Yo no voy mucho a la iglesia. Tal vez para compensar los años que pasé en el St Bede, cuando íbamos a misa todos los días. Sí, celebrábamos misas a montones, de sobra para toda la vida. Pero aunque ahora no practico tanto, tampoco puedo dejarlo del todo. Una vez eres católica, lo eres para siempre, como reza el dicho. Y es verdad. Aunque hace más de diez años que no me confieso. La verdad es que no sabría qué decir. Cuando era pequeña me encantaba. Me gustaba salir del confesionario sintiéndome espiritualmente limpia. Las monjas nos enseñaban que nuestras almas eran como camisas muy blancas, que se manchaban con el uso diario. Nos explicaban que los pecados veniales eran manchitas como de rotulador, huevo frito o café. Pero los pecados mortales eran manchurrones enormes, como de ketchup, pintura negra o aceite. Decían que confesar era como meter nuestras almas en la lavadora. Una vez Lily preguntó si había que poner el ciclo de agua fría o caliente, y la obligaron a escribir doscientas veces: «No debo hacerme la graciosa». Pero las demás sí creíamos que después de la confesión nuestras almas estarían limpias y relucientes. A mí todavía me gusta pensar que es verdad. A veces me dan tentaciones de cometer algún pecado gordo y luego confesar solo por el gusto de sentirme absuelta. Pero no, no soy muy buena católica. Ya digo que voy muy poco a misa, aunque en Navidad y Semana Santa, no falto. Y puesto que Peter se quedaba con los niños y Graham el día de Pascua, llamé a Lily para ver si quería venir conmigo.
—Podríamos ir a la catedral de Westminster —propuse.
—Gracias, pero no. Ya he quedado para ir a Holy Trinity Brompton.
—Pero si es una iglesia anglicana —dije sorprendida.
—Eh… Sí. Es que creo que en el fondo soy protestante.
—¡Ya sé por qué vas! —Me eché a reír—. Piensas que habrá hombres atractivos.
—¡Faith! —exclamó horrorizada—. ¡Mira que te has vuelto suspicaz! Claro que es verdad que el vicario es bastante mono. —Se la oía mascar una zanahoria—. Pero el caso es que tienen una guardería donde puedo dejar a Jennifer Aniston.
De modo que el domingo de Pascua fui sola a la iglesia. Decidí ir a la de mi barrio, St Edward’s, en Chiswick High Road. A las diez y media me encontraba sentada en un banco de la derecha, percibiendo el penetrante y familiar aroma católico de incienso, cera y polvo. Miré el enorme crucifijo, las imágenes y las llamas de las velas votivas, y me puse a pensar en lo que me había pasado los últimos tres meses.
«El Señor esté con vosotros», dijo el sacerdote. Vamos, que en enero era una mujer felizmente casada. «Y con tu espíritu». Tres meses más tarde soy una mujer traicionada, en el camino del divorcio. «Oremos». Mientras agachábamos la cabeza para reflexionar sobre el milagro de la Resurrección, me pregunté si mi matrimonio podría resucitar, aunque lo dudaba mucho. Porque Andie estaba en medio ahora, en nuestro matrimonio. Y tres es multitud. En todo caso, la vidente me había dicho que me divorciaría. Aquello era un auténtico lío. Cuando nos levantamos para rezar el Credo tuve que hacer un esfuerzo de concentración.
«Creo en un solo Dios…». Quiero decir, ¿de qué sirve ir a la iglesia si una tiene la mente en otras cosas? «Padre Todopoderoso…». Aunque no dejaba de preguntarme con qué frecuencia vería Peter a la bruja aquella. «Creador del cielo y de la tierra…». No le he preguntado porque, francamente, no quiero saberlo. «De todo lo visible y lo invisible…». Pero una cosa es segura: Si él se ve con ella, yo también tengo derecho a quedar con otra gente. «Creo en un solo Señor Jesucristo, hijo único de Dios…». Y pensé en lo mucho que me apetecía ver a Josías. «Nacido del Padre antes de todos los siglos». En este momento está trabajando en Manchester. «Dios de Dios, Luz de Luz…». Y por eso no me había devuelto la llamada… «Dios verdadero de Dios verdadero…». Pero en cuanto oyó mi mensaje en el contestador, me llamó desde allí. «De la misma naturaleza del Padre…». Ya lo sé: ¡Increíble! «Por quien todo fue hecho». Es evidente que sabe lo que se hace. «Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo…». Tiene un aspecto divino. «Y se hizo hombre». Sí, es un hombre muy atractivo. «Por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilatos». ¿Habrá estado casado? «Padeció y fue sepultado». Seguramente. «Y está sentado a la derecha del Padre». ¿Tendrá hijos? «Una misma adoración y gloria». Seguro que sería muy buen padre. «Creo en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica…». Tiene unos ojos grises preciosos. «Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados…». Y una sonrisa maravillosa. «Espero la resurrección de los muertos…». Me siento muchísimo mejor desde que me llamó. «Y la vida del mundo futuro. Amén. Y ahora vamos a la lectura del Antiguo Testamento», prosiguió el sacerdote, mientras nosotros nos sentábamos.
De pronto me incorporé de un brinco. ¡No me lo podía creer! Era sobre Josías.
«Josías reinó durante treinta y un años en Jerusalén. —Era otra señal, pensé sin aliento, inclinándome en mi banco—. Josías hizo lo recto en ojos de Jehová… sin apartarse a la diestra ni a la siniestra».
El pasaje contaba qué gran rey había sido Josías, y cómo destruyó los ídolos y estatuas de los israelitas y cómo, por desgracia, tuvo que matar también a unas cuantas personas. Y en el sermón el sacerdote explicó que Josías era la fuerza de la renovación y que había convertido a la fe a los que eran espiritualmente infieles. Y entonces pensé que Dios definitivamente estaba intentando decirme algo. Yo había sido víctima de una infidelidad y ahora Josías iba a sanar mi dolor. Pero antes de la comunión, cuando nos dábamos la paz unos a otros, volví a pensar en Peter. «Que la paz sea contigo», nos decíamos. Así es como ando normalmente estos días, como la máscara de Jano, mirando adelante y atrás a la vez. «Que la paz sea contigo», murmurábamos, mientras nos dábamos la mano con timidez. «Que la paz sea contigo». ¿Podría salvarse mi matrimonio? No lo sé. No lo sé.
A las siete de esa misma tarde tuve una idea bastante aproximada de las posibilidades. Los niños volvieron con unas elegantes bolsas de plástico, las cuales albergaban los huevos de Pascua más enormes que he visto en mi vida. Eran de Godiva y debían de haber costado una fortuna. Hasta Graham tenía un paquete gigantesco de chocolatinas para perro.
—Vuestro padre ha tenido todo un detalle con los huevos de Pascua —comenté mientras preparaba la cena.
—No, si no son de papá —contestó Katie.
—¿Ah, no?
—No —dijo Matt, mientras quitaba la cinta de terciopelo del suyo—. Nos los dio Andie.
—¿Andie? —Apenas pude pronunciar su nombre.
—Sí, Andie. La hemos conocido hoy.
—¡Ya! —exclamé furiosa—. ¿Y dónde la habéis visto, si puede saberse?
—En el piso de papá —explicó Matt—. Y si estos huevos te parecen grandes, ¡deberías haber visto el que le regaló a él!
—¿En el piso de papá? —salté.
Esa arpía intentaba corromper a mis hijos. Por un momento me la imaginé paseándose medio desnuda ante ellos.
—No te preocupes, mamá —terció Katie—. No estaban haciendo nada. Ella ni siquiera había sido invitada. Simplemente se pasó por casa para darnos los regalos.
—¿Y eso por qué, si ni siquiera os conocía?
—Para comprarnos, por supuesto —explicó Katie con paciencia—. Digamos que son sobornos. Es el clásico comportamiento de la aspirante a progenitor adoptivo —prosiguió, partiendo un buen trozo de chocolate—. Los compañeros potenciales intentan congraciarse con los hijos de su objeto del deseo para vencer su hostilidad natural y ganar su aceptación. Pero no te preocupes, mamá —añadió alegremente—, que esto no va a romper el hielo con Matt ni conmigo.
—Y mucho menos con Graham —dijo Matt con desdén—. ¡A él no le ha dado siquiera chocolate de verdad!
—¡No pienso permitir que mezcles a Andie con los niños! —exclamé en cuanto llegamos a la conciliación, tres días después. Era una casa alta y estrecha en Wimpole Street—. ¡No te atrevas a involucrarlos de nuevo!
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles? —preguntó amablemente la recepcionista.
—Mira, Andie se presentó sin avisar —explicó Peter con cansancio—. No sabía que iba a venir.
—Ya es suficientemente malo que estés viendo a esa… a esa arpía, para que ahora tengas que meter en eso a los niños y a Graham.
—¿Tienen ustedes hora?
—Yo no los he metido en nada —protestó Peter.
—¡Exponerlos a ella de esa manera!
—Andie no es una enfermedad, ¿sabes?
—¿Puedo ayudarles?
—Los has dejado emocionalmente confusos.
—No están confusos.
—¡Desde luego que lo están! —mentí—. Estaban… traumatizados cuando llegaron a casa.
—¡No digas tonterías!
—¿Cuál es su nombre, por favor?
—No me gusta que la veas.
—¿Y por qué no iba a verla? —exclamó él—. ¡Al fin y al cabo me has echado de casa!
—Vale, es verdad. Pero si sigues saliendo con ella, y eso es evidente, ¿por qué querías que intentáramos una reconciliación, eh?
—Porque… porque… ¡Ay, yo qué sé! No sé qué va a pasar —saltó él, mesándose el pelo.
—Ya —dije sarcástica—. Tú lo que quieres es tenerlo todo seguro, ¿no? Pues te advierto una cosa: no se puede nadar y guardar la ropa.
—Esto, perdonen…
—¡Sí! ¿Qué pasa? —gritamos los dos al unísono.
—¿Me pueden decir su nombre, por favor?
—Ah. Señor y señora Smith.
—¿Es su nombre auténtico?
—Sí.
—¿Y están aquí para intentar salvar su matrimonio?
—Así es.
—Bien. La señora Strindberg los recibirá en diez minutos. Tomen asiento en la sala de al lado.
La espaciosa sala de espera estaba decorada con reproducciones de antigüedades y jarrones llenos de desvaídas flores secas. En las sillas dispuestas contra las paredes había seis parejas, con los labios fruncidos y las caras largas. Una cierta sensación de vergüenza flotaba en el ambiente. Para distraerme me puse a hojear las revistas, aunque casi todas estaban pasadas de fecha: el número del Chat de «gane un divorcio», el Moi! de diciembre. Fui a coger el Marie Claire y al alzar la cabeza, ¡madre mía!, vi a Samantha y Ed, que viven en nuestra misma calle. ¡Dios! ¡Y yo que pensaba que eran la pareja perfecta! Habíamos coincidido en un par de fiestas. Me puse colorada. Qué vergüenza para ellos, pensé, que los vieran allí. Samantha me sonrió tensa y yo le devolví la sonrisa con toda la simpatía que permitía la situación, preguntándome si debería decir «me alegro de verte» o algo así. Pero en ese momento se oyeron unas voces provenientes de la puerta a nuestra izquierda, en la que rezaba ZILLAH STRINDBERG. Era evidente que el ambiente se estaba caldeando al otro lado. Al principio solo se entendían palabras sueltas: «reconciliación… qué estupidez… venga ya… ¡tonterías!… intentarlo… para qué…». Vaya, era evidente que la pareja no se estaba reconciliando precisamente. Ahora que todo el mundo se había quedado en silencio, se oía bastante bien lo que decían:
—Hemos hablado mucho y las cosas parece que se están solucionando.
—¿Sí?
—Y hemos decidido que no vamos a divorciarnos.
—¿Qué?
—Sí. Hemos decidido seguir juntos —dijo una voz masculina.
—No me parece una buena idea.
—De verdad, señora Strindberg, hemos reflexionado largo y tendido.
—No sé de qué me habla.
—Y hemos decidido intentarlo otra vez.
—Eso ya lo he oído.
—Es que hemos dejado que los pequeños problemas se interpongan entre nosotros…
—Sus problemas no son pequeños y hemos perdido de vista lo más importante.
—¿Qué es lo más importante?
—Que todavía nos queremos.
—¡Eso no tiene nada que ver!
—Así que muchas gracias por su ayuda, pero vamos a seguir juntos.
—No, lo siento —dijo Zillah Strindberg, ahora con voz más estridente—, pero yo creo que deberían divorciarse.
—No, no queremos.
—Porque es evidente…
—De verdad, lo tenemos muy claro.
—… que son ustedes del todo incompatibles.
—No lo somos.
—Sí lo son.
—No lo somos. Nos llevamos muy bien.
—¡Lo siento! —casi gritó Zillah—. Pero yo no lo creo. De hecho estoy segura de que deberían separarse.
—Pero es que no queremos separarnos. Antes sí, pero ahora no.
—Miren, tal como yo lo veo…
De pronto se abrió la puerta y la pareja salió apresuradamente. Luego apareció Zillah Strindberg, visiblemente agitada, con las mejillas rojas. Se alisó el pelo, consultó su libreta y carraspeó.
—Señor y señora Smith —llamó con una sonrisa.
Peter y yo nos miramos y salimos disparados.
—Nos viene un gran frente nuboso —informaba el lunes en la tele.
«—Oye, Faith ha adelgazado mucho. Diez…».
—De modo que el día se presenta un poco sombrío.
«—Sí, está casi para echarle un polvo. Ocho…».
—Aquí en la imagen del radar…
«—Supongo que sabes por qué está tan delgada. Siete…».
—Vemos cómo avanzan estas lluvias de abril.
«—Tiene serios problemas con su marido. Seis…».
—De modo que las perspectivas son bastante inestables.
«—El tío se está tirando a una norteamericana. Cinco…».
—Sobre todo en Londres.
«—Tres. Así que ella le ha echado de casa. Dos…».
—Aunque podríamos tener alguna racha soleada.
«—Mi hermana se los encontró en la conciliación. Uno…».
—Pero no confíen mucho en ello.
«—Vive en su misma calle».
—Y eso es todo. Nos vemos a las nueve.
«—¿Alguna posibilidad de que se solucione?».
«—Cero».
—Gracias, Faith —dijo Sophie con una sonrisa encantadora—. Están ustedes viendo AM-UK! En este momento son las ocho y media, y vamos con los titulares de las noticias…
Desconecté mi micrófono. Estaba temblando. Dios mío, Dios mío, todo el mundo lo sabía. Y yo que había intentando ser discreta… Fui al despacho e intenté distraerme ordenando mi mesa. De todas formas me hacía falta; había pilas de faxes y memorandos y tres tazas sucias de café. El alga se había soltado del gancho y mi casita del tiempo estaba llena de polvo. Me la regaló Peter cuando conseguí el trabajo en la AM-UK! Hacía tres meses que lo intentaba, desde que salió la vacante. Los niños ya estaban en el colegio, así que me puse loca de contenta cuando me dieron el puesto. Entonces Peter me compró la casa del tiempo. Es como un chalecito suizo y dentro hay un hombre con los típicos pantalones cortos de cuero, y una mujer con traje tirolés. El hombrecito lleva un paraguas, y cuando va a llover, él sale y la mujer se queda dentro. Cuando la mujer sale y el hombre se queda, es que va a hacer bueno. Pero a veces, cuando hace lluvia y sol, los dos salen juntos. Hoy el hombrecillo había salido él solo, con su paraguas en ristre. «Es toda una metáfora», pensé sombría, mientras comenzaba a abrir el correo.
La primera carta era difícil de leer, porque estaba muy mal escrita. Pero no tardé en coger el tono general: «Tú te crees marabillosa, ¿berdad? —escribía Mark de Solihull—. Pues no lo eres». Vaya, justo lo que me faltaba, un imbécil analfabeto. «No tengo ninguna confianza en ti. Ni yo ni naide. Todo el mundo dice que eres una hinutil diciendo el tiempo y que siempre lo dices mal. Todo el mundo lo dice, en la cola del bus, en la del supermercao en el sine y en los bares. Todo el mundo lo dice, que Faith es una hinutil…». ¡Por Dios! Rompí la carta y la tiré a la papelera. Las otras, por lo menos, eran más halagadoras. La mayoría comentaba que había adelgazado.
«No adelgaces mucho más —aconsejaba la señora Brown de Stafford—. No queremos que parezcas Posh Spice». «Francamente, yo te prefería gorda», decía el señor Stephenson de Stoke. «Te queda bien el pelo largo —opinaba la señora Daft de Derby—. Pero yo en tu lugar no me lo cortaría escalado». «¿Cómo se forma el arco iris?», preguntaba Alfie de Hove, a sus diez años. «Siento que tengas problemas matrimoniales —escribía la señora Davenport de Kent. ¿QUÉ?—. Acabo de leerlo en el Hello! —proseguía su carta—. Así que he querido escribirte unas líneas. Yo me divorcié el pasado julio. Es un infierno, Faith, pero sé que lo superarás». Salí corriendo, con el corazón a cien por hora, hacia la mesa de producción y cogí la revista Hello! Allí, en la sección de noticias de famosos salía una foto mía con el titular: NUBARRONES DE TORMENTA PARA LA CHICA DEL TIEMPO. Pero ¿quién demonios les había dicho nada? «Faith Smith, de la AM-UK! está a punto de divorciarse de su marido Peter, editor, después de que él confesara una relación extramatrimonial. Según nuestras fuentes, Faith está destrozada y no alberga esperanzas para su matrimonio, a pesar de los intentos realizados en una consejería matrimonial. El nuevo puesto de Peter Smith como director de Bishopsgate puede verse en peligro, puesto que la compañía es propiedad de americanos pertenecientes al Cinturón de la Biblia y albergan puntos de vista muy estrictos con respeto a la vida privada de sus trabajadores».
Tiré la revista a la basura, volví a mi mesa y hundí la cara entre las manos. Mi vida estaba en un escaparate, a la vista de todo el mundo. «¿Quién les habría ido con el cuento? —me pregunté—. ¿Y por qué?». El Hello! no paga este tipo de información. Además, yo no soy una persona famosa, ¿a quién le iba a importar? Es que… ¡Pero claro! Por supuesto. Mira que soy tonta. Tenía que haber sido Andie, la muy bruja. Quiere estar bien segura de que Peter y yo nos separemos. No podía dejar que resolviéramos el asunto entre nosotros, sino que pretende darnos un empujoncito con los medios de comunicación. Esa arpía se había puesto en acción. Volví a leer el artículo. «Faith está destrozada…». «Yo no estoy destrozada», pensé mientras una lágrima caliente rodaba por mi mejilla. «Está desesperada…». «Yo no estoy desesperada», me dije. Las lentillas se me movieron. «De hecho estoy superando de maravilla este horror», pensé, dirigiéndome al servicio. Gracias a Dios no había nadie. Entré en un cubículo, me senté en el retrete y me puse a llorar como una cría. Respiraba entrecortadamente y tenía la cara caliente y mojada. Por fin tiré de la cadena, salí y vi que había alguien. Me coloqué bien las lentillas y la figura borrosa se hizo clara.
—¡Faith! —exclamó Sophie—. Eres tú. Se te oía llorar. ¿Qué te ha pasado?
—Nada —sollocé, acercándome al lavabo.
—Algo te pasa. ¿Cuál es el problema?
Yo no quería decir nada. Era demasiado personal.
—Anda, dime qué te pasa —repitió, mientras yo miraba en el espejo mi cara hinchada.
—Es que acabo de recibir algunas cartas muy desagradables de mis admiradores.
—Ah. Bueno, a ti por lo menos te escriben —replicó ella alegremente—. A mí no me llega ni una carta. Pero no creo que valga la pena llorar por eso. ¿Seguro que no te pasa nada más?
—No, no, no. Es que… Bueno, ya sabes cómo nos afecta este horario que hacemos aquí. Todos los problemas parecen mayores.
—Sí, ¿pero qué pasa, Faith? A lo mejor puedo ayudarte. —Me puso la mano en el brazo y yo me la quedé mirando, con un sollozo atascado en la garganta y los ojos llenos de lágrimas.
—Es que voy a divorciarme —gemí por fin. Sophie asumió una expresión comprensiva, pero no de sorpresa. Ya lo sabía, era evidente. Era obvio que todo el mundo lo sabía—. Pero no lloro por eso, sino porque acabo de ver un artículo en el Hello! Y al verlo así, escrito en una revista, de pronto me ha parecido real. ¡Está en la prensa! No te imaginas cómo duele.
—Sí lo imagino. A mí me aterrorizaría ver expuesta mi vida privada. ¡Madre mía! —exclamó con una risita—. ¡Conmigo se iban a poner las botas!
—Me voy a divorciar —sollocé, con la cara surcada de lágrimas.
—Faith. —Sophie me rodeó los hombros con el brazo—. ¿De verdad tienes que divorciarte?
Yo bajé la vista. ¿Tenía que divorciarme?
—Sí.
—¿Por qué? ¿Por qué?
—Porque mi marido… me ha sido infiel. Y yo no puedo soportarlo. No puedo olvidarlo. Tengo la sensación de que todo se ha terminado.
—Mira, ya sé que no nos conocemos mucho —Sophie me ofreció un pañuelo—, pero ¿puedo darte un consejo?
—Sí —gemí, consciente, un poco avergonzada, de que era diez años menor que yo.
—Yo he estado en la misma situación que tu marido —explicó. Ah. Debía de ser con ese tal Alex—. Hace poco le fui infiel a una persona. Fue un craso error, y me temo que alguien lo descubrió. Y… —Vaciló. Era evidente que le resultaba difícil contar aquello—. Ahora… ahora esa persona no puede perdonar ni olvidar. Yo no estoy casada, así que no habrá divorcio, pero aun así… —Suspiró con amargura—. Es un calvario.
La miré, un poco más tranquila, agradecida por su confidencia, sobre todo porque Sophie suele ser muy discreta en cuanto a su vida privada. No tenía que haber sido fácil para ella, y solo lo había hecho por ayudarme.
—Si puedes perdonarle, hazlo —me aconsejó—, porque creo que así serás más feliz.
—Sí, puede ser. No sé. Muchas gracias, Sophie.
De pronto oímos el ruido de una cisterna y, para nuestra sorpresa, Tatiana salió de uno de los cubículos.
—Sí, Sophie —dijo con una sonrisa—. Muchísimas gracias.
Los profesionales de la meteorología siempre miramos el cielo al salir de casa. Normalmente sabemos lo que va a pasar por la forma de las nubes. Si hay cirros, por ejemplo, seguro que hará buen tiempo. Son nubes largas, como hechas jirones, muy altas y hechas de hielo. Si vemos cumulonimbos, es que se acerca tormenta. Son enormes nubarrones oscuros que suelen provocar lluvia, truenos y relámpagos. Luego están los estratos, que son capas planas de nubes que producen lloviznas o niebla. Pero hoy, mientras me dirigía al despacho de Rory Cheetham-Stabb, el cielo estaba lleno de blancos cúmulos esponjosos. A mí me encantan los cúmulos, porque provocan mi tiempo favorito: una mezcla de lloviznas y sol. En esta época del año suele haber grandes nubes, como enormes cojines, en un cielo azul. Las nubes pueden ser blancas, grises o a veces están teñidas de dorado. Y los vientos de la primavera las hacen surcar el cielo, provocando súbitas lluvias. Luego sale el sol y se forma el arco iris. Así que me encanta ver cúmulos. La verdad es que me gusta poder mirar el cielo y saber al instante lo que va a pasar. Ojalá las cosas fueran tan fáciles en mi vida privada. Porque aquí sí que no puedo predecir nada. No, el mapa del satélite no está nada claro. Por un lado parece que la maquinaria avanza hacia el divorcio, y casi puedo oír el chirrido de los engranajes. Pero por otra parte, es tan terrible que me siento tentada de echarme atrás. Pensé en lo que Sophie había dicho. Pensé en todo lo que había en juego. Era evidente que Peter también dudaba. Pero las cosas han cambiado tanto entre nosotros que no sé qué hacer. Es como si la nave de nuestro matrimonio se hubiera estrellado y ahora estuviéramos buscando la caja negra.
—Su marido está dudando por una sola razón —aseguró Rory Cheetham-Stabb en su despacho, una hora más tarde—: Porque sabe lo que le va a costar.
—Ya —respondí con una punzada en el corazón—. Yo pensé que sería porque me quiere y espera que nos reconciliemos.
—Señora Smith —comenzó el abogado con paciencia—, no quiero parecer escéptico, pero suele pasar: a la hora de la verdad, el hombre se pone a chillar como un cerdo en el matadero. Lo que querrían, claro, es tenerlo todo. Seguir adelante con su matrimonio y mantener a su querida. Dígame, ¿a usted le parecería aceptable? —Negué con la cabeza—. Es posible que su marido también dude porque sabe que el divorcio afectaría a su nuevo empleo.
—Así que ha visto usted el artículo del Hello! —dije consternada.
—Sí.
—Es verdad que Peter estará en la editorial seis meses a prueba, de modo que el momento no podía ser menos oportuno. Créame, en verdad tenemos problemas, pero no quiero que le despidan.
—Ni yo —replicó Rory Cheetham-Stab—. Al fin y al cabo es nuestra gallina de los huevos de oro. Mire, señora Smith, usted ha sido una esposa modelo. Durante quince años ha esgrimido usted su tarjeta de fidelidad, y ahora esperamos obtener cierta… cantidad como compensación.
Me pregunté qué tipo de tarjeta tendría Andie. La tarjeta de aprovechada, sin duda.
—Da la casualidad de que sé bastantes cosas de Bishopsgate —prosiguió Rory Cheetham-Stabb—. Son una banda de puñeteros.
Publican un montón de libros absurdos sobre cómo-salvar-su-matrimonio. Así es como empezaron. La editorial es propiedad de un consorcio de prensa norteamericano, de Georgia. El presidente, Jack Price, es un puritano. No le gusta que sus empleados tengan problemas en su vida privada, porque no encaja con la imagen de Bishopsgate. Y no le falta razón. De modo que no le va a gustar nada que su nuevo director ejecutivo esté metido en un proceso de divorcio. Su marido no querrá tener ningún problema personal hasta que termine su período de prueba. Pero no sé quién habrá ido con el cuento a la prensa.
—Yo creo que ha sido Andie Metzler.
—Mmmm. ¿Quién más lo sabe?
—Bueno, podría haber sido cualquiera de los que nos vieron en el consejero matrimonial. Además, tuvimos una pelea horrible en Le Caprice el día de San Valentín. Pero por otra parte, no somos famosos, así que la nuestra no es una historia de mucho interés. Y el caso es que quien quiera que informara a la prensa, debía tener algún motivo, así que debe de haber sido Andie.
—¿Por qué?
—Porque está loca por que Peter se divorcie. Rory Cheetham-Stabb unió las puntas de los dedos y entornó sus ojos azules.
—Lo dudo, señora Smith. Recuerde que su marido no es solo su amante, sino también su cliente. Si le despiden durante el período de prueba, la señora Metzler tendrá que devolverle sus pingües honorarios. No, esa hipótesis no tiene sentido.
—Puede que tenga razón —suspiré—. En cualquier caso está loca por él, de modo que no querría que le despidieran.
Pero Rory Cheetham-Stabb no me escuchaba. Tenía una expresión ausente.
—¿Sabe? ¡Creo que tiene usted razón! —exclamó de pronto—. Sí. Acabo de verlo claro. Ha sido ella, señora Smith. Sin duda una mujer muy astuta.
—¿Qué quiere decir?
—Ella quiere que Peter se divorcie, y al mismo tiempo no quiere que pierda el empleo. De modo que se habrá dedicado a tranquilizar a los de Bishopsgate, con quienes todavía estará en contacto, asegurándoles que la vida privada de Peter se normalizará muy pronto cuando…
—¡Se case con ella!
—Exacto. —Creí que iba a vomitar—. De esta forma, Andie Metzler tiene a su marido todavía más atrapado. Esto significa que puede presionarle para que haga oficial su situación a la vez que se asegura de que el divorcio sigue adelante.
—Un plan brillante —repliqué abatida—. Se ha propuesto atrapar a Peter y no se detendrá ante nada. Ella también está a prueba, y lo sabe. Quiere que le hagan un contrato fijo. Pero ¿cómo sabe usted tanto de Bishopsgate?
—Porque la ex mujer de Jack Price es inglesa. Yo le llevé el divorcio el año pasado.
—¡Jack Price está divorciado!
—Sí, señora Smith. Es un mujeriego. Su mujer lo aguantó treinta años, hasta que se hartó.
—Pero si está divorciado, ¿por qué es tan puritano con sus empleados?
—Porque se puede permitir el lujo de la hipocresía. La verdad es que obtuve muy buenos resultados en ese divorcio. Conseguí a la señora Price ocho millones, de libras, no de dólares. En fin, vamos a seguir con la segunda etapa de su divorcio. Es la declaración de bienes —explicó, mientras me tendía un formulario—. Firme aquí, al final de la página, haga el favor. Muy bien. Espléndido.
—Sácale todo lo que puedas —me aconsejaba Lily la noche anterior. Había ido a verla sintiéndome deprimida y confusa. Ella insistió en equiparme para mi cita con Josías. Sacó de su reluciente nevera Smeg una botella de champán y unos canapés. Jennifer gruñía a sus pies—. No supliques, cariño —le dijo, dándole un trocito de foie gras—. Mira, no quiero criticar el lamentable comportamiento de Peter —añadió mientras sacaba dos copas—. Pero todo esto es solo culpa suya.
—Sí, ya lo sé. Pero es que no quiero ser una de esas mujeres que se aprovechan de su marido. Yo solo quiero… no sé, lo justo.
—No digas tonterías. ¡Peter tiene que pagar! Que Rory Cheetham-Stabb saque lo que pueda.
—Puede —dije—. No sé.
—¿Peter tiene abogado?
—Sí.
—Pues ya se apañarán entre ellos.
Mientras Lily abría la botella de Laurent Perrier eché un vistazo a la cocina, con su suelo de madera clara, sus relucientes superficies de granito, los exprimidores y las máquinas de café. Era un piso digno de aparecer en La casa ideal. Atravesamos el enorme salón, con su moqueta blanca y sus gigantescos arreglos de amarilis escarlata, el cuadro de Damien Hirst y el caballo de Elisabeth Frink en su pedestal de mármol. Y las revistas, por supuesto. Revistas por todas partes. Se veían en todas y cada una de las superficies y tiradas en el suelo. Las portadas relucían como cristal bajo las luces que destellaban en el techo como estrellas. Fuimos sorteándolas con cuidado, con las flautas de champán en la mano.
—Llevas casada quince años. —Lily sacó tres grandes bolsas de ropa de diseño—. Así que te mereces una buena pensión, Faith. ¡Entonces podremos divertirnos a base de bien!
—¿Ah, sí? —pregunté dudosa, mientras ella abría la primera bolsa.
—Desde luego. Vas a hacer todo lo que no has hecho antes. De momento ir de compras como es debido. —Rió—. ¡Se acabaron las tiendas de segunda mano!
—Pero es que a mí me gustan. ¡Vaya! ¿Esa camisa es de Clements Ribeiro?
—Se acabó también Principies.
—Pero es que me gusta —contesté, probándome unos vaqueros de Cerruti.
—Podemos ir a fiestas y clubes —prosiguió Lily alegremente—. Podremos hacer todo lo que dijimos que haríamos cuando éramos pequeñas, todas las cosas que te has perdido durante tanto tiempo.
—Yo no estoy tan segura de haberme perdido nada. —Me puse un top de seda de Prada—. Además, los clubes no son lo mío. A mí me va más la vida tranquila.
—¡Pero mira mi vida! —exclamó, pasándome una camisa de Agnés B—. ¡Mira la repisa de la chimenea!
Estaba cubierta de invitaciones, todas de pie como diminutos tablones de anuncios que pregonaran el éxito, sí, el enorme éxito de la vida social de Lily. Mi amiga se acercó sorteando las relucientes revistas y se puso a leerlas en voz alta:
—Lunes: presentación de un libro en The Ivy. Martes: piscolabis en la Casa del Tíbet. Miércoles: desfile de moda benéfico para Mujeres Contra la Adicción. Jueves: tres pases privados. Viernes: cena con Tom y Nicole. Sábado: fiestón en Tramp en honor de Marie Helvin.
—Ya veo.
—Pero, Faith, tu vida también podría ser así.
—No, yo no tengo tu glamour. Además, ¿de verdad te gusta, Lily? ¿De verdad conoces a toda esa gente?
—No. Solo me quedo un ratito en cada fiesta.
—¿Entonces para qué demonios vas?
—Porque lo importante es haber estado allí.
—¿Pero no te cansas de andar dando tumbos de una fiesta a otra? ¿No te apetece asentarte?
—¿Asentarme? —Parecía perpleja—. ¡Preferiría acudir a mi propia autopsia!
—¿De verdad eres feliz, Lily?
—Desde luego. Más feliz que una bulímica en un bufé. Sácale a Peter hasta el último céntimo que puedas —añadió con firmeza.
—Ay, no sé, Lily. En todo caso no sé de cuánto dinero podrá disponer, porque cabe la posibilidad de que le echen del trabajo. —No quería contarle aquello a Lily, pero el champán me había soltado la lengua—. Puede que le despidan.
—¿De verdad? —preguntó ella sorprendida—. Sería terrible. Mira, pruébate este abrigo Miu Miu.
—Es que ha salido un artículo en el Hello! —expliqué mientras me quitaba la camisa de Laura Ashley.
—¡No me digas! ¿Y qué contaba?
—Pues que tenemos problemas y que Peter podría perder su trabajo.
—¿Por qué?
—Porque en Bishopsgate no les gusta que el personal tenga líos matrimoniales. Peter solo tiene un contrato de un año. Si sale algo más en la prensa sobre nuestra separación, puede que no le confirmen el puesto.
—Vaya, sería horrible. Pero seguro que su queridita americana puede encontrarle otro trabajo. —Lily bebió un sorbo de champán.
—Puede ser. Pero no creo que fuera tan bueno. Su valor en el mercado bajaría mucho, después de que lo despidieran de Bishopsgate.
—Sí, es verdad —replicó ella pensativa—. Estás pasando muy mal momento, Faith, pero Jennifer y yo hemos encendido varias velas para ti, ¡mira! —El altar budista, en una alcoba junto al fuego, resplandecía de velas votivas—. Y vamos a rezar cinco misterios del rosario por ti, ¿verdad, Jen? —Jennifer alzó la cara un instante y lanzó un gruñido porcino—. ¡Aay! —suspiró Lily—. La pobre está agotada. Pero es que hoy ha tenido un día muy ajetreado en la oficina.
—¿Sí?
—Sí. La he nombrado ayudante de redacción del Chienne. Es un trabajo muy duro. Vaya, Faith, eso te queda de maravilla —comentó—. De verdad, debajo de la capa de grasa tenías una figura estupenda. Así que puede que Peter pierda su trabajo.
—Sí. Y entonces las cosas se pondrían difíciles para mí.
—Sí, es verdad. Aunque por otro lado, Andie gana una fortuna, así que en cierto modo te estaría subvencionando ella, lo cual es justicia poética.
—Mmmm…
—Y con este cambio de vida, Faith, deberías tener más ambiciones.
—¿Cómo cuáles?
—Convertirte en presentadora habitual.
—No quiero. A mí me gustan los boletines del tiempo.
—Pero, Faith, todo cambia. Ésa es la única constante en la vida. Y si no, mira cómo está cambiando tu vida privada… Ya es hora de que los cambios afecten también a tu trabajo. Mira Ulrika Jonson, por ejemplo, antes no era más que la chica del tiempo y ahora es famosa.
—¿Sí?
—Y… cómo se llama… Tracey Sunchine, Tanya Bryer, ella empezó colocando los símbolos del tiempo. Y mira ahora.
—Mmm.
—Y Gaby Roslin, que también anunciaba el tiempo y al final logró una carrera fabulosa. Tú podrías hacer lo mismo. Sí —repitió, mordisqueando un canapé—. Este divorcio es una oportunidad maravillosa para que cambies tu vida por fin.
—Sí, bueno, puede ser. Puede que tengas razón.
—Sé que tengo razón. Y te voy a ayudar, Faith, como te ayudo siempre.
—Es verdad que siempre me ayudas —dije dudosa.
—Te voy a conseguir varios reportajes en las columnas del corazón. ¡Te voy a hacer famosa! Vamos a sacar tus fotos en nuestras páginas de sociedad. Yo seré tu relaciones públicas extraoficial. Ya verás cómo te cambia la vida —prosiguió con fervor—. Será un nuevo comienzo.
—Sí-í.
Lily sirvió más champán y alzó la copa.
—¡Por tu nueva vida, Faith! —exclamó encantada—. ¡Por tu brillante futuro!
—¿Sabes?, quiero mucho a Lily —le contaba a Graham esta tarde—. Pero me parece ridículo cómo trata a su perra. ¡Vamos, cualquiera pensaría que Jennifer Aniston es una persona! —resoplé—. Supongo que es porque vive sola, y la perra es el sustituto de un compañero. A ver, Graham —dije, alzando dos cintas de vídeo—, ¿prefieres Gary Rodees o Keith Floyd?
Diez minutos después me dirigía en metro hacia Tottenham Court Road, al encuentro de Josías. Él había propuesto tomar una copa en Bertorelli’s, en Charlotte Street. Estaba muy nerviosa, pero por lo menos sabía que estaba guapa. Llevaba una falda de Versace por encima de las rodillas, una camisa blanquísima de Prada y una chaqueta de Galliano de pata de gallo. Casi no me reconocía ni yo. ¿Ésa era yo?
—Pues debo de ser yo —comenté maravillada mirando mi reflejo.
Lily me había dicho que llegara un poco tarde, de modo que eran las siete y diez cuando subí los escalones y me guiaron hasta la barra. Allí estaba Josías, leyendo The Week. De pronto alzó la vista y al verme se levantó de un brinco. Yo le tendí la mano y él tuvo un detalle encantador al llevársela a los labios.
—Esto es para compensar por mi comportamiento tan poco caballeroso en el coche —sonrió—. Debiste de pensar que era un fresco.
—No, no. No exactamente. —Entonces me eché a reír—. Pero la verdad es que me quedé un poco cortada.
—Sí, fui un poco atrevido. Normalmente no voy por ahí sonriendo a desconocidas, pero es que pensé que te conocía, porque te tengo vista en la tele. Seguro que te pasa mucho.
—Pues… bueno, a veces. —Estaba encantada de la vida.
—Tú te pusiste tan furiosa que me dio risa. Para cuando me hiciste aquel gesto con los dedos, yo ya estaba a tus pies. Me gustan las mujeres con nervio.
—¿Ah, sí? Qué bien.
—Sí. Son un desafío maravilloso. —Sonrió de nuevo y sus grandes ojos grises parecieron resplandecer—. No sé tú, Faith, pero a mí me apetece una copa de champán.
—A mí también.
¿Y saben lo que pidió? ¡Una botella de Krug!
—Lo siento. No es el gran reserva —sonrió cuando llegó el cubo de hielo, pero es que estoy intentando ahorrar.
Estuvimos allí más o menos una hora, charlando como viejos amigos. Me encontraba muy a gusto con él, como si nos conociéramos desde hacía años. Y sus modales eran encantadores. Cada vez que le preguntaba algo sobre él, él centraba la conversación en mí. Y ahora advertí encantada que estaba coqueteando. Se notaba porque imitaba mi lenguaje corporal. Estábamos los dos sentados, vueltos el uno hacia el otro, con las piernas cruzadas de la misma forma. Cuando yo me llevaba la copa a los labios, él hacía lo mismo. Si yo me inclinaba un poco, él también. Aquella mujer del curso sobre la seducción tenía razón. Cuando alguien repite nuestros movimientos de forma inconsciente, una se siente genial. ¿Qué era lo que había dicho? Ah, sí, que a todos nos gusta la gente a la que gustamos. Ahora Josías sonreía y me preguntaba por la AM-UK!
—Me encanta cómo anuncias el tiempo —dijo.
—Bueno, solo estoy en pantalla un par de minutos.
—Sí, pero lo haces muy bien. Lo que más me gusta es que cuando hace mal tiempo tú sonríes todavía más. Espero que no te moleste que te lo diga —prosiguió con aire tímido—, pero eres mucho más guapa en persona. Y más delgada. Ya dicen que la televisión engorda unos kilos. —Yo no expliqué que en realidad parecía más delgada porque había perdido unos kilos—. Estabas casada, ¿verdad? —preguntó Josías vacilante—. Estoy seguro de haberlo leído en algún lado.
—Sí, lo estaba. Y sigo casada, pero nos hemos separado —contesté con un suspiro—. Y ahora parece que nos divorciamos.
—Lo siento —dijo él con tacto—. ¿Te importa si pregunto por qué?
—No, no me importa. —Y era verdad: no me importaba—. Es porque mi marido tiene una amante.
—Vaya. Es terrible. Te debe de haber dolido mucho.
—Sí. Ha sido espantoso. Fue todo repentino. Pero creo que lo estoy superando.
—¿Tienes hambre, Faith? ¿Te apetece que cenemos juntos? —Me miró a los ojos un instante y yo sentí una curiosa oleada de calor por dentro—. Anda, ven a cenar conmigo.
—Sí, me encantaría. ¿Aquí mismo?
—No. Hay un sitio muy divertido aquí al lado. Pero hay que tener ganas de aventura. ¿Qué, tienes ganas de aventura? —preguntó con una sonrisa.
—Sí.
De modo que subimos por Charlotte Street, giramos a la derecha por Howland y llegamos a Whitfield Street al lado de Fitzroy Square.
—¡Aquí es!
Era un restaurante diminuto llamado La Jaula. Nada más entrar me quedé sin aliento. El interior era pequeñísimo, y de lo más extravagante. La gente estaba sentada en butacones llenos de bordados, rodeados de budas dorados y ruedas de oración tibetanas. Las paredes, color rojo sangre, estaban llenas de tortugas disecadas y pinturas eróticas de hombres desnudos. Había jaulas de pájaros antiguas colgadas y jarrones con plumas de pavo real que oscilaban con la suave brisa del ventilador de bronce del techo.
—Es divertido, ¿a que sí? Es lo que se llama fusión oriental. ¡Y ya verás la comida!
Una camarera negra con una vistosa peluca azul nos condujo a una mesa cerca de la ventana, sobre la cual se veía una colección muy curiosa: una flauta indonesia, una lupa y un pájaro de plástico con cuerda.
—Aquí se trata de divertirse —explicó Josías—. Les gusta bromear.
—Sí, ya veo. —Reí. La camarera nos trajo dos libros de tapas duras, en los cuales estaban los menús doblados.
—A mí me ha tocado La montaña mágica —dijo Josías—. ¿Y a ti?
—La reina hada.
Miré el menú y me quedé alucinada; carpaccio de reno ahumado al enebro… consomé de cabra con musgo irlandés… pescado blanco en papel con patata a la lavanda… ensalada sanadora de cábala.
Yo pedí sopa de coco, pan de oro y foie gras, y Josías morrales de arroz de cacto amargo. La camarera nos trajo como aperitivo unos huevos hervidos de pavo real y dos cervezas de Iguazú, informándonos con orgullo de que contenían extracto de lagarto.
—¿Son huevos auténticos de pavo real? —quise saber.
Ella asintió.
—¡Esto es mágico! —exclamé.
—Justo: mágico. Ésa es la palabra. —Josías volvió a mirarme a los ojos y yo noté que me ponía como un tomate.
Mientras tomábamos el extraño aperitivo le pregunté cosas de él. Me habló de su producción en La tempestad, en el Royal Exchange de Manchester, y de otro trabajo que había realizado en Milán. También me contó que iba a diseñar la nueva producción de la Royal Opera, Madame Butterfly.
—Así que estás muy solicitado —comenté, jugueteando con el pan de oro.
—Sí, eso parece. He tenido mucha suerte. Pero ¿sabes?, lo que de verdad me gusta es pintar.
—¿Qué tipo de cuadros pintas?
—Mi especialidad es el trampantojo —explicó mientras nos servían el segundo—. Hago murales por encargo. Es lo que más me gusta en el mundo; pintar un paisaje toscano en la pared de un baño inglés, o poner una escena de Marruecos en un salón. Puedo dar a la gente una nueva perspectiva, de verdad puedo abrirles los ojos.
—¿Y tú? —pregunté con súbito atrevimiento, jugando con el arroz de algas y cáñamo—. ¿Qué hay de tu vida privada?
—¿Qué pasa con ella? —replicó encogiéndose de hombros.
—¿Has estado casado? —Él negó con la cabeza—. ¿Has estado alguna vez a punto?
Josías sonrió.
—He tenido relaciones, claro, aunque tampoco es que sea un playboy. Pero supongo que nunca he conocido a nadie con quien pudiera comprometerme tanto. Es que es toda una decisión, ¿no crees, Faith? «Hasta que la muerte os separe». Es elegir a alguien con quien pasar el resto de nuestra vida. Parece que para ti fue fácil, ¿no? Te casaste con tu novio de la universidad.
—Sí.
—¿Y nunca te has arrepentido de casarte tan joven? —me preguntó, sirviéndose en el plato una cucharada de patatas moradas.
—Pues… no. A veces, puede… Pero no, en realidad no.
—Pero te has perdido muchas cosas.
—Eso es verdad —suspiré.
—Igual ahora puedes recuperar el tiempo perdido.
—Sí, tal vez.
—Igual podrías recuperar el tiempo perdido conmigo…
—Tal vez —repliqué con una sonrisa.
Él sonrió también, mirándome a los ojos. Me sentía tan eufórica como si estuviera esquiando montaña abajo. Iba tan deprisa que en realidad volaba. O tal vez me caía. No lo sabía. Solo sabía que no quería que se acabara la velada.
—¿Te apetece una copa de vino de pudding? —me preguntó, echando un vistazo al menú—. ¿Con un escorpión cubierto de chocolate?
—Suena delicioso, pero creo que no me cabe nada más. —Pues yo lo voy a probar.
Así que le sirvieron un pequeño escorpión en una loseta de mármol, cubierto de chocolate negro y adornado con unas hojitas de hierbaluisa. Yo no me había imaginado que fuera un escorpión de verdad, pero lo era. Se veía hasta el aguijón de la cola.
—¿De verdad te vas a comer eso? —pregunté echándome a reír.
—Sí, pero solo con una condición.
—¿Cuál?
—Que volvamos a quedar. Asentí con la cabeza.
Josías se llevó el escorpión a la boca y lo devoró de dos crujientes bocados.
—Me lo he pasado estupendamente —dijo, esperando los taxis. Volvió a besarme la mano—. Me alegro mucho de haberte conocido.
—Yo también.
Subí a mi taxi y bajé la ventanilla.
—Muchas gracias.
—Ha sido un placer. ¿Sabes lo que voy a hacer mañana por la mañana?
—No.
—Sintonizarte.