Cuando una se casa tiene que decir «sí, quiero». Ahora no hacía más que preguntarme, ¿qué quiero hacer? ¿Qué hago?, me repetía una y otra vez como un mantra, con la esperanza de que me llegara la iluminación.
—No hagas nada —aconsejó nuestra abogada, Karen, con su tono amistoso. Estaba sentada en su despacho, tomando notas en un cuaderno blanco mientras yo le contaba llorosa toda la historia—. Mi consejo es que no hagas absolutamente nada.
—¿Nada?
—Nada. Porque no has tenido tiempo suficiente para reflexionar.
—Pero me duele —dije, golpeándome el pecho con la mano—. Es como si tuviera una herida abierta justo aquí. Ay, Karen, me duele mucho.
—Razón de más para esperar.
—Casi no puedo funcionar —gemí—. Lo único que sé es que ha pasado algo muy grave.
—Bueno, la infidelidad es grave —convino, dándome un pañuelo—, así que tienes que dejar que pase un poco el golpe emocional antes de tomar ninguna decisión.
—Es que estoy furiosa. Me siento tan humillada…
—Pues lo más probable es que te sientas todavía más furiosa y humillada si te divorcias. El divorcio es espantoso. Es un proceso doloroso, humillante, desagradable y carísimo. Para algunas personas puede resultar una catástrofe, emocional y económica, de la cual nunca se recuperan. Solo han pasado dos semanas desde que Peter confesó su aventura. Deberías darte un poco más de tiempo.
—Es que no sé cómo puedo volver a estar con él —sollocé—. No puedo soportar pensar que se ha acostado con otra mujer. Siento que no tengo futuro.
—Faith, no sabes qué te deparará el futuro. Te repito, como aconsejo a todos mis clientes, que no te precipites. Sobre todo teniendo hijos. Pero si después de meditarlo largo y tendido decides seguir adelante, entonces de acuerdo, puedes comenzar el proceso. Pero tienes que estar absolutamente segura de que quieres el divorcio —añadió muy seria—, y de que no lo estás utilizando para castigar a Peter. Porque una vez la rueda se pone en marcha, es muy, muy difícil echarse atrás. Así que, por favor, espera un poco.
Me levanté.
—Está bien —suspiré—. Esperaré.
Una vez fuera desaté a Graham, que se había pasado el rato allí tumbado con pinta de abandonado para ver si alguien le daba algo de comer. Al verme pegó un brinco, hirviendo de excitación, y lanzó un jubiloso ladrido. Yo me animé un poco al ver cómo movía no solo la cola, sino todo el trasero de puro deleite.
—Hola, cariño. ¿Me has echado de menos?
—¡Guau!
—Tú me quieres, ¿verdad?
—¡Guau!
Mientras volvía a casa paseando bajo el sol de primavera, con Graham trotando a mi lado, pensé en lo que Karen había dicho. Repasé mi matrimonio, año por año, y recordé lo felices que habíamos sido. Pensé también en la posibilidad de que todo se terminara, lo devastador que sería. De pronto me vi con los niños en la puerta de la casa, con las maletas y las bolsas. «El divorcio puede ser una catástrofe, emocional y económica… Mucha gente nunca se recupera… Es muy difícil volver atrás…». Aquí me sacudió un escalofrío.
—Karen tiene razón —le dije a Graham al entrar en el parque, agachándome para quitarle la correa—. Tiene toda la razón del mundo. —El perro salió disparado como un misil y volvió treinta segundos después con una golosina en la boca.
—¡Eh! —oí gritar a lo lejos—. ¡Que es nuestro!
—¡Graham! —le reprendí con suavidad—. Robar está muy mal. ¿Quieres devolver eso?
Mientras él se alejaba me adentré entre los árboles y me quedé mirando las prímulas y azafranes de primavera, con los pétalos picoteados por los pájaros, y los manojos de tallos verdes que pronto serían narcisos. Por fin me senté en un banco, cerré los ojos y pedí a Dios que me ayudara. Murmuré una oración y en ese preciso instante salió el sol. Sentí su calor en la cara y fue como tener una iluminación, una especie de visión, supongo. Entonces supe que todo saldría bien. Peter y yo no íbamos a romper después de quince años felices. «Al fin y al cabo —me dije, ya volviendo a casa con Graham—, cosas peores pueden pasar». Cosas mucho peores. Cosas terribles. Todos los días salen en los periódicos. Y Peter solo me había sido infiel una vez y estaba muy arrepentido.
—Por eso confesó —le dije a Graham, ya abriendo la puerta de casa—. Me lo confesó porque tiene conciencia y porque es un hombre decente.
Ahora me daba cuenta que había estado mal por mi parte echárselo todo en cara. Era una actitud mezquina y estúpida. Y si no, solo hay que pensar en la cantidad de hombres que engañan a sus mujeres una y otra vez, por sistema incluso, sin un atisbo de remordimientos.
Cogí nuestra foto de boda, en su marco de plata un poco deslustrado, y se me llenaron los ojos de lágrimas. A partir de este día, recordé. En lo bueno y en lo malo, había prometido. Habíamos tenido muchas cosas buenas, y ahora nos tocaba un poco de lo malo. En eso consistía el matrimonio. Miré el rostro de Peter, honesto y atractivo, y pensé: éste es el hombre al que quiero, el hombre de mi vida. Sí, ha cometido un error, pero todos cometemos errores, así que tengo que perdonar y olvidar. «Y le perdonaré —pensé, casi embelesada, mientras encendía la tele—. Porque errar es humano y perdonar, divino». Ahora me imaginaba la escena de la reconciliación, y sentí una oleada de calor de la cabeza a los pies.
—Cariño —le diría—, has cometido un error muy grave. Casi tiras por la ventana nuestro matrimonio por un momento de lujuria. Has permitido que te tentaran, y has caído en la tentación. Pero quiero que sepas que te perdono.
Él sonreiría, vacilante al principio, como si no pudiera creer lo que oía, luego con auténtica alegría.
—Sí, cariño —murmuraría yo, mientras él me envolvía en sus brazos—. Vamos a comenzar de nuevo. Aprovecharemos este infortunado episodio para fortalecer nuestro matrimonio, para avanzar. ¿Y sabes una cosa, Peter? Vamos a ser más felices que antes.
Ahora me imaginaba que estábamos en la iglesia, renovando nuestros votos delante de un grupo, reducido pero selecto, que ya sabía lo que habíamos pasado. Estarían nuestros padres y los niños, por supuesto, y alguno de nuestros mejores amigos. Todos intentarían contener las lágrimas mientras Peter y yo nos mirábamos a los ojos y decíamos una vez más: «Sí, quiero». Y Peter también lloraría, apenas capaz de pronunciar palabra por la emoción. De hecho las lágrimas rodaban por mi rostro mientras cambiaba de un canal a otro en la tele. Y mientras me enjugaba los ojos con una mano y acariciaba a Graham con la otra, aparecieron los créditos del programa del corazón Mujeres independientes.
—Todo va a salir bien, Graham —añadí entre sollozos—. Mamá y papá no se van a separar, cariño. No te preocupes.
De pronto lanzó un ladrido, no de asentimiento, sino porque había llegado el correo. Bajó de un brinco del sofá y salió disparado a la puerta, donde se veían cinco sobres en el felpudo. Dos marrones —seguramente facturas que, como siempre, dejé para Peter—, una postal de mi madre desde Guadalupe —«¡Nos lo estamos pasando de miedo!»—, dos cartas para Matt —vaya, ¿de quién serían?— y un sobre blanco dirigido a mi nombre. Lo abrí y de pronto me detuve, distraída por lo que veía en la televisión.
«La caza de talentos es una industria relativamente nueva pero floreciente —oí al presentador—. Porque hoy en día los buenos profesionales no acuden a solicitar sus puestos de trabajo, sino que se ven atraídos a ellos por inteligentes intermediarios, o más bien intermediarias. Porque algunos de los mejores cazatalentos son mujeres, y hoy tenemos con nosotros a una de ellas. ¡Vamos a recibir con un fuerte aplauso a Andie Metzler!».
Oí el aplauso de cortesía del público, entré como hipnotizada en el salón y me quedé mirando fijamente la pantalla. Era ella. Andie Metzler. El golpe fue como un hachazo en las rodillas. Me dejé caer en una silla. Allí estaba. La Otra. La mujer que se había acostado con mi marido. La mujer que fumaba Lucky Strike. La mujer que había salvado la vida profesional de Peter y había acabado con mi tranquilidad.
«Las mujeres son muy buenas cazadoras de talentos —decía—. Son más intuitivas… tienen un enfoque más sutil… se organizan mejor… Ffion Jenkins es una gran profesional, y la mujer de Michael Portillo, por supuesto».
De pronto me di cuenta de que la foto de Ian Sharp no le hacía justicia. Su corto pelo rubio relucía como el oro. Tenía la cara con forma de corazón, sin una sola arruga. Tenía las piernas largas y se la veía muy elegante, reclinada en la silla del estudio, con su exquisito traje cayendo en suaves pliegues. Era preciosa. No se podía negar. Aunque su voz era un poco dura y ronca.
«Fue una mujer la que reclutó a Greg Dyke para el puesto de director general de la BBC —la oí decir—. La Imperial Chemical Company tiene contratada a una mujer para que cubra sus puestos más altos y yo misma he colocado a directores ejecutivos en bancos, compañías de telecomunicaciones y más recientemente en una de las mejores editoriales».
Una náusea me subió a la garganta. Me la quedé mirando con un odio profundo, un odio que nunca había sentido. Me la imaginé en el Ritz con Peter. Me los imaginé comiendo, bebiendo champán. Luego me los imaginé en la cama. Tenía ganas de dar un cuchillazo a la televisión y matarla en aquel instante. Deseaba que los focos se le cayeran encima y la aplastaran. Quería que se abriera el suelo del estudio y se la tragara. Todavía tenía el dedo metido en el sobre. Lo abrí distraída y saqué la carta sin dejar de mirar con odio a mi rival.
«Otra cualidad de la mujer en la caza de talentos es que somos muy tenaces —decía con su voz ronca y su acento americano—. Tenemos ambiciones para nuestros clientes y los tenemos en muy alta consideración. No nos damos por vencidas hasta que hemos cazado a quien queremos».
—Seguro —exclamé.
«Vamos tras ellos —añadió Andie con una suave risita—. Y créeme, al final los conseguimos».
De reojo capté en el papel que tenía en la mano la palabra «¡Enhorabuena!», y casi sin querer bajé la vista. Querida señora Smith, leí mientras Andie seguía hablando.
«Sí, la caza de talentos es una carrera muy gratificante…».
Tengo el honor de informarle en nombre de la revista IPC…
«… en todos los sentidos…».
… que ha ganado usted el primer premio…
«… Es además compatible…».
¡… en nuestro concurso «Gane un Divorcio»!
«… con el matrimonio y la maternidad…».
… Ha respondido usted correctamente a nuestras preguntas…
«… lo cual para mí es muy importante…».
… así que ha ganado un divorcio con todos los gastos pagados…
«… puesto que pienso formar familia muy pronto…».
… ¡con el famoso abogado especialista en divorcios, Rory Cheetham-Stabb!
De momento no hice nada con la carta. La conmoción era demasiado fuerte. Me la quedé mirando un rato, girándola entre las manos. Luego fui al primer piso y la escondí en el cajón de mi ropa interior. No esperaba ganar. Simplemente había enviado las respuestas al concurso antes de pensármelo dos veces. Era un sorteo, para el cual había que responder las siguientes preguntas: a) ¿Cuál fue el acuerdo al que se llegó en el divorcio de la princesa Diana? b) ¿Estaba Jerry Hall legalmente casada con Mick Jagger? c) ¿Cuánto tiempo debe pasar entre la separación y el divorcio? Las respuestas no eran difíciles: a) Diecisiete millones, b) No, y c) Seis semanas y un día. Como ya saben, no me puedo resistir a un concurso, pero la verdad es que nunca pensé que podía ganar. Y ahora no tenía ganas de reclamar mi premio. Acababan de ofrecerme lo que muchísimas mujeres envidiarían: un divorcio en bandeja de plata, con todos los gastos pagados. Pero, lejos de sentirme eufórica, me parecía estar asomada a un abismo. «Espera —me había dicho Karen—. Espera». Y eso hice, esperar a que pasara el golpe de haber visto a Andie Metzler. Y pasó, poco a poco, hasta que al final del día estuve ya bastante tranquila, capaz de pensar racionalmente de nuevo. Y para entonces decidí que no, que no quería el divorcio. Al fin y al cabo, razoné, Peter no estaba liado con ella. Lo único que había hecho era acostarse con ella una vez, bajo presión, llevado por la euforia del momento. No era una relación a largo plazo, sino un desliz concreto. Andie no era su amante, no suponía ninguna amenaza para mí. No era más que un instante fugaz, nada más. De modo que durante los dos siguientes días intenté restablecer la comunicación con Peter, porque apenas habíamos intercambiado palabra desde San Valentín.
Nos habíamos evitado el uno al otro, lo cual no es muy difícil debido a mi horario de trabajo. Yo estaba tan furiosa que ni siquiera le había preguntado qué tal le iba el nuevo empleo. Pero ahora quise romper el hielo.
Estuvimos hablando, con cierta torpeza al principio, de su trabajo, del mío, de los niños, y pronto nos relajamos y nos encontramos charlando de las cosas de las que solíamos charlar. Luego fuimos a dar un paseo por el río con Graham. Pero ni Peter ni yo mencionamos su aventura, que seguía ahí entre los dos, como una bomba sin estallar. Dábamos rodeos en torno a ella, pasábamos con cuidado por encima y fingíamos que no existía. Y yo pensaba que si la ignorábamos, acabaría por desactivarse ella sola y desaparecer. Decidí que Andie no era más que un pitido desagradable en el cardiograma, por otra parte sano, de nuestro matrimonio. Superaríamos el bache. Otras parejas lo habían hecho. Nosotros saldríamos adelante. Así que hice un esfuerzo por mostrarme cariñosa con Peter, aunque sin pasarme. Peter tenía que saber que yo seguía sufriendo y que durante una época me encontraría más fría que de costumbre. Sin embargo sabía que al final yo cedería, porque había decidido salvar mi matrimonio, así que no volví a mirar la carta del Chat.
Cuatro días más tarde llamaron de la revista para que recogiera mi premio, pero yo, para ganar tiempo, les dije que estaría muy ocupada durante una semana por lo menos. Porque para entonces sabía que Peter y yo nos habríamos reconciliado y el premio se lo podría llevar cualquier otra. Los niños vinieron el fin de semana a casa e hicimos lo que solemos hacer los fines de semana. Aunque Matt se lo pasó asomándose continuamente al buzón, no sé por qué.
El domingo por la tarde estaba en la cocina mientras Peter cargaba el coche para llevar a los niños de vuelta al colegio, cuando sonó el teléfono. Lo cogió Katie. La oí charlar un rato y pensé que debía de ser algún amigo suyo. Pero por fin llamó a Peter:
—¡Papááá! ¡Teléfono!
—¿Quién es?
—No sé. Es una americana. Candy o Randy o Mandy o algo así. Quiere hablar contigo.
Yo salí disparada de la cocina como una tarántula tras su presa. ¡La muy perra! ¡Qué valor! ¡Llamar a mi casa para hablar con mi marido, mi marido desde hace quince años, el padre de mis dos hijos! ¡Desde luego se iba a enterar! Pero Peter llegó antes al teléfono.
—No, no —decía, jadeando un poco por la carrera—. No, no —repitió. Se había puesto como un tomate—. Sí. Mmm —murmuró evasivo—. Bien, gracias por llamar. Adiós.
Nada más colgar me miró con expresión culpable. Yo apretaba tanto los labios que me dolían. Entonces llegaron los niños con las bolsas. Me despedí con un beso y subí al primer piso.
Cuando Peter volvió, tres horas más tarde, me encontró en la cocina. Se sentó en silencio y apoyó la cabeza en las manos.
—¿Has vuelto a verla? —pregunté. Peter no contestó. Yo tenía la boca más seca que un papel de lija, y oía los latidos de mi corazón—. ¿Has vuelto a verla?
Peter respiró hondo y negó con la cabeza.
—En realidad no.
—¿Cómo que en realidad no? ¿Qué demonios significa eso?
—Está bien —confesó, alzando la vista—. La he visto. Tomamos una copa.
—¿Una copa? Mira qué bien.
—Eso fue todo, Faith. Una copa.
—¿Y qué demonios hace llamando a casa?
—Es que… —Volvió a apoyar la cabeza en las manos—. Es que… tenía que hablar conmigo y mi móvil estaba desconectado. Pero tienes razón, Faith. No debería haber llamado aquí.
—Desde luego que no. —Yo misma estaba pasmada de lo tranquila que parecía. Era como escuchar a otra persona—. ¿Sabe que yo lo sé?
—Sí —suspiró Peter—. Le dije que no podía volver a pasar, pero…
—Pero ¿qué?
—Que no…
—¿Qué no acepta un no por respuesta?
Peter se puso colorado.
—No.
—Así que anda detrás de ti, ¿eh? —dije, con una voz tan dura como el pedernal—. Es eso, ¿no?
—No lo sé. Es que para ella no fue un desliz. Dice que…
—¿Qué?
—Que está enamorada de mí.
—¡Vaya! ¡Qué romántico! ¿Y tú? —exclamé. De pronto mi enfado se convirtió en angustia—. ¿Estás…? —pregunté con voz rota—. ¿Estás…? —intenté de nuevo, pero no pude seguir. Se produjo un silencio durante el que solo se oía el tictac del reloj de la cocina—. Peter, ¿estás enamorado de ella? —logré balbucir por fin.
—No, pero…
—¿Qué? —Me dolía la garganta y se me había movido una lentilla.
—Pues que… ¡No sé! —exclamó desesperado. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Estoy confuso, Faith. No me preguntes lo que siento. Solo sé que estoy pasando un infierno. Es decir, por un lado acostarme con ella no significó nada. Nada.
—Pues si no significaba nada, ¿por qué lo hiciste?
—Porque al mismo tiempo sentía que significaba algo. ¿Cómo iba a no significar nada, cuando nunca había sido infiel antes? Así que sí, algo significaba, y yo lo sabía. En el fondo, yo sabía que aquello significaba algo.
—Ya. —Me sentía mareada—. ¿Piensas hacerlo otra vez? —pregunté. Sabía que no me mentiría.
—No lo sé. ¡No lo sé!
Fue entonces. En ese momento sentí que algo se rompía dentro de mí, algo que nunca podría reparar.
Para mi sorpresa no me puse histérica ni furiosa, sino que conservé bastante la calma. Me llevé a Graham a dar un paseo y luego subí a mi cuarto. Me quedé tumbada en la cama, con el perro a mis pies, mirando la oscuridad, observando correr por la pared las luces de los coches que pasaban. Me quedé allí hasta las tres y media. Entonces me levanté y me fui a trabajar. Y cuando llegué a casa llamé a la revista y acepté mi premio.
Una semana más tarde me encontraba en el despacho de Rory Cheetham-Stabb, en Belgravia. Mientras él anotaba mis datos en un expediente nuevo, yo observé discretamente la estancia. Era lo más opuesto al espartano despacho de Karen en Chiswick. Tenía el tamaño de un pequeño salón de baile, decorado con muebles antiguos que olían a cera de abeja, forrado de gruesos tomos encuadernados en piel y alfombrado de suntuosas moquetas aterciopeladas. En las paredes colgaban oscuros y relucientes óleos de paisajes escoceses y dignos retratos de perros y caballos. Rory Cheetham-Stabb, sentado en su enorme mesa de caoba, era un hombre alto, de pelo negro azabache, nariz aquilina y ojos azules muy claros. Llevaba un traje exquisito, con discretas costuras hechas a mano en las solapas. Unos gemelos de diamantes relumbraban a la luz de la araña.
—Vamos a ver, señora Smith —comenzó con suavidad—, debe usted ponerse totalmente en mis manos. Yo cuidaré de usted. Y no se preocupe —prosiguió con una sonrisa rapaz—, porque siempre doy a mis esposas justamente lo que quieren. —En ese momento encendió un largo puro—. Sí, mis esposas siempre consiguen lo que quieren. —Advertí que hablaba mucho de «sus esposas» y me imaginé formando parte de un numeroso harén—. O sea que está usted segura de querer el divorcio, ¿no es así?
—Sí, así es.
—Estupendo —contestó dando una palmada—. Estupendo. Porque hoy en día se habla muchísimo de mediación, conciliación, consejeros y todas esas tonterías sensibleras, señora Smith, cuando el hecho es que un divorcio es una batalla. Una batalla sangrienta, ¡pero una batalla que yo gano invariablemente! Vamos a ver, lo que tenemos que hacer es preparar nuestro caso. ¿Cuál es la razón del divorcio?
—La infidelidad de mi marido.
—Muy bien —dijo él, escribiendo con frenesí—. Mujeriego contumaz.
—No —le corregí horrorizada—. No es verdad. Solo ha tenido una aventura.
—Detalles, señora Smith, detalles. Vamos a ver, ¿bebe su marido?
—Bueno, cuando vuelve del trabajo suele tomarse un gin-tonic, sí, y cuando sale se toma un par de copas de vino.
—Mmmm. Serio… problema… con la bebida —murmuró Cheetham sin dejar de escribir—. No se puede esperar que ninguna mujer conviva con eso. Muy bien, de momento tenemos entre manos a un mujeriego alcohólico. Debe de ser horrible para usted, señora Smith. Horrible. El juez estará totalmente de su parte.
—Señor Cheetham-Stabb, con todos mis respetos, creo que se equivoca. No quiero hacer daño a mi marido ni mentir sobre él. En el fondo es un hombre decente. Pero me ha sido infiel y yo no puedo seguir viviendo con él. Así que solo quiero poner fin a mi matrimonio, nada más. —Una expresión de incomprensión mezclada con desilusión cruzó su atractivo rostro. Luego se arrellanó en su silla estilo Luis XVI y se dio unos golpecitos en los dientes con su Mont Blanc.
—Así que no le importa que su marido se quede con la casa, ¿no? —preguntó.
—Hombre, yo no diría eso.
—Y no pondría objeciones si consigue la custodia de los niños.
—¡Claro que pondría objeciones!
—Y supongo que le parecería bien que le pagara una pensión de miseria.
—No, no, yo no digo eso.
—Tampoco le importaría tener que irse a vivir a un cuartucho en algún barrio de mala muerte, mientras que él se queda en la casa matrimonial con su nueva querida. —Yo estaba tan horrorizada que no pude ni contestar—. No le importa, ¿no es así? —repitió, alzando las cejas con una sonrisa insolente.
Me quedé allí sentada, de piedra, contemplando la pesadilla que el abogado había conjurado ante mis ojos.
—Como ya digo, señora Smith —prosiguió él con suavidad—, un divorcio es una batalla, y puede ser muy sangrienta. Y cuando se mete uno en una batalla, hay que intentar asustar al adversario haciendo muchísimo ruido. Eso es lo que me propongo, señora Smith, hacer mucho ruido. Vamos a ver, ¿quiere usted divorciarse o no?
Me quedé mirándolo.
—Sí —suspiré.
—Bien. Mañana le haremos llegar la petición de divorcio.
Decidí advertir a Peter, por supuesto. La idea de que pudiera abrir el correo y encontrarse con una demanda de divorcio era una indignidad que no quería infligirle. Así que esa noche, mientras preparaba la cena, le dije que había empezado los trámites. Se quedó tan pasmado que se le cayó un plato.
—¿Qué te vas a divorciar de mí? —dijo con un hilo de voz.
—Sí.
—Ah. —Parecía perplejo—. Vaya. ¿De verdad es necesario?
—¿De verdad era necesario que tuvieras una aventura? —contraataqué—. ¿De verdad era necesario decirme que no estás seguro de que no volverá a pasar? Pues bien, yo no puedo vivir con esa inseguridad, Peter, así que pienso protegerme.
—Faith, ya sé que en estos momentos tenemos problemas, pero esto es una locura. Tienes que pensártelo mejor.
—Lo he pensado mucho —repliqué sombría—. He pensado que ya no confío en ti y que mis sentimientos hacia ti han cambiado. Tu infidelidad ha cambiado de alguna forma nuestra relación, no sé cómo. Supongo que debe de sonar ingenuo, pero me temo que es la verdad.
—Pero el divorcio nos va a dejar en la ruina —protestó, mientras recogía los trozos del plato roto—. Por Dios, Faith, ahora que acabo de conseguir un trabajo fantástico…
—Tu trabajo no tiene nada que ver con esto.
—Por fin las cosas nos iban bien. Íbamos a comenzar una etapa más feliz.
—Pues es una pena que tuvieras una aventura.
—Las cosas estaban mejorando.
—Sí, hasta que me contaste lo que había pasado.
—Pero ahora se nos va a ir todo en abogados.
—No va a costar ni un penique. —Entonces le conté lo de mi premio.
—¡Un concurso! —exclamó—. ¡Por Dios, Faith! ¡Es absurdo! Además, no quiero publicidad. Y menos ahora, con mi nuevo empleo.
—No pasa nada —expliqué—. No te preocupes, que marqué la casilla de «sin publicidad». De todas formas deberías alegrarte, porque si no hubiera ganado tendrías que poner tú el dinero, y Rory Cheetham-Stabb no sale barato, precisamente.
—¡Rory Cheetham-Stabb! —resolló—. ¡Por Dios! ¡Ese tío es un velocirraptor! ¡Me va a dejar en la ruina! ¡Rory Cheetham-Stabb! —gritó—. Así que eso es lo que planeabas, darle al botón que pone «pensión» y ver cómo caía el dinero, ¿no?
—¡No digas eso! No quiero arruinarte. Simplemente creo que tengo que poner fin a nuestro matrimonio por las razones que acabo de explicar. Y tú no tienes por qué oponerte. Pero si te opones, sí, necesitarás un abogado. Y no puedes recurrir a Karen porque nos conoce a los dos, así que tendrás que buscarte a otro.
—Gracias por el consejo —me espetó—. Así que te quieres divorciar —repitió incrédulo—. ¡Joder! —protestó mientras se servía una ginebra doble en uno de los vasos de cristal de su madre.
—¿Tú qué creías que iba a pasar cuando me contaste lo de Andie? —pregunté.
—¡Desde luego esto no! —exclamó él, mesándose el pelo—. Esto no. Pensé que apreciarías mi sinceridad, fíjate hasta qué punto me equivocaba.
—¡Vaya! ¡Y yo que pensaba que la ingenua era yo!
—Creí que lo entenderías. —Peter se llevó el vaso a los labios.
—Y supongo que lo entiendo —repliqué—. Entiendo lo que es perder la confianza en alguien. Y ahora, después de quince años, yo he perdido mi confianza en ti. Y si ya no hay confianza entre nosotros, Peter, es que no nos queda nada.
—Nos quedan muchas cosas, Faith. —Yo había empezado a pelar unas zanahorias—. Tenemos a nuestros hijos, nuestras carreras, la casa, el perro…
—No metas a Graham en esto. La cosa es que todo ha cambiado.
—Faith, ya sé que estás furiosa, y me lo merezco. Sé que me he metido en un buen lío. Pero eso no significa que tengamos que divorciarnos, así sin más. ¿No podríamos dejar que se enfriaran las cosas?
—Para mí ya se han enfriado. De hecho se han congelado. —Peter me miraba fijamente. Yo me sentí como Gary Cooper en Solo ante el peligro.
—¿Quieres el divorcio, Faith? —me preguntó—. ¿De verdad quieres divorciarte? ¿Quieres divorciarte? —Yo le miré en silencio—. ¿Es eso lo que quieres? ¿El divorcio? ¿Quieres-el-divorcio? —gritó desesperado.
—Sí —respondí con voz queda.
Peter se volvió de pronto y tiró el vaso de cristal a través de la puerta de la cocina contra el espejo de Lily.
—¡Ah! —exclamé al verlo hacerse pedazos—. ¡Ah! —Y me volví para gritarle, para chillar como una loca. Esta vez me iba a oír. Pero no fue posible, porque Peter ya se había marchado de casa dando un portazo.
Al día siguiente se disculpó. Parecía arrepentido de verdad. Yo me quedé mirando el espejo roto, que había descolgado y ahora yacía apoyado con aire de abandono contra la pared. Era algo totalmente insólito, porque Peter nunca, jamás en quince años, había hecho una cosa similar.
—Lo siento —murmuró—, perdí el control.
Yo acepté sus disculpas, por supuesto, pero ahora, todavía conmocionada por lo sucedido, le pregunté si estaría dispuesto a marcharse de casa. Él miró un instante por la ventana hacia el jardín y asintió con la cabeza. Para mí fue un alivio, porque Rory Cheetham-Stabb me había advertido que algunos hombres se niegan a marcharse de la casa matrimonial porque les aterroriza la posibilidad de perderla si se van. Pero yo sabía que Peter sería un caballero. En todo caso, ¿cómo podíamos seguir juntos cuando nuestro matrimonio se deshacía? Yo me pregunté si se mudaría con Andie, porque ella le recibiría con los brazos abiertos, eso seguro. Pero unos días más tarde Peter me dijo que había encontrado un pisito en Pimlico, cerca de la Tate. Era de un amigo o un conocido que se iba de viaje por un año, y el alquiler no era muy alto. Así que le ayudé a hacer las maletas. Se me hizo muy raro, porque era como ayudarle a hacer el equipaje para irse a la feria del libro de Frankfurt o algún viaje de negocios. Mientras sacaba sus camisas del armario me quedé mirando las dos corbatas nuevas de Hermés.
—Te las regaló ella, ¿verdad?
—Sí —respondió él con expresión culpable.
—No deberías haberlas aceptado —señalé.
—No; tienes razón.
No tardamos en llenar dos maletas. La habitación en que Peter dormía se quedó vacía. Las perchas de alambre entrechocaban suavemente en la ligera brisa. Mientras hacíamos el equipaje Graham yacía en la cama con la cabeza entre las patas, moviendo las cejas ansiosamente arriba y abajo. Luego Peter fue a la cocina para prepararse un último café mientras esperaba el taxi. Yo me senté con él. A través de la puerta abierta se veían las maletas en el pasillo. «Esto es increíble —pensé—. Esto es surreal. Pero sucede a ciento cincuenta mil parejas cada año».
—Ya hablaré con los niños el fin de semana —dije. Me horrorizaba pensar en cómo reaccionarían—. Puedes pasar con ellos todo el tiempo que quieras, y con Graham también. Pero no quiero que conozcan a Andie, ¿de acuerdo?
—Escucha, ni siquiera sé si la voy a ver —contestó Peter. Tenía a Graham en el regazo. De pronto me cogió las manos encima de la mesa—. Esto es un desastre. Por favor, por favor, te pido que cambies de opinión.
En ese momento, al sentir el contacto de sus manos en las mías, al ver las lágrimas en sus ojos castaños y advertir la nota de dolor en su voz, estuve a punto de ceder. Era como si nos mirásemos a través de un profundo abismo, pero yo sabía que no existía ningún puente. Y además, acabábamos de oír el claxon impaciente de un coche. Peter fue a la puerta, gritó algo y sacó las maletas. Y yo estuve a punto de echar a correr para decirle: «Lo siento. ¡He cambiado de opinión! He cometido un error. Pero es que no podía asimilar mis sentimientos y no sabía qué hacer. Solo quería mostrarte lo mucho que me has herido, y quería hacerte daño yo a ti, pero creo que ya te he hecho bastante daño, así que por favor, por favor, Peter, no te vayas». De hecho hasta me había levantado para salir corriendo cuando de pronto sonó su móvil. Se lo había dejado en la mesa. Sonaba el tonillo de «Porque es un chico excelente». Miré la pequeña pantalla donde, para mi gran sorpresa, habían aparecido dos corazones entrelazados que palpitaban al ritmo de la música. Luego una luz roja anunció que habían dejado un mensaje. Yo sabía de quién era. Peter había entrado en la casa por la segunda maleta, y mientras salía de nuevo con Graham a sus talones, yo pulsé el play.
«Cariño —oí la voz de Andie Metzler—, espero que estés bien. ¡Me muero de ganas de verte! Pásate luego. Pondré a enfriar el champán. ¡Te quiero!».
—Faith… —Peter estaba en el escalón de la puerta—. Faith, no…
—Adiós, Peter. —Y con estas palabras cerré la puerta.
Algunas mujeres luchan por sus hombres, ¿no es así? Si tienen una rival alzan los puños, sacan las uñas y devuelven el golpe con todas sus fuerzas. Defienden su territorio con la ferocidad con que la señora Thatcher defendió las Malvinas. Pero yo no soy así. Estaba claro. Porque cuando oí el mensaje de Andie no me sentí dispuesta a entrar en batalla, sino desmoralizada a fondo. Y mientras escuchaba su voz fui consciente de un profundo cambio fisiológico; mi corazón dobló el ritmo, comencé a respirar agitadamente y se me puso piel de gallina. Oír cómo le llamaba «cariño» fue como una puñalada. La insolente intimidad del «te quiero», la idea del champán frío en su habitación conjuraban imágenes que me revolvían el estómago. Pero, como una masoquista, me dediqué a regodearme en ellas. Me imaginaba a Andie en su negligé, desnudando lentamente a Peter, la veía frotándole el pecho con un hielo, acariciándole el pelo. Me la imaginaba besándole, tumbándole en la cama, haciendo el amor con él. Casi podía oír sus gemidos y suspiros. Luego me veía a mí misma, irrumpiendo en su dormitorio con un cuchillo de cocina y hundiéndoselo en el corazón. El odio que sentía por ella era tan primitivo, tan violento que me horrorizaba. Jamás me hubiera creído capaz de un odio tan salvaje. La infidelidad de Peter me había puesto al descubierto una parte de mí misma que desconocía. Pero Peter era mío, razonaba. Había sido mi marido durante quince años. Y aquella maldita, maldita mujer pretendía arrebatármelo. Así que era natural que quisiera matarla. Pero sabía que no sería capaz. Tendría que enfrentarme a la crisis a mi manera. Porque también sabía que mi orgullo me impediría luchar para que Peter se quedara conmigo. En cualquier caso es demasiado arriesgado. Y si no miren a Della Bovey, la pobre. La chica que luchó valientemente contra Anthea Turner y que solo ganó un aplazamiento. Yo sabía que Andie conseguiría a Peter. Al fin y al cabo era una cazadora de talentos inclemente. No, yo no pensaba luchar.
—Tienes razón, cariño —dijo Lily cuando llegábamos al festival Cuerpo Mente Espíritu, en Greycoat Square, al día siguiente a la hora de comer—. Es demasiado arriesgado y poco digno —añadió—. La prensa se lo iba a pasar de miedo.
—¿Por qué? —pregunté deprimida—. Ni Peter ni yo somos famosos.
—Un poco sí, Faith. Cinco millones de personas te ven dar el parte meteorológico todos los días. Y además Peter está metido en el comité ese de Ética Familiar.
—Es verdad, se me había olvidado.
—Así que para él sería de lo más violento si vuestro divorcio saliera en los periódicos. —En ese momento enseñábamos las entradas al guardia de seguridad—. No, la verdad es que Peter quedaría fatal, sobre todo teniendo en cuenta que Bishopsgate publica un montón de libros de ésos de cómo-no-divorciarse.
—¿Ah, sí?
—Sí. Con eso ganan la mayor parte de sus ingresos. Tienen toda una sección de la editorial dedicada a ello.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque no dejan de enviarnos libros al Moi! No, lo mejor es una retirada digna, Faith. Pero va a ser un infierno por una temporada.
—No, si ya es un infierno —dije con un hilo de voz, notando el consabido nudo en la garganta—. Es un infierno, Lily. —Busqué un pañuelo en mi bolso—. No sabía que podía doler tanto.
—No te preocupes, Faith. —Me dio un apretón en el brazo—. Eres mi mejor amiga y te voy a ayudar en todo lo que pueda. Mira, ya que estamos aquí, debes recibir algunas terapias.
—¿Sí? —dije desolada mientras entrábamos en la sala. Yo no había querido acudir a aquella feria, pero Lily me había convencido. Había tantísima gente que apenas podía una moverse entre los puestos. En el aire flotaba un pesado olor a sándalo y pachuli y de fondo se oía el plañidero sonido de los cuencos tibetanos.
—Tendrías que hacerte una limpieza de aura —sugirió Lily pensativa—. O que te miraran tu campo biomagnético. Va de maravilla para el estrés emocional. De todas formas has aguantado casada mucho tiempo —comentó, mientras inspeccionaba los palos de lluvia paraguayos—. Estabas atrapada en el matrimonio y no tenías la llave. Tú todavía no lo ves así, pero esto es un nuevo comienzo, Faith. Las puertas de la vida se han abierto por fin.
—No estaban cerradas —repliqué—. Para mí estar casada y tener niños es vida.
—Sí, pero no vida tal como la conocemos, Faith. Cuando volví de Estados Unidos el año pasado pensé que te habías quedado anclada en el pasado. Todavía con la misma rutina aburrida…
—A mí me gustaba mi rutina.
—Todavía viviendo en las afueras.
—Me gustan las afueras.
—Pero ahora vas a florecer, ya verás. Tienes treinta y cinco años, Faith. Estás en la mitad del viaje, pero has tenido algunos baches en la carretera. Créeme, cariño —dijo alegremente—, el divorcio será lo mejor que te ha pasado en la vida. Dime, ¿qué te vas a hacer?
Yo no tenía ni idea. ¿Qué sería mejor, que me sanaran el karma o convertirme en pensadora cósmica? ¿Hacerme un lifting ayurvédico o descubrir a la diosa interior? Pasamos junto a un puesto en el que vendían cristales y cazadores de sueños indios. A nuestra derecha había una mujer tumbada. Le estaban metiendo una vela encendida en la oreja.
—Son velas hopi. Fenomenales para las migrañas. ¿Sabías que las orejas son la puerta hacia las vidas pasadas?
REESTRUCTURA DEL ADN, anunciaba un cartel en un puesto. Me detuve intrigada.
—Podemos reestructurarle el ADN —me ofreció un hombre.
—Estupendo.
—Es un procedimiento muy sencillo. Lo que hacemos es realinear y enlazar de nuevo sus cromosomas, lo cual le permitirá recuperar la conexión total con la fuerza divina.
Sonaba tan radical que casi me tentó, pero Lily me cogió del brazo y me sacó de allí.
—Faith, no seas tan crédula, hija. Todo el mundo sabe que eso son tonterías. Mira, yo voy a que me pongan en contacto con mis ángeles. Nos vemos aquí dentro de media hora.
—¡Se leen los dedos de los pies! —anunciaba una mujer.
«En los dedos de sus pies está escrita su personalidad —rezaba la propaganda del puesto—. Oferta especial limitada: ¡Solo diez libras! Preciso análisis de la personalidad y las perspectivas de futuro».
Bueno, no me pregunten por qué, pero el caso es que me apetecía la idea, así que pagué las diez libras, me quité los zapatos y me arremangué las perneras del pantalón.
—Ah, muy interesante —dijo la terapeuta en cuanto me recliné en la silla y le ofrecí los pies. Se los quedó mirando con los ojos entornados, mientras los toqueteaba—. Vaya, tiene los dedos muy separados, lo cual indica una personalidad aventurera. Es evidente que lleva usted una vida muy poco convencional, ¿no es así?
—No —dije bastante decepcionada—. Justo lo contrario.
—Ah. Bueno, estos dedos son muy impulsivos —prosiguió, retorciéndome el tercer dedo del pie derecho—. Muy espontáneos, muy latinos. Es usted una persona algo imprudente, ¿no?
—No, soy muy cautelosa y sensata.
Entonces me dio un apretón en el dedo gordo.
—Tiene usted unos dedos muy blanditos.
—¿Ah, sí?
—Sí, grandes y jugosos. Eso significa que tiene usted una naturaleza artística. Le gusta el arte, ¿verdad? Se le da muy bien la pintura.
—No. Se me da fatal.
—Y también tiene muy buen oído para la música, ¿a que sí? —añadió desesperada.
—En absoluto.
—Toca la flauta.
—No.
—Graduado escolar. Sobresaliente. —No hacía más que decir paparruchas.
—Mire, no quisiera parecer grosera, pero me parece que esto es una pérdida de tiempo.
—Es que soy nueva en esto —explicó ella con expresión contrita—, y mi técnica no es muy buena todavía. Pero ya que ha pagado usted, ¿quiere que le lea el futuro en la bola de cristal? —ofreció—. Soy vidente aficionada.
Era evidente que aquello iba a ser otra sarta de tonterías, pero como me salía gratis acepté. Me puse los zapatos y esperé un rato mientras ella colocaba las manos sobre una enorme bola de cristal.
—Tiene usted serios problemas en su matrimonio —declaró al cabo de unos segundos.
—Sí —contesté sobresaltada—. Es verdad.
—Después de un período de estabilidad doméstica su vida atraviesa por un cambio radical. Ha sufrido usted un tremendo golpe emocional.
—Sí, sí.
—Su marido ha confesado tener una aventura.
—Es verdad.
—Pero es la primera vez, y él se siente fatal. Está confuso y no sabe qué hacer.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Es verdad! ¿Pero qué va a pasar? —pregunté desesperada—. ¡Dígame lo que me espera, por favor!
—Se va usted a divorciar. —Sentí un escalofrío—. Pero volverá a ser feliz. Y antes de lo que cree. Superará esta época difícil —concluyó—. Dios sanará su dolor.
¿Dios iba a sanar mi dolor?
—¡Faith! —Era Lily, que se acercaba corriendo, como extasiada—. ¡No te imaginas! ¡No sabes cuantísimos ángeles he visto! —exclamó encantada, tirando de mí—. He visto la luz maravillosa de un coro de ángeles. Estaba como inmersa en ella. Era… blanca, blanquísima. Y lo más maravilloso es que los ángeles se llevaron todos mis problemas.
—¿Ah, sí?
—Sí, se los llevaron al cielo. Todas mis preocupaciones sobre el precio de nuestra portada y las suscripciones. ¡Los serafines y los querubines se las llevaron! ¡Y el arcángel Miguel me dijo que voy a superar en ventas al Vogue! ¿No es maravilloso?
—Increíble.
—¿Y tú qué has hecho?
—Me han leído los dedos de los pies.
—¿Y qué tal?
—No muy bien. Pero luego han leído mi futuro en una bola de cristal, y han acertado en todo. La vidente me dijo que me recuperaría, que Dios sanaría mi dolor. Pero no sé cómo.
—¿Qué Dios sanaría tu dolor? —repitió ella pensativa—. Eso solo puede significar una cosa, Faith… ¡Vas a conocer a alguien!
—No digas tonterías, Lily. Es demasiado pronto. Pero si ni siquiera estoy divorciada.
—Sí, pero Peter tampoco está divorciado, y mira, ya tiene a otra. —Al oír esto sentí un fuerte dolor en el pecho, como si me hubieran pisoteado el corazón—. Peter ha encontrado a alguien —repitió ella con suavidad—, ¿por qué no te va a pasar lo mismo a ti?
—Vas demasiado deprisa —murmuré irascible—. Yo no puedo pensar con tanta antelación.
—Pues no vas a esperar a que te salgan canas. Mira, no te queda otra opción: Tienes que salir a ligar otra vez.
—No sabría cómo. Yo nunca he hecho eso.
—Sí, es verdad. No te imagino ligándote a alguien.
—Y no querría.
—¿No?
—¡Pues claro que no! —exclamé indignada.
—¿Por qué no?
—Pues… supongo que prefiero que me liguen a mí.
—Ah. En ese caso tienes que aprender a flirtear. Y yo te voy a ayudar.
No sé por qué me presto a los planes de Lily. No sé por qué, pero el caso es que siempre me convence. Siempre ha sido así. Ella dirige y yo la sigo. Supongo que es la pura fuerza de su personalidad. Lily es como una avalancha, y me arrastra consigo. Si no, no podría explicar cómo es que cuatro días más tarde me encontraba con ella en un taller para aprender a seducir.
—He accedido a esto porque todavía estoy medio loca con esto de Peter —dije al llegar al hotel Sloane, en Earls Court.
—No, Faith —me corrigió—. Lo haces porque en realidad quieres, porque sabes que te sentará bien. Tienes que aprender a tratar con los hombres de nuevo —aseveró con autoridad—. Tienes que aprender a relacionarte con ellos de forma sana y positiva. Y el flirteo hará que ellos se interesen más por ti, lo cual será una inyección para tu autoestima. Te han traicionado, Faith —añadió muy seria, mientras entrábamos en la sala de conferencias—, así que te sientes pequeña, insignificante.
—Gracias.
—Sientes que no eres deseable, te sientes poco atractiva. De hecho te parece que eres todo un fracaso.
—Vale, vale.
—Pero aprender a coquetear te ayudará a sentirte atractiva de nuevo, guapa, sexy…
—Lo dudo muchísimo.
—Y cuando aprendas estarás lista para ir a por un hombre nuevo.
—Yo no quiero ir a por ningún hombre, ni nuevo ni viejo —señalé con amargura.
—Ahora no, cariño. Pero ya verás. Y por supuesto eso haría muchísimo daño a Peter.
—¿Qué?
—Que a Peter le dolería mucho que encontraras a otro.
—¿Aunque sea él quien tiene una amante?
—Sí.
Entonces noté que algo dentro de mí brincaba y me di cuenta por primera vez que no me importaría nada hacer daño a Peter. De hecho quería hacerle daño. Al fin y al cabo, él me había hecho daño a mí. Me había traicionado, me había herido. Así que mientras esperaba a que empezara la clase, me entretuve en imaginar mi venganza. Ya no quería asesinar a Andie. Quería asesinarle a él. «Me gustaría atropellarle —pensé con calma—. O arrojarle por un barranco, o echarle veneno en el café o…».
—¡Hola a todos! —Mis violentos pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de nuestra profesora, Brigitte, una morenaza de aspecto despampanante, de unos cuarenta y cinco años. Sus ojos barrieron la sala como si fueran sopletes—. Vaya, veo que tenemos muchos alumnos.
Era verdad. En total éramos unos treinta, divididos mitad y mitad entre hombres y mujeres. Todos sonreíamos con timidez. Todos menos Lily, claro. Ella le estaba guiñando el ojo a un hombre bastante atractivo sentado frente a ella.
—Así que queréis aprender a seducir, ¿eh? —dijo Brigitte con una sonrisa beatífica. Lily se tocaba el dobladillo de la falda—. Queréis resultar más atractivos al otro sexo —prosiguió. Lily se había desabrochado un botón de la blusa—. Es una suerte que la gente quiera seducir —en ese momento Lily se pasaba la lengua por los labios— porque si no la raza humana desaparecería. Yo flirteo mucho —nos confesó Brigitte— y creedme: se lo pasa una de miedo. ¡Bueno! —exclamó dando una palmada—, vamos a comenzar con el primer ejercicio. Tenéis que dividiros en grupos de seis y tiraros unos a otros estas pelotas de tenis mientras os presentáis de forma sexy y coqueta.
Todos nos movimos entre risitas, nos levantamos de mala gana y nos dividimos en grupos.
—Hola… ja ja ja… Me llamo Brian.
—Hola, soy Sue.
—Qué tal, soy Mike.
—Eh… Hola. Me llamo Faith.
—Buenos días. Yo soy Dave.
—Hola, hola, Dave, encanto. Me llamo Lily. —A Dave se le cayó la pelota.
—Muy bien —declaró Brigitte al cabo de tres o cuatro minutos—. El siguiente ejercicio es de contacto visual. A muchos nos da vergüenza mirar fijamente a alguien a los ojos. Pero establecer el adecuado contacto visual es en extremo provocativo y puede tener un fuerte efecto. Así que eso es lo que vamos a hacer ahora. Vamos a caminar por la sala, mirándonos unos a otros de arriba abajo de la forma más provocativa posible.
Aquello era una locura, pensé mientras paseábamos mirándonos a los ojos unos a otros. Aunque era difícil mirar a los hombres a los ojos, porque la mayoría estaban absortos en Lily.
—¡Muy bien! —nos animó Brigitte—. Dejad vagar la vista. Arriba y abajo. Mirad profundamente a los ojos. Muy bien, sostened la mirada. Que vuestros ojos hablen con la otra persona, que vuestros ojos digan: «¡Hola, hola!».
Aquello era asqueroso. Yo tenía la cara como un tomate. Luego tuvimos que juntarnos por parejas para dedicarnos espléndidos cumplidos. A mí me tocó con un estudiante de medicina chino llamado Ting.
—¡Tenéis que alabaros el uno al otro! —indicó Brigitte—. Y cuando recibáis un cumplido, simplemente decid gracias con una sonrisa. ¿De acuerdo?
—Esto… tienes el pelo muy brillante —dije.
—Glacias. Tú tiene cala mosa.
—Ah, gracias. Tienes unos dientes muy bonitos.
—Y tu pienas bien.
—Ya. Me gusta tu nariz.
—Tu fada bonita.
Brigitte dio otra palmada.
—La clave de la seducción —explicó— es que a todos nos gusta la gente a la que gustamos. Por eso la imitación es la forma más sincera de adulación. De modo que lo que vamos a hacer ahora es imitar al otro, lo que técnicamente se conoce como «eco postural». Copiad los movimientos del otro lo mejor que podáis. A ver si podéis también adoptar su mismo ritmo de respiración.
Al cabo de quince minutos, Brigitte nos interrumpió de nuevo.
—Y ahora —dijo animadísima—, el siguiente desafío: ¡encontrar al animal que llevamos dentro! Sí, vais a buscar un animal que concuerde con vuestra personalidad y vais a sentir ese animal en todo el cuerpo, ¿de acuerdo? Muy bien. A ver, Lily, ¿tú qué animal eres?
—Una pantera —ronroneó ella.
—¿Y tú, Faith?
—Pues no sé… Un armadillo.
—No seas un armadillo —terció Brigitte—. Los armadillos tienen una armadura.
—Vale, pues un perro.
—Yo soy un león.
—Yo, un águila.
—Un ardvaark.
—Un hurón.
—Un periquito.
A estas alturas la cosa era tan ridícula que había perdido todas mis inhibiciones y comenzaba a relajarme. Para cuando terminó el taller, casi me lo estaba pasando bien.
—Lo habéis hecho muy bien —nos felicitó Brigitte—. Pero os voy a dar un ejercicio más, un ejercicio muy importante. Tenéis que dedicar una encantadora sonrisa a todas las personas con las que os crucéis hoy.
—He aprendido muchísimo —comentó Lily cuando salíamos del hotel—. Muchísimo.
—¿Ah, sí? —repliqué escéptica, cuando subía a su Porsche azul marino.
—Sí. —El techo se abrió con un zumbido eléctrico—. Y no lo olvides, Faith, tenemos que sonreír a todo el mundo.
—No te preocupes —lo dije muy segura.
Al fin y al cabo, el sol brillaba, los cerezos estaban en flor y, por primera vez en muchas semanas, me había reído con ganas. Sí, hoy me apetecía sonreír, a pesar de todos mis problemas.
Nos detuvimos en un semáforo en Brompton Road, y un coche deportivo, un MGF, paró a nuestro lado, también con la capota bajada. De pronto me di cuenta de que el conductor nos miraba. Volví la cabeza a la izquierda y me encontré cara a cara con un hombre que sonreía. ¿Pero a quién demonios sonreía? A Lily, supuse. Pero no. No sonreía a Lily. Me sonreía a mí. ¡Me miraba a mí! Y sonreía, así, sin más. ¡Qué cara más dura! Le miré ceñuda, pero él seguía sonriendo. Yo ya estaba que echaba chispas. ¡Pero qué se habría creído!
—¿Qué miras? —le espeté.
—A ti —replicó él sin dejar de sonreír.
—¡Qué grosero! —exclamé.
Entonces él se echó a reír. ¡Se reía de mí, el muy impertinente! Le miré con toda mi rabia, pero él no hacía más que reírse. Aquello era el colmo. Así que no tuve más remedio que hacerle un gesto grosero con los dedos.
—¡Faith! —exclamó Lily—. ¿Pero qué demonios haces? ¡Tienes que sonreírle, idiota!
—No pienso sonreírle. ¡Me está poniendo negra! ¡Fíjate cómo me mira! ¡Menuda cara! ¿Quién demonios se cree que es? Ya tengo bastantes problemas y esto era justo lo que me faltaba. —De nuevo me volví hacia él—. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a mirarme con ese descaro desde tu patético descapotable? Mira, ahí hay un policía. Me dan ganas de llamarle para denunciarte por acoso sexual. ¡Policía! —grité con gesto dramático—. ¡Policía!
A estas alturas el hombre se reía a carcajada limpia.
—¡Deja de reírte!
—¡Faith! ¡Calla! —exclamó Lily.
—Ni hablar. No pienso tolerar esto. ¡Voy a tomar nota de tu matrícula! —le grité a él de nuevo—. Y pienso dar parte a la policía, ¿me oyes? Voy a escribir a Scotland Yard.
—¡Sí! —replicó él—. Escribe, escribe. Pero no tienes por qué anotar mi matrícula. ¡Toma! —Metió la mano en el bolsillo y mientras el semáforo se ponía en verde me lanzó una tarjeta en el regazo. Para cuando recuperé el aliento el coche se había marchado.
—¡Pero bueno! ¡Esto es el colmo! ¿Tú has visto, Lily? ¡Qué cara más dura!
—¿Pero es que no has aprendido nada hoy? —me espetó Lily enfadada—. ¡A ese tío le gustabas, tonta!
—¿Qué? ¡Ah!
—¿Y sabes por qué te has puesto tú como un energúmeno? Pues porque estás furiosa con Peter.
—Venga ya…
—¡Sí! Es rabia proyectada. Vaya numerito, Faith —comentó moviendo la cabeza—. ¡Anda que no te queda nada que aprender!
Eché un vistazo a la tarjeta. En una esquina había un pincel diminuto. JOSÍAS CARTWRIGHT-ARTISTA, rezaba. Estuve tentada de tirarla en ese mismo momento. Pero no lo hice porque está mal tirar papeles al suelo, de modo que la guardé con mucho cuidado en el bolso.