Febrero sigue

Así es como me encontré en la agencia Búsqueda Personal. La había hallado en la sección de investigadores privados de las Páginas Amarillas. Tenía hora a las tres, así que a menos diez subía por las destartaladas escaleras de una casa de Marylebone. Al llamar a la puerta, que tenía una ventana de cristal, sentí un escalofrío de emoción. Pero allí no se veían ni gabardinas, ni sombreros ni una elegante secretaria pintándose las uñas. Solo había un tipo de unos cuarenta y cinco años, pelo corto y barba. Tenía pinta de estar agobiado.

—Perdone, pero he tenido un día muy agitado —afirmó el detective Ian Sharp, investigador privado, mientras rebuscaba entre los papeles de su mesa—. Recuérdeme, ¿quiere? ¿Su caso es industrial, financiero, político, médico, fraude de seguros, investigación sobre niñeras, vigilancia en el barrio, secuestro de niños, personas desaparecidas, adopciones o matrimonial?

—Matrimonial —contesté, mientras leía un cartel enmarcado que rezaba: ¡NO HAY MISIÓN IMPOSIBLE!

—Bueno, pues si es matrimonial le puedo ahorrar un montón de dinero ahora mismo: o es la secretaria de su marido, o la mejor amiga de usted.

—Ninguna de las dos —aseguré, sentándome en una silla barata de vinilo verde.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque su secretaria, Iris, tiene cincuenta y nueve años, y a mi mejor amiga no la soporta.

—¿Entonces quién podría ser esa otra mujer? ¿Y qué le hace pensar que su marido la engaña?

—Una tal Jean. Y hace ya semanas que mi marido tiene un comportamiento de lo más sospechoso.

—¿Jean? —repitió él pensativo—. Jean. Mmmm. Con ese nombre debe de ser escocesa.

A mí no se me había ocurrido, pero ahora de pronto me parecía verdad. A continuación le hablé de las notas que había encontrado, de las flores y de los misteriosos paquetes de chicle y de tabaco.

—Ya veo. ¿Algo más?

—Sí. Está distraído y distante, se queda a trabajar hasta tarde, se ha puesto en forma, se ha comprado un teléfono móvil, no le interesa el sexo, ha mejorado su guardarropa y ha empezado a mandarme flores.

—Ah. —Ian Sharp se reclinó en la silla y unió las puntas de los dedos—. Las señales clásicas.

—Exacto.

—¿Pero no tiene pruebas?

—Todavía no.

—Así que de momento no es más que una corazonada. La alarma se ha disparado. Y a usted le vibran las antenas.

Asentí con la cabeza.

—Mucho.

—De hecho se está convirtiendo en una obsesión.

—Sin duda.

—Así que lo que usted viene a buscar aquí es quedarse tranquila.

—Sí, sí. Justo —respondí con entusiasmo—. ¡Quiero recuperar la calma!

—Bueno, no sé si podré complacerla —dijo él muy serio. Se apoyó con los codos sobre la mesa y unió las manos como para rezar—. Yo le mostraré los hechos, pero en cuanto a devolverle la tranquilidad… Tal vez sea justo lo contrario. Porque la verdad es que la intuición de la mujer sobre el comportamiento del marido acierta en un noventa por ciento de los casos.

—Ah.

—Así que tendrá usted que considerar las consecuencias, señora Smith, si descubro pruebas de las… indiscreciones de su marido. Porque si acepto el caso, tendrá usted un informe por escrito de mis averiguaciones, que bien puede incluir fotos comprometedoras de su esposo con su amante.

—Sí —susurré—, lo sé.

—Debe prepararse emocionalmente, señora Smith, para lo que pueda venir. Es posible que dentro de una semana, por ejemplo, se encuentre usted en esta oficina viendo una fotografía de su esposo con otra mujer de la mano…

—Ya.

—O besándola.

—¡Dios mío!

—O entrando con ella en un hotel.

—¡Ay, Dios! —Estaba mareada.

—O aparcando el coche en la puerta de la casa de ella. Así que le voy a pedir, como hago siempre, que lo piense bien. ¿Estará preparada para ver unas imágenes tan… desagradables, señora Smith?

Suspiré.

—Sí. Creo que sí.

—En ese caso mis honorarios son de cuarenta libras por hora, más impuestos, cincuenta y cinco libras si es por la noche, más gastos y gasolina, que cobro a un precio muy razonable: ochenta y cinco peniques el kilómetro. Ahora vamos a ver, ¿quiere usted solo los servicios básicos?

—¿En qué consisten?

—Yo sigo a su marido al trabajo y espero en el coche, con la cámara preparada. Vaya donde vaya, yo voy detrás sacando fotos.

—¿No hay peligro de que se dé cuenta?

—Señora Smith, ¿qué le llama la atención de mí?

—¿Cómo? —pregunté perpleja—. Pues nada. No sé qué quiere decir.

—¿Qué rasgos distintivos tengo?

—Ninguno que yo pueda ver.

—¿Soy alto?

—Mmm, normal.

—¿Estoy gordo?

—Pues… no, normal. Ni gordo ni flaco.

—¡Exacto! —exclamó triunfal—. ¡Soy un tipo totalmente anodino! —dijo con orgullo—. Soy tan normal que puedo pasar desapercibido. La gente no se fija en mí. No se acuerda de mí. Soy invisible.

—Bueno, yo no diría tanto.

—A mí nunca me señalarían en una rueda de sospechosos.

—¿No?

—Mi aspecto es demasiado gris.

—Bueno…

—Lo cual significa, señora Smith, que su marido no notará mi presencia. Le voy a decir que en los quince años que llevo en la investigación privada, no me han detectado ni una vez. Claro que los hombres a los que sigo suelen estar tan absortos en sus cosas que no se dan cuenta de que voy detrás. Pero siempre voy tras ellos, señora Smith, siempre estoy tras ellos.

—Muy bien.

—Así que ésa es la investigación básica. Lo que llamamos los servicios de bronce. De todas formas, tal vez prefiera usted el servicio de plata. En estos casos llevo… —De pronto se abrió la chaqueta con las dos manos, dejando ver lo que parecía un chaleco antibalas—. ¡Esto!

—Eh…

—Es un arnés con una cámara de vídeo oculta. ¿Ve usted la cámara, señora Smith? ¿La ve? En ese caso tenga la amabilidad de decirme dónde está.

—Pues no… no la veo.

—Está aquí —indicó, señalando una diminuta chapa en la solapa—. Aquí hay una lente oculta que mide micrones.

—¡Caramba!

—Si quiere usted tomas de vídeo, esto es lo que utilizaré. Pero un equipo de este calibre es caro, así que añadiría otras noventa y cinco libras al día.

—Ya.

—También podría emplear esto —explicó, poniendo un maletín sobre la mesa—. Es un maletín grabador. Podría colocarlo en el despacho de su marido. Dentro hay un micrófono de radio muy potente, muy sensible, que recogería cualquier tontería cariñosa que su marido susurrara al teléfono.

—Ya.

—Y si quiere el servicio de oro, completo y sin límites, bueno, en ese caso cuatro colegas míos seguirían a su esposo las veinticuatro horas del día, detallando cada uno de sus movimientos. El hombre no podría ni rascarse el culo sin que mis compañeros y yo lo supiéramos.

—Ya. No, no creo que sea necesario.

—Yo tampoco, señora Smith, yo tampoco. Creo que el servicio de bronce será más que apropiado para su caso. Vamos a ver, ¿tiene alguna idea del aspecto de esa mujer?

—No, ni idea. Y no puedo preguntarle a Peter porque él dice que ni siquiera la conoce.

—Bien. ¿Tiene usted una foto de su marido?

—Sí.

Le entregué una foto reciente.

—¿Qué mide? —preguntó.

—Uno ochenta, y pesa unos ochenta y dos kilos. No, últimamente ha perdido un par de kilos más o menos. Pelo rubio ceniza, como ya ve, y tiene la piel blanca, un poco pecosa.

—¿A qué hora se marcha a trabajar?

—A eso de las ocho y cuarto. Coge la línea de metro District hasta Embankment. Desde allí va andando a la oficina, en Villiers Street. Trabaja en la séptima planta.

—¿Marca y matrícula del coche? —se lo dije—. Bien, acepto el caso. Pero necesito el depósito habitual. Quinientas libras por adelantado.

—¿Le parece bien un cheque? —Mientras lo escribía agradecí mentalmente a Lily su gran ayuda.

—Señora Smith —dijo Sharp cuando ya me marchaba—, una última pregunta. ¿Ha decidido qué hará si se demuestra que sus sospechas son acertadas?

—¿Qué haré?

—Sí, cuál será su curso de acción.

—No lo sé. No lo había pensado.

—Con todos mis respetos, señora Smith, creo que debería decidir cuál será su actitud hacia el adulterio de su marido.

—¿Adulterio? —Qué palabra más horrible—. Sería totalmente inaceptable.

—Así que, resumiendo —dije con profesional viveza—, un día típico de febrero…

«Terry, no te hurgues la nariz… cuatro, tres…».

—Con el cielo muy nuboso…

«A continuación el líder de los Torys…».

—… en la mayor parte del país… «Dos… uno…».

—Esto se conoce con el nombre…

«¡Dios mío! ¿Dónde está el artículo sobre William Hague?».

—… de depresión anticiclónica.

«No lo sé. ¿Quién tiene la cinta?».

—De modo que no hay la menor posibilidad de que salga el sol.

«¡Búscala!».

—Sobre todo en Chiswick.

«¿Qué?».

—Más adelante podemos tener algún chubasco en el sureste.

«¡No la encuentro!».

—Así que no se olviden del paraguas.

«¡Dios! ¡Rellena, rellena, Faith! ¡¡Rellena!!».

—Y hablando de paraguas —proseguí—, todos sabemos que a veces llueve a cántaros…

«Un minuto y medio, por favor, Faith».

—Pero ¿sabían ustedes que también pueden llover ranas y peces?

«¡Muy bien!».

—Sí, es una anécdota poco conocida. Todos sabemos que los cumulonimbos pueden provocar tormentas.

«¿Quién lo sabe?».

—Pues bien, a veces en la parte baja de esas nubes se forman tornados.

«¡Joder! ¡Yo sí que tengo un tornado en el culo! ¡Anoche cené un arroz al curry mortal!».

—Y si estos pequeños tornados pasan sobre un estanque, absorben ranas y peces.

«¡Venga ya!».

—Cuando luego la tormenta se aleja, el tornado muere y las ranas y peces caen del cielo.

«¡La leche!».

—Se han dado casos de lluvia de lenguados en el Támesis.

«No me digas. Muy bien Faith, en tres, dos…».

—Pero por suerte son casos muy raros.

«Y cero. Gracias».

—Nos vemos en media hora.

Al volver a la oficina vi un ejemplar de la revista Bella en la mesa de producción. ¿TE ENGAÑA TU MARIDO?, gritaba el titular. Últimamente cada vez que veo algo sobre la infidelidad, me lo leo de cabo a rabo. Aquí se contaban unas historias espantosas de mujeres que encontraban ligas en la cesta de la colada o pescaban a sus maridos in fraganti en su propia casa con la au pair. También se narraban situaciones de pesadilla, en las que la Otra decide poner las cosas en claro. Shirley, de Kent, encontró en el parabrisas de su coche una nota de la amante de su marido, y Sandra, de Penge, recibió, mediante una llamada telefónica, la confesión de la Otra. A mí me horrorizaba la perspectiva de que Jean pudiera hacerme algo así. Casi podía oírla amenazarme con un acento escocés:

—Noo, escucha tú, querida —me diría con tono agresivo—. ¡Estoy enamorada de tu marido!

—¡Oh, no!

—No te engañes. ¡Él también me quiere!

—¡No diga eso!

—Hace seis meses que salimos.

—¡Dios mío!

—¡Y te va a dejar para venirse a vivir conmigo!

Me quedé tan espantada que me dieron ganas de llamar a Ian Sharp para preguntarle qué hacer. Pero no podía, porque él aconseja a los clientes que no le llamen a menos que haya concluido su investigación. Y tiene razón, porque, en primer lugar, yo no tenía forma de llamarle desde nuestra oficina de planta abierta y, en segundo lugar, si le llamara desde casa el número aparecería en la factura del teléfono, con lo cual Peter podría averiguarlo todo. Así que había que tener paciencia y esperar. Pero estaba tan preocupada que apenas podía funcionar. Por eso me conmovió tanto que Sophie hablara conmigo en los lavabos, durante la pausa comercial.

—¿Estás bien, Faith? —me preguntó mientras yo me retocaba el maquillaje. Pensé que era todo un detalle, porque nunca habíamos tenido una charla.

—Sí, estoy bien. Gracias. Estoy bien, de verdad. Sí, muy bien.

—Ah, bueno. Es que por lo general se te ve bastante contenta y hoy pareces un poco… deprimida.

—No, no, qué va.

—Un poco distraída.

—No, para nada. ¿Por qué lo dices?

—Bueno, porque te acabas de echar desodorante en el pelo.

—¿Sí? Ay, es verdad. Qué tonta. Es que estoy cansada, nada más. Es este horario. Qué te voy a contar. Se van los biorritmos a la porra.

Pero tú lo estás haciendo muy bien —añadí, para cambiar de tema—. Eres una presentadora estupenda, y sabes cómo hacer frente a Terry. Si fuera yo, no pararía de llorar. En fin —proseguí mientras ella se lavaba las manos—, creo que tienes un futuro fantástico en la AM-UK!

Al oírme decir eso Sophie se sobresaltó. Luego hizo una mueca muy curiosa. A mí me pareció rarísimo.

Los siguientes días pasaron con una lentitud desesperante. Tenía los nervios de punta y no podía dormir. Y aún peor, me encontraba el nombre de Jean hasta en la sopa. La actriz Jean Tripplehorn había rodado una nueva película, leí en el Mail. Jean Marsh, de la serie Arriba y abajo, se iba a comprar una casa nueva, según el Hello! En el TV Quick! contaban que se estaba realizando una nueva serie basada en la novela de Jean Plaidy, y en el Channel 4 daban un ciclo de las películas de Jean Simmons. Tuve que hacer un esfuerzo constante por mantenerme ocupada durante la semana. Terminé Madame Bovary (esa mujer pagó un precio muy alto por destrozar su matrimonio), fui al gimnasio y a la piscina, participé en varios concursos y pasé bastante tiempo con Graham. No sé cómo resistí la tentación de llamar a Ian Sharp cada diez segundos. Pero no dejaba de imaginármelo siguiendo a Peter por la calle. «Pobre Peter», pensé. Me sentía como si le estuviera traicionando, y también me daba pena. De hecho no sabía cómo iba a poder mirarle a la cara, pero por suerte él también tuvo una semana liadísima, así que apenas nos vimos. Me dijo que tenía tres almuerzos, dos presentaciones y varias reuniones con Andy, por supuesto. Yo me pregunté si alguno de esos almuerzos sería con Jean y qué restaurante elegirían, qué se dirían el uno al otro, si harían manitas o algo peor y si Jean se sentiría culpable por estar saliendo con un hombre casado. Llevaba un diario detallado de mis sentimientos, para poder realizar una buena entrevista con Lily para la revista. Hasta que por fin, por fin, llegó el temido día y fui a ver a Ian Sharp.

Llamé a la puerta con el corazón desbocado. Era como esperar los resultados de algún análisis médico aterrador. Respiré hondo por la nariz y me preparé para lo peor.

—Dígame lo que sea —imploré—. ¡Tengo que saberlo!

—Señora Smith, no hay absolutamente nada que decir.

—¿Nada? —pregunté con un hilo de voz—. ¡Vaya!

—No he encontrado ninguna prueba en absoluto de que su marido tenga una amante.

—¿Nada? —Es curioso, pero más que aliviada estaba sorprendida.

—Nada —repitió él encogiéndose de hombros—. Absolutamente nada. Cero.

—¿Está seguro? —Ahora comenzaba a sentirme indignada. Al fin y al cabo aquello significaba que me había equivocado de plano.

—Estoy seguro en un noventa y nueve por ciento.

—Pero ¿y los tres almuerzos que tenía esta semana? Pensé que se encontraría con ella.

—Pues si era ella la persona que estaba con él, señora Smith, le aseguro que no había nada entre ellos. El señor Smith se comportó con toda corrección en todo momento. Charló con su acompañante, pagó la cuenta, se despidió y volvió al trabajo. Mire —dijo, abriendo su ajada carpeta y enseñándome una fotografía en blanco y negro—. Estuvo almorzando con esta señorita…

—Es Lucy Watt, una autora.

—¿Y ésta? —preguntó.

—Ah. Es una agente. Coincidí con ella una vez. Creo que trabaja en A. P. Trott.

—Yo estaba sentado en la mesa de al lado de su marido, y le aseguro que no vi ninguna señal de flirteo en su comportamiento. También almorzó con un hombre en Charlotte Street. —Me enseñó otra foto.

—Ah. No sé quién es. Probablemente el cazatalentos, Andy Metzler.

—Y tomó una copa en Quaglino’s con esta mujer.

La fotografía tenía mucho grano. Sentada a la mesa con Peter había una rubia muy atractiva, de mi edad más o menos, a la que no había visto nunca. Y aunque Peter sonreía, no estaba haciendo nada malo. De hecho parecía algo tenso.

—¿Conoce usted a esta mujer, señora Smith?

—No. —Me encogí de hombros—. Parece bastante dura, ¿no? Seguro que es una agente, proponiendo algún contrato con algún autor.

Por último había seis fotos de Peter en las presentaciones de libros, una de las cuales tuvo lugar en el Groucho. La otra en Soho House.

—¿Se coló usted en las presentaciones? Es impresionante.

—Las dos estaban atestadas de gente, señora Smith. No me costó nada confundirme con la multitud. Soy un camaleón —añadió con orgullo.

—Pero ¿cómo se las arregló para sacar fotos sin flash?

—Trucos del oficio. —Se dio unos golpecitos en la nariz.

En todas las fotos aparecía Peter hablando con los autores en cuestión, Robert Knight y Natalie Waugh, y con sus colegas de las editoriales. En una de ellas incluso charlaba amistosamente con Charmaine.

—Después de estos dos eventos su esposo cogió un taxi y volvió directamente a su casa. Y sé que fue directamente a su casa porque le seguí. Así que por lo que he visto esta semana, señora Smith, yo diría que está usted equivocada. ¿Le molesta que le diga lo que pienso? Yo creo que sus sospechas han sido fruto de la paranoia. No tienen ninguna base real.

—Sí, es verdad que estaba paranoica. —Y ahora sentía tal alivio que tenía ganas de darle un beso—. Es que… no sé, creo que me dejé llevar por mi imaginación —expliqué con una sonrisa—. Pero me he quedado muy tranquila.

—De todas formas es mi deber decirle que también es posible que la mujer, la tal Jean, no estuviera en Londres esta semana. Podría haber salido de viaje…

—Ah, es verdad. A Escocia tal vez.

—Y así sería imposible que se hubiera visto con su marido.

—Sí. —Mi euforia se había hundido como una piedra.

—Lo que le estoy diciendo es que aunque creo que su marido es inocente, no puedo estar seguro del todo. Si quisiera usted tener una certeza absoluta, tendríamos que seguirle durante un período más largo.

—Sí, lo comprendo.

—Así que mi consejo es que piense lo mejor y siga adelante como si no pasara nada. Lo cual, probablemente, sea el caso. Pero si vuelve a sospechar, nos pondremos de nuevo en acción.

—Me parece muy bien. Sí, dejémoslo así. Pensaré lo mejor porque es lo que he hecho siempre. Y si me parece necesario, siempre puedo volver a verle. Sí. Muy bien. Muchas gracias.

Le firmé un cheque por mil quinientas libras —dando gracias mentalmente a Lily una vez más— y volví a casa en metro. Pero aunque era un alivio no haber encontrado nada, todavía tenía dudas. ¿Qué significaban entonces aquellas notas sobre Jean? ¿Y las flores, y el tabaco y los chicles? Todavía me sentía inquieta. Llamé a Lily y le dejé un mensaje. Luego me preparé un té. Media hora más tarde sonó el teléfono.

—Ésa es Lily —le dije a Graham.

Y justo cuando iba a explicar que Peter era la víctima inocente de mis sospechas, oí una voz masculina desconocida.

—Allo, ¿es usted madame Smeeth?

—Sí —contesté sorprendida.

—Ah. Es que queguía ponegme en contacto con su maguido, Peteg. Espego que no le impogte, pego su secgetagia me dio el teléfono de su casa.

—¿Sí?

—Pogque nesesito hablag con él.

—¿De parte de quién, por favor?

—Soy John.

—¿John?

—No, no John, Jean. Jean Dupont. Llamo de Paguís.

—¿Jean?

—Sí. Jean.

—Jean —repetí.

—Sí, sí. Jean. J-e…

—No se preocupe, ya sé cómo se escribe. Me acabo de acordar: J-e-a-n.

—Exactamente.

—¡Jean!

—Coguecto. —Yo sentía la risa subirme por la garganta como burbujas de champán—. Llamo de la editoguial fgansesa Hachette. Peteg me conose. Tgabajamos juntos en un libgo.

—Ah.

—Y tengo que hablag con él, pego su secgetaguia no sabe dónde está. Su maguido es muy malo, señoga Smith —añadió con una risita—. Pogque no siempge devuelve mis llamadas.

—Sí, qué desconsiderado.

—¿Podguía decigle, pog favog, que me llame a mi casa, çe soir? ¿Tiene usted un bolíggafo? Voy a dagle el númego.

—Sí. —Apenas podía contener las ganas de gritar de alegría—. Dígame usted. Muy bien. Y muchas gracias.

—No, ggasias a usted —contestó, sorprendido por mi entusiasmo.

—Ha sido muy amable de llamar —añadí con vehemencia—. Me alegro muchísimo de que llamara. En cuanto Peter llegue le diré que le llame de inmediato. Au revoir, Jean, au revoir!

Colgué de golpe con un grito triunfal y fui a llamar a Lily para contarle mi estúpida equivocación, pero en ese momento Graham ladró y oí el ruido de una llave en la cerradura. Era Peter, que volvía temprano.

—¡Cariño! —exclamé—. ¡Tengo que decirte una cosa!

—No —contestó él. Graham se le había echado encima para saludarle—. Primero quiero decirte yo algo.

—Pero es que he cometido una equivocación de lo más estúpida. Es que…

—Faith, sea lo que sea, ya me lo dirás luego. Graham, estate quieto. Faith… Faith —repitió. Su perfil se reflejaba en el espejo.

—Dime.

—Quiero que sepas una cosa. Se me aceleró el corazón.

—¿Sí? —Peter respiró hondo.

—Me voy.

—¿Cómo?

—Que me voy.

—¿Que te vas? ¿Te vas de casa?

—¡No seas tonta! De Fenton & Friend. ¡Se acabó!

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Así que por fin te ha despedido esa bruja!

Peter estaba de lo más serio, pero de pronto sonrió.

—Pues no. No me ha despedido porque me he ido yo. Y le dije que dimitía…

—¿Sí?

—¡Porque me han ofrecido otro trabajo!

—¡Tienes otro trabajo! —exclamé—. ¡Es maravilloso! —Me lancé a sus brazos. Estaba siendo un día genial—. ¡Fantástico! ¿Dónde?

—Pues… —Ahora sonreía de oreja a oreja—. Voy a ser el nuevo director editorial de Bishopsgate.

—¿Bishopsgate? ¡Bishopsgate! ¡Madre mía! ¡Pero es una editorial importantísima!

—Sí. Y como se han expandido tanto en los últimos dos años, estaban buscando un nuevo director. Me entrevistaron dos veces.

—Pero ¿por qué no me habías dicho nada? —pregunté mientras entrábamos en el salón.

—Porque me daba miedo que no me dieran el trabajo. Pero por fin me hicieron la última entrevista hoy durante el almuerzo y luego Andy me llamó para decir que el puesto era mío.

—¡Ay, cariño! —exclamé, abrazándole de nuevo.

—¡Y no veas qué sueldo! —prosiguió, preparándose una copa—. Me van a pagar tres veces más que ahora. Ya no tendremos que apretarnos tanto el cinturón.

—Es estupendo. ¿Pero qué dijo Charmaine?

—Estaba furiosa. —Se sentó y se aflojó la corbata—. Que echaba fuego, vamos. Sobre todo cuando le conté lo del nuevo trabajo. No hacía más que decir que era indignante. Es su palabra favorita. La muy bruja. Incluso tuvo la sangre fría de acusarme de desleal. Así que yo señalé que había trabajado en Fenton & Friend muy contento durante trece años, y que la única razón de que me buscara otra editorial es ella, que es una pesadilla.

—Cariño, qué valor. —Muy típico de él, además, ir con la verdad por delante.

—No tenía nada que perder —comentó él, alzándose de hombros—. En fin, el caso es que Charmaine intentó despedirme en ese momento, pero yo dije que de ninguna manera. Le informé que mi contrato estipulaba que el despido se me debía notificar con tres meses de antelación. Luego me llamaron de Personal. Me van a pagar una indemnización si me marcho antes del día catorce. Ahora tengo que llamar a mis autores. Lo siento por ellos, pero no puedo hacer nada. Imagino que la mitad acabarán con el pesado de Oliver, los pobres. Pero ¿sabes una cosa? —Peter estaba hojeando la agenda que había sacado de su cartera—, no me gusta marcharme así, pero es que no he tenido más remedio. Charmaine y Oliver se habían propuesto acabar conmigo. Ahora, gracias a Andy, estoy a salvo. Voy a invitarle a comer al Ritz.

—Claro que sí. Se lo merece. —Pero Peter estaba ya marcando un número en el teléfono y no pareció oírme.

—Voy a llamar primero a Clare Barry.

—También tienes que llamar a Jean. Cariño, eso era lo que quería decirte. Tengo que confesar una cosa.

—¿Sí?

—Sí. La razón de que me haya estado portando como una tonta. Lo siento muchísimo. Es que se me había metido en la cabeza que estabas saliendo con una tal Jean. Pero ahora sé que Jean no es Jean. Vamos, que Jean es un hombre. Y me he enterado porque ha llamado hoy.

—¿Jean? Sí, hemos estado trabajando juntos en un contrato. Era un libro aburridísimo sobre un actor de cine francés, sin mucha importancia. Charmaine me había endilgado el asunto. Íbamos a publicarlo a la vez en Inglaterra y Francia, así que he tenido que hablar con Jean bastantes veces. Pero es un rollo de espanto, Faith. Y yo estaba tan preocupado que me he olvidado de llamarle. Ah, hola, ¿está Clare? Hola, Clare. Soy Peter…

—¿Nada? —repitió Lily cuando la llamé para contárselo. Parecía levemente indignada—. Cariño, ¿estás segura?

—Sí —contesté encantada—. Del todo.

—¿Nada? ¿Nada de nada?

—En absoluto.

—Ah. O sea que nos hemos equivocado.

—Pues sí. Siento lo de tu artículo, Lily…

—Sí, ya… —Parecía un poco deprimida.

—Pero el caso es que Peter no me ha engañado.

—Mmmm.

—Mira que he sido tonta. No me lo puedo creer —proseguí—. ¿Por qué di por sentado enseguida que Jean era una mujer?

—Porque sigues creyendo que las cosas son lo que parecen.

—Ya lo sé. En vez de pensar racionalmente me puse paranoica del todo y saqué conclusiones precipitadas.

—En fin, todavía podemos hacerte una entrevista, como una mujer cuyas sospechas demostraron no tener fundamento.

—¿No será una pérdida de tiempo y dinero?

—No, aunque evidentemente nos habría ido mucho mejor si Peter hubiera hecho alguna trastada. Mejor para la revista, quiero decir.

—Pues me alegro de que no fuera así —bromeé—. Lily, muchísimas gracias por pagar al detective. La verdad es que me hiciste un favor doble, porque ahora confío en Peter todavía más que antes.

De pronto se produjo un silencio, roto tan solo por los gruñidos de fondo de Jennifer.

—Faith, me alegro de que todo haya salido bien —dijo Lily por fin—. Y no quisiera en absoluto aguarte la fiesta, pero…

—¿Pero qué?

—Que todavía hay algunas cuestiones sin explicación.

—¿Como qué?

—Pues la flores, por ejemplo. ¿De verdad eran para esa autora?

—Sí, estoy segura.

—¿Y los chicles y el tabaco?

—No lo sé —repliqué un poco enfadada—. Y para ser sincera, tampoco me importa. Estoy segura de que tienen una explicación muy sencilla, como pasó con Jean.

—Bueno, yo lo único que digo es que no hay muchos ingleses que fumen Lucky Strike. Es una marca americana.

—Pues debía de ser para Andy, el cazatalentos.

—Seguro. ¿Pero entonces por qué no te lo dijo Peter? Mira, Faith, ¿podrías hacerme un favor? Es solo por el artículo, claro.

—Muy bien. Si puedo…

—¿Quieres preguntarle a Peter por los chicles y el tabaco? —Yo suspiré—. Solo para no dejar ningún cabo suelto.

—Está bien, está bien —cedí de mala gana—. Pero no le voy a decir nada hasta el miércoles.

—¿Por qué? ¿Qué pasa el miércoles?

—Que vamos a salir a cenar. Le tengo preparada una cena muy especial. ¡He reservado mesa en Le Caprice!

—¡Caramba! Menudo lujo.

—Ya lo sé. Pero Peter se lo merece después del estrés de los últimos meses. Y como he sido tan mezquina con él y tan desconfiada, la cuenta la voy a pagar yo. Tenemos muchas cosas que celebrar. Su nuevo trabajo, nuestro futuro…

—¿Y qué más?

—¡Es San Valentín!

La tarde del 14 de febrero cogí el metro hasta Green Park. Londres estaba lleno de amor, y yo también. En todos los andenes se veían jóvenes de aspecto tímido con ramos de flores. Y pensé en las dos docenas de rosas rojas que Peter me había enviado ese mismo día. Me quedé maravillada al verlas. Eran preciosas, de tallos largos y pétalos aterciopelados, y olían estupendamente. Mientras bajaba por Piccadilly me iba abriendo camino entre las parejas que paseaban del brazo. El aire de la tarde parecía palpitar de amor. Pasé por delante del Ritz y, a pesar de llevar tanto tiempo casada, el corazón me latía con fuerza cuando doblé por Arlington Street y vi Le Caprice. Había estado allí una vez con Peter, hacía años, pero sabía que era su restaurante favorito. Miré el interior monocromo y vi que Peter ya estaba en la mesa, tomando su gin-tonic de siempre. Se levantó para saludarme y yo pensé que estaba muy elegante, pero también un poco apagado. En ese momento sonó su móvil, con la canción de «Porque es un chico excelente», que es la que tiene programada.

—Supongo que es Andy —dije, mientras Peter desconectaba el teléfono—. Y hay que decir que Andy es un chico excelente.

—Sí —contestó Peter con una débil sonrisa—. Es verdad.

—Debe de estar encantado con el trabajo que te ha conseguido. —En ese momento mirábamos el menú—. Espero que se lleve un buen extra por todo lo que ha hecho.

—Sí, desde luego. —Peter soltó una curiosa risita—. Ah, a propósito, mi nombramiento sale en el Publishing News.

Me enseñó la revista y allí, en la página tres, aparecía una foto de Peter bajo el titular: PETER SMITH PASA A BISHOPSGATE. Lo leí con un orgullo tremendo: «Respetado director de publicaciones… muy distinguido… se rumorean conflictos con Charmaine Duval… Bishopsgate en expansión». Pedimos champán —esta vez champán de verdad— y luego llegaron los primeros: para mí pollo Bang Bang y para Peter crema de hinojo. El restaurante estaba lleno de parejas como nosotros, celebrando una cena romántica de San Valentín, tête-à-tête. Yo me sentía relajada y tranquila, aunque como ya digo notaba a Peter bastante callado. Claro que yo sabía por qué: acababa de pasar su último día en Fenton & Friend, y debía de haber sido muy triste para él.

—¿Te han hecho una buena fiesta de despedida?

—Bueno, tuvimos una pequeña reunión en mi despacho. Iris se echó a llorar. Yo también estaba muy triste.

—Es un gran cambio, cariño, sobre todo después de tanto tiempo. Pero todos los cambios son positivos. Has pasado una temporada horrorosa —añadí, mientras el camarero nos quitaba los platos—. Oye, quiero pedirte perdón otra vez por haber sido tan desconfiada. No sé qué me pasó.

Peter me apretó la mano.

—No te preocupes, Faith. Lo pasado, pasado está.

Yo alcé mi copa.

—Por los finales felices.

—Sí, por los finales felices. Y por los nuevos comienzos.

—Por un nuevo capítulo —añadí encantada—. Sin sorpresas desagradables.

—Sí, brindo por eso.

—Hasta el tiempo ha mejorado —sonreí—. La depresión anticiclónica se ha levantado y tenemos un cielo azul. —Peter sonrió—. ¿Llevaste a Andy al Ritz? —pregunté. Ya nos habían traído el segundo plato: pez espada para mí y pechuga de pollo para él.

—Pues… sí. Sí. Estuvimos allí el… el martes.

—Bien. Creo que Andy es estupendo.

Charlamos mientras comíamos y por fin Peter comenzó a relajarse. De pronto me acordé de la petición de Lily, pero no quería preguntarle a Peter directamente.

—Cariño, siento mucho haber dudado de ti. No ha estado bien. Obviamente las flores eran para Clare Barry, ¿verdad?

—Sí.

—Y el paquete de tabaco… Bueno, tampoco pasa nada. ¿Por qué no ibas a fumarte un cigarrillo de vez en cuando? He sido una tonta, Peter. He confiado en ti durante quince años, y no tengo intención de dejar de hacerlo ahora. Sé que nunca me has engañado —proseguí con una risita achispada—. Y no creo que fueras capaz. —Peter no decía nada—. Porque sé que siempre dices la verdad. ¿A que sí, cariño? Porque lo cierto es que eres un tipo decente y honrado. De hecho eres totalmente sincero, y eso es lo que más me gusta de ti, y quiero que sepas que…

—Faith, para por favor —me interrumpió él de pronto—. Para. —Jugueteaba con el cuchillo y tenía una expresión muy rara—. Tengo que decirte una cosa.

—No, si no importa…

—Sí que importa, Faith.

—Peter —bebí un largo trago de burdeos—, sea lo que sea, esta noche no importa.

—Sí que importa, te lo aseguro. Importa muchísimo, porque la verdad, no soporto más oírte decir lo estupendo que soy.

—Vaya, cariño, lo siento. No quería molestarte. Es que estoy tan contenta… Y creo que he bebido un poquito de más. Solo quería compensarte por haber sido tan tonta y tan desconfiada.

—Pero es que se trata precisamente de eso. Eso es lo que no puedo soportar.

—¿Por qué?

—Faith… He hecho una cosa… una verdadera tontería…

—¿Que has hecho una tontería? Bah, seguro que no es nada.

—Te aseguro que sí.

—De verdad, Peter…

—No, escucha. —Me miró a los ojos y respiró hondo—. Faith —murmuró—, te he sido infiel.

Mi copa de vino se detuvo en el aire.

—¿Cómo?

—Perdóname, pero te he sido infiel.

—Ah. —Se me encendió la cara.

—Pero solo una vez. Fue un asunto sin importancia.

—Ah —repetí.

—Y te lo estoy diciendo porque… bueno, vamos a entrar en una nueva era, un nuevo capítulo. Y la verdad es que me siento incapaz de empezar con mentiras.

—Ah. —No sé por qué, pero no me salía ni una palabra.

Peter se quedó mirando el pollo, que no había tocado.

—Es que llevas toda la tarde diciéndome lo honesto y lo sincero que soy, y no podía soportar ocultarte que…

—¿Qué?

—Bueno, que he tenido un pequeño… desliz.

—¿Un desliz? ¿Con quién?

—Mira, eso no importa. Ya se ha terminado. Fue un error y no va a pasar más.

—Perdona, cariño —repliqué yo, haciendo un esfuerzo por mantener la compostura—, pero me parece que no es justo que me digas que has tenido una aventura y que no quieras que sepa con quién, porque… ¡Dios mío, Peter! —Tenía un nudo en la garganta—. ¡Me has sido infiel!

—Sí. Pero no tiene importancia —repitió—. Me sentía presionado. Había bebido unas copas y… no sé, pasó.

—Dime con quién, por favor. —Notaba húmedas las palmas de las manos.

—No…

—Por favor, Peter. Tengo que saberlo.

—Bueno…

—Dime quién es.

—No.

—¡Dímelo!

—No puedo.

—Sí puedes.

—Escucha…

—Dime quién es, Peter.

—Está bien —suspiró—. Andy Metzler.

Yo me llevé las manos a la boca.

—¡Te has acostado con un hombre!

Peter se quedó mirándome horrorizado.

—No pasa nada, no lo entiendes.

—¡Sí que pasa! —grité—. ¡Sí que pasa!

—Que no.

—¿Cómo que no?

—Es que Andy es una mujer.

—¿Qué?

—Que Andy Metzler es una mujer. —Me quedé de piedra.

—No me lo habías dicho.

—No me lo habías preguntado.

—¡Pero no me habías dicho nada! No hacías más que hablar de Andy, y yo no tenía ni idea de que era una mujer.

—Pues lo es. Ya sé que es un nombre algo raro para una mujer, pero es que es americana. Se deletrea A-n-d-i-e.

—Ya. Como Andie McDowell.

—Sí, eso es.

—¿Y has tenido una aventura con ella? —Peter asintió—. ¿Cuándo? —Ahora él jugueteaba con el salero.

—¿Cuándo, Peter?

—El martes.

—¿El martes? ¿Ayer? ¡Claro! Ibas a llevarla a comer al Ritz, para celebrarlo. Pues parece que lo celebraste a base de bien.

—No sé, una cosa llevó a la otra —replicó él abatido—. Ella quería ligar conmigo, Faith. Lo lleva intentando desde hace meses, desde que me conoció, de hecho. Y tú no hacías más que sospechar de mí. La verdad es que estaba harto. Y me sentía tan agradecido hacia Andie por haberme conseguido el trabajo que… no sé, no pude negarme.

—Ya. O sea que te acostaste con ella para no herir sus sentimientos. Qué caballerosidad. Estoy muy orgullosa de ti, Peter. Alquilarías una habitación, supongo.

—Sí. Alquilamos una habitación. —Y de pronto, en aquel terrible momento en que dijo «alquilamos», me di cuenta de que la sinceridad era la cualidad menos atractiva de Peter.

—Así que al final se llevó su bonificación —dije sombría, con un nudo en la garganta—. Qué ironía. —No hacía más que estrujar la servilleta—. Qué ironía. Durante dos semanas he estado obsesionada con una escocesa llamada Jean, que resulta ser un francés llamado Jean, y ahora me dices que has tenido una aventura con una americana llamada Andie, a quien yo consideraba un hombre.

—Pues… sí.

—Vaya —susurré con amargura—. Vaya, vaya, vaya. Me has hecho mucho daño.

—Lo siento. No quería hacerte daño. Pero ella me empujó a hacerlo.

—No digas tonterías.

—Es verdad —insistió Peter débilmente—. Yo le dejé muy claro que estaba casado. Pero ahora que se iba a acabar nuestra relación profesional, ella…

—Decidió hacerla personal.

—Sí. ¡Oh, no sé! Me estaba sometiendo a mucha presión.

—¡No te creo! Si te acostaste con ella fue porque tú quisiste.

—No, yo no quería.

—¡Mentira!

—Baja la voz.

—¡Admítelo!

—¡Está bien!

—O sea que tú querías.

—Sí. Ya que te pones así, es verdad. ¡Sí quería!

—¡Hijo de puta! —Y yo misma me quedé horrorizada al oírme, porque nunca en mi vida le había insultado así.

—Mira, Faith, he estado sometido a un estrés terrible —gimió él, apoyando la cabeza en la mano—. Estos seis meses han sido un infierno. Y encima te pusiste a sospechar de mí. Estabas todo el día encima, no me dejabas en paz. Como un perro con una rata, venga a preguntarme sobre mujeres o chicles o tabaco…

—¡Los chicles! —exclamé—. Los chicles eran para ella. —Peter no dijo nada—. ¿No es verdad? A ti no te gustan los chicles. Y el tabaco también era para ella, ¿no? —Peter asintió con expresión deprimida—. Tenías chicles y tabaco para ella. Qué considerado. ¡Lucky Strike! —exclamé—. Así que has tenido una aventura con una… ¿cómo has dicho tú?… con una tía. ¡Dios mío!

—Mira, fue una cosa espontánea. Sencillamente pasó.

—Eso no es verdad.

—¡Shhhhhh! No grites.

—Tú te la querías tirar hacía tiempo.

—No.

—Desde luego que sí. ¿Y sabes por qué lo sé? Por Katie.

—¿Katie? ¿Ella qué tiene que ver en todo esto?

—Por lo del psicoanálisis. Siempre está hablando de los lapsus freudianos, ¿no? Pues bien, también habla de las omisiones significativas. Y a mí me parece muy, pero que muy significativo que tú nunca mencionaras que Andie era una mujer.

—No tenía importancia.

—¡Sí que la tenía! —grité—. Porque la otra noche recitaste la gran lista de todas las mujeres que conoces, todas y cada una. Así que me parece muy raro, Peter, que no la mencionaras a ella, ¿no? —A estas alturas Peter se había ruborizado—. De hecho mencionaste incluso a las dos colegas de Andie, pero tuviste buen cuidado en dejarla a ella fuera. ¡Ahora sé por qué! Porque no querías que yo lo supiera. Y la razón de que no quisieras que yo lo supiera, es que querías acostarte con ella.

—Yo…

—¡No lo niegues! —exclamé con desdén.

—¡Está bien! Está bien. Es muy atractiva, está soltera, yo le gusto. Y sí, ella también me gusta.

—Es rubia —dije. De pronto me había venido a la cabeza. Andie era la rubia desconocida que aparecía en la foto con Peter en Quaglino’s—. Es rubia y tiene el pelo corto.

—Sí, es verdad. ¿Y tú cómo demonios lo sabes?

—Porque… —Ay, Dios, no podía decírselo—. Mira, intuición femenina. Es espantoso. Has tenido una aventura. ¿Cómo has podido?

—¿Que cómo? Te lo voy a decir. —Ahora era él el que alzaba la voz—. Porque tú me acusabas de haberte engañado y cuando se presentó la oportunidad pensé, qué demonios, ¿por qué no?

La gente empezaba a mirarnos.

—¿Desean postre? —preguntó el camarero—. Y, eh… les agradecería que bajaran la voz.

—¡Pues no! No pienso bajar la voz porque mi marido acaba de serme infiel. —Todas las cabezas se giraron en nuestra dirección.

—Señora, es que creo…

—¡Me da igual lo que usted crea! Tenemos problemas matrimoniales. —Todas las conversaciones se habían interrumpido en el restaurante y todo el mundo nos miraba, pero a mí me daba exactamente igual—. Después de quince años de matrimonio —informé al camarero—, mi marido me dice que me ha engañado.

—Pobre mujer… —oí decir a alguien.

—¿No es la chica del tiempo, del programa ése de televisión?

—¿Fiel durante quince años? Ese hombre debe de ser un santo.

—Sí, no como tú, que me engañaste a los cinco años.

—Tampoco tenías que sacar a relucir eso ahora.

—Señora —dijo el camarero—, siento mucho que tenga usted este… eh… problema.

—No es un problema, es una crisis.

—Yo mismo estoy divorciado.

—Ah, vaya, lo siento.

—Mi mujer me dejó.

—Mala suerte —terció Peter.

—Así que les entiendo, pero a pesar de todo debo pedirles que bajen la voz.

—Sí, Faith —susurró Peter—, baja la voz, por favor.

—Ya, baja la voz —repliqué con una hueca carcajada—. No me vengas con ésas. «No seas infantil, no hagas una escena, no llores…». Y sobre todo, sobre todo, «no le des importancia». ¡Pues sí que le doy importancia! —sollocé—. ¡Le doy una importancia terrible! ¿Cómo has podido, Peter? —Comenzaba a ver borroso.

—¿Sí, cómo has podido? —preguntó la mujer de la mesa de al lado.

—¿Qué cómo he podido? —Peter se volvió en la silla—. Ya lo he explicado. En primer lugar, porque la ocasión se presentó. En segundo lugar, porque he estado sometido a mucho estrés. En tercer lugar, había bebido demasiado. En cuarto lugar, la mujer me estaba presionando, y en quinto lugar, mi esposa me estaba volviendo loco con sus sospechas infundadas.

—No eran infundadas —protesté, llevándome un pañuelo a los ojos.

—¡Lo eran entonces!

—Yo no le culpo —dijo un hombre a nuestra izquierda.

—Tú no te metas, Rodney.

—Yo creo que se lo ha buscado ella.

—Qué idiota —comentó alguien más.

—A ti no se te ocurra hacerme una cosa así, Henry.

—Ya. ¿Y tú qué?

—¿Qué quieres decir?

—Que ya he visto cómo miras a Torquil.

—¿A Torquil? No me hagas reír.

—Mi mujer se marchó con nuestro médico —informó el camarero.

—Vaya. Menudo abuso de confianza.

—Mire —le dije al camarero—, siento mucho lo de su divorcio. Pero la verdad es que no tiene nada que ver con nosotros. ¡Dios mío! —gemí—. Esto es terrible. ¡No sé qué hacer!

—¡No hagas una montaña de un grano de arena! —aconsejó un hombre con un traje gris.

—Déjale sin blanca —terció su esposa.

—¡Búsquense un consejero matrimonial! —sugirió otro hombre, tres mesas más allá.

—La infidelidad no es el fin del mundo, me han dicho.

—Sí, hay que saber perdonar y olvidar.

—¿Perdonar y olvidar? —repetí, con el regusto de las lágrimas en la boca—. ¿Perdonar y olvidar? Ni hablar. ¡Ay, Peter! —sollocé, buscando mi bolso—. Estaba tan contenta esta noche… ¡Y ahora todo se acabó!

—No me gusta darme aires —decía Lily el sábado por la mañana—, ya sabes que no me gusta, ¡pero tenía razón!

—Sí, la tenías.

Estábamos tumbadas en camillas de cuero, en una clínica de Knightsbridge, cubiertas de una espesa capa de limo verde, desnudas excepto por unas voluminosas bragas de papel. Una terapeuta de bata blanca nos untaba más pasta verde en las piernas. Luego nos envolvió en mantas térmicas y atenuó las luces del techo.

—Ahora las dejo solas veinte minutos —anunció—, para que las algas hagan su efecto, purificando el organismo, tonificando la piel y eliminando las toxinas del cuerpo. —Yo deseé que eliminaran también las toxinas de la mente—. Cierren los ojos. Quiero que se relajen ustedes y tengan pensamientos agradables y serenos.

—¡Qué hijo de puta! —exclamó Lily con saña en cuanto se cerró la puerta—. ¡Cómo ha podido hacerte eso!

—No lo sé —susurré mirando al techo—. Lo único que sé es que duele. —La sorpresa inicial de la confesión de Peter había desaparecido, dejando solo un intenso dolor.

—La primera vez que hablamos de esto, no pensé ni por un segundo que pudiera ser verdad. Solo quería que estuvieras más en guardia, cariño, porque eres tan confiada…

—Ya no.

—Pero al mismo tiempo, me daba cuenta de que había cosas que no encajaban. Bueno, ahora ya encajan. Aj, esto huele fatal —comentó arrugando la nariz—. Vamos a oler todo el día a pescado. ¡Cazadora de talentos! —exclamó indignada—. ¡Cazadora de talentos! ¡Venga ya! ¡A quien quería cazar era a él!

—Pues lo consiguió —repliqué.

—Por eso Peter te mandó las rosas el día 14.

—Las he tirado a la basura —gemí.

—No eran flores de San Valentín —prosiguió Lily—. Te las mandó porque se sentía culpable.

—Bueno —suspiré—, al final me vas a poder hacer una buena entrevista. Es una pesadilla. Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo.

—No puedes. Esto es demasiado serio. Éstas son las cosas que acaban con las parejas.

Giré la cabeza para mirarla.

—Pero yo no quiero terminar con él —susurré—. Ni lo había pensado.

—Pues creo que deberías, Faith. Porque aunque es una pena, lo cierto es que la infidelidad de Peter es una cosa muy grave y tú nunca lo olvidarás. —Me sentí físicamente enferma al oírlo—. Y, naturalmente, volverá a pasar.

—¿Por qué? Mira, no es que quiera defenderle, Lily, pero tal vez fue solo un desliz. Es verdad que últimamente ha tenido muchos problemas.

—¡No seas idiota, Faith! La infidelidad es una cuesta abajo. Una vez que un hombre te es infiel, ya está. Puede que durante un tiempo se comporte, pero luego todos se resienten de sentirse atados. Sí, hija, sí —prosiguió con autoridad—, la primera aventura es siempre el principio del fin. Vamos a ver, ¿tienes un buen abogado?

—Bueno, la abogada de la familia, Karen. Pero el coste de un divorcio nos arruinaría.

—Mira, cariño —dijo Lily, como si intentara explicar algo a una niña tonta—, ahora Peter tiene un magnífico trabajo, así que se lo puede permitir.

—Pero no es que se vaya a hacer rico. Simplemente ganará más que antes. No, no pienso divorciarme. Lo único que sé es que todavía no puedo perdonarle.

—¿Cómo van las cosas en casa?

—De momento nos evitamos el uno al otro —suspiré—. Apenas nos hemos visto desde San Valentín. Por suerte los niños no vienen a casa este fin de semana, porque tenían no sé qué en el colegio. Ay, Dios, Lily. —Los ojos se me llenaron de lágrimas otra vez—. ¡No sé qué hacer!

—Escucha, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos?

—Veinticinco años.

—Exacto. Desde que teníamos nueve. Así que creo que te conozco mejor que nadie, mejor incluso que Peter. Y de verdad creo que esto va a ser lo mejor que te ha pasado nunca.

—¿Por qué? —pregunté con la voz rota.

—Porque lo que no te mata te hace más fuerte —replicó ella. Me apretó la mano y sonrió—. Esto te hará más fuerte, Faith. Esto será lo que te haga por fin salir del cascarón y convertirte en una mujer fuerte e independiente. A propósito, me he pasado por Harvey Nicks y te he comprado unas amatistas para darte fuerzas.

—Muchas gracias.

—También he llamado al teléfono de la esperanza.

—¿Cómo?

—Llamé anoche, fingiendo ser tú. No, no te preocupes —se apresuró a añadir al ver mi expresión de horror—, no di tu nombre ni nada de eso. Simplemente dije que mi esposo había confesado tener una aventura y hablé del dolor, la humillación, el miedo, etc, etc. Ellos me soltaron el rollo de que debía buscar un consejero y un terapeuta e intentar una reconciliación y tonterías de ésas. Pero todo el mundo sabe que es una pérdida de tiempo.

—¿Ah, sí?

—Claro que sí. Porque la infidelidad no se puede erradicar. Causa un daño irreparable. Si quieres puedes intentar pegar las piezas rotas de tu matrimonio, pero el hecho es que siempre se verán las junturas.

—¿Qué tal, señoras? —La terapeuta había vuelto. Nos quitó las mantas y luego nos duchamos para limpiar el lodo verde.

—Creo que me vendría bien una limpieza de colon —dijo de pronto Lily, mientras me vestía—. ¿Y a ti, Faith?

—¿Qué?

—Una irrigación de colon. ¿Te apetece?

—No, gracias. —La perspectiva de que me metieran un desatascador por el trasero era más de lo que podía soportar.

—Es una cosa fenomenal —explicó ella alegremente—. Es como hacer una limpieza por dentro y por fuera. Si era bueno para los antiguos egipcios, es bueno para mí. Dame tres cuartos de hora para un chorro rápido y luego podemos comer juntas.

Me quedé en la sala de espera, intentando no pensar en Lily tumbada en la camilla con una manguera metida en el culo y tratando de ignorar las voces que se oían al otro lado de la puerta.

—Vaya, Miss Jago —decía la terapeuta—, debería usted masticar mejor la comida. ¡Acabo de ver pasar una aceituna!

Para distraerme de los contenidos del colon de Lily, me puse a hojear las revistas. Había un montón sobre la mesita de cristal, dispuestas como una baraja de cartas. Estaba el Moi!, el Tatler, el Marie Claire, y una selección de revistas más baratas. Sinceramente, yo las prefiero: las modelos no son tan deprimentemente despampanantes y además traen más concursos. Así que me puse a mirar el Woman’s Own y el Woman’s Weekly y luego el Bella, That’s Life y Best. Hasta que de pronto vi la portada del Chat y me quedé sin aliento mirando el titular. Oía una vocecita susurrar en mi cabeza. Casi involuntariamente, tendí la mano. ¡GANE UN DIVORCIO!, rezaba.