Marzo sigue

El viernes por la tarde llegaron los niños a casa. No fue fácil darles la noticia, pero intenté hacerlo con toda la suavidad posible.

—Veréis —comencé con cautela. Estábamos sentados a la mesa de la cocina—. Cuando los padres ya no se quieren de esa forma tan especial, lo que pasa es que deciden… Matt, por favor, ¿quieres dejar ese periódico? Estoy hablando contigo.

—Ah, perdón —contestó él, alzando la vista del Financial Times—. Pero es que ha habido una insurrección en Bolivia.

—Vaya, pues qué mala suerte, pero tengo algo importante que decir. Es que… cuando los padres ya no… en fin… que deciden…

—¿Divorciarse? —interrumpió Katie—. Venga, mamá, déjate de rodeos. Papá y tú os separáis.

—No… no, yo no lo diría así —vacilé, toqueteando mi anillo de boda—. Aunque la verdad es que no nos va muy bien juntos.

—Yo me lo veía venir.

—Así que hemos decidido separarnos.

—¡Menos mal! —exclamó Matt.

—¿Cómo?

Él alzó la vista del periódico.

—El gobierno tiene dominada la situación.

—Matt, me alegra ver que te tomas tanto interés en la política mundial, pero estoy intentando decir algo muy serio y te agradecería que me prestaras atención. Nos ha costado mucho, pero al final papá y yo hemos tomado esta decisión. De todas formas podréis verle siempre que queráis. ¡Matt! —exclamé enfadada—. No voy a repetirlo más: ¿quieres dejar ese periódico de una vez?

—¿Qué? Ah, perdona, mamá —dijo distraído—. Es que ha habido un terremoto en Japón. ¿Qué decías?

—Mamá dice que se va a divorciar de papá —explicó Katie. Luego se produjo un ominoso silencio, mientras asimilaban la noticia—. Lo cual significa —prosiguió por fin Katie— que ni tú ni yo tendremos que seguir soportando el estigma de que nuestros padres estén felizmente casados.

Me la quedé mirando pasmada.

—En Seaworth todo el mundo tiene padres divorciados —me explicó, como si fuera lo más natural del mundo—. Nosotros éramos los únicos que no. Era una vergüenza.

—Ah.

—De hecho la mayoría van ya por su tercer matrimonio.

—¡No me digas!

—Así que no te preocupes por nosotros. Estamos bien.

—Ya. Bueno, estupendo.

—Las relaciones familiares complejas son la norma, mamá.

—Ya.

—La familia nuclear ha muerto. Pero habrá que tener mucho cuidado con Graham —añadió Katie muy seria—. Podría ser traumático para él. Vamos, que él ya venía de una familia rota.

—Una jauría rota —precisó Matt.

—Así que se sentirá muy inseguro. Tenemos que darle mucho apoyo emocional. —Katie le acarició las orejas—. Y hay que explicarle que hoy en día existen muchas clases de familia.

Asentí. Katie tenía toda la razón. Nunca pensé que nos pasaría a nosotros, pero ahora nos íbamos a convertir en «otra clase de familia». Era horroroso. ¡Horroroso! De pronto sonó el teléfono y Katie se apresuró a contestar.

—Hola, papá. Sí, estamos bien. Sí, ya lo sabemos. Os separáis. ¿Quieres que salgamos juntos? Claro. ¡Matt! —gritó—. ¡Papá nos va a sacar por ahí!

Así que al día siguiente, a las dos en punto, sonó el timbre y apareció Peter en la puerta, como si fuera un conocido haciendo una visita de cortesía. Graham se lanzó sobre él ladrando y gimiendo de alegría.

—Hola, precioso. —Peter se agachó para que Graham le lamiera la oreja.

—Podías haber entrado con la llave —dije—. Esta sigue siendo tu casa.

—De momento —replicó él cortante—. Hasta que Rory Cheetham-Stabb empiece conmigo.

—No discutamos, Peter. ¿Adónde vas a llevar a los niños?

—Al museo de la Ciencia. Han abierto una galería nueva. Luego daremos un paseo en el Ojo de Londres y después podemos ir a tomar una hamburguesa al Hard Rock Café.

—Ah, es estupendo —dije alegremente—. Estupendo —repetí, decidida a ser civilizada.

—Tú también puedes venir si quieres.

—¿Ah, sí? ¡Genial! Me encantaría. Voy por mi abrigo… —Un momento. ¿Qué estaba diciendo? Claro que no podía ir. Nos estábamos separando—. Eh… No, gracias —me retracté—. Voy a sacar a Graham y luego iré a la piscina. Vamos, niños, que papá os está esperando.

—¡Un momento!

Mientras ellos cogían sus abrigos Peter y yo nos quedamos en el vestíbulo, sonriéndonos un poco violentos, como si fuéramos desconocidos intentando charlar en una fiesta aburrida.

—Faith —dijo Peter dando un paso hacia mí—. Faith, por favor, no tomes ninguna decisión drástica todavía. Quiero que pensemos en una conciliación.

—¿Cómo?

—Mira, lo he estado pensando. Creo que deberíamos resolver nuestros problemas.

—¿Resolverlos? —exclamé con una risita sombría—. Yo diría más bien disolverlos.

—Un consejero podría ayudarnos.

—Lo dudo. Además, no quiero discutir nuestro matrimonio con un perfecto desconocido.

—Podría ayudarnos a poner las cosas en perspectiva antes de que se nos escape todo de las manos. A los Taylor les fue bien.

—Sí, ahora ella toma Prozac.

—Por favor, Faith —suplicó—. Por favor. Tenemos que intentarlo.

—Mira, no sé…

De pronto Graham dio un brinco, me puso las patas en el pecho y me miró implorante con sus ojazos castaños.

—Por favor, Faith.

—Está bien —suspiré—. Si quieres…

—Estás guapísima —me dijo Marian en maquillaje, al día siguiente.

—Sí, estás estupenda —corroboró Iqbal—. Has adelgazado, ¿no?

—¿Sí? —exclamé sorprendida—. Bueno, puede ser, un poco.

—Se te ha adelgazado la cara —comentó Marian, mientras me ponía la base de maquillaje—. Estás guapísima. No tan…

—¿Gordita? —sugerí con una sonrisa.

—No, yo no diría eso.

—Lo que quiere decir —terció Iqbal— es que el régimen que haces funciona.

Yo me moría de ganas de explicarles que en realidad era el régimen del divorcio, estupendo para perder unos cuantos kilos. Pero no podía, porque la noticia correría y no quería que mis problemas matrimoniales se comentaran en el trabajo. Ya me imaginaba los cotilleos: «Pobre Faith… otra mujer… norteamericana… no, no, él es un tío decente… es que se casó muy joven… ya pasa». No, no quería que me tuvieran compasión. «Todos los días hay gente que se divorcia —pensé—. Tengo que ser fuerte». Pero le había prometido a Peter que iría con él a un consejero, aunque era muy poco probable que sirviera de nada. De modo que cuando terminó el programa llamé discretamente para pedir hora.

—¿Quién nos atenderá? —pregunté mientras anotaba la fecha.

—Nuestra consejera principal —contestó la recepcionista—. Se llama Zillah Strindberg. Es buenísima, ya verá.

Ese mismo día fui a la piscina. La casa está muy vacía sin Peter. Es horrible. Me siento muy sola. Echo de menos su presencia, nuestras conversaciones, la tranquilidad de saber que él conoce lo que estoy pensando sin preguntármelo siquiera. Y odio no oír el sonido de su llave en la cerradura cada noche. Así que estoy haciendo un esfuerzo por llenar las tardes, porque si no me volvería loca. De modo que puse a Graham delante de un programa de cocina en la televisión y me fui al gimnasio a nadar mis treinta largos. El agua me resultaba terapéutica, me sostenía, me hacía flotar.

Después fui al bar y me puse a leer el Times tomándome una infusión y felicitándome mentalmente por intentar al menos salvar mi matrimonio. Eché un vistazo a los anuncios de contactos. La verdad es que antes nunca me había fijado, pero últimamente me fascinaban. ¡Tantísimos hombres solteros! Hoy las páginas estaban llenas de chicos de «treinta y tantos», «altos ejecutivos» y «solteros de cuarenta y tres». Y empecé a pensar en lo que Lily me había dicho, que llegaría un momento en que querría salir con otros hombres. Pero por ahora era inconcebible, era demasiado pronto. Entonces me acordé de aquel imbécil del descapotable que había tenido la insolencia de lanzarme su tarjeta. «¡Habrase visto! —me dije mientras la sacaba del bolso—. Pero qué cara dura». ¿De verdad pensaba que le iba a llamar? Puede que mi experiencia con los hombres sea muy limitada, pero el aquí te pillo aquí te mato no es mi estilo, eso seguro.

—Perdona, ¿está ocupada esta silla?

Alcé la cabeza y casi di un respingo. Un hombre me sonreía vacilante.

—¿Está ocupada? —preguntó de nuevo.

—Eh… sí. —Me ruboricé—. O sea, no. No está ocupada. Está libre. Vamos, que… tú mismo —dije con un hilo de voz.

Luego bajé de nuevo la vista al periódico, nerviosísima, mientras miraba de reojo a aquel tipo tan atractivo. Era alto y fuerte. Tenía el pelo mojado de la ducha. Se sentó, me sonrió y me di cuenta de que tenía ojos azules.

—Hola, soy Stanley —se presentó. Yo bajé el periódico, sorprendida de que quisiera charlar—. Stan Plunkett.

—Ah, hola. Me llamo Faith.

—Ya lo sé —sonrió—. Te he visto en la tele. Presentas el tiempo en la BBC.

—Bueno, casi —respondí echándome a reír, casi sonrojada de orgullo—. En realidad estoy en la competencia, la AM-UK!

—¿Vienes por aquí a menudo?

—Sí. Me gusta nadar.

Di por sentado que estaba hablando conmigo por pura cortesía, puesto que compartíamos la misma mesa. Pensé que se tomaría su café y se marcharía. Pero no se marchó. Siguió allí charlando, durante unos diez minutos o así. Me habló de su trabajo (una cosa bastante fuera de lo común, que tenía que ver con armas nucleares), y justo cuando empezaba a entrar en calor y a explicarme de qué se trataba, eché un vistazo al reloj y vi que pasaban de las nueve.

—Tengo que irme —anuncié—. Lo siento mucho, pero son las desventajas de mi trabajo en la televisión.

—Qué lástima. Me lo estaba pasando muy bien.

—Es que tengo que acostarme a las diez.

—¿Por qué no nos vemos otro día? —sugirió él muy animado.

—Sí… —contesté vacilante—. Seguro que nos veremos por aquí.

—No, digo que por qué no quedamos —¡ah!—. Podríamos ir a tomar una copa. ¿Estás libre el…? —consultó su agenda—. ¿El jueves?

¡Dios! ¡Quería quedar conmigo! ¡Me estaba pidiendo una cita! Estuve a punto de decir: «Bueno, lo siento muchísimo, pero es que estoy casada, ¿sabes?», pero entonces me acordé de que todo había cambiado. Me acordé de que estoy separada, me acordé de que Peter ya no vive en casa y me acordé de que, a partir de hoy, ya no llevo el anillo de casada.

—Podríamos ir al Café Rouge —prosiguió él—. El que hay junto al río.

«¿Por qué no? —pensé—. Sí, ¿por qué no?».

—¿Estás libre, entonces? —insistió él.

—Sí.

Así que el jueves me arreglé para mi primera cita en quince años. Para mí era una ocasión histórica. La verdad es que nunca me habían cortejado o invitado a salir o a cenar. Bueno, no quiero que se me malinterprete, Peter y yo estábamos felizmente casados, por lo menos hasta lo de su aventura. Y hasta que apareció Andie Metzler nuestra relación era como un picnic sin avispas, todo armonía. Éramos de lo más compatible. Nunca nos peleábamos. Íbamos por la vida felices y confiados, viendo solo lo mejor el uno del otro. Teníamos una relación estupenda, de verdad, y yo siempre había creído que solo la muerte nos separaría. He leído que algunas personas, al terminar con una relación, quieren destruir su pasado, negar que han sido felices, como si el final de la relación borrara todas las cosas buenas. Es un mecanismo de defensa, me imagino. Pero yo no me sentía así. Aunque Peter me había sido infiel y estaba furiosa con él, sabía que nuestro matrimonio había sido muy feliz. También es verdad que nos casamos muy jóvenes y nos hemos perdido muchas cosas. Sí, de eso me daba cuenta. Peter fue mi primer amor, de modo que yo nunca había salido con otros hombres. Y ahora, a los treinta y cinco años, iba a empezar. Estaba aterrorizada, claro, y muy deprimida, pero al mismo tiempo… Sí, me hacía ilusión, lo confieso. Era emocionante, porque oía cómo una puerta se abría en mi mente. Quiero decir, miren a Mimi, por ejemplo. Ella tuvo unos cuantos novios antes de conocer a Mike, y aunque entonces yo era feliz con Peter, me daba un poco de envidia cuando la veía salir con otros chicos. Para mí Mimi era como Lily, como todas las mujeres solteras: independiente, fuerte y valiente. Pero ahora yo también iba a ser una mujer independiente, una mujer que salía con otros hombres. Al mirarme en el espejo me di cuenta de que Marian tenía razón; había adelgazado. Estaba tan preocupada con mis problemas que no lo había advertido, pero era evidente. La falda me quedaba ancha y los pechos se me habían encogido un poco. La papada había desaparecido, gracias a Dios, y mis rasgos parecían más definidos. Había perdido mi aspecto rechoncho de «mamá», y el pelo me había crecido un poco. El corazón me dio un brinco, porque supe que era capaz de atraer a los hombres. ¡De hecho había ligado con uno sin intentarlo siquiera! Así que cuando salí a la calle al encuentro de Stan, noté nacer bajo la capa de nervios una nueva confianza en mí misma. Ensayé mentalmente algunas anécdotas divertidas de mi trabajo, que estaba segura que le harían gracia. Stan no había llegado al Café Rouge todavía, de modo que me senté junto a la ventana. Menos mal que había llevado el periódico, porque el hombre se retrasó media hora.

—Lo siento, pero me he retrasado por una cuestión de trabajo. Estaba en la Cámara de los Comunes.

—Vaya —exclamé impresionada.

Naturalmente, le pregunté qué había hecho allí y me dijo que había intentado presionar a unos parlamentarios del partido laborista. Luego me habló de su organización, Start Again, cuyo objetivo es presionar a los gobiernos para que renuncien a su armamento nuclear. Sacó de su bolsa un grueso fajo de folios.

—Es nuestro informe anual —informó—. Ten.

—Ah, muchas gracias —contesté sorprendida.

—Quiero que lo leas.

—Sí… claro. —En la primera página aparecía Stan muy serio en una foto. «Stanley Plunkett, director y fundador», anunciaba. ¡Caramba! ¡Director y fundador!—. Qué trabajo más interesante —comenté.

—Es más que interesante. Es vital, esencial. Porque el mundo podría estallar en cualquier momento. Ah, una botella de Chardonnay, por favor —pidió al camarero—. ¿A ti no te preocupa la seguridad global? —me preguntó.

—La verdad es que no demasiado.

—Pues debería importarte, Faith, porque lo cierto es que la situación mundial es muy insegura.

—¿Ah, sí? ¡Vaya! Yo pensaba que la guerra fría había terminado.

—Y es verdad, pero la amenaza nuclear es mucho mayor ahora. —Stan mojó su mazorca de maíz en aceite de oliva—. De hecho estamos al borde del apocalipsis.

—¡Oh, no!

Stan asintió con expresión sombría.

—Podría pasar en cualquier momento, Faith. La mayoría de los submarinos nucleares del mundo están en alerta roja veinticuatro horas al día, de modo que lo único que haría falta sería un falso movimiento.

Stan siguió hablando sin parar sobre armamento nuclear durante cuarenta y cinco minutos:

—Misiles Pershing… Defensas antimisiles… Pacto de Varsovia… Pakistán es una amenaza real, por supuesto… amenaza a Taiwán… Tratado de Start 2… Vladimir Putin… Polaris. ¿Tú sabes que hay miles de viejos SS24 por ahí? Y por supuesto Gran Bretaña todavía está expandiendo su capacidad nuclear con su compromiso con el Trident. ¿Tú sabes que cada cabeza del Trident puede provocar ocho veces más destrucción que la bomba de Hiroshima? —A estas alturas empezaba a deprimirme—. La verdad —concluyó él enfadado—, el Trident es una burla al supuesto compromiso británico con la no proliferación.

—Vaya.

—¡Yo quiero que Gran Bretaña renuncie al Trident! —anunció Stan, dando un golpe en la mesa.

—Ya.

—Eso es lo que intento conseguir, un mundo sin armas nucleares.

—Sí, estaría bien.

—No puedo dormir, Faith —prosiguió él con celo misionero—, sabiendo que estamos rodeados de armas de destrucción masiva.

Yo disimulé un bostezo. Él sacó de su bolsa un fajo de cuartillas. Eran copias de diversos artículos de prensa que había escrito.

—Esto es también para ti.

—Vaya, qué amable. —Les eché un vistazo y los metí en el bolso.

Se produjo un paréntesis en la conversación y pensé que por fin iba a preguntar algo sobre mí. Pero no. Simplemente sirvió otra copa para los dos y se puso a contarme un reciente viaje que había hecho a Washington.

—Asistí a una conferencia del Departamento de Defensa —explicó—. Y tuvo gracia, ¿sabes? —dijo, lanzando una risita de falsa modestia—, porque el secretario de prensa dijo: «Queremos saber lo que piensa Stan Plunkett sobre este asunto».

—¡Caramba! —exclamé.

Stan movió la cabeza y sonrió. Mientras seguía hablando sin parar yo me lo quedé mirando y pensé que no era nada atractivo. Ahora veía que tenía el mentón muy hundido y cuando sonreía se le formaban tres o cuatro papadas. Además tenía los labios muy finos y los dientes pequeños y amarillos. Y no paraba de hablar. «¡Menudo pesado!», pensé enfadada. Y tampoco era tan brillante. Más que nada era un pagado de sí mismo, solo hablaba de sí mismo. Peter nunca me había dado la tabarra con su carrera. Siempre había sido muy modesto con sus logros. Aquel tío era un imbécil. Comprendí que ésa era la única razón de que hubiera querido salir conmigo. Yo no era más que un espejo humano donde él podía admirar su heroico reflejo. Eché un vistazo al reloj y vi que eran casi las nueve.

—Tengo que irme —anuncié—. Tengo una cita con mi almohada.

Ha sido un placer conocerte —añadí con hipócrita cortesía—. ¡Buena suerte en salvar al mundo!

En cuanto llegué a casa arrojé su informe y sus artículos a la papelera.

—¡Vaya plomo! —exclamó Lily por teléfono.

—Creo que tiene complejo de Superman —dije—. Casi esperaba que se metiera en cualquier momento en una cabina y saliera con unas mallas puestas.

—¡Menudo egomaníaco! —replicó ella con desdén—. Como si pudiera impresionar a alguien, ahora que la amenaza nuclear está pasada de moda. Claro que… puede que… Sí… ¡puede que esté a punto de resucitar!

—¿Qué?

—Sí. Se me acaba de ocurrir algo: la guerra fría va a estallar de nuevo. El Moi! debería publicar un especial. Sí —prosiguió animadísima—. Podríamos llamarlo Nucleaire o algo así. Sacaríamos fotografías de modelos con esos sobretodos rusos tan bonitos y los sombreros Brezhnev. —Estaba entusiasmada—. Y, por supuesto, las fabulosas pieles. Nos lo podría patrocinar La Maison de la Fausse Fourrure. Sacaríamos una sección de diseño de interiores en bunkers reconvertidos…

—Lily.

—Y un concurso para ganar un crucero. Sería en noviembre. ¡Es una idea genial, Faith! Y se me ha ocurrido gracias a ti. Pero cariño, no deberías salir dos veces con idiotas de ese calibre. Vamos a ver, ¿tienes a alguien más en la lista?

—Pues no.

—¿Y el tipo del descapotable? A ése sí le gustabas.

—Pero él no me gustó a mí —contesté. Con aire distraído abrí el bolso y saqué su tarjeta.

—Pues era bastante mono. Creo que deberías darle una oportunidad.

—Mira, no tengo la menor intención de llamarle, en absoluto, para nada —repliqué, leyendo de nuevo su nombre.

Josías Cartwright, murmuré después de colgar. Josías… un nombre muy poco común. Por pura curiosidad lo busqué en el libro de los nombres y, al ver lo que significaba, se me pusieron los pelos de punta. Josías es un nombre hebreo, leí, que significa «Dios sana». ¿Dios sana? ¡Dios sana! Se me había acelerado el corazón. «Dios sanará tu dolor», me había dicho la vidente. Dios sanará tu dolor. ¡Era una señal! Sí, una señal. Era una señal de que mi vida seguía adelante. Releí la tarjeta y fui derecha al teléfono. Sonó dos veces y oí su voz, muy agradable: «Lo siento, pero no estoy en casa. Por favor deja tu mensaje después de la señal y prometo que te llamaré enseguida». Parecía tan normal, tan amable. Me sonrojé al pensar cómo le había gritado. Entonces oí varios pitidos —un montón de mensajes.

—Ya sé que esto te sonará muy raro —dije por fin—, pero hace una semana me diste tu tarjeta. Estábamos en un semáforo de Brompton Road. No estuve muy simpática que digamos. De hecho fui muy grosera. Es que me sorprendiste un poco. Eh… a propósito, me llamo Faith. Como te decía, ya sé que esto te sonará muy tonto y probablemente creas que soy una antipática, pero si quisieras llamarme en algún momento… En fin. —Dejé mi número de teléfono y colgué.

Al cabo de veinticuatro horas me arrepentía de todo corazón. No me había llamado, ni ese día ni al otro ni al otro. Soy idiota, me dije sentada a mi mesa en el trabajo. Me sentía horriblemente insegura y avergonzada. Pero qué tontería he hecho. Mira que soy ingenua, suspiré mientras hojeaba el lndependent. Le he dado mi teléfono a un perfecto desconocido. Estoy como una cabra. Claro que no es de extrañar. Al fin y al cabo estoy pasando una crisis matrimonial, me siento vulnerable y es evidente que no puedo pensar con claridad. Además… En ese momento me dio un brinco el corazón. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Aquello no podía ser una mera coincidencia. Era para poner los pelos de punta. Era como entrar en la dimensión desconocida, porque acababa de encontrarme con una enorme fotografía en blanco y negro de Josías Cartwright. Me llevé tal susto que casi se me caen las lentillas. En el periódico aparecía una entrevista con él, en la sección de arte, bajo el titular: CARTWRIGHT PONE MAGIA EN EL ROYAL EXCHANGE. Devoré la página con el corazón saliéndoseme por la boca. «Un diseño sensacional para La tempestad… La increíble imaginación visual de Cartwright… densa, rica, surrealista… El mejor diseñador joven del momento».

El artículo explicaba que tenía treinta y siete años, era de Coventry, había estudiado en el Slade y, además de ser un consumado artista, estaba muy solicitado en el teatro. En la foto aparecía con aspecto informal y atractivo, con una chaqueta de sport y la camisa abierta. Tenía el pelo bastante largo, de un rubio oscuro, y los ojos grises, grandes y expresivos. Sonreía tímidamente a la cámara, como si le sorprendiera un poco ser objeto de tanta atención. «Me considero una persona muy afortunada —decía—. Me apasiona lo que hago… Los deseos del director siempre son lo primero». Vaya, eso estaba muy bien. También era generoso con otros diseñadores. «Carl Toms era un genio… Soy un gran admirador de William Dudley. La obra de Stephanos Lazaridis es maravillosa». «Es estupendo», pensé. Fotocopié el artículo y me lo metí en el bolso. Me sentía un poco turbada.

Volví al estudio e hice un esfuerzo por concentrarme, intentando ignorar, como siempre, la conspiración de Terry contra Sophie. Darryl debería intervenir, la verdad, pero nunca lo hace. Hoy Terry robó otra de las entrevistas de Sophie y volvió a criticarla en pantalla. A continuación falló una noticia, así que tuve que hacer de relleno, y luego el perro labrador que sabe hacer rafting llegó tarde. Además hubo que animar un poco a Iqbal porque tiene problemas con su novio, Wilf, así que en total fue una mañana bastante estresante, lo cual me permitió quitarme a Josías de la cabeza.

Cuando terminó el programa estaba deseando llegar a casa y descansar. Me metí en la cama, sabiendo que no sonaría el teléfono. Me desperté a la una y me puse a deambular por la casa en camisón, mirando las cosas que Peter se había dejado. Estaba deprimida otra vez por él. En el vestíbulo había dos chaquetas suyas. Las olí para percibir su familiar olor a viejo. También estaban sus botas de agua, del número cuarenta y seis. Me puse una. La casa todavía reverberaba con su presencia. No hacía más que imaginármelo entrando por la puerta. Durante el día se me ocurrían cosas que quería decirle y luego me acordaba de que Peter ya no estaba. Me sentía hueca, vacía, no solo abandonada, sino casi como si Peter se hubiera muerto. Para distraerme de la depresión me puse a ver un programa de la tele estúpido a más no poder. Bajé la mano al sofá con aire distraído y noté algo blando. Era uno de sus calcetines. Ahora sí se me llenaron los ojos de lágrimas. La dinámica de nuestro matrimonio había cambiado para siempre, y nunca volvería a ser lo que era. Mi madre siempre dice que el mejor antídoto contra la desesperación es la acción, de modo que hice un esfuerzo y me vestí y salí al jardín a podar las plantas. Y mientras cortaba las clemátides me di una buena charla. «Voy a salir de ésta —me juré—. Voy a soportar el dolor. He tomado la decisión correcta y superaré este mal trago muy pronto. Al fin y al cabo tengo muchas cosas por las que vivir». Ahora que me sentía más fuerte y más animada me dediqué a plantar unas lilas mientras Graham hacía su representación de la esfinge en el césped. Y justo cuando me incorporaba para admirar mi trabajo, sonó el teléfono.

—¿Está Faith? —preguntó una cultivada voz masculina.

—Sí, soy yo.

—Ah. —El hombre se echó a reír—. Es que… Bueno. —Yo notaba las mejillas calientes y sonreía también—. Mira… uf, esto es un poco difícil. Bueno, soy Josías Cartwright.

—Sí, ya te he reconocido. ¡Hola!

—Hola. —Los dos reímos—. Acabo de oír tu mensaje, Faith. ¡Claro que me acuerdo de ti! Cómo me iba a olvidar. Y sí… me encantaría quedar.