—Esto se me empieza a dar bien —comenté a Graham mientras registraba la ropa de Peter otra vez esta mañana.
Ahora ya me voy acostumbrando, de modo que esta segunda vez no fue tan mal. No tenía el corazón en la boca ni los nervios de punta. De hecho lo hice con una eficiencia casi profesional, convencida de que tenía todo el derecho del mundo a registrar las cosas de mi marido.
—Otras mujeres lo hacen —dije—. Además, tengo que ver si hace falta mandar algo a la tintorería.
Esta vez no encontré nada raro excepto… Bueno, una cosa muy rara, en realidad: un paquete de Lucky Strike en sus pantalones grises. Se lo enseñé a Graham y los dos nos miramos.
—Creo que esta tarde pasaré por el gimnasio —dijo Peter al llegar a casa—. Hace más de una semana que no voy.
—Ah. —Y mientras que antes no le habría dado ninguna importancia, ahora me puse en guardia de inmediato. ¿Por qué quería ir al gimnasio de repente? ¿Con quién se iba a encontrar allí? Tal vez tenía una cita. Bien, vamos a cortar esto de raíz—. ¿Puedo ir yo también? Me gustaría darme un baño.
—Claro que sí.
Así que dejamos la tele puesta para Graham, con uno de sus programas de cocina, cogimos las bolsas de deporte y nos marchamos.
—¿Alguna noticia de Andy? —pregunté en el coche.
—No —suspiró Peter—. Todavía no. —Cambió de marcha.
—¿Y conseguiste terminar el manuscrito de Amber Dane?
—Sí. ¡Por fin! ¡Una sátira! —exclamó—. Es una obra malísima y pueril. No sé por qué Charmaine quiere que sigamos con ella. Joder, esa mujer me pone de los nervios.
—¿Por eso has empezado a fumar? —pregunté con expresión inocente, mientras nos deteníamos en un semáforo.
—¿Cómo?
—Que si por eso has empezado a fumar —repetí. Quería ver hasta qué punto Peter sabía mentir.
—Yo no fumo —contestó indignado—. Lo sabes perfectamente.
—En ese caso, cariño, ¿cómo es que he encontrado un paquete de tabaco en tu pantalón? Lo he llevado hoy a la tintorería y tenía que vaciar los bolsillos.
—¿Tabaco? —A pesar de la penumbra noté que se ponía colorado—. ¿Qué tabaco?
—Lucky Strike.
—Ah. Ah. Bueno, es que no quería que lo supieras, pero la verdad es que cuando estoy estresado me fumo algún que otro cigarrillo.
—Pues yo nunca te he visto fumar. —Ya se veía el cartel del gimnasio: Hogarth Health Club.
—Pensaba que no te parecería bien. Además, es que nunca me has visto tan estresado. Sabes, cuando estoy tenso me apetece fumar de vez en cuando.
—Ah, ya. —Entonces me acordé de otra cosa que tampoco encajaba—. A ti no te gustan los chicles, ¿no? —pregunté mientras aparcábamos.
—No, los odio.
—Entonces nunca compras chicles.
—Pues claro que no. ¿Por qué demonios iba a comprar?
—Exacto.
—Mira, Faith, espero que sea el final del interrogatorio de hoy.
—No hay más preguntas —concluí con una sombría sonrisa.
—Y de ahora en adelante, preferiría que no registraras mis bolsillos. Nunca lo habías hecho y no quiero que empieces ahora.
Por supuesto que no quería. Porque sabía que encontraría pruebas de algo que de momento solo sospechaba.
—No te preocupes, no lo volveré a hacer.
Cuando llegamos a casa, a las nueve y media, fingí que iba a acostarme, pero en realidad me metí en la habitación de Matt para usar su ordenador. Sabía que a él no le importaría. Había una pila de CD en la silla y un montón de juegos de ordenador en la cama. Parecía que Matt estaba ordenando su colección. Eché un vistazo a algunos títulos: Venganza zombi, Aliens, Destrucción total. «Bueno —pensé—, si a él le gustan…». Me senté a la mesa, encendí el ordenador y pulsé «conectar». Erjjjjjjjjjjj. Chinggggg. Bongggggggg. Pinggggggg. Biiiiiip. Biiiiiiiip. Biiiiiiiip. Bloooooooop. Krrrrrrrjjjjjjjjjj. Krrrrjjjjjjjj. Y ya estaba dentro. Fui a Yahoo, busqué www.¿teengaña?.com, luego clic, clic, clic… Y ahí estaba. Mientras se descargaba la página entendí rápidamente de qué iba. Era una de esas páginas norteamericanas interactivas. Te puedes conectar bajo un pseudónimo, envías por e-mail tus sospechas y pides consejo a otra gente. Era fascinante. Sherry, de Iowa, estaba preocupada porque había encontrado una media en el coche de su marido. Brandy, de Carolina del Norte, estaba desesperada porque su novio no hacía más que hablar de una compañera de trabajo. Y Chuck, de Utah, había pillado a su esposa hablando con su amante por teléfono.
«Estoy casi segura de que me engaña —decía Sherry—. Pero aunque por una parte quiero saberlo, por otra no, porque me asusta lo que pueda descubrir». «Haced caso a vuestro instinto, chicas —aconsejaba Mary-Ann, de Maine—. La intuición femenina siempre acierta».
«Puede que la media sea de él —sugería Frank de Nueva Jersey—. Puede que tu marido sea un travesti y le da vergüenza confesarlo». «Síguele al trabajo —decía Cathy de Milwaukee—. Pero ponte una peluca». «No puedo. Es camionero», había replicado Sherry.
Decidí entrar con el nombre de Emily, que es mi segundo nombre de pila.
«Creo que mi marido tiene una amante —escribí—. O puede que solo sean paranoias mías. Pero se comporta de forma muy rara y no sé si es solo por sus problemas en el trabajo. Es editor, así que se relaciona con muchísima gente importante en el mundo literario. Y aunque sé que hasta ahora nunca me había engañado, creo que ésta podría ser la primera vez. En primer lugar en diciembre envió flores a alguien con nuestra tarjeta de crédito. Y cuando yo le pregunté él dijo —de forma no muy convincente— que eran para felicitar a una autora. En segundo lugar, he encontrado algunas cosas raras en sus bolsillos: chicles, que él odia, o un paquete de tabaco, cuando en quince años de matrimonio no le he visto fumarse ni un cigarrillo. Así que ya no confío en él como antes. Y me siento fatal. Os agradecería algún consejo o comentario».
La tarde siguiente llamé a Lily.
—Necesito tu consejo.
—Claro que sí, cariño. ¿Qué pasa?
—Bueno, es Peter.
—¿Ah, sí? ¡Vaya por Dios! ¿Qué ha pasado? Me senté en la silla del pasillo.
—He descubierto algunas cosas.
—¿Sí?
—Sí. Pero no sé qué significan.
—Lo más probable es que no signifiquen nada. Pero cuéntame.
—Muy bien —comencé nerviosa—. El otro día me mandó flores.
—Ya. Mmmm… Bueno, ya sabes lo que se dice sobre eso.
—Sí, pero el caso es que mandó flores a alguien más.
—¡No!
—Dice que eran para una autora. Pero yo no estoy segura, Lily. Y además…
—Dime.
—Mira, me siento fatal contándote eso —dije, haciendo girar en mi dedo mi anillo de bodas.
—Cariño, no es que estés siendo desleal ni nada de eso. Lo único que haces es protegerte.
—¿Protegerme?
—Sí, porque si esto es serio, aunque estoy segura de que no lo será, no querrás que te coja por sorpresa, ¿no? Dime, ¿qué más has descubierto?
—Pues… ¡Ay, no puedo seguir, Lily! Es como si le estuviera traicionando. Mira, no te lo tomes a mal, pero es que tú nunca has tenido pareja.
—No seas tonta, Faith —contestó ella con una risita—. Sabes perfectamente que he tenido montones. Venga, ¿qué ibas a decir? Suspiré.
—He encontrado cosas muy raras en sus bolsillos. Un paquete de chicles, por ejemplo, y eso que él odia los chicles. Y ayer encontré un paquete de Lucky Strike, y el caso es que Peter no fuma.
—Ya… Qué raro.
—Y esta mañana al regresar del trabajo volví a registrarle los bolsillos.
—Naturalmente.
—Y encontré una nota en su chaqueta.
—¿Una nota? ¿Qué decía?
—Te la leo: «Peter, Jean ha llamado ya tres veces esta mañana. Está desesperada por hablar contigo». Y han subrayado dos veces «desesperada».
—Jean. Bueno… puede que no signifique nada. Podría ser algo completamente inocente.
—¿De verdad lo crees?
—Sí. Y si es algo inocente, que estoy segura que lo será, entonces Peter no tendrá problema alguno en explicarte quién es esa Jean. Mi consejo es que le preguntes directamente y observes su reacción. Pero no te preocupes, Faith. Que sepas que estoy rezando por ti.
—Gracias.
—Anoche recé cinco Ave Marías por ti y estuve veinte minutos entonando cantos budistas.
—Estupendo. —Lily siempre ha sido bastante promiscua con las religiones.
—También he mirado tu horóscopo esta mañana —prosiguió muy seria—. De momento hay mucha tensión en tu signo, entre Marte y Saturno, y esto provoca una actividad celeste adversa en cuanto a las relaciones.
—Ya veo.
—Pero estás haciendo lo correcto.
—¿Sí? ¿Sabes? Creo que preferiría enterrar la cabeza en la arena y dejar que la vida siguiera como antes.
—Ya. Bendita ignorancia, como suele decirse. Pero…
—Pero tengo que saber qué pasa —concluí. Lily asintió con un murmullo—. Y ahora que he empezado, se está convirtiendo en una obsesión. Tengo que averiguar la verdad, como sea.
—Bueno, de momento vas por buen camino —me animó ella—. Me parece que lo estás haciendo muy bien. Vaya, que estás obteniendo resultados.
—Sí, de momento iba bien. Pero me he quedado un poco estancada.
—Mira, yo creo que estás hecha toda una detective. ¿Detective? ¡Eureka!
—Necesito un detective privado.
—¿Has visto esto? —preguntó Peter anoche, alzando el Guardian—. Hablan de la AM-UK!
—¿Sí? No lo he leído.
—Es un artículo del crítico de televisión.
Eché un vistazo. El titular rezaba: TENSIÓN MATUTINA. «La AM-UK! normalmente nos ofrece un programa sin mucha sustancia —comenzaba Nancy Banks-Smith—, un programa que deja al espectador bastante frío. Pero con la llegada de Sophie Walsh, una brillante intelectual, lo que se capta en pantalla es un frío polar. La química entre el equipo “marido y mujer” de Sophie Walsh y el veterano Terry Doyle es tan helada como el nitrógeno líquido. Pero la joven Sophie sabe recibir con un raro aplomo las sádicas burlas de Doyle. Los patéticos intentos de este último por volver a ser el centro de atención resultan fascinantes. Pero es Sophie la que vence en esta batalla…».
—¡Dios mío! —exclamé—. Todo el mundo se ha dado cuenta. Claro que no darse cuenta es imposible.
—Probablemente aumenten los índices de audiencia —apuntó Peter—. A lo mejor por eso lo hace Terry.
—No creo.
—Me voy arriba. —Peter abrió su cartera—. Tengo que leer otro manuscrito.
—Antes de irte, ¿podrías decirme una cosa?
—Dime —contestó él, cansado. Respiré hondo.
—¿Me puedes decir quién es Jean?
—¿Jean? ¿Jean? —Parecía desconcertado. Casi logró convencerme.
—¿Así que no conoces a ninguna Jean?
—¿Jean? —repitió él, arrugando la frente.
—Sí, Jean. Una chica.
—No. No conozco a ninguna —yo no tenía ni idea de que fuera tan buen actor—. ¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada.
Peter me miró con una expresión extraña. Cerró de golpe la cartera y repitió muy despacio:
—No conozco a ninguna Jean.
—Muy bien.
—Pero sé por qué lo preguntas. Mira, me estoy cansando de esto, Faith. No me gustan nada tus sospechas infundadas, así que, para evitarlas, te voy a hacer una lista de todas las mujeres que conozco.
—No hace falta, de verdad.
—No, sí que hace falta, a ver si así me crees por fin y se acaban los interrogatorios. Te aseguro que ya no puedo más, con todo lo que estoy pasando en el trabajo. Así que espero que no me consideres poco razonable, Faith, pero no puedo soportar que me agobien también en casa.
—Yo no te agobio.
—Sí que me agobias. Llevas persiguiéndome tres semanas. Nunca lo habías hecho antes, pero se ve que ahora estás obsesionada, sabe Dios por qué. Así que para convencerte de que no salgo con nadie, te voy a recitar de memoria la lista de las mujeres que conozco. Vamos a ver… En el trabajo están Charmaine, Phillipa y Kate en redacción; Daisy y Jo en publicidad; Rossanna, Flora y Emma en marketing, y Mary y Leanne en ventas. Tengo que hablar con estas mujeres con cierta frecuencia, Faith, y no estoy liado con ninguna.
—Vale, vale.
—Luego están mis autoras, por supuesto. Clare Barry, a quien envié unas flores, Francesca Leigh y Lucy Watt. Janet Strong, J. L. Wyatt, Anna Jones y… Ah, sí, Lorraine Liddel y Natalie Waugh.
—Eso no me interesa —dije aburrida.
—¿Quién más? —Peter se cruzó de brazos y miró al techo—. Bueno, hay varias agentes literarias con quienes también hablo a menudo. Betty y Valerie, de Rogers; Joanna y Sue, de Blake Hart; Alice, Jane y Emma de A. P. Trott, y Celia de Ed McPhail.
—Está bien.
—No, no está bien. A ver, que todavía hay más. Ah, sí, está el estúpido Comité de Ética Familiar, al que tengo que atender cuatro veces al año. Allí tenemos a la baronesa Warner, que tiene sesenta y tres años; la socióloga Dame Barbara Brown y otras dos mujeres, casadísimas y aburridísimas, miembros del Parlamento. Las dos se llaman Anne.
—Todo esto es innecesario.
—Otras mujeres conocidas son las colegas de Andy Metzler, Theresa y Clare. Y por otra parte están las mujeres de mi círculo social, pero tú también las conoces: Samantha, Jackie y ésa tan simpática, no me acuerdo cómo se llama, la que nos encontramos a veces en el gimnasio. Si añades a eso tus amigas del colegio, como Mimi, me parece que la lista está completa. Ah, y también está Lily, por supuesto. Pero si se te ha ocurrido pensar por un segundo que tengo un lío con ella, te llevo ahora mismo al psiquiatra.
—¡Vale, vale, vale! Oye, yo no te he pedido nada de esto…
—Sí que lo has pedido. Con tus dudas y sospechas. Pero te aseguro que aquí el único que anda liado por ahí es Graham.
—Mira, yo solo te he preguntado si conocías a una tal Jean.
—Pues no. Puedo decir con toda sinceridad que no la conozco.
Pero yo sabía que era mentira, y no una de esas mentirijillas sin importancia, sino una mentira con todas las letras. Y aquello era de lo más significativo, porque Peter suele ser muy sincero y ahora me estaba mintiendo con todo el descaro. Claro que yo no podía decir que había visto la nota sobre Jean porque entonces él sabría que le había registrado los bolsillos una vez más. «Me encantaría que lo siguieran», pensé. Pero entonces recordé que estaba fuera de toda posibilidad, porque los detectives privados no son baratos precisamente.
—¿Te has quedado tranquila, Faith? —me preguntó Peter, de pie junto a la puerta.
—¿Cómo?
—Que si estás convencida. ¿No podríamos olvidarnos de una vez de todo esto? Porque me gustaría que nuestro matrimonio fuera…
—¿Qué?
—Normal.
—Supongo que es normal.
Estos días el trabajo es un refugio donde resguardarme de mis problemas matrimoniales. Cuando miro los mapas del satélite, con sus masas de nubes sobre el planeta azul, me olvido de mis preocupaciones. Y además la guerra fría que hay en el estudio crea muchos momentos de distracción.
Sophie tuvo una mañana fatal. Problemas con el autocue. «Qué curioso», pensé. Es que Sophie normalmente lee con mucha fluidez y nunca la he visto meter la pata. Hace que parezca todo de lo más natural, como si estuviera improvisando y no leyendo un guión. Pero, claro, no es así. Arriba en realización, Lisa, la operadora del autocue, maneja el ordenador a mano, haciendo avanzar el texto al ritmo del presentador. Si el presentador va despacio, ella va despacio. Si el presentador acelera, ella acelera también. Pero esta mañana algo iba mal.
—Bienvenidos de nuevo… al programa —saludó Sophie después de la pausa—. Y… ahora —prosiguió, a treinta y tres revoluciones por minuto. Se le notaba en la cara que estaba desconcertada—… según… un… informe… sobre… la… igualdad de… sexos… en… el mundo… laboral… las mujeres… jóvenes… son… la fuerza… que encabeza… en… Gran Bretaña… la entrada… en… el siglo… XXI.
Era angustioso. Sophie miró una o dos veces su guión, pero era evidente que no sabía por dónde estaba. El autocue seguía avanzando a paso de tortuga. Era como si la estuvieran torturando, pero ella aguantó con valentía.
—Casi… cuatro… de cada… diez…
—¿Qué pasa, Lisa? —oí gritar a Darryl.
—¡No lo sé! —gimió ella—. ¡Esto no funciona!
—… directivos… son ahora… mujeres… El mayor… índice… del que… se tiene… noticia. —Sophie suspiró—. Las mujeres… además…
—¡Venga, Sophie! —la interrumpió Terry—. Que no tenemos todo el día. Lo siento, amigos —añadió mirando el autocue con una sonrisa—, pero parece que Sophie ha perdido el don de la palabra, de modo que vamos a prescindir de esta noticia para ir directamente al informe de Tatiana desde el teatro Old Vic. Sí, nuestra encantadora Tatiana ha hablado con Andrew Lloyd-Webber de sus planes para ese monumento londinense en el que Laurence Olivier y John Gielgud pisaron por primera vez las tablas.
—¿Qué pasa? —preguntó Sophie—. ¿Qué ha pasado con el autocue?
—Se ve que han tenido problemas con él —dijo Darryl.
—¿Sí? Pues a Terry le ha venido de miedo —señaló ella. Se notaba que estaba a punto de echarse a llorar—. Lisa —añadió con cautela, tragando saliva—, te agradecería que no lo vuelvas a hacer.
—Yo no he hecho nada —protestó Lisa. La verdad es que esta chica nunca me ha gustado—. Es que el autocue se ha quedado… no sé, atascado.
—Pues ten la amabilidad de desatascarlo para mi próxima intervención —replicó Sophie cortante.
No era de extrañar que estuviera tan afectada. No hay nada peor que emitir en vivo para todo el país con un autocue defectuoso. A mí me ha pasado una o dos veces y la verdad es que se hace un ridículo espantoso. Y peor es que la gente lo recuerda durante años. A lo mejor te dicen: «¡Hombre! El otro día te vi en la tele». Y tú te crees que te van a hacer un cumplido, pero entonces te salen con eso de: «Sí, hace un par de años. ¡El autocue se rompió! ¡Qué risa!». Y tú tienes que contestar que sí, que fue graciosísimo, sí, ja ja ja.
—¡Ay, pobre! —exclamó Terry con toda su hipocresía—. Ha debido de ser horroroso para ti, Sophie. Qué vergüenza habrás pasado. ¡Y en la hora de máxima audiencia! Cuando todo el mundo te está viendo. Cinco millones de personas. Vaya por Dios, qué lástima.
Sophie miró su guión, fingiendo no oír.
—Pero en fin, son gajes del oficio —prosiguió Terry—. No te lo tomes a mal, querida, pero me parece que no tienes madera para esto.
Más tarde, en la reunión, Darryl estaba furioso.
—Lisa, creo que deberías pedir disculpas a Sophie —dijo, cruzándose de brazos.
—Lo siento mucho, pero no voy a pedir disculpas. Ha sido un fallo técnico.
No hubo forma de que diera su brazo a torcer. Lisa insistía en que no había sido culpa suya. Pero cuando me marchaba vi a Terry y Tatiana, que estaban desayunando en la cafetería. Parecían encantados de la vida. Lisa se sentó con ellos. No hace falta ser un genio para imaginar lo que había pasado. Me pregunté cuánto habrían pagado a Lisa.
Cuando llegué a casa me llevé a Graham a dar un paseo por el río, que a él le encanta, y luego volví a echar un vistazo a la página ¿teengaña?.com. Sí, había algunos consejos para mí.
«Emily, ¡deberías dar un respiro a tu marido! —escribía Barbara de Nueva York—. No tienes ninguna prueba de que te engañe, así que ¿por qué buscarte problemas?». «Si te parece que tu marido está siendo evasivo, es que lo es», apuntaba Sally de Wichita. «¿Por qué no le engañas tú a él? —proponía Mike de Alabama—. Así estaríais en paz». «Pincha el teléfono de su despacho», aconsejaba alguien más. «¡Llama a un abogado ahora mismo!». «¡Vete a casa de tu madre!». «¡Contrata a alguien para que siga al cabrón de tu marido!».
Esa noche, mientras cortaba verduras para la cena, reflexionaba sobre estos consejos. Yo no pensaba tener ninguna aventura, porque eso sería algo rastrero. Aunque tuviera el equipo necesario para pincharle el teléfono, no podría entrar en su despacho de ninguna manera. Tampoco podía permitirme un abogado, así que eso quedaba fuera de cuestión, y no podía irme con mi madre porque mi madre estaba siempre de viaje. En cuanto a hacer que siguieran a Peter… no me sentía capaz, y tampoco tenía dinero para contratar a nadie. Había hecho un par de llamadas para informarme y me habían dicho que me costaría por lo menos dos mil libras. No sabía qué hacer.
—Mamá, ¿estás bien? —me preguntó Katie, que estaba aseando la pecera de Sigmund, su pez tropical.
—¿Qué?
—Que si estás bien.
—Pues claro que sí, cariño. ¿Por qué no voy a estar bien?
—Porque estás cortando la verdura con una rabia increíble.
—¿Ah, sí? —pregunté, con el cuchillo en el aire.
—Sí. Me recuerdas a Jack Nicholson en El resplandor. La verdad es que desde que Matt y yo hemos llegado a casa, noto muchísima tensión.
Vaya por Dios. Ya me veía yo venir el rollo psicoanalítico.
—Sí, aquí se detecta mucha tensión —prosiguió Katie—, y mucha rabia contenida. Estás furiosa, ¿verdad, mamá?
—Pues claro que no.
—¿No hay nada que quieras decirme? Ya está, Siggy. Limpito y aseado.
—¿A qué te refieres?
—¿No necesitas hablar de algo?
—No, gracias.
—Porque la verdad es que yo noto aquí muchísima ansiedad.
—¿Sí?
—Sí. ¿Tienes pensamientos negativos?
—¿Negativos? No.
—¿Estás en un período de negación?
—Desde luego que no.
—¿Tienes pesadillas?
—No. Qué tontería. No tengo pesadillas.
—Es que estoy preocupada por tu superego —explicó con naturalidad, mientras ponía la mesa en la cocina—. Creo que tienes conflictos reprimidos, así que tenemos que trabajarlos para mitigar un poco la tensión en tu subconsciente. Vamos a ver, ¿por qué no hacemos un pequeño ejercicio de asociación?
—No, gracias.
—Creo que podría ayudarte mucho a abrir tu ego.
—Mi ego está muy ocupado haciendo la cena, cariño. Lo siento.
—Pero mamá, si no es nada.
—Ya lo sé —contesté mientras colaba las judías—. Precisamente por eso.
—Mira, lo único que tienes que hacer es sentarte, cerrar los ojos y decir lo primero que te venga a la cabeza.
—Ay, Katie, por favor. No quiero servirte de conejillo de Indias —dije irritada—. ¿Por qué no lo haces en el colegio?
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque ya están todos haciendo alguna terapia. De verdad, mamá. La libre asociación es muy fácil —insistió. Mientras yo abría el horno para echar un vistazo al pastel de carne, Katie se sacó una libreta del bolsillo—. Tú di lo primero que se te ocurra, aunque te parezca una tontería.
—Ay, Dios…
—Aunque sea una cosa de lo más trivial —prosiguió ella, como queriendo tranquilizarme—. O aunque sea algo asqueroso u obsceno.
—¡Katie! Me niego a que me psicoanalice alguien que hasta hace relativamente poco todavía jugaba con Barbies.
—Sí, pero a mí las Barbies solo me interesaban como paradigma del imperialismo cultural norteamericano. Por favor, mamá. Solo cinco minutos…
—¡Está bien, como quieras! Pero te aseguro que todo este rollo psicológico me parece una tontería.
—Muy bien, mamá. Expresa tu rabia, no la contengas. Puedes decir lo que quieras, ¿de acuerdo? Venga, siéntate y cierra los ojos. Muy bien. Relájate, respira hondo, deja vagar la mente. ¿Qué es lo primero que te viene a la cabeza?
—Eh…
—No, no pienses, mamá. Simplemente dilo. Lo primero que se te ocurra, ¿de acuerdo? ¡Ya!
—Eh… Zanahoria.
—Bien.
—Chuleta…
—Sigue.
—Cuchillo… afilado… eh… palo… pegar… tiempo. Quince. Feliz. No. Acabado. Todavía. Quizá. Inquieto. Tabaco. Herida. Dolor. Corazón. Flores. Traición. Mentira. Engaño. ¡Mujeriego! ¡Hijo de su madre! ¡Muy bien! ¡Se acabó! —exclamé levantándome de pronto—. No quiero jugar más a esto.
—Estás mostrando la típica resistencia, mamá —explicó Katie con benevolencia—. No te preocupes, es de lo más natural. Significa que nos acercamos al fondo del problema.
—Yo no tengo problemas. Ah, hola, Matt.
—Lo que acabamos de ver —concluyó Katie alegremente mientras cerraba de golpe su cuaderno— era tu subconsciente debatiéndose para evitar confesar sus oscuros secretos.
—Mira, Katie —dije con paciencia, enjugándome la frente—, yo no tengo oscuros secretos, y estas tonterías freudianas son eso, ¡tonterías! La cena está lista, así que hazme un favor y mata a tu padre.
«¿Quién será Jean? —me pregunto una y otra vez—. Mi rival. ¿Y qué aspecto tendrá? ¿Es rubia o morena? ¿Alta o baja? ¿Más joven que yo? ¿Más guapa? Probablemente. ¿Más delgada? No sería difícil. ¿Más inteligente? ¿Cómo y cuándo se conocieron? ¿Fue ella la que sedujo a Peter, o al revés? ¿Pensará Peter que está enamorado de ella, o será solo atracción física? ¡Dios mío! ¡Dios mío! Me estoy torturando, pero no puedo parar». Es que esta mañana he encontrado otra nota sobre Jean, y ha sido todo un golpe porque el fin de semana había ido muy bien. Estábamos juntos de lo más normal, como una familia. Sacamos al perro de paseo, alquilamos una película y los niños se lo pasaron muy bien. Matt se pasó casi todo el rato encerrado en su habitación, como siempre, aunque, curiosamente, salió varias veces al buzón. En fin, que en general fue un buen fin de semana. Y yo empezaba a tranquilizarme y a pensar que tal vez me había equivocado. Al fin y al cabo todavía no tengo pruebas de que Peter me esté engañando. Es solo una sensación, una espantosa corazonada que no me deja en paz.
Pero esta mañana, al volver del trabajo, vi que se había dejado la cartera en casa. Así que la abrí. Ya sé que les parecerá muy mal, pero lo único que puedo decir en mi defensa es que necesitaba hacerlo.
Las dudas me atormentan. He perdido la tranquilidad. Mi vida está en el limbo hasta que averigüe la verdad. Así que abrí la cartera. Y me alegro, porque, doblada en uno de los bolsillos, me encontré una nota de Iris, la secretaria de Peter, que decía: «Peter, Jean ha vuelto a llamar, y está de los nervios. Dice que eres muy “malo”, que deberías haber llamado y que por favor, por favor, POR FAVOR, te pongas en contacto». ¿Qué Peter es muy «malo»? ¡Madre mía! ¡Seguro que a Jean le iba el sadomasoquismo! Y además me enfadé mucho con Iris, que siempre me había parecido una chica muy simpática, por ayudar a mi marido con su sórdida aventura. Entonces vi el manuscrito en el que Peter estaba trabajando, y ahí estaba el nombre de Jean de nuevo, varias veces. Peter lo había garabateado en el margen, como si estuviera obsesionado. «Jean», ponía, y a veces una simple «J». Y el caso es que si Jean fuera un contacto puramente profesional, Peter me lo habría dicho tranquilamente. Pero el hecho de que hubiera negado con tanta vehemencia conocer a ninguna Jean era una prueba inconfundible de que estaba liado con ella.
—¡Estoy fatal! —le conté a Lily esta tarde—. No sé qué hacer.
Estábamos sentadas en la barra del Bluebird Café, en King’s Road, no lejos de donde ella vive.
—Tómate un Perrier, cariño. Verás cómo te animas.
—No, gracias. No tengo nada que celebrar. Más bien al contrario. Es como vivir con un desconocido. De pronto todo ha cambiado. Es como si no lo conociera en absoluto.
—Bueno —comenzó ella, mientras daba una patata frita a Jennifer Aniston—. ¿Estás segura de que has realizado todas las investigaciones posibles? Para conquistar hay que fisgar.
—Y he estado fisgando.
—Pero…
—Pues que no funciona.
—No, eso es porque te habrás dejado alguna piedra sin remover. ¡Ay, pobre! —añadió mientras encendía un purito—. Debe de ser horrible tener tantas dudas. Seguro que afectan a tu tranquilidad.
—Sí, exacto. He perdido la tranquilidad.
—Pues tienes que recuperarla. Tengo una amiga que, al saber que su marido la engañaba, utilizó un cebo.
—¿Qué, una de esas mujeres que intentan ligarse a tu marido para ver si él responde? —Lily asintió—. ¡Ni hablar! Yo nunca haría una cosa así. Es una trampa. Además, no voy a ser yo la que le ponga la tentación por delante.
—Pero, Faith, me parece que la tentación se la ha buscado él solito.
—Bueno, sí —asentí de mala gana—, es verdad. Yo misma le seguiría al trabajo, si no supiera que me vería a la primera.
—Sí, es verdad.
—Mira, estoy tentada de contratar a un detective.
—Ah, sí. El otro día lo mencionaste. —Por un momento nos quedamos mirando mientras bebíamos nuestras copas—. ¿Por qué no lo haces?
—Porque son carísimos. —Eché un vistazo a las felices parejas que cenaban en el restaurante—. Mira a toda esta gente —gemí—. Todo el mundo es feliz con su pareja.
—En realidad estoy segura de que no es verdad, Faith. De hecho, lo sé con absoluta certeza. ¿Ves aquella pareja de allí, al lado de la ventana? —Eran un hombre con un traje a rayas y una mujer morena bastante atractiva. Estaban charlando y sonriendo, mirándose a los ojos. Vamos, que parecían enamoradísimos—. Él es banquero —explicó Lily—. Hemos coincidido un par de veces.
—¿Y qué?
—Pues que la mujer con la que está cenando no es su esposa.
—Ah —suspiré—. Ya.
—¿Dónde está Peter esta noche? —preguntó Lily con una voz suave como el céfiro.
—En la presentación de un libro.
—Bueno, supongo que podría ser verdad. ¿Sabes una cosa? A mí lo del detective me parece una idea perfecta. Pero no diré nada más, porque tú eres mi mejor amiga y no quiero entrometerme en tu vida.
—¡Ay, Lily! Esto es una pesadilla. Me siento como atrapada en cemento líquido, como si intentara subir unas escaleras mecánicas que bajan. Sí, de verdad que quiero que sigan a Peter. ¡Pero es que es carísimo!
—Pobre Faith. —Lily se llevó la copa de champán a los labios—. ¡Oye! Se me acaba de ocurrir una idea. ¡Yo pagaré al detective!
—¿Cómo?
—Que te doy el dinero para que contrates a alguien. Mira —Lily abrió el bolso—, te voy a dar un cheque ahora mismo.
—¡Lily! ¡No digas tonterías! No podría aceptarlo.
—Pero es que quiero dártelo.
—¿Por qué?
—¿Por qué?
—Sí, ¿por qué?
Lily me puso la mano en la rodilla.
—Porque eres la amiga que más quiero en el mundo, por eso. Pero ésa no es la verdadera razón —añadió de pronto con una risita—. Tengo otros motivos.
—¿Sí?
—Sí. Verás, llevo algún tiempo planeando un especial del Moi! sobre la infidelidad. Quiero sacarlo en junio, para hacer de contrapeso a todas esas bodas asquerosas. Lo voy a llamar Bandido.
—¿Ah, sí?
—¡Podría hacerte una entrevista!
—No, no, me resultaría imposible.
—Bajo seudónimo, tonta. Así que si te pago el detective, lo apuntaré como gastos. Tenernos un presupuesto para esas cosas, Faith. Y además, la jefa soy yo.
—¿De verdad me pagarías?
—Sí. Sería perfecto para la revista. Te entrevistaría yo misma, claro, porque sé que confías en mí. Y protegería tu identidad. Sería un artículo en primera persona: «Por qué hice que siguieran a mi marido». Tú lo leerías antes de que saliera, por supuesto. Y no te preocupes, no se sabrá tu identidad ni la de Peter. ¿Qué me dices?
—Pues…
—Es una buena oferta, ¿no?
—Bueno, sí. Pero es que no estoy segura…
—Mira, Faith, es muy sencillo. Tú quieres quedarte tranquila, ¿sí o no?
—Sí.