas con ésas, Faith. De todas formas, al final me lo dirán los niños. O Graham, que no se calla nada. Dime, ¿quién es? Debe de estar forrado, para llevarte a ese palacio de delicias operísticas y sibaritas.
—No está forrado —repliqué indignada—. Pero le va bastante bien. Es un artista.
—¿Cómo puede permitirse un artista llevarte a Glyndebourne, Faith? ¿Estás segura de que no es un traficante de drogas o algo así?
—Totalmente segura. Es diseñador de ópera y teatro, para que lo sepas. Y además un pintor estupendo. Su especialidad es el trampantojo.
—¿Es heterosexual, Faith? Ahora me has dejado un poco preocupado.
—Es heterosexual. Y mucho —añadí—. Y además es muy atractivo.
—¿De verdad?
—Sí. Y encima es un cocinero excelente.
—¡Aaaaaah! Definitivamente gay.
—De eso nada.
Y entonces la voz de Peter pareció desvanecerse mientras yo recordaba la gloriosa tarde que habíamos pasado en la cama el día anterior. Fue como estar en el cielo. Se me había olvidado lo maravilloso que puede ser el sexo.
—No, Jos es heterosexual a más no poder —dije con intención.
—¡Faith! ¿No habrás…? No, ¿verdad? No es nada propio de ti. ¡Y antes de que nos divorciemos siquiera! No, no te pega nada. Claro que las chicas de colegio de monjas…
—¿Y por qué no iba a hacerlo? Tú lo has hecho —repliqué.
—¡De verdad, Faith! Contéstame. ¿Te has acostado con él?
—Muy bien. Ya que lo preguntas: sí. —Y al decirlo sentí una punzada de placer sádico y algo muy parecido a la venganza—. Me he acostado con él —repetí—. Y fue genial, ya que lo preguntas.
—No lo he preguntado.
—Así que dime, ¿estás dispuesto a quedarte con los niños el jueves que viene?
—No, no puedo.
—¿Cómo que no puedes?
—Pues que no puedo. Que me es imposible, que no puede ser, que tengo otras cosas que hacer. En otras palabras, que estoy ocupado.
—¿En qué?
—Pues en la conferencia de ventas de Bishopsgate, para que lo sepas. Voy a estar en un hotel de Warwickshire arengando a las tropas. Comprenderás que es bastante importante, sobre todo porque tengo un contrato de prueba y de momento me están vigilando de cerca. Así que lo siento, de verdad, pero no es posible. Y aunque me hubieras avisado con tres meses de antelación, lo cual es imposible porque hace tres meses todavía estábamos felizmente casados y tú no tenías ninguna intención de ir a Glyndebourne y mucho menos de tirarte a otro tío, pues eso, que aunque me hubieras avisado con tres meses de antelación te habría dicho que no. Lo siento, Faith, pero no puedo. ¿Por qué no te conformas con oír el CD?
—No digas tonterías, Peter. Me gustaría mucho ir.
—Pues tendrás que pagar a una niñera. ¿Se lo has preguntado a mi madre?
—No, por lo de la tienda.
—¿Y a tus padres? Ahora que los niños están casi criados tal vez no les importe quedarse con ellos de tarde en tarde. Bueno, eso si los pillas en casa, claro.
Lo cual no fue posible, por supuesto. No es posible nunca. Lo intenté, pero no hubo respuesta. Tenía la vaga idea de que estaban observando pájaros en Tobago, o remando en canoa en Colorado. ¿O era que estaban navegando por las Seychelles en su Indian Ocean Odyssey? La verdad es que no lo sabía. Pero justo cuando iba a llamarlos otra vez sonó el teléfono y me llevé una sorpresa: era mi madre.
—¿Qué tal estás, cariño? —me preguntó sin aliento.
—Bueno… así así —comencé—. La verdad es que me alegro de que me llames porque quería saber si papá y tú podríais…
—Espera, Faith, que se acaban las monedas. ¡Gerald! ¡Necesito otros cincuenta peniques! Gracias. Perdona, cariño, es que estamos en el aeropuerto de Heathrow, a punto de embarcar, así que no puedo hablar mucho tiempo.
—¿Y adónde vais ahora? —pregunté con cansancio—. ¿Pero no acababais de llegar?
—A ver ballenas. En Noruega.
—¿Pero no estuvisteis el año pasado en Cape Cod, viendo ballenas?
—Sí, pero eran distintas, cariño. Se ve que las de Noruega dan unos saltos increíbles en el agua. Luego nos vamos quince días a Laponia, a cuidar renos.
—Ah, qué bien.
—Sí. Y lo mejor es que ya no hay radiactividad.
—Estupendo.
—Hace mucho tiempo que no hablamos, Faith. ¿Alguna noticia en particular?
—Sí. Ya que lo preguntas, Peter y yo nos divorciamos.
—¿Ah, sí? ¡Gerald, no pierdas de vista las maletas!
—De hecho ya se ha ido de casa. Ahora vive en Pimlico, no muy lejos de su nuevo trabajo. Es director ejecutivo de Bishopsgate. Pero yo tengo novio. Se llama Jos…
—¿Sí?
—Y es un gran escenógrafo.
—Magnífico.
—Y la semana que viene me va a llevar a Glyndebourne.
—Qué suerte.
—Peter está con Andie.
Mi madre soltó una exclamación.
—No, no, mamá. Andie es una mujer.
—Ah, menos mal.
—Bueno, los niños se lo han tomado todo con mucha filosofía.
—Estupendo. Matt es un niño muy listo, ¿verdad? —comentó con orgullo—. Le va de maravilla.
—Sí. Katie también. Pero estoy un poco preocupada por Graham.
¡Ding-dong!.
—Ah, nos llaman a la puerta de embarque. Tengo que dejarte, cariño. ¿Dices que estás preocupada por Graham?
—Sí. No se ha tomado muy bien lo del divorcio.
Y es verdad. Se le ve muy alicaído. Se le nota en muchos detalles. Por ejemplo, cuando un perro se va a tumbar, normalmente describe unos círculos, ¿no? No me pregunten por qué, pero es verdad. Pues bien, Graham se pasa una eternidad dando vueltas y vueltas, y luego se tumba con un gran suspiro. Además, se pasa muchísimo tiempo mirando por la ventana. Lo sé porque deja la marca del morro por todo el cristal. Otra cosa: se pasa el rato intentando cazar moscas, lo cual le da un aire vagamente imbécil. Y no está relajado y tranquilo como antes. En los ocho días que han pasado desde que hablé con mi madre ha empeorado. Lo noté otra vez el jueves por la tarde, mientras esperaba a Jos. Lily había tenido el detalle de ofrecerse para cuidar de los niños, e iba a llegar a las dos. Jos me recogería en su coche a las dos y cuarto. El trayecto hasta Glyndebourne dura unas dos horas. Luego tomaríamos unas copas en el jardín; la ópera empezaba a las cinco. Lily estaba loca de emoción con todo el asunto y había sido una enorme ayuda. No solo se ofreció de inmediato para cuidar a los niños —incluso se tomó la tarde libre para eso—, sino que además me prestó un vestido precioso de seda de Armani, largo hasta el tobillo, color rosa pálido, con una estola a juego. Yo estaba tan nerviosa que me arreglé demasiado temprano, como hacía cuando era pequeña. Así que para pasar el tiempo se me ocurrió hacerle una pruebas de obediencia a Graham.
—¡Sentado! —le ordené en la cocina. Para mi sorpresa, Graham se me quedó mirando con expresión desafiante—. ¡Sentado! —Nada—. ¡Siéntate! ¡Abajo! —Graham bostezó—. ¡Sentado!
Matt alzó la vista del periódico.
—Graham —dijo muy serio—, sentado. —Nada—. Sentado. —Nada—. Siéntate, por favor —pidió.
Graham bajó despacio el trasero hasta el suelo.
—Nunca se lo habíamos tenido que pedir por favor —observé—. Por lo general es muy obediente. Últimamente está bastante terco.
—Simplemente está poniendo a prueba los parámetros de tu autoridad, mamá —explicó Katie, que estaba echando comida en la pecera de Siggy—. Es un comportamiento habitual en niños durante un divorcio. Habiendo un solo progenitor al cargo, los hijos comienzan a salirse de los límites, básicamente probando suerte. Menos mal que no es más que una etapa.
—Yo no estoy de acuerdo con ese análisis —replicó Matt—. Yo diría que Graham está deprimido sencillamente porque sabe que va a venir Jennifer Aniston. Él la considera una bruja.
—Pues yo no sé qué le pasa —dije—. Ojalá se animara un poco. Graham, cariño. —Le acaricié las sedosas orejas—. No querrás que Jos piense que eres un cachorrito malo, ¿verdad? Que ya tienes tres años y eres mayor.
—Mamá, no le hables así —advirtió Katie—. Graham es un perro, no un niño.
—¿Has oído eso, Graham? —pregunté con una mueca—. Tu hermana mayor cree que eres un perro.
—Es un perro —insistió Katie.
—No es… un perro. Me parece que eso es muy injusto.
—¡Es un perro, mamá! Es un perro. Sin embargo —añadió suavizando la voz—, es un perro con una inteligencia y un grado de comprensión casi humanos, así que tienes razón al preocuparte por su salud mental. Es el divorcio —explicó—. Se siente vulnerable. Puede que hasta se sienta culpable, como si la ruptura fuera culpa suya. Básicamente está confuso —concluyó—. Tal vez deberíamos llevarle a un psicólogo canino.
De pronto oímos la voz cristalina de Lily.
—¡Holaaaaaa! ¡Abrid! —gritó—. ¡Ya estamos aquí! Las niñeras han llegado. ¡Cariño, estás divina! —exclamó nada más entrar—. ¡Ay, sí! Ese vestido es un sueño. Faith, ¿qué miras?
—No, nada —mentí. De hecho me había quedado mirando a Jennifer, que llevaba una diminuta camiseta en la que ponía «¡Preciosa!», y una gorra de béisbol de rayas y estrellas. Las orejas, que le llegan al suelo, salían por dos aberturas a ambos lados de la gorra.
—¿Verdad que es un conjunto preciooooso? —dijo Lily encantada—. Lo compramos en Crufts y Jennifer ha querido ponérselo especialmente hoy, ¿verdad, cariño? Pensaba que podríamos ir al parque —resolló—. Siempre que Graham no sea demasiado bruto.
—No, de hecho está bastante alicaído. Ha perdido su alegría habitual. Creemos que está deprimido por el divorcio.
—Pues yo desde luego no —saltó Lily—. Vaya, quiero decir que lo estoy superando —se corrigió—. Es verdad que es muy triste, pero en fin, la vida continúa. Vamos a ver, ¿dónde está ese novio tan encantador que te has echado? ¡Me muero de ganas de conocerle!
Dos minutos más tarde se cumplió su deseo. Se oyó el ruido de un coche, luego unos pasos en el camino y por fin Jos apareció en el recibidor. Parecía un dios. No, un dios no, un ángel. Sí, eso es. Su pelo rubio se ondulaba suavemente sobre el cuello de su chaqueta. Irradiaba una especie de calor magnético, como un fuego lejano en una noche helada. Estaba tan guapo que casi me desmayo de deseo.
—Gracias, Dios —recé—. Muchísimas gracias por enviarme a Jos.
Lily estaba fuera de sí cuando le estrechó la mano.
—No sabes cómo me alegro de conocerte —decía—. ¡He oído hablar tanto de ti! Y muy bien, por cierto. Tienes que dejar que te hagamos una entrevista para el Moi! —añadió con entusiasmo—. Nuestras páginas de arte son las mejores.
—Muchas gracias, Lily —contestó él—. Yo también he oído decir maravillas de ti. Y me encanta tu revista. Es muchísimo mejor que el Vogue.
A estas alturas Lily ya le había dado un diez.
—Y tú eres Katie, ¿no? —Jos le dedicó una sonrisa encantadora.
—Sí —replicó ella con un sofisticado aire de indiferencia.
—Y supongo que tú eres el genio, Matt.
—Hola —dijo Matt, que se había puesto como un tomate.
Jos nos sonrió a todos, irradiando belleza y encanto.
—¿Dónde está Graham? —preguntó por fin.
¡Vaya! Era verdad, ¿dónde estaba Graham? Había desaparecido. Matt fue por él y volvió al cabo de un momento, arrastrándolo por el collar. Graham traía una expresión de miedo y desdén que normalmente reserva para el veterinario.
—Graham, di hola a Jos —le animó. Jos fue a acariciarlo, pero Graham enseñó los dientes y le dio un leve mordisco.
—¡Ay! —exclamó Jos, sacudiendo la mano. Pareció consternado, luego irritado, pero por fin se echó a reír—. Es culpa mía. Le habré asustado.
—No, no es verdad —repliqué—. ¡Graham! Eso ha estado muy mal. Mamá está muy, muy enfadada contigo. —El pobre se encogió—. Lo siento, Jos. ¿Quieres una tirita? —Él negó con la cabeza—. Graham suele ser muy bueno, pero últimamente está un poco… confuso.
—No, no está confuso, mamá —terció Katie—. Está celoso.
—¿Celoso?
—Sí, de Jos.
—¡Ja ja ja! ¡Ay, cariño! ¡Qué tontería! A Katie le encanta psicoanalizar a todo el mundo —expliqué—. Así que ten cuidado, Jos, porque como te descuides la va a tomar contigo. ¿A que sí, Katie?
—Que no os quepa duda —replicó ella.
Entonces se produjo uno de esos silencios embarazosos, hasta que Jos sonrió y dijo:
—A mí también me interesa bastante la psiquiatría. De hecho soy amigo de Anthony Clare.
—¡Vaya! —exclamó Katie, encendiéndose como unos fuegos artificiales—. Yo creo que es genial, aunque no estoy de acuerdo con sus teorías sobre Freud.
—¿Te gustaría conocerle? Si quieres te lo presento.
A Katie se le salían los ojos de las órbitas.
—Me encantaría.
—Pues ya lo arreglaré —contestó él con una sonrisa. A continuación cogió mi cesta de picnic y nos despedimos.
—Estás preciosa —me dijo mientras salíamos de Chiswick en su MGF descapotable. Me acarició la rodilla.
—Tú también. Estás guapísimo. —Le miré el dedo un momento. Gracias a Dios Graham no le había hecho sangre—. Siento mucho lo de Graham.
—Bah, no te preocupes. Me alegro de que no tuviera un arma.
—Es que últimamente no es el de siempre —expliqué—. No sé qué le pasa.
—Yo sí. Katie tiene razón. Está celoso, y es comprensible, porque te quiere y sabe que yo también te quiero.
El corazón me dio un brinco e hizo un triple mortal. Me quedé sin aliento, mareada, en éxtasis. Es una costumbre de Jos: de pronto me dice algo que me corta la respiración. Con Peter nunca pasaba, pensé, pero es que Peter no es muy romántico. Aunque ahora comenzaba a preguntarme si sería romántico con Andie. Tal vez… Pero alejé esos pensamientos, porque sabía que estaba superando el bache. Lily tenía razón al decirme que iba a salir adelante.
Nos dirigíamos hacia Sussex y yo me sentía como en un sueño. Mientras circulábamos entre el tráfico me sorprendí mirando su hermoso perfil. Él se volvió hacia mí y me cogió la mano. A mí no me hubiera importado no llegar nunca a Glyndebourne. Simplemente estar allí en el coche con él era maravilloso.
Pronto dejamos atrás las contaminadas arterias del sureste de Londres y nos encontramos en los estrechos caminos de Sussex. El paisaje era verde como una ensalada. Los perifollos estaban altos en los setos y los árboles se vestían de color lima pálido. Los enormes castaños ondeaban sus flores rosadas y blancas en la ligera brisa veraniega. Pasamos bajo un traslúcido túnel de hayas y de pronto nos encontramos en una caravana de Bentleys, Mercedes y Rolls.
—Bienvenida a Glyndebourne —dijo Jos.
Enfilamos un largo camino flanqueado de árboles y aparcamos. Al bajar del coche miré a mi alrededor. Era como estar en una película. Hombres de esmoquin, con faja y todo, que parecían relucientes cuervos, y mujeres orgullosas en sus vestidos de alta costura o envueltas en sedas, caminando con elegancia por el césped. A lo lejos las ovejas blancas moteaban los campos.
—Lo que vamos a hacer es buscar un buen sitio para el picnic, tomar unas copas y luego cenar durante el intervalo, a las seis y media —propuso Jos.
Así que cogimos la cesta y la manta y echamos a andar por el jardín. Pasamos junto a los parterres de rosas y el estanque de lirios y me quedé sin aliento al ver la hermosa casa isabelina, con sus ventanas enmarcadas por la glicinia. El ladrillo rojo relucía broncíneo bajo el sol de la tarde. Las ovejas pastaban con total indiferencia. Por fin extendimos la manta junto al muro hundido.
—Esto es una cerca hundida —explicó Jos, abriendo una botella de Krug—. Su propósito es proteger a las ovejas de los asistentes a la ópera.
—Ya.
—Lo siento, pero el Krug no es gran reserva. Yo solo tomo gran reserva en ocasiones muy, muy especiales.
Yo sonreí. Aquello era bastante especial para mí.
—¿Qué tiempo vamos a tener? —preguntó. Yo miré el cielo.
—Buen tiempo —contesté encantada—. Con largos intervalos soleados.
Estuvimos allí bebiendo champán y tomando canapés de salmón ahumado, hasta que oímos un timbre a lo lejos.
—Esto es otro mundo —susurré mientras caminábamos de la mano hacia la casa.
—Desde luego.
—… no, estoy con Rothschilds.
—¿… irás a Ascot este año?
—… los dos pequeños están en Radley.
—… sí, sí, Mozart es soberbio.
Cuando la orquesta terminó de afinar, las luces se redujeron y del público surgió un susurro reverencial.
Me encanta esto, pensé mientras se alzaba el telón. Jos me había cogido la mano con las dos suyas y notaba cómo su cuerpo se movía suavemente con cada respiración. La ópera era en italiano, pero yo había leído la sinopsis en el Kobbé de Peter. Me parecía una historia bastante tonta, llena de trucos y engaños. Dos hombres disfrazados cortejan mutuamente a sus novias para probar su fidelidad, y todo para ganar una apuesta con su cínico amigo, don Alfonso. La verdad es que era una cosa del todo increíble, porque las dos chicas son incapaces de reconocer a sus propios novios, con los que han hablado solo cinco minutos antes, ¡y todo porque vienen disfrazados de albaneses! El caso es que las mujeres se resisten fielmente a sus proposiciones, pero entonces los hombres recurren a trucos bajos. Fingen que han tomado veneno y que solo se salvarán de morir si las mujeres se entregan. Al final ellas ceden. Pero es de lo más injusto, porque los hombres las han engañado para que sean infieles y encima tienen la cara dura de enfadarse con ellas. Para mí el personaje más interesante era Despina, la criada de las mujeres. Es una persona bastante turbia, porque aunque parece amable y leal, en realidad no lo es. La verdad es que lo manipula todo desde fuera. «¿Cómo puede hacerles eso a las chicas? —pensé—. ¿Cuál será su motivo oculto?». Así que, para ser sincera, la ópera me pareció más inquietante que graciosa. Aunque luego decidí que en realidad el guión no importaba, porque la música era sublime. Por fin bajó el telón en el intervalo con una lluvia de aplausos, y todos volvimos a salir al jardín.
—… mejor que Birthwhistle, ¿eh?
—… bueno, a mí me gusta la ópera moderna siempre que no se pase.
—¿… no es ése el duque de Norfolk?
—… este año iremos otra vez a Cap Ferrat.
—… el servicio es deplorable. ¡Deplorable!
—… no, yo estoy con Merril Lynch.
—¿Josías?
Él se frenó en seco. Una mujer muy atractiva, de unos veinticinco años, se le había parado justo delante.
—¡Cuánto tiempo! —exclamó con una curiosa expresión de desafío.
—Sí —contestó él y, aunque sonrió cortésmente, no pareció nada contento.
—¿Cómo estás? —preguntó la chica, cerrándose la estola de terciopelo en torno a sus esbeltos hombros.
—Bien, bien. ¿Y tú?
—Yo estupendamente. Trabajando en Opera North.
—Ah, qué bien. —Yo creí que Jos nos presentaría, pero no lo hizo—. Bueno, me alegro de haberte visto, pero no quisiera interrumpir tu picnic. —Con estas palabras Jos me cogió del brazo y echó a andar.
Al salir al césped la chica nos gritó:
—Me han dicho que estás colaborando en una producción muy interesante.
Jos se volvió hacia ella. Yo noté un pequeño espasmo muscular en la comisura de su boca.
—Sí, es verdad. Bueno, me alegro de verte, Debbie. Adiós.
Volvimos a donde habíamos dejado la manta y tomamos una copa de champán. No sé por qué, pero después de aquel encuentro el Krug ya no sabía tan bien.
—Jos —comencé, mientras sacaba los platos de la cesta—, ya sé que no es asunto mío, ¿pero quién era esa chica? Parecía un poco… hostil.
—Es verdad. —Jos suspiró irritado y se quedó callado un momento. Era evidente que no quería hablar del tema, y tal vez había sido un error preguntarle.
—Lo siento —dije—. No quería ser indiscreta.
—No, no pasa nada —contestó con otro suspiro—. No me importa contártelo. Es una joven diseñadora —explicó mientras yo le pasaba un trozo de pollo ahumado—. Una vez le di trabajo. Se trataba de pintar una escenografía. Pero el caso es que es muy ambiciosa. Cuando se enteró de que iba a hacer Madame Butterfly en el Opera House me escribió diciendo que quería ser mi ayudante. Pero yo no creo que dé la talla, así que le dije que ya tenía ocupado el puesto y no le di más vueltas. Es evidente que no me ha perdonado.
—No importa, cariño. —Le pasé una servilleta de papel.
Su explicación era un alivio, porque empiezo a sentirme bastante posesiva con Jos y me preocupaba que la chica fuera una ex. Pero no habían tenido más que una relación profesional.
—Mi trabajo es bastante peliagudo, Faith. Me gusta ayudar a los jóvenes talentos, pero no estoy dispuesto a dar trabajo a nadie a menos que sea un primera clase.
—Lo entiendo —respondí, pasándole la ensalada de patata—. Vamos a olvidarlo, ¿quieres?
Y aunque no volvimos a mencionar el tema, una ligera sombra cayó sobre nosotros. Durante el segundo acto miré un par de veces a Jos y me pareció que todavía estaba un poco tenso. Pero por fin me concentré en la ópera y me quedé sorprendidísima con el final. En la sinopsis se sugería que había un final feliz en el que los hombres perdonan a sus prometidas por ceder a las proposiciones de los albaneses y que la cosa acaba en boda. Pero no fue así en absoluto. Cuando las mujeres descubren el engaño se ponen furiosas. Les tiran a la cara los anillos de compromiso y salen del escenario llorando.
—Así que no era un final feliz —comenté mientras volvíamos al coche.
—No. Supongo que han dejado entrometerse a la vida real. —Parecía bastante alicaído.
—¿Todavía estás pensando en esa chica? —pregunté con suavidad. Intenté leer su expresión, pero las luces teñían su cara de gris y ámbar—. Espero que no estés preocupado.
—Un poco. Puede que intente buscarme problemas.
—¡Claro que no! Además, ¿cómo iba a poder? Tienes una reputación. Eres un gran diseñador, Jos, y todo el mundo lo sabe. —Él se volvió hacia mí en la penumbra y sonrió agradecido—. La gente siempre tiene envidia de las personas con talento, como tú. Siempre querrán cortarte las alas.
Al llegar a casa nos encontramos a Lily dormida con un vídeo de Friends, con Jennifer Aniston roncando junto a su pecho.
—La bella y la bestia —comentó Jos con una sonrisa—. Ha sido un detalle que se ofreciera para hacer de niñera.
—Sí. Siento que no puedas quedarte —dije, echando un vistazo a Graham, que estaba tumbado en el escalón.
—Ya sé que no puedo quedarme. En primer lugar porque Graham no me dejaría subir, y en segundo lugar porque tienes que levantarte dentro de tres horas y media para ir a trabajar. —Me dió un beso y un abrazo—. Pobrecita. Mañana vas a estar agotada.
—¡Pero contenta!
—Te veré en la tele —aseguró. Me besó de nuevo y se marchó.
Lily se había despertado y estaba recogiendo sus cosas bostezando. Le di las gracias y me despedí.
Los niños se habían acostado hacía horas, pero me sorprendió ver luz por debajo de la puerta de Matt.
—¡Matt! —exclamé con voz queda. Estaba sentado a su mesa en pijama—. ¡Te vas a quedar ciego con tanto ordenador!
—¿Qué? —Me miró pestañeando un instante y se volvió hacia la pantalla.
—¿Qué haces? Es la una menos cuarto. Solo tienes doce años, jovencito. —Me asomé a mirar por encima de su hombro mientras él tecleaba.
—No es nada. Es una sala de chat.
—¿Chat? No me gusta que te metas en ningún chat. Puedes encontrar todo tipo de pervertidos.
—No; es un chat especial.
—¿De qué habláis?
—Bueno, sobre todo de noticias internacionales. China, Taiwán, la Opec, la futura dirección de la industria británica, esas cosas…
—Ya. Bueno, todo eso me parece muy bien, pero quiero que lo dejes ahora mismo. —Me enderecé y me fijé en las paredes. Las estanterías estaban vacías—. ¿Dónde están todos tus juegos de ordenador?
—Ah. Esto… ya no los tengo —contestó, apagando la pantalla.
—¿Cómo, ninguno? Pero si tenías casi cien.
—Ya. Es que… me aburrían.
—¿Incluso el de Venganza Zombi y Chu-chu Rocket?
—Sí, mamá, estaba harto. He jugado con ellos millones de veces.
—Ya. ¿Y qué has hecho? ¿Los has regalado?
—Sí. Sí, eso es.
—¿A alguna tienda de caridad?
—Sí, eso.
—Ah. Pues eran muy caros, hijo. Nos costaron mucho dinero. ¿Y tú los has regalado sin más?
—Sí.
—Pues no me hace mucha gracia. Podrías haberlos vendido en alguna tienda de segunda mano. Te habrían dado bastante. —Matt se encogió de hombros—. Sí, cariño, te lo podías haber pensado un poco.
Pero no pude enfadarme demasiado. Había pasado una velada maravillosa. Las cosas iban bien, y en todo caso Matt había tenido buena intención.
—Bueno, la verdad es que has sido muy generoso, porque los juegos valían bastante.
—Sí, lo sé.
Le di un beso de buenas noches, apagué la lámpara de la mesilla y me volví para marcharme.
—Mamá —me llamó desde la oscuridad.
—Dime.
—¿Te ha gustado la ópera?
—Sí, gracias, cariño. Me ha gustado mucho. Aunque la historia era un poco rara.
—¿Y te gusta Jos, mamá?
—¿Que si me gusta Jos? Pues sí. ¿Y a ti?
Se produjo un momento de silencio.
—No lo sé —susurró por fin—. Supongo. Parece… muy simpático.