Es curioso lo deprisa que pueden cambiar las cosas, ¿no? En un instante, en un abrir y cerrar de ojos. Es justamente lo que ha pasado esta noche porque… bueno, la verdad es que no sé muy bien cómo explicarlo. Digamos que ya nada parece lo mismo. La tarde comenzó bien. En realidad parecía todo un éxito. Estábamos en el restaurante, pasándolo de miedo, charlando, riéndonos… Una fiestecilla íntima: solo nosotros ocho. Yo había planeado la velada en plan sorpresa para que Peter se animara un poco, porque está pasando por un mal momento. Él no sospechaba nada. De hecho, por primera vez en la vida, hasta se le había olvidado que era nuestro aniversario. Sí, cuando llegó a casa quedó clarísimo que no se acordaba en absoluto.
—Vaya, Faith, lo siento —suspiró cuando abrió mi tarjeta de felicitación—. Hoy es día seis, claro. —Asentí—. La verdad es que se me ha olvidado por completo.
—No importa —repliqué de buen humor—. De verdad, cariño. Ya sé que tienes muchas cosas en la cabeza.
Es que está pasando un mal momento en el trabajo. Es director editorial de Fenton & Friend. Antes le encantaba, pero hace un año entró una nueva directora general, una tal Charmaine, que le está dando un montón de dolores de cabeza. Ella y su siniestro adlátere, Oliver. El caso es que entre los dos le están haciendo la vida imposible.
—¿Qué tal ha ido hoy? —pregunté con cautela mientras colgaba su abrigo.
—Fatal —contestó él con cansancio. Se mesó el pelo y se aflojó la corbata—. La bruja me ha estado dando la tabarra con las malditas cifras de ventas. Dale que dale que dale, y delante de todo el mundo. Ha sido horrible. Y Oliver allí mirando, con esa sonrisa de idiota, venga a hacerle la pelota. Te aseguro una cosa, Faith —añadió con un suspiro—, me van a dar el bote, lo tengo clarísimo. A mí me echan, te lo digo yo.
—Deja que se encargue Andy.
Peter se quedó con la mirada perdida.
—Sí, habrá que confiar en Andy.
Se trata de Andy Metzler, por cierto. Es un cazatalentos, norteamericano. Uno de los mejores de la ciudad. Peter lo pone por las nubes. No deja de hablar de él. Que si Andy esto y Andy lo otro… Así que espero que ese tal Andy haga algo útil. Pero sería muy duro para Peter tener que marcharse de Fenton & Friend, porque lleva allí trece años. Ha sido un poco como nuestro matrimonio, la verdad: una buena relación estable basada en el afecto, la lealtad y la confianza. Y ahora parece que todo podría terminar.
—Supongo que las cosas cambian —añadió Peter de mala gana, mientras preparaba un par de copas—. Lo digo en serio, Faith. —Se había puesto a quitar las últimas bolas del árbol de Navidad—. Me van a dar la patada porque el capullo de Oliver quiere mi puesto.
Peter intenta tomárselo con filosofía, pero el caso es que está deprimido. Por ejemplo, no es tan gracioso como suele ser y le cuesta dormir, así que desde hace unos seis meses nos acostamos en habitaciones separadas. Lo cual no está mal, ya que yo me levanto a las tres de la mañana para ir a la tele. Hago los informes meteorológicos en la AM-UK! Llevo allí ya seis años y me encanta, a pesar de los madrugones. Por lo general el despertador solo suena un segundo. Yo me levanto y Peter se vuelve a dormir. Pero de momento no puede soportar que lo despierten, así que se ha trasladado a la habitación del segundo piso. A mí no me importa, porque lo entiendo. Además, el sexo no lo es todo. En cierto modo hasta me gusta, porque así puedo dormir con Graham. Graham es encantador y muy listo. Ronca un poco, eso sí, pero si le doy un golpecito en el pecho y le digo «Shhhh, cariño», él abre los ojos, me mira todo cariñoso y se vuelve a dormir. Menuda suerte tiene. Duerme de maravilla, aunque a veces tiene pesadillas y se mueve muchísimo y da patadas. Pero a él no le importa que lo despierte en plena noche cuando me levanto para ir a trabajar. De hecho hasta le gusta levantarse conmigo. Se sienta a la puerta del baño mientras me ducho. Luego, cuando oigo que llega el taxi, me pongo el abrigo y me despido de él con un abrazo.
Algunos amigos piensan que Graham es un nombre muy raro para un perro. Supongo que tienen razón, si lo comparamos con nombres como Rover, Gnasher o Shep. Pero nosotros nos decidimos por Graham porque a Graham me lo encontré en Graham Road, en Chiswick, donde vivimos. Eso fue hace dos años. Había ido al dentista a que me pusiera un empaste y al salir me encontré con el chucho este. Era muy jovencito y estaba en los huesos. Me miraba todo expectante, como si nos conociéramos desde hacía años. Y luego me siguió hasta casa, trotando tranquilamente detrás de mí, se sentó frente a la puerta y no hubo manera de que se moviera. Así que al final le dejé entrar, le di un bocadillo de jamón y ya está. Llamamos a la policía y a la perrera, pero nadie lo reclamó. Y la verdad es que me habría llevado un disgusto si lo hubieran reclamado, porque lo nuestro fue amor a primera vista, igual que con Peter. Ahora lo adoro. A Graham, quiero decir. Sí, nos caímos estupendamente desde el principio. Y yo creo que lo quiero tanto porque me conmueve la fe que tiene en mí.
A Peter le pareció bien. A él también le gustan los perros. Y los niños, por supuesto, encantados. Aunque Katie, que quiere ser psiquiatra, dice que lo mimo demasiado. Sostiene que estoy proyectando en él mis deseos maternales frustrados, porque yo quería otro hijo. Qué tontería, ¿verdad? Pero a los adolescentes hay que tomarlos muy en serio, porque si no se ponen hechos unas fieras. En fin, el caso es que Graham es el benjamín de la familia. Solo tiene tres años. No tiene pedigrí, pero se le nota mucha clase. Es un collie cruzado con algo, tiene el pelaje muy suave, de color rojo dorado, con una mancha blanca en el pecho, y una elegancia y un encanto de zorro. Nos lo llevamos casi a todas partes, aunque a los restaurantes no, claro. Así que esta tarde Peter lo colocó en su cojín, le puso la tele (le encanta el programa Comer y beber), y le dijo:
—No te preocupes, chavalote. Mamá y yo vamos a salir solo un ratito.
Pero Peter no tenía ni idea de lo que yo había planeado. Creía que iba a ser una cena improvisada, un tête-à-tête. Yo le había dicho que había reservado una mesa, pero él pensó que sería nada más para los dos, así que cuando llegamos al restaurante y vio a los niños allí y a su madre, Sarah, se llevó toda una sorpresa. Parecía encantado. También había invitado a Mimi, una antigua amiga de la universidad, y a su marido, Mike.
—¡Qué callado os lo teníais! —exclamó Peter echándose a reír—. Qué gran idea, Faith.
La verdad es que no solo lo hice por él, sino también por mí, porque me apetecía celebrar de alguna forma la fecha. Es que son quince años de casados. Quince años. Casi la mitad de nuestra vida.
—Quince años —dije con una sonrisa—. Y han pasado volando.
Porque he sido muy feliz en mi matrimonio y todavía lo soy. Por ejemplo, nunca me aburro. Siempre hay demasiadas cosas que hacer. No tenemos mucho dinero, claro, nunca lo hemos tenido, pero aun así nos divertimos un montón. Bueno, nos divertiríamos un montón si Peter no trabajara tanto, porque la verdad es que ahora Charmaine le obliga a leer manuscritos casi todas las noches y yo tengo que acostarme antes de las nueve y media. Pero los fines de semana recuperamos el tiempo perdido y lo pasamos fenomenal. Los niños, que durante la semana están internos en un colegio de Kent, vienen a casa y hacemos… bueno, de todo. Damos paseos por el río, cuidamos del jardín, vamos de compras al super. En ocasiones vamos a Ikea, al de Brent Cross, aunque otras veces, para variar, nos pasamos por el de Croydon. Y luego alquilamos un vídeo o vemos la tele y los niños van a visitar a sus amigos. Bueno, irían a visitarlos si tuvieran amigos. Los dos son bastante solitarios, me temo. Eso me preocupa un poco. Matt, por ejemplo, tiene doce años y le encanta jugar con su ordenador. Es un adicto. Ya de pequeño sabía manejar el ratón. Recuerdo que una vez, cuando tenía cinco años, me dijo a la hora de acostarse:
—Llámame mañana a las seis, mamá, para poder jugar con el ordenador antes de ir al cole.
La verdad es que a mí me pareció muy triste. Ahora sigue igual. Pero él está encantado con sus videojuegos y sus CD-ROM, así que nosotros no queremos intervenir. Como ya he dicho, no es que todo se le dé bien. Su ortografía, por ejemplo, deja mucho que desear.
Pero, aparte de los ordenadores, es un fenómeno en matemáticas. De hecho le llamamos «el matemático». Por eso lo enviamos a Seaworth, porque donde estaba no le iba muy bien. Pero no hubo manera de que se fuera sin Katie, lo cual estuvo bien también para ella porque… En fin, no vayan a pensar que soy injusta con mis hijos, pero la verdad es que no son como otros niños. Katie, para empezar, es muy precoz para su edad. Solo tiene catorce años, pero es tan seria… No hace nada más que leer. Supongo que ha salido a Peter, porque lo que le va son los libros, no los bits. No está obsesionada con la moda, como otras chicas de su edad. Tampoco da señales de la típica rebeldía adolescente. Parece, sencillamente, tan sensible como yo. Y como yo nunca me he rebelado contra nada, de alguna forma me gustaría que ella lo hiciera. Sigo esperando que algún día llegue con el pelo teñido de verde y a lo mohicano, o por lo menos con un pendiente en la nariz. Pero no hay forma: lo único que le interesa es leer. Ya he dicho que le gusta muchísimo la psicología, tiene un montón de libros sobre Jung y Freud y le encanta practicar sus habilidades psicoterapéuticas con toda la familia. De hecho, cuando esta tarde nos sentamos a la mesa, empezó enseguida:
—Dime, abuela, ¿cómo te sentiste cuando te divorciaste? —le preguntó a mi suegra. Yo miré a Sarah como pidiéndole disculpas, pero ella se limitó a sonreír.
—Me sentí bien, Katie, porque cuando dos personas no son felices juntas, a veces es mejor que se separen.
—¿Tú dirías que ésos fueron los factores principales en la ruptura de las relaciones entre el abuelo y tú?
—Bueno, cariño… —Sarah bajó el menú—. Yo creo que nos casamos muy jóvenes.
A veces la gente dice lo mismo sobre nosotros. Peter y yo nos casamos cuando teníamos veinte años, y a veces me preguntan —y la verdad, me gustaría que no me lo preguntaran tanto— si me he arrepentido alguna vez. Pues no. Nunca, nunca me he planteado qué habría pasado si no llego a casarme, porque he sido muy feliz en todos los sentidos. Peter es un hombre decente y honrado y muy trabajador. Es estupendo con los niños y es amable y considerado con su madre. Además es bastante guapo, pero tendría que adelgazar un poquito.
Aunque, qué cosas, esta misma tarde me di cuenta de que parece más delgado. Supongo que habrá perdido algún kilo con tanto estrés. Además, últimamente se arregla mucho. Hasta he notado que se ha comprado un par de corbatas nuevas, muy bonitas. Dice que tiene que estar preparado para realizar una entrevista en cualquier momento, de modo que se pone muy elegante para ir al trabajo. Así que, a pesar de sus problemas, se le ve estupendo. La verdad es que después de estar tanto tiempo con él, a mí no podría gustarme ningún otro. Muchas veces me preguntan si tengo fantasías con algún otro hombre. Pues bien, después de pasarme quince años con el mismo, la respuesta es definitiva, categórica y rotunda: casi nunca. Vaya, no quiero que se me malinterprete; al fin y al cabo tampoco soy de piedra. Sé reconocer cuando un hombre es atractivo. Por ejemplo, el tipo aquél que vino la semana pasada a arreglar la lavadora. Ahora el programa de las prendas delicadas funciona otra vez. Pues sí, objetivamente hay que decir que el chico era bastante guapo. Lo admito, estaba buenísimo. Y a decir verdad, estos días he tenido unos sueños un poco raros con él, sueños muy vívidos en los que aparecían cosas muy curiosas, como un teléfono móvil, un mando a distancia y, lo más raro, ¡un helado de grosella! Vete a saber qué significa. La verdad es que hasta fui a preguntarle a Katie. Ella me miró de forma muy peculiar y afirmó que era mi «ello». Como ya he dicho, yo siempre le sigo la corriente. Sin duda mis sueños son solo el producto de mi gran imaginación. Así que, volviendo a lo de antes, no, no me fijo en ningún otro hombre, aunque en mi trabajo conozco a bastantes tipos atractivos. Pero no suelen gustarme porque soy una mujer felizmente casada y el sexo no lo es todo. Además, Peter está muy preocupado estos días. Pero sí, respondiendo a su pregunta, nuestra relación va de maravilla, y por eso quería celebrar nuestros quince años de casados. Así que reservé una mesa en Snows, justo en Brook Green, un poco más abajo. Nosotros no salimos mucho a cenar fuera. Peter a veces tiene alguna cena con autores o con agentes, y lo cierto es que últimamente le pasa muy a menudo. Pero nosotros, él y yo, no salimos mucho. No nos lo podemos permitir, con lo de las matrículas de los colegios y esas cosas, aunque por suerte Matt ha conseguido una beca. La profesión editorial no da mucho dinero. Y yo solo trabajo media jornada, porque a las once de la mañana ya estoy en casa. Pero quería darle un gusto a Peter, así que me decidí por celebrar una fiestecilla en Snows. El nombre significa nieve, lo cual resultó de lo más apropiado, porque hoy había una capa de más de tres centímetros. Empezó a caer esta mañana y para mediodía ya empezaba a acumularse en montoncitos. Me encanta que nieve porque se oye como un susurro un poco fantasmal y el mundo se queda en silencio como si la gente estuviera durmiendo. Entonces siempre salgo corriendo de la casa y me pongo a dar palmadas y a gritar: ¡Despertad! ¡Despertad!
Además, la nieve siempre me recuerda nuestra boda, porque ese día también nevaba.
Así que allí estábamos, en el restaurante. Yo me puse a mirar por la ventana los copos de nieve que caían suavemente contra el cristal. Estaba pensando qué me traerían los próximos quince años de mi vida. Empezaba a notar los efectos del champán. No champán auténtico, claro, sino ese vino italiano espumoso que se le parece tanto. De todas formas está muy bueno, y a mitad de precio.
—¿Van a venir tus padres, Faith? —me preguntó Sarah mientras mordisqueaba una aceituna.
—No. Están otra vez de vacaciones, me parece que buceando en Santa Lucía. O a lo mejor esquiando en Alaska, o haciendo puenting en Botsuana…
Mis padres están jubilados, pero no paran. Cuando no están de crucero, se van de safari o de aventura por los rincones más exóticos del mundo. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo se han pasado la vida trabajando y ahora les ha llegado el momento de pasarlo bien.
—No —proseguí—, la verdad es que no recuerdo dónde están. Salen tanto de viaje…
—Eso es porque tienen la típica personalidad evasiva —anunció Katie con cierto desdén—. Las vacaciones constantes son una forma de evitar pasar tiempo con nosotros. Vamos, ¡si se largaron en el mismo momento en que el abuelo se jubiló del Abbey National!
—Sí, lo sé, cariño, pero nos mandan muchas postales muy bonitas —dije yo—. Y nos llaman de vez en cuando. Y a la abuela le encanta charlar contigo, ¿a que sí, Matt?
—Eh… sí —respondió él un poco nervioso—. Sí.
Últimamente he notado que cada vez que mi madre llama por teléfono, quiere hablar con Matt. Le encanta charlar con él. Hasta le llama al colegio. Es estupendo que tengan tan buena relación.
—Pues yo envidio a tus padres —comentó Sarah—. A mí me encantaría viajar, pero es imposible, por la tienda.
Sarah tiene una librería de segunda mano en Dulwich. La compró hace veinte años, con la pensión que le pasó su esposo, John, que la abandonó por una norteamericana y se trasladó a Estados Unidos.
—Ah, se me olvidaba, os he traído un regalito de aniversario. —Sara me tendió un paquete con muchas cintas dentro del cual (Peter me ayudó a abrirlo) había dos copas de cristal preciosas.
—¡Qué bonitas, Sarah! Muchas gracias.
—Sí, gracias, mamá —dijo Peter.
—Es que el decimoquinto aniversario son las bodas de cristal —explicó ella, mientras yo advertía que en la caja había una pegatina roja en la que ponía FRÁGIL—. En fin, qué bien que estemos todos reunidos —añadió encantada.
—Todos menos Lily —repliqué—. Ha dicho que se retrasaría un poco. —Al oír esto Peter puso los ojos en blanco.
—¿Lily Jago? —preguntó Mim—. ¡Vaya! Me acuerdo que estaba en tu boda. Era tu dama de honor, ¿no? Ahora es famosa.
—Sí —dije con orgullo—. Y se lo merece, porque ha trabajado muchísimo.
—¿Cómo es? —quiso saber Mimi.
—Como Lady Macbeth —respondió Peter echándose a reír—, pero no tan simpática.
—¡Cariño! ¡No digas esas cosas! Es mi mejor amiga.
—Trata a las personas como si fueran pañuelos desechables, y va por la vida pisoteando a quien haga falta.
—Eso no es verdad, Peter, y tú lo sabes. Es una mujer muy trabajadora y con mucho talento. Se merece el exitazo que está teniendo.
Antes me dolía que a Peter no le cayera bien Lily, pero hace mucho que me acostumbré. Él no entiende que siga siendo amiga suya y yo ya ni siquiera intento explicárselo. La verdad es que quiero mucho a Lily. La conozco desde hace veinticinco años, desde el colegio, así que nuestra relación es indestructible. Pero bueno, tampoco es que esté ciega. Ya sé que Lily no es un angelito, precisamente. Es bastante susceptible, por ejemplo, y tiene una lengua viperina. También es un poco descarada con los hombres. ¿Pero por qué no iba a serlo? Está soltera, es guapa, ¿por qué no iba a coquetear? ¿Qué hay de malo en que una mujer despampanante que está en lo mejor de su vida, tenga amantes a porrillo y se lo pase bien? ¿Qué hay de malo en que una mujer de treinta y cinco años pase fines de semana románticos en el campo en hoteles con jacuzzis y toallas esponjosas? ¿Qué hay de malo en que le regalen flores y champán y otras cosas? Vaya, una vez te casas, se acabó: el romanticismo desaparece y la otra persona pierde toda la novedad. Así que no le reprocho nada a Lily, aunque la verdad es que me parece que con los hombres no tiene mucho tino. Prácticamente cada semana nos la encontramos en el Hello! o el OK! con algún futbolista, un cantante de rock o un actor. Y yo siempre pienso: Mmmm, no sé. Lily se merecería algo mejor. Así que no, la verdad es que no tiene muy buen gusto con los hombres, aunque por lo menos últimamente, gracias a Dios, ha dejado de salir con los casados. Sí, me temo que en eso era un poco desastre. Yo una vez le recordé que el séptimo mandamiento prohíbe el adulterio.
—Yo no he cometido adulterio —me replicó ella indignada—. Soy soltera, así que lo único que he hecho ha sido fornicar.
Todavía hay que decir que a Lily no le interesa el matrimonio: está totalmente dedicada a su carrera. Ella está «libre y sin compromiso», como dice siempre. Y la verdad es que sería un reto para cualquier hombre. Para empezar es una persona muy dogmática y bastante rencorosa. Peter piensa que es peligrosa, pero se equivoca. Lo que pasa es que Lily es muy tribal. Quiero decir que es leal a sus amigos pero inclemente con sus enemigos, y yo sé muy bien a qué categoría pertenezco.
—Lily tenía otras doce invitaciones esta noche —expliqué—. ¡Conoce a tanta gente!
—Sí, mamá —saltó Katie—, pero tú eres su única amiga.
—Sí, puede que sí —repliqué con un poquitín de orgullo—, pero a pesar de todo creo que es un detalle que venga a la cena.
—Sí, cuánta consideración —se burló Peter. Ya llevaba encima un par de copas—. Seguro que hace una entrada espectacular.
—Cariño, Lily no puede evitarlo. Vaya, que no es culpa suya ser tan guapa.
Porque lo es. Es de ésas que quitan el hipo. Todo el mundo se la queda mirando. Para empezar es altísima y delgadísima, y siempre viste de manera exquisita. No como yo. A mí me dan una pequeña asignación para la ropa que llevo en la tele y me la suelo gastar en Principies, porque me gusta su estilo. Solo últimamente me interesa un poco más Next y Episode. Pero a Lily le dan una fortuna solo para ropa, y los diseñadores también le mandan cosas, así que siempre va de punta en blanco. Y hasta Peter tiene que reconocer que tiene mucho talento, mucho valor y mucho empuje. Porque la verdad es que sus comienzos fueron duros. Yo recuerdo el día que llegó al colegio, St Bede. Me acuerdo perfectamente. Una mañana, después de misa, fuimos al salón de actos. La reverenda madre estaba en el escenario y a su lado había una niña nueva. Todas nos moríamos por saber quién era.
—Niñas —dijo la reverenda madre cuando las voces se acallaron—, ésta es Lily Jago. Tenemos que ser todas muy buenas con ella, porque Lily es muy pobre.
Por más años que viva nunca olvidaré la expresión de rabia de Lily. Las niñas, por supuesto, no fueron buenas con ella, sino todo lo contrario. Se burlaban de su acento y de su falta de clase, despreciaban su evidente pobreza y se reían muchísimo de sus padres. La llamaban «Lily White», cosa que a ella le sentaba fatal. Luego, cuando se dieron cuenta de lo lista que era, la odiaron también por eso. Pero yo no la odiaba. A mí me caía bien, me atraía, tal vez porque yo también estaba marginada. En el colegio se reían de mí y decían que era una ingenua. Se ve que nunca entendía los chistes. Como el típico de: «¿Para qué quiere una gallina cruzar la calle? Para ir al otro lado». A mí me parecía evidente. No le veía la gracia, la verdad. O sea, ¿para qué si no una gallina iba a cruzar la calle? ¿Entienden lo que quiero decir? Las niñas decían que yo era una inocente. ¡Qué tontería! No soy nada inocente, lo que pasa es que soy confiada. Sí, quiero confiar en la gente. Yo doy a todo el mundo el beneficio de la duda y tiendo a creer lo que me dicen. Soy así porque quiero ser así. Decidí hace mucho tiempo que no quería ser una escéptica como Lily. Ella es muy suspicaz, y aunque yo la quiero mucho, no me gustaría ser así. Seguramente por eso llevo siempre el monedero lleno de monedas extranjeras, por ejemplo, porque nunca me molesto en comprobar el cambio y los tenderos no hacen más que darme centavos, pfennigs y francos. Pero a mí no me importa, porque no quiero estar siempre en guardia. Supongo que soy optimista por naturaleza. Siempre confío en que las cosas saldrán bien. También confío en mi matrimonio. Sencillamente no creo que Peter me traicionara nunca. Y no lo ha hecho, así que no me falta razón. También creo que cada uno nos trazamos nuestro propio destino con nuestra actitud.
Pero en fin, la verdad es que me gustaba que Lily fuera un poco atrevida, porque yo nunca podría serlo. Recuerdo que una vez, cuando teníamos trece años, nos escapamos al pueblo. A la hermana St Wilfred le dijimos que íbamos a dar un paseo, pero lo que hicimos fue coger el autobús hasta Reading (que pagamos con mi dinero, claro). Compramos chucherías y Lily compró tabaco y se puso a hablar con unos chicos. Luego, a la vuelta, hizo una cosa horrible: entró en un quiosco y robó una revista, la Harpers and Queen. Yo le dije que la devolviera, pero ella no quiso, aunque me prometió que se confesaría. Y luego, más tarde en el dormitorio, no hacía más que mirar aquella revista, totalmente extasiada. Pasaba las páginas con reverencia, como si se tratara de un texto sagrado. Entonces juró en voz alta que algún día ella dirigiría una revista como aquélla. Las niñas se echaron a reír, pero su promesa se ha hecho realidad.
—Lily lleva ya bastante tiempo en Nueva York, ¿no? —preguntó Mimi mientras partía un trozo de pan—. La he visto muchas veces aparecer en la prensa.
—Seis años —contesté—. Ha trabajado en el Mirabella y el Vanity Fair.
Mientras tomábamos los aperitivos les hablé de su carrera, y de lo decidida que había sido Lily. Porque estoy muy orgullosa de nuestra amistad. También les conté cómo se había marchado de Cambridge antes de tiempo porque le ofrecieron un puesto de bajo nivel en el Marie Claire. Pero eso fue el comienzo de su larga ascensión a la cima. Estaba totalmente decidida a llegar arriba y por fin lo ha conseguido. Hace tres meses fue la primera mujer negra directora del Moi!.
Hablo de la revista Moi-Même!, claro, popularmente conocida como el Moi!, o el ¡Muaaaaa muaaaaa!, como Peter suele decir. La verdad es que se las da un poco de intelectual y desprecia bastante las revistas. A Lily siempre la llama «la gran sacerdotisa del glamour». Pero sobre gustos no hay nada escrito, como digo yo, y Lily es genial en su trabajo. Hay que decir que algunos de los reportajes son muy tontos. No es lo mío, desde luego, todo ese rollo de «el último grito» y cosas como «Gris, ¡el último negro!», «Gordura, la nueva delgadez», «Vejez, la nueva juventud». Pero la revista siempre sale muy bonita porque la fotografía es increíble. Hay también artículos bastante buenos, porque Lily dice que sabe distinguir muy bien el trigo de la paja. Sí, Lily tiene muchísimo éxito. Y aunque también es verdad que tiene una lengua viperina, nunca la usaría para hacerme daño. Eso seguro.
En fin, el caso es que a las nueve Lily seguía sin aparecer y todos habíamos terminado el primer plato y estábamos esperando el segundo, que en mi caso eran chuletas de cordero. La conversación había vuelto a nuestro matrimonio.
—¡Quince años! —exclamó Mimi con una carcajada—. ¡No me lo puedo creer! Me acuerdo perfectamente de tu boda. Fue en la capilla de la universidad. Nevaba, igual que hoy, y estábamos pelados de frío.
—Eso es porque fue una boda de blanco —dije. Peter se echó a reír.
—Y ahora es tu decimoquinto aniversario. ¡Es alucinante! ¡Pero si yo ni siquiera he llegado al primero! —Aquí todos sonreímos. Ella miró a su marido, Mike, con ojitos de cordero degollado—. Yo de momento estoy en la etapa del final feliz.
—Del nuevo comienzo, querrás decir —la corrigió él.
Y yo me sentí muy rara al oírlo, pero rarísima. Aunque al mismo tiempo pensé: Sí, tiene razón. Es un comienzo. Es eso exactamente. Se casaron el mayo pasado y tenían una hija de seis semanas, Alice, que estaba dormida en su cochecito. Yo miré a mis hijos, que tienen doce y catorce años, y pensé una vez más, como vengo pensando últimamente, que Peter y yo vamos totalmente desfasados con nuestros amigos y compañeros. La mayoría son como Mimi: empiezan ahora a casarse y tener niños. Pero nosotros lo hicimos hace quince años y nuestros hijos no tardarán en irse de casa.
—Vosotros os casasteis estando todavía en la universidad, ¿no? —preguntó Mike.
—En el segundo año. No podíamos esperar, ¿verdad, cariño?
Peter me miró a la luz de las velas y sonrió.
—Estábamos enamoradísimos —proseguí, un poco achispada por el vino—. Y como buenos católicos, no queríamos vivir en pecado.
No es que hoy en día sea muy buena católica, aunque entonces sí lo era. Ahora soy más bien «católica de Navidad». O sea, voy a la iglesia unas tres o cuatro veces al año.
—Me acuerdo cuando os conocisteis —dijo Mimi—. Fue en el primer trimestre en Durham, en el baile de los novatos. En cuanto viste a Peter me dijiste: «Es el hombre con quien me voy a casar». ¡Y así fue!
—Éramos como superglue. —Reí—. ¡Nos quedamos pegados en un segundo!
Sarah, la madre de Peter, sonrió. Sarah me cae bien. Siempre nos hemos llevado estupendamente. Aunque es verdad que al principio ella tenía sus dudas, porque pensaba que acabaríamos divorciándonos como ella. Pero ya ven, no nos hemos divorciado y no creo que nos divorciemos. Como he dicho antes, tengo fe en el futuro.
Sarah se puso a charlar con los niños, porque hacía tiempo que no los veía, y Peter comenzó a relajarse. Habíamos bebido un poquito y todos estábamos la mar de a gusto, cuando de pronto se abrió la puerta dejando entrar una ráfaga de aire helado. Lily había llegado por fin.
Siempre es divertido ver a Lily entrar en una sala. Todos se la quedan mirando alelados, como esta noche. Ella está tan acostumbrada que dice que no se da ni cuenta, pero a mí me hace gracia.
—¡Queridos! ¡Lo siento muchísimo! —se disculpó nada más entrar, envuelta en una nube de perfume Obsessión y ajena a las miradas masculinas—. ¡Perdonadme! —insistió. Se quitó el abrigo de zorro ártico, que el maître se apresuró a recoger—. Es que Gore está en la ciudad (Vidal, no Al) y hemos ido a tomar una copa rápida al Ritz. Luego he tenido que bajar a Cork Street donde se celebraba un pase privado aburridísimo. —Se quitó el sombrero de piel y vi que tenía algunos copos de nieve en la cabeza. Lily tiene el pelo muy negro, a la altura de los hombros—. Además, Chanel lanzaba su nuevo perfume —prosiguió—, así que, por supuesto, también he tenido que hacer acto de presencia. —Tendió al camarero una variedad de bolsitos exquisitos—. Pero solo he estado diez minutos en la fiesta de lord Linley porque quería venir a verte.
Yo eché un vistazo a Mimi, que se había quedado sin habla.
—¡Feliz aniversario, Faith, querida! —exclamó Lily, ofreciéndome una bolsa de Tiffany. Dentro, en una cajita forrada de seda, había un pequeño cilindro de plata.
—¡Un telescopio! —dije, llevándomelo al ojo izquierdo—. Ah, no, no es un telescopio. Es un… ¡Es precioso! —Al dar vueltas al extremo con la mano derecha, un millar de lentejuelas rojas, moradas y verdes, se iban colocando de distintas maneras, como los fractales de un copo de nieve en tecnicolor—. Es maravilloso —murmuré—. ¡Un caleidoscopio! Hacía años que no veía ninguno.
—No sabía qué comprarte —comentó Lily—, y esto me pareció divertido. Es para Peter también —añadió, dedicándole una sonrisa felina.
—Gracias, Lily —replicó él.
—Es un regalo fantástico —le aseguré, dándole un abrazo—. ¡Oye, estás guapísima! —Llevaba un conjunto de cachemira verde viridiana con una falda de gabardina que le llegaba a la rodilla y un par de botas de piel de serpiente, probablemente de Jimmy Choo.
—La cachemira es de Nicole Farhi —explicó—, pero es que me estoy cansando de Voyage. Jill Sander me mandó la falda. Qué detalle, ¿verdad? El corte es tan afilado que deberían declararlo arma ofensiva. Cuando acabe con ella es tuya, Faith.
—Gracias, Lily —contesté de mala gana—, pero no creo que me pasara de las rodillas.
Lily usa la talla diez, y yo la catorce. Ella mide un metro ochenta —más con los tacones— y yo poco más de uno sesenta. Curioso, porque cuando teníamos nueve años las dos usábamos exactamente la misma talla. En aquel entonces era ella la que heredaba mi ropa, pero ahora es al revés. Antes era ella la que no tenía ni un duro, y ahora soy yo. Pero en fin, todos elegimos nuestro camino en esta vida y, como ya he dicho, yo soy bastante feliz con la mía.
El camarero le sirvió una copa de Chablis y entonces vio la bolsa enorme de Louis Vuitton que Lily tenía en el regazo.
—¿Quiere que me encargue de su bolso, señora?
—No, no, muchas gracias —dijo ella con cara de travesura—. Es mi bolso de mano.
—¿Ah, sí? —preguntó él suspicaz.
—Sí, así es. —Lily le dedicó una sonrisa radiante. Sus dientes blanquísimos refulgían como escarcha contra el tono bronce oscuro de su piel—. Nunca me separo de él.
Yo sabía por qué. Lily tiene bastante cara dura para esas cosas. Pero ya he dicho que siempre le ha gustado romper las normas. En cuanto se marchó el camarero, puso la bolsa debajo de la mesa y abrió rápidamente la cremallera. Entonces me miró sonriendo y tiró los restos de carne de mi plato.
—Toma, cariño —susurró, mientras bajaba unas manos de perfecta manicura—. Esto es de la tía Faith.
Se oyeron unos gruñidos y resoplidos, seguidos de un débil gemido. Katie, Sarah y yo levantamos el mantel para mirar debajo de la mesa, donde Jennifer, la perra shih tzu de Lily, acababa de zamparse lo que me quedaba de cordero. Sacó una lengüita toda sonrosada y se lamió el morro. Luego se nos quedó mirando con esos ojazos negros y saltones que tiene.
—¡Qué peinado más divertido! —exclamó Sarah echándose a reír. Jennifer llevaba el pelo recogido en un moño en la frente, atado con un clip.
—Ay, sí. Es preciosa —replicó Lily con un suspiro—, ¿verdad, Faith? ¿No es la cosa más bonita del mundo?
—Sí —mentí mirando el mentón hundido de Jennifer, sus dientes torcidos, su barba y su cara plana—. Jennifer es… preciosa —añadí con una sonrisa hipócrita.
Muchos pensarán que también Jennifer es un nombre muy curioso para un perro. En realidad se llama Jennifer Aniston, por su pelo largo y sedoso y porque vale una fortuna. Por lo menos eso espero, porque Lily se gasta la mitad del sueldo en el chucho este. La bolsa de Louis Vuitton, por ejemplo, vale por lo menos quinientas libras. Jennifer tiene también ocho collares de perro de Gucci, cinco correas de Chanel, dos abrigos Burberry, tres platos Paul Smith, ¡y deberían ver su cama! Es como una tienda oriental, con tapices chinos y una alfombra de seda. El propósito de todo esto, por lo visto, es recordar a Jennifer sus orígenes en el Pequín imperial. Los shih tzus eran perros del templo. Lily la adora pero, entre ustedes y yo, Jennifer Aniston no es precisamente santa de mi devoción. A Graham tampoco le entusiasma. Suele quedársela mirando, con cierta incredulidad, como si no estuviera seguro de que Jennifer fuera un perro.
—¿Cómo va la revista? —pregunté, cambiando de tema.
—Estupendamente. Mira, aquí traigo el número de febrero. Acaba de salir de la imprenta y ya lo están repartiendo por toda la ciudad.
La revista me pesaba en las manos y brillaba como el hielo. Moi!, proclamaba la portada, sobre una foto de Kate Moss. Eché un vistazo a los titulares: «Servicios de primera: lavabos de cinco estrellas», «Más proletario que nadie: el auténtico partido laborista», «Poder depilatorio: nuestras diez mejores pinzas».
—Qué interesante —masculló Peter, con los ojos en blanco.
Le di una patadita por debajo de la mesa. Sarah y yo nos pusimos a hojear la revista, cuidándonos de admirar en voz alta las maravillosas fotos, los artículos y la moda. Y los anuncios, por supuesto. Anuncios había un montón. Sé que algunos de ellos cuestan treinta mil libras la página, que es más de lo que yo gano en un año. Había un anuncio en concreto, de una crema carísima, con una foto de un gatito persa, y aunque a mí me van más los perros, no pude evitar exclamar:
—¡Oooohh!
—Es el clásico reflejo condicionado, mamá —informó Katie—. Muy efectivo para vender. Funciona al establecer una asociación entre un producto y una sensación agradable. Stayman y Batra realizaron un estudio fascinante en 1991 y demostraron que los estados emocionales afectan la elección del consumidor.
Ya he dicho que Katie no es como las otras chicas.
Mientras tanto Lily hablaba sobre paginación, circulación y suscripciones y Dios sabe qué más.
—Tenemos ciento veinte páginas publicitarias —nos explicó encantada—, y ciento treinta editoriales. Éste es el número más grueso hasta ahora. Estamos de buena racha.
En la primera página había un artículo sobre dietas y un perfil de Sharon Stone. También había un extracto de la nueva novela de Ian McEwan y la sección diaria del corazón, «Veo veo». Había páginas sobre lociones y pociones, y un concurso para ganar un coche. Eso sí que me gusta, los concursos. La verdad es que participo en muchos, aunque en este evidentemente no podía participar porque estaba prohibido a los amigos de la directora. Pero siempre que tengo tiempo relleno todos los formularios de los concursos. Incluso gané un premio hace poco (me puse loca de contenta): líquido de aclarado Finish para un año. Aunque nunca he ganado un premio gordo, no pierdo la esperanza de que me toque alguna vez.
Ahora Mimi, que trabaja en Radio 4, había hecho acopio de valor y hablaba con Lily de su carrera.
—Otras revistas femeninas han reducido su tirada —decía—, pero la tuya va viento en popa.
—Las ventas han subido un veinte por ciento desde que me hice cargo de ella —replicó Lily triunfal—. Tengo a los del Vogue temblando.
—¿Te gustaría venir al programa La hora de la mujer, cuando me reincorpore después de la baja por maternidad? Podrías hablar del Moi!, por supuesto, y de tu innovador estilo editorial. Pero creo que a los oyentes les gustaría también saber algo más de ti, de tu educación, tus días de colegio…
Lily resopló de risa.
—Bueno, no era exactamente la alumna modelo. ¡Pregúntale a Faith!
Asentí sonriendo. Era verdad. Pero todo tiene una explicación, y había muy buenas razones para que Lily, a pesar de su talento, fuera tan difícil en el colegio. Para empezar, la arrancaron del seno de su familia. Con la mejor intención, puede, pero el caso es que se la llevaron y la metieron en un ambiente donde no encajaba. A los ocho años, un profesor advirtió su inteligencia excepcional e informó al sacerdote del pueblo, que a su vez se puso en contacto con el obispo, que escribió a la reverenda madre, que accedió a admitirla en el colegio con una beca. Y así fue como Lily dejó el Caribe para ingresar en el colegio de St Bede.
—Lily era una alumna destacadísima —dije—. Siempre quería ser la primera en todo, y lo era.
—Excepto en buen comportamiento —apuntó ella con una carcajada.
Esto era completamente cierto. Todos los sábados por la mañana teníamos que ir a confesar, y ella se pasaba horas en el confesionario. Yo creía que se inventaba muchos pecados, así que una vez le dije que inventarse pecados era pecado mortal.
—Es un poco como hacer perder el tiempo a la policía —expliqué.
—Pero si yo no me he inventado nada —contestó ella, poniendo en blanco sus ojazos castaños.
Me temo que Lily no era lo que se dice popular. Era muy aguda e ingeniosa, por ejemplo, y las niñas temían su lengua afilada. Cuando teníamos dieciséis años, la hermana St Joseph nos dio una charla sobre carreras universitarias. Al final se volvió hacia Dinah Shaw, que era bastante tonta, y le preguntó:
—Dinah, ¿tú qué vas a ser cuando termines en el colegio?
Y Lily gritó:
—¡Una vieja!
Pero, como ya he dicho, el mal comportamiento de Lily se debía al desprecio de las demás alumnas. Venetia Smedley era la peor. Era de las islas del Canal y la llamaban la Bruja de Jersey. Una mañana, durante el desayuno, no se me olvidará nunca, Venetia anunció en voz alta:
—Mis padres se van a St Kitts la semana que viene. Siempre se quedan en el hotel Four Winds de Banana Bay. Qué casualidad, ¿eh, Lily? A lo mejor tu madre es la que les limpia la habitación.
Lily se la quedó mirando, bajó la cuchara y contestó:
—Sí, Venetia. Puede.
Pero unos meses más tarde Lily dio con la venganza perfecta. Venetia llevaba un puente en los dientes, debido a que se había caído de su poni hacía dos años. Le daba mucha vergüenza y nunca permitía que nadie la viera mientras se lavaba los dientes. Pues bien, Lily preparó un tofe increíblemente pegajoso (más tarde me enteré de que lo había mezclado con pegamento) y hubo que ver la expresión de triunfo en su rostro cuando a Venetia, al probarlo, se le soltaron sus tres dientes falsos.
—Ay, perdona, Venetia —dijo Lily con toda su dulzura—, se me había olvidado que llevabas dentadura postiza.
Más tarde me comentó muerta de risa:
—La venganza es mía, dijo el Señor.
Y hoy sigue siendo igual; no deja una cuenta sin saldar.
—Esta mañana me ha llamado Camilla Fanshawe —comentó con una risita mientras cogía una cucharada de guacamole—. Se va a casar con no sé qué banquero de tres al cuarto y me suplicaba, Faith, me suplicaba que ventilara la boda en el «Veo veo». Pero lo decía porque la de Letty Brocklebank apareció en el Tatler. Camilla hablaba por los codos, diciéndome lo bien que le caía cuando estábamos en el colegio, y que ya entonces sabía que yo triunfaría porque era listísima, bla, bla, bla. Y yo sin decir nada, hasta que al final le respondí con muchísima educación: «Mira, Camilla, no sabes cómo lo siento, pero es que en el Moi! no podemos encargarnos de pequeñas bodas provincianas».
Sí, Lily es siempre la que ríe la última. Ha superado a todas las compañeras del colegio en todos los sentidos. Intelectualmente por supuesto, eso le ha resultado fácil, pero es que también las ha superado socialmente. Su mente era como un radar, y no tardó en descifrar el código. Modificó sus modales en la mesa, mejoró su porte y al cabo de dos años le había cambiado hasta la voz. Desapareció el sonsonete caribeño, sustituido por un tono de cristal cortante. Peter dice que tiene «diarrea vocal», pero ya he dicho que Peter no es precisamente un admirador suyo.
Mimi, fascinada por Lily, nos preguntó por St Bede. Nosotras le contamos que había misa todas las mañanas, bendición los miércoles, rosario los jueves, confesión los sábados y misa cantada en latín los domingos.
—¿Había tiempo para dar alguna clase? —preguntó Mike.
—Claro que sí. ¡Y a Lily se le daban de miedo! Sacó todo con sobresaliente, y la invitaron a asistir a Cambridge a los diecisiete años.
—¿Y deportes?
—Jugábamos al hockey y al baloncesto.
—¡Para eso sí que era una inútil! —rió Lily—. Tanto correr y brincar… qué aburrimiento. La verdad es que yo pasaba. Tampoco se me daba bien la música.
Yo no dije nada, porque era verdad. Lily tenía una voz de urraca, y estar a su lado mientras se cantaba el himno no era una experiencia muy edificante que digamos.
—¡Y el baile! —prosiguió ella—. ¡También era un desastre! Era como tener dos pies izquierdos.
—También hacíamos mucho teatro —apunté yo—. Era estupendo. Sobre todo la representación anual del colegio…
De pronto Lily dejó de sonreír y me miró ceñuda. Se me había olvidado que el teatro es un tema tabú, no se puede mencionar. La razón es que a Lily no se le daba muy bien actuar y a mí sí, aunque quede mal decirlo. Lo malo es que a ella le encantaba, pero sobreactuaba que daba pena verla. Vamos, no podía ni persignarse sin que pareciera que estaba dirigiendo el tráfico. Así que el teatro no era su punto fuerte, y eso estropeó nuestra amistad durante un tiempo. Cuando estábamos en sexto curso la reverenda madre decidió interpretar Otelo en la función anual. Como Lily era la única niña negra del colegio, se suponía que la protagonista sería ella. Se esforzó mucho en preparar el papel y yo la ayudé a memorizar el guión. Pero cuando después de las audiciones pusieron la lista del reparto, resultó que el papel protagonista no se lo dieron a Lily, sino a mí, y ella se lo tomó muy a pecho. Llegó incluso a irrumpir en el despacho de la reverenda madre (lo sé porque yo estaba allí en ese momento) para gritar:
—Es porque soy negra, ¿verdad?
—No, Lily —contestó con calma la reverenda madre—, es porque como actriz no eres bastante buena. Tienes muchos dones, y sé que tendrás mucho éxito en la vida, pero no será en el teatro.
Se produjo un silencio, y al cabo de un momento Lily se marchó. No me dirigió la palabra durante un mes. ¿Pero qué tenía que hacer yo? ¿Renunciar al papel? Era un papel fantástico, y todo el mundo comentó que lo hice muy bien. Todavía me acuerdo de esos versos maravillosos: «Había sido feliz… porque no sabía nada. Y ahora, adiós para siempre a la paz…».
Lily fue superando poco a poco su decepción, aunque se negó a venir a la representación, y nunca, nunca más volvimos a hablar del tema. Hasta esta noche. Pero no creo que fuera una falta de tacto por mi parte, puesto que han pasado dieciocho años y además nuestros papeles se han invertido hace mucho. Vamos, que ahora ella es la estrella, y no yo. Lily es la que ha triunfado, la que tiene un pisazo en Chelsea y la nevera llena de champán y foie gras auténtico. Yo soy la aburrida ama de casa con dos niños, que considera que ir a Ikea es darse un lujo. Así que aprecio en lo que vale el hecho de que Lily se haya mantenido en contacto conmigo todo este tiempo, teniendo en cuenta lo mucho que nuestras vidas han cambiado.
A esas alturas (debían de ser las diez y media) ya habíamos llegado a los postres. Las velas casi se habían consumido y el vino también. Peter había bebido un poquito de más. Se le notaba bastante achispado. Matt y él hablaban sobre Internet, y Katie le estaba haciendo a Lily unos tests psicométricos (Lily es su madrina y afirmaba que no le importaba). Mientras tanto Mimi, que todavía consideraba una novedad estar casada, me pedía consejo.
—Dime, Faith —susurró—, ¿cuál es el secreto de un buen matrimonio?
—No lo sé —contesté, mientras me llevaba a la boca una cucharada de fruta de otoño escalfada—. Solo sé que después de quince años, entre Peter y yo hay un lazo irrompible. Somos como la glicinia que crece por la pared de la casa: estamos totalmente entrelazados.
—¿Qué es lo que más admiras de él?
—Que siempre encuentra mis lentillas cuando las pierdo. Se le da de miedo.
—No, en serio. ¿Qué es lo que más te gusta de él?
—Que es un hombre decente y sincero. Peter siempre dice la verdad.
A Mike le pareció tan bonito que dijo que Peter debería dar un discurso.
—Venga, hombre —le animó.
—¡Ay, no! —se quejó Peter.
—Por favor —insistió Mimi—. Que se trata de una ocasión…
—Bueno, está bien —concedió él después de otro sorbo de vino—. A ver… Me gustaría decir que… —comenzó. Al levantarse se tambaleó un poco— que Faith es mi primer amor y que nuestros quince años juntos son como un pito…
—¡Lapsus freudiano! —exclamó Katie.
—Quiero decir como un hito. Un hito. Un gran logro, eso es. Cuando lo piensa uno… Y que me parece increíble lo deprisa que han pasado quince años de mi vida.
Y eso fue todo. Nada más. Yo intenté sonreír. Ya he dicho que últimamente está muy preocupado en el trabajo, así que no es el hombre tranquilo y feliz que era.
—Está muy cansado —susurré diplomáticamente a Mimi y Mike.
—Parece distraído —convino Lily.
—Sí. Es que ahora mismo tiene demasiadas cosas en la cabeza.
—Pues sin embargo tiene buen aspecto —comentó Lily cuando llegaba el café—. Ha adelgazado un poco, ¿no?
—Pues sí. Sí que está delgado, sí —contesté.
—Y lleva una corbata preciosa.
—Sí, es muy bonita.
Lily se llevó un purito a la boca y lo encendió con una larga calada. Luego me miró muy seria y me dijo con mucha suavidad:
—Pues yo creo que eres maravillosa al confiar en él.
A mí me pareció un comentario de lo más raro, porque por supuesto que confío en Peter. Siempre he confiado en él. Ya he dicho que es un hombre digno de confianza. De modo que no sabía a qué se refería Lily, y desde luego no quería preguntárselo delante de todo el mundo. Además, Peter ya estaba pidiendo la cuenta. Era tarde.
—… a por los abrigos.
—¿… está incluida la propina? No, invitamos nosotros, Mike.
—Katie, ¿puedes coger el abrigo de la abuela? Muy amable, Peter. La próxima corre de nuestra cuenta.
—¿… quién lleva a la niña? Ahí hay un taxi.
Antes de que nos diéramos cuenta, estábamos todos fuera besándonos y despidiéndonos.
—Una velada maravillosa —dijo Mimi. La nieve caía suavemente sobre su pelo—. Espero que nosotros también lleguemos a los quince años de casados —añadió mientras ataba la sillita de la niña en el asiento del coche.
—Pues yo espero que lleguemos a los treinta —apuntó Mike—. Gracias a los dos. Ha sido una cena estupenda. Adiós.
Los niños se habían resignado a que Lily les diera un beso, aunque los dos aborrecen su olor; la bolsa de Jennifer estaba cerrada y Sarah ya se había metido en el coche. Yo paré un taxi.
—Una cena estupenda —comentó Peter mientras recorríamos la calle mojada.
—Sí, cariño. Yo también me lo he pasado muy bien.
Y era verdad. Me lo había pasado muy bien. Pero también era consciente, aunque de una forma que no podría definir, de que algo había cambiado.
Cuando trabajas en la televisión matinal, siempre te preguntan tres cosas: a qué hora te levantas, a qué hora te acuestas y si el trabajo ha destrozado tu vida social. A veces me dan ganas de ir por ahí con una pancarta que diga: «A las tres y media, a las nueve y media y ¡sí!». Lo que pasa es que se acostumbra una. ¡Pero qué digo! No es verdad. No, no hay forma de acostumbrarse a los madrugones. Es una cosa horrible. Es espantoso que suene la alarma a las tres y media, cuando el cuerpo me pide a gritos más horas de sueño. Y es todavía peor si estás deprimida, como yo lo estaba esa mañana, y tienes un poco de resaca.
Graham refunfuñó cuando me levanté, pero declinó la posibilidad de hacer guardia a la puerta del baño. Me di una ducha, me eché un poco de Escape (mi perfume favorito de momento), me puse el traje azul marino de Principies y bajé al taxi. Mientras recorríamos Elliot Road me acordé de nuevo de lo que había dicho Lily: «Creo que eres maravillosa al confiar en él… confiar en él… creo que eres maravillosa al confiar…».
Miré por la ventana, dándole vueltas a aquello, examinándolo desde todos los ángulos, como si fuera una piedra preciosa. Pero por mucho que lo pensara, seguía sin saber qué había querido decir Lily. Claro que tampoco estaba muy segura de querer saberlo. Lily tiene la costumbre de decir cosas que no me hacen mucha gracia, pero por lo general no le hago caso. Y eso es lo que me forcé a hacer esa mañana. Así que me concentré en mi trabajo. Al fin y al cabo, me dije con firmeza, tengo un trabajo importante. Hay gente que depende de mí. Yo puedo alegrarles o destrozarles el día. Cuando estoy a punto de salir en pantalla, Terry, el presentador «estrella», mira a la cámara y dice:
—Bueno, chicos, ¿qué tiempo nos espera hoy? ¡Hay que tener fe, porque aquí tenemos a Faith!
Y entonces yo entro y les digo el tiempo que hará y los televidentes tienen fe en mí. Confían en mí si les digo que tienen que llevar abrigo o paraguas, o si la humedad va a alcanzar cotas altas. También les digo si va a hacer viento y si es seguro conducir o navegar. Yo creo que la información meteorológica es muy importante, pero me temo que mis colegas no piensan lo mismo. Para ellos no es más que un insignificante espacio de tres minutos antes de las noticias. Para ellos no es más que una barrera antes de la intersección, y siempre están intentando acortar mi tiempo. En principio debería tener dos minutos y medio, pero casi nunca llega a un minuto. Y yo no puedo hacer nada, porque todo se controla desde la sala de realización. Igual estoy en medio de un informe fascinante sobre frentes cálidos cuando de pronto oigo al director por los auriculares, gritándome que pare. La verdad es que pueden llegar a ser bastante groseros. A veces me gritan:
—¡Calla, Faith! ¡Calla! ¡Que te calles!
Y claro, no hay quien se concentre. Lo que en realidad tienen que hacer es iniciar tranquilamente una cuenta atrás a partir de diez, y yo sé que para cuando lleguen al cero tengo que haberme despedido con una sonrisa. Lo mismo pasa cuando se quedan cortos en las noticias. Entonces me llaman:
—¡Relleno, Faith! ¡Relleno! ¡Relleno! ¡Relleno!
Pero a mí no me intimidan, porque sé hacer frente a ello perfectamente. Una vez hice un relleno desde treinta segundos hasta cuatro minutos enteritos. Y me enorgullezco de poder mantener la calma en esas situaciones y salir justo cuando es necesario. Otra cosa, como tengo línea abierta a través de los auriculares, les oigo cotillear a todos en realización durante mi espacio. El boletín meteorológico es su momento de descanso, porque no tienen que hacer nada ya que yo misma cambio los gráficos con mi mando a distancia e improviso mi guión, con lo cual no necesito autocue. Así que mientras doy mi boletín, les oigo discutir lo que fue mal en el espacio anterior, o decir a los de maquillaje que arreglen el pelo a Terry, o indicar al cámara que tome un primer plano de fulanito o menganito, o alardear de la chica que se han ligado. Y se olvidan de que yo estoy en el aire, en directo, y de que oigo todo lo que dicen.
Así pues, entre una cosa y otra, realizar los informes meteorológicos es un trabajo bastante estresante. Pero a mí me gusta. De verdad, sobre todo en esta época del año. Me encanta el invierno, no solo por mi visión optimista de la vida, sino porque en invierno el tiempo es genial. En verano solo tenemos tres posibilidades: o llueve, o está nublado o hace buen tiempo. Pero en invierno hay de todo: hielo, nieblas, heladas, lluvia, granizo, aguanieve y nieve. También podemos tener buen tiempo, si llega un anticiclón, o igual se producen vientos huracanados. Así que, si trabaja una en meteorología, como yo, el invierno es una época de lo más emocionante. Y aunque el horario es espantoso, la verdad es que en el trabajo me lo paso bien. De modo que esta mañana, a pesar de mis preocupaciones y mi dolor de cabeza, sentí como siempre un escalofrío al atravesar la verja.
Se tardan unos veinte minutos en llegar a la AM-UK!, que se encuentra en un antiguo almacén, en Ealing. No es un edificio muy bonito, pero a mí me gusta el sitio. La oficina de producción en el tercer piso es de planta abierta, lo cual tiene sus desventajas, por supuesto, por ejemplo la de tener que ver las caras cenicientas de mis colegas todas las mañanas. Me los encuentro allí sentados, bajo el resplandor verde de sus ordenadores, como extras de La noche de los muertos vivientes. Pero es lo que pasa cuando uno se pasa la mitad del año en casi perpetua oscuridad. Yo suelo llegar a las cuatro, me tomo un café rápido de máquina y me pongo directamente a trabajar. Primero leo el parte que envían por fax de International Weather Productions, que forma la base de mis informes. Luego enciendo mi ordenador (con su salvapantallas arco iris) y miro los mapas del satélite. Aunque no he estudiado meteorología, lo cierto es que conozco mi trabajo, porque cuando me admitieron en la AM-UK!, me enviaron a hacer un cursillo de seis semanas. Así que no me limito a recitar el guión de otra persona, sino que escribo mi propio guión. Me gustaría dejar muy claro que no soy una de esas chicas guapísimas de la tele. No, no soy precisamente Nicole Kidman, no soy una de esas rubias maravillosas. No, la verdad es que soy más bien poquita cosa, y precisamente por eso me dieron el trabajo.
—Lo que más nos gusta de ti —me informó nuestro editor Darryl cuando me entrevistó— es que eres agradable y muy corriente, no supones una amenaza para las amas de casa. Cuando te vean en pantalla pensarán: «¡Yo podría hacerlo mejor!».
Para ser sincera, no supe muy bien qué pensar de aquel comentario, pero al final decidí dar a Darryl el beneficio de la duda. Y ahora entiendo lo que quería decir. Buscaban a alguien que tuviera un aspecto profesional y agradable, como el mío. Yo no soy de esas presentadoras que chupan cámara o que guiñan el ojo demasiado. Yo simplemente hago mi trabajo y soy competente y simpática. Me encanta aparecer junto a los mapas hablando de frentes fríos y rachas soleadas, y para mí la información meteorológica no es un paso para llegar más lejos. Yo ya tengo el trabajo que quiero, muchas gracias. Y no como nuestra presentadora del mundo del espectáculo, Tatiana.
—Hola, Tatiana —saludé al pasar junto a su mesa. Por lo general ella es razonablemente amistosa, porque sabe que yo no supongo ninguna amenaza. Hoy, sin embargo, no me oyó. Estaba muy ocupada mutilando una fotografía publicitaria de Sophie, nuestra nueva presentadora—. Buenos días, Tatty —insistí. Esta vez me recompensó con una sonrisa. Luego dejó la navaja, tiró los papeles a la papelera y se levantó para hablar con Terry.
Yo intento mantenerme al margen de las intrigas de la oficina, pero es evidente que estos dos traman algo. Hace poco se han unido por una causa común: hacerle la vida imposible a Sophie. Tatiana quería ese trabajo. Hacía años que le iba detrás. Y cuando nuestra antigua presentadora, Gaby, se marchó para presentar Blankety Blank, Tatiana supuso que el puesto sería suyo. Terry también estaba deseando que se lo dieran, porque sabía que ella no lo pondría en evidencia. Es que Terry es de la vieja escuela. Él no se considera el copresentador del programa, sino el presentador número uno. Y el trabajo del presentador número uno —varón y de mediana edad— es encargarse de las cosas serias, mientras que la presentadora número dos —joven y rubia— le mira con admiración antes de presentar algún reportaje sobre costura. Y así eran las cosas con Terry y Gaby. Pero Sophie es un caso muy distinto.
—¡Buenos días a todo el mundo! —saludó Sophie radiante mientras yo estudiaba mis isobaras—. Oye, ¿no visteis a Jeremy Pasman anoche? Se las hizo pasar negras al ministro de Defensa ruso —comentó mientras se quitaba el abrigo—. Creo que lo que dijo sobre Chechenia es absolutamente cierto. Según él, la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa debería involucrarse mucho más en las negociaciones. No podría estar más de acuerdo.
—¿Ah, sí? —terció Terry.
—¡Y cómo los rusos están vendiendo de forma furtiva sus conocimientos nucleares a Irak! —añadió mientras encendía el ordenador—. Vamos, es un escándalo internacional, ¿no te parece?
—Pues sí.
Terry tiene treinta y nueve años —o por lo menos eso dice— y unos estudios de grado medio. No le ha sentado muy bien que le pongan al lado, en el sofá del estudio, a una chica de veinticuatro, licenciada por Oxford en política, filosofía y económicas. El nombramiento de Sophie fue más bien un shock en la casa. Como Terry no se cansa nunca de decir: cuando Sophie llegó no sabía distinguir un autocue de un autobús. Y es verdad. Venía de la radio. Era editora en la London FM, donde Darryl había sido invitado para tomar parte en un debate telefónico sobre el futuro de la televisión digital. Darryl se quedó tan impresionado con Sophie que la invitó a su audición para la AM-UK! Y Sophie obtuvo el puesto.
Pero es evidente que Sophie es demasiado buena para un programa como el nuestro. Bueno, no quisiera parecer desleal, pero por lo general la AM-UK! tiene más de chapuza que de programa de calidad. La mezcla de temas es increíble. Por ejemplo, el orden del día de hoy: celebridades desfiguradas, liftings fallidos, hámsteres heroicos y las vidas que han salvado, anciana con poderes psíquicos predice el futuro, el perfil de Brad Pitt realizado por Tatiana, cómo hacer frente a los quistes de ovarios, diez nuevos arreglos con crisantemos. Y en mitad de todo eso, una entrevista con Michael Portillo.
—La entrevista con Portillo la hago yo —anunció Terry, inclinado hacia atrás en su silla.
—Pero si me la han encargado a mí —contestó Sophie, metiéndose tras la oreja un mechón de su corto pelo rubio.
—Sí, ya, pero es evidente que se trata de un error. Reconocerás que la entrevista debería hacerla yo, que tengo más experiencia que tú.
—Con todos los respetos, Terry, yo ya he entrevistado a Michael Portillo dos veces.
—Sophie —dijo Terry con tono cansino—, en este programa trabajamos todos unidos. Me temo que no hay espacio para ambiciones personales, así que la entrevista a Portillo la hago yo, ¿de acuerdo?
Y ya está. La verdad es que Terry tiene mucha influencia, y lo sabe, porque es el favorito de las amas de casa. Y lo que es más, tiene un contrato de dos años a prueba de balas, así que Darryl no puede llevar demasiado lejos la causa de Sophie. El ambiente se pone de lo más tenso a veces, pero Sophie lo lleva muy bien. Es que en la televisión matinal el horario es tan espantoso que la mayoría de las disputas tienden a resolverse a machetazos. Una cosa que a las tres de la tarde no tendría ninguna importancia, a las cinco de la mañana provoca una ira homicida. Pero de momento Sophie se ha enfrentado a las provocaciones de Terry y Tatty con una sangre fría que helaría el champán. Simplemente finge que no tiene ni idea de que tengan nada contra ella. Y es amabilísima con ellos, a pesar de sus trucos sucios. Tatiana, por ejemplo, se dedica últimamente a acercarse a ella tres segundos antes de que salga al aire para decirle: «Me parece que ese color no te sienta bien», o bien: «¡Oh, no! ¡Se te ha corrido el maquillaje!», o: «¿Sabes que vas despeinada?». Pero Sophie se limita a sonreír y decir algo como: «Vaya, muchas gracias por decírmelo, Tatiana. Tú en cambio estás preciosa». Es impresionante. Pero ya he dicho que Sophie es un genio para la política y yo creo que está siendo muy lista. Es una mujer muy profesional y muy discreta. Nadie tiene ni idea sobre su vida privada. Nunca hace llamadas personales, por ejemplo. Pero yo sé que tiene novio, porque el mes pasado, después de la fiesta de Navidad, tuve que volver a la oficina a por mi bolso y oí a Sophie hablar con un tal Alex con un tono de lo más acaramelado. Tosí un poco para avisar de mi presencia y ella alzó la vista y se quedó de piedra. Yo cogí el bolso y me marché de inmediato, porque no quería que pensara que había oído nada. Pero lo cierto es que la había oído. Y ésa es otra de las desventajas de trabajar en una oficina de planta abierta: que al final se sabe todo. De todas formas, yo sigo la vieja máxima: no oír nada malo, no ver nada malo y, sobre todo, no decir nada malo.
Pero como iba diciendo, el caso es que esta mañana estaba yo absorta en mis mapas, preparando los boletines que doy cada media hora durante el programa. El primero es a las seis y media, así que a las seis y diez bajé a maquillaje, en la segunda planta. De hecho, todas las cosas emocionantes pasan en la segunda planta. Allí es donde está el estudio, la sala de realización, el guardarropa y los vestuarios, el camerino y la oficina de servicio, donde se registran todas las quejas y comentarios. Mientras recorría el pasillo enmoquetado, las puertas se iban abriendo y cerrando y varios investigadores pasaban corriendo en todas direcciones con aspecto tenso. Eché un vistazo al camerino, donde varios participantes estaban tirados, comatosos, en sus sillas de cuero mientras Jean, que es la que se encarga de los invitados, intentaba animarles con tazas de Kenco.
—¿Les apetece un cruasán, o alguna otra cosa?
Entonces alguien salió disparado de realización gritando:
—¿Dónde está Phil? ¿Dónde coño está Phil? ¿Tú eres Phil? ¡Bien, sales ahora mismo!
De hecho aquello era un caos.
—¡… que alguien llame a Tatiana!
—¿… prefiere un café?
—¡… la abuela vidente ha perdido la bola de cristal!
Sophie tiene la chaqueta un poco arrugada.
—¡… el gato que patina acaba de llegar!
Así que entrar en la sala de maquillaje es como entrar en un remanso de paz. Allí Iqbal (o Iqqy) y Marian transforman nuestras caras faltas de sueño para que podamos enfrentarnos a la cámara. Me senté en una silla un poco inclinada e Iqbal me echó sobre los hombros una bata de nailon y me recogió hacia atrás el pelo. En el estante que tenía ante mí se alineaban frascos y cajas de base de maquillaje, polvos, sombra de ojos, carmín y peines. Los botes de laca relucían a la luz de las bombillas del espejo.
—Pareces un poco cansada —comentó—. ¿Es que saliste anoche?
—Sí. Era mi aniversario de bodas y salimos a cenar en familia.
—Qué bien.
—Sí, estuvo muy bien. Aunque en cierto modo…
El caso es que apetece hablar con Iqqy y Marian, con ellos dan ganas de abrirse. Son tan tranquilos y tan comprensivos y amables… Es como estar en el diván de un psiquiatra. Tienes muchas ganas de contar todos tus problemas. Igual que hacen milagros con tu cara, aunque la traigas hecha una pena, parece que también puedan arreglarte por dentro. Así que estaba a punto de contarles que en realidad tampoco me lo había pasado tan bien la noche anterior porque Lily, mi mejor amiga, había hecho un comentario de lo más raro sobre mi marido y yo no había dejado de darle vueltas desde entonces. Y que gracias a eso, y a que había bebido demasiado, no había pegado ojo.
—¿Cuántos años llevas casada? —me preguntó Marian.
—Quince.
—¡Vaya! Te casarías muy joven…
—Sí —suspiré.
—Quince años —repitió—. Claro que yo ya llevo ocho.
—Y Will y yo llevamos juntos cinco —terció Iqqy mientras me ponía rimel—. Aunque hemos tenido nuestros altibajos. ¡Pero quince años! Es maravilloso. No me extraña que os apeteciera celebrarlo.
—Bueno, sí, pero… No sé, fue un poco raro —comencé—. Mirad, no sé qué vais a pensar… —Pero tuve que callarme porque Terry acababa de entrar. Necesitaba más polvos.
Enseguida se puso a despotricar de Sophie. Yo no le hice ni caso, como es mi costumbre, fingiendo estar absorta en mi guión. Diez minutos después, acicalada ya para las cámaras, entraba en el estudio. Es como la sección de muebles de unos almacenes de provincias. Hay dos grandes sofás de cuadros rosas, con cojines muy mullidos, una mesita de cristal ahumado y algunos cuadros de lo más anodino. Cuenta también con una estantería estilo Habitat con adornos bastante horteras y arreglos de desvaídas flores de seda. Al fondo hay un trampantojo de una imagen de Londres. A un lado hay un pequeño escenario y junto a él mi mapa meteorológico. Me acerqué a él entre las cuatro cámaras, sorteando los gruesos rollos de cable e intentando no darme en la cabeza con los aparejos, peligrosamente bajos. Hacía calor. Siempre hace calor en el estudio, por las luces. Acabábamos de entrar en la primera pausa publicitaria y Terry aprovechó la oportunidad para dar rienda suelta a una de sus rabietas.
—Mira Sophie, ya te he dicho antes que me siento en el lado izquierdo del sofá —gimió.
—Pero con todos mis respetos, Terry, ¿por qué?
—¿Por qué? ¿Por qué? Porque llevo diez años sentándome en el lado izquierdo del sofá y no veo por qué ahora tengo que cambiar por ti.
Yo sabía por qué quería sentarse de ese lado. Está convencido de que la luz es mejor y que le hace parecer más joven.
—Bueno, no veo qué importancia puede tener, Terry —dijo Sophie con tono cansino, poniéndose en pie—, pero si es tan importante para ti…
El técnico de sonido me puso un micrófono en la solapa y yo me coloqué el auricular. El director hizo la cuenta atrás para indicar el final de la publicidad, sonó un instante nuestra melodía y Terry se inclinó hacia la cámara:
—Bienvenidos otra vez. Están ustedes viendo la AM-UK! ¿Alguna vez han recibido un mensaje de ultratumba que les cambiara la vida?
La entrevista con la abuela vidente fue muy bien. Luego hubo un informe deportivo seguido por un reportaje sobre la princesa Ana, y por fin llegó el turno de Sophie. Tenía que hacer la entrevista sobre quistes de ovario. De hecho resultó bastante interesante, porque el ginecólogo era muy bueno. Pero cuando solo había llegado a la mitad, Sophie hizo una pausa de un segundo entre dos preguntas y Terry la interrumpió:
—Bueno, ¿y qué tiempo vamos a tener hoy? —preguntó, mirando radiante a la cámara uno. El cámara pareció tan sorprendido como yo—. ¡Aquí tenemos a Faith!
Lo había hecho deliberadamente, por supuesto, para cortar el tiempo de Sophie. No solo le robaba la atención del público, sino que le hubiera robado hasta la camisa. Cada vez que le parece que Sophie ha hablado bastante, la interrumpe sin más. Sobre todo si ella está tratando de algo remotamente serio, como un tema médico o de política. Y si Darryl intenta reprenderle en la reunión posterior, él se vuelve hacia Sophie haciéndose el inocente y le dice:
—Ay, perdona, Sophie, pero creí que habías terminado.
Me pone negra que Terry haga eso, no solo porque es muy desagradable, sino porque además significa que a mí me lanzan al aire sin aviso previo. De pronto se enciende la luz roja sobre la cámara dos y aparezco yo, en directo delante de todo el país.
—Buenos días —dije con una ancha sonrisa para disimular mi enfado con Terry, y porque siempre sonrío más cuando hace mal tiempo—. Me temo que los pronósticos no son muy buenos —comencé, mientras me volvía hacia el mapa—. La nieve que cayó ayer se ha convertido en aguanieve y, puesto que las temperaturas han vuelto a bajar, esto significa que hay muchas posibilidades de hielo negro, así que vayan con cuidado si salen con el coche —añadí, mientras escuchaba las charlas incesantes en realización:
«—¡… Terry es un hijo de puta!».
—… la fuerza del viento aumenta en el sur y el sureste… —«¡… ha cortado dos minutos de la entrevista de Sophie!».
—… vuelve a soplar un viento fuerte del este… —«… y eso que estaba interesantísima…».
—… que probablemente traiga un poco de sol en el norte… —«Yo una vez tuve un quiste de ovario».
—… en el resto del país tendremos un día frío y nublado… —«… muy doloroso…».
—… con un setenta por ciento de probabilidades de nevada… —«… se ve que tenía el tamaño de un limón…».
—… y con el sistema frontal en el Atlántico… —«… y estaba lleno de pus…».
—… vamos a entrar en un período prolongado de bajas pensiones… —«¿Bajas pensiones?».
—… bajas presiones, quiero decir. Así que, resumiendo… —«Faith parece cansada…».
—… un día frío y nublado para casi todos… —«Terry, siéntate derecho».
—… aunque puede aparecer el sol en el norte… —«Y tiene el pelo hecho un desastre. Estamos listos, Faith. Diez, nueve, ocho…».
—… pero las temperaturas bajarán en el sur y el sureste… —«… siete, seis, cinco…».
—… hasta los cuatro grados… —«… tres, dos…».
—… así que acuérdense de abrigarse bien… —«… uno y…».
—Hasta dentro de media hora.
«—… cero. ¡Corte al gato que patina!».
Una vez he dado el primer informe, el resto de la mañana se pasa volando. Entre un informe y otro miro los mapas, llamo a la oficina de meteorología y pongo al día el boletín. El informe de las nueve y media es el último. Luego se acaba el programa. A continuación se celebra una reunión rápida en la sala de juntas, y después me quito el maquillaje y me siento en mi mesa para atender el correo. Me llegan montones de cartas. La mayoría de niños que quieren que les ayude con sus deberes de geografía. A veces me preguntan de qué están hechas las nubes, o por qué la escarcha es blanca o cuál es la diferencia entre la nieve y el aguanieve o cómo se forma el arco iris. O me dan las gracias por animar a la gente.
«Lo que me gusta de usted —escribía el señor Barnes de Tunbridge Wells— es que hasta el mal tiempo lo anuncia con una sonrisa». También, y éstas las odio, hay cartas sobre mi aspecto. El menor cambio, como un corte de pelo, suele ser recibido con un montón de reproches. Además me envían peticiones de gente que debe de pensar que yo soy Dios. «Querida Faith —me escribió una tal señora McManus de Edimburgo esta mañana—, por favor, por favor, POR FAVOR, ¿no podríamos tener un tiempo un poco mejor en Escocia? No hemos visto un rayo de sol desde hace meses!».
Yo contesto a todo el mundo, a menos que se trate de algún chiflado. Luego ordeno mi mesa y me voy a casa. Muchas veces me preguntan cómo paso el resto del día. Pues bien, hago un poco de todo. Doy de comer a Graham, claro, y lo saco de paseo. A lo mejor salgo con alguna amiga o voy de compras. Hago el trabajo de la casa (lo odio, pero no podemos permitirnos una asistenta), relleno los formularios de los concursos y leo. En un mundo ideal realizaría algún trabajo por la tarde, pero no puedo porque estoy agotada. En cualquier caso sería un poco violento, porque la gente me conoce de la tele. Pero lo primero que hago al llegar a casa es echarme a dormir un par de horas, así que eso es lo que hice esta mañana. Bueno, por lo menos lo intenté. El caso es que no dejaba de pensar en lo que Lily había querido decir la noche anterior. Ya he mencionado que a veces dice cosas que no me gustan, incluyendo algún que otro comentario poco caritativo sobre Peter. Pero por lo general me olvido de ellas. Esta vez, sin embargo, no podía. ¿Por qué demonios había dicho aquello y qué podía significar? Lily es tan lista y tan perspicaz… ¿Sería un simple comentario sin importancia? Intenté contar ovejas, pero no dio resultado. Intenté recordar todas las estaciones de los boletines meteorológicos, pero nada. Intenté recordar los nombres de todos los autores de Peter, pero seguía sin poder dormir. Así que puse la radio para distraerme, y tampoco eso me sirvió de nada. Abrí mi libro, Madame Bovary, y ni siquiera eso me ayudó. No hacía más que dar vueltas al comentario de Lily, vueltas y vueltas y vueltas. No hacía más que rondarme la cabeza como un mosquito en una habitación de hotel: bzzzzzzz… bzzzzzzz… bzzzzzzz. Intenté apartarlo a manotazos, pero volvía una y otra vez. Hasta me eché la manta por la cabeza. Pensé en los niños y en Graham, pensé en el programa y cómo había ido. Pensé en mis padres, de viaje, y en el hombre que había venido a arreglar el tejado. Pensé en mi tarjeta del supermercado e intenté recordar cuántos puntos había acumulado. Pero el curioso comentario de Lily seguía resonando en mi mente. ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué demonios significaba?
—¡Se acabó! —exclamé por fin—. ¡Voy a averiguarlo ahora mismo!
—¡Querida! —me saludó Lily, que había salido a recibirme al ascensor de la planta 49 del Canary Wharf una hora y cincuenta minutos más tarde—. ¡Menuda sorpresa! ¿Qué haces aquí?
—Bueno, pasaba por aquí…
—¿Ah, sí? Estupendo, estupendo. Podemos compartir mi almuerzo. ¿Cómo estás?
—No muy bien. La verdad es que tengo bastante resaca.
—Ay, cariño —murmuró ella—. ¡La ira de las uvas! Pero fue una velada maravillosa —añadió, mientras se metía el perro bajo el brazo izquierdo—. A Jennifer le encantó, ¿verdad, cariñín? —Jennifer me miró sin expresión alguna—. Es maravilloso que pudieras levantarte tres horas después y anunciar el tiempo con toda tranquilidad. Esa chica, Sophie, es muy buena. Tal vez deberíamos hacer algo con ella en el Moi! En cambio ese Terry como se llame es un rollo. Un caso evidente de don nadie. Pero dime, ¿dónde están tus encantadores hijos? —preguntó mientras pasábamos junto a una percha de ropa de diseño.
—Han vuelto al colegio. —Una boa de plumas rosas se alzó en la brisa de la perfumada estela de Lily—. Peter los llevó a la estación esta mañana. Hoy empezaban las clases.
—Mira que son monos —exclamó Lily, acariciando el moño de Jennifer—. ¡Esa Katie con su psicoanálisis! ¡Es de muerte! Un día tenemos que darle una buena sesión de maquillaje. A ver, Jasmine. —Lily se había detenido ante la mesa de una veinteañera de cara muy pálida—, te tengo dicho que no tomes café a la hora de comer. Sabes que luego te impide dormir la siesta.
Pasamos junto a la mesa de diseño, donde unas chicas de piernas muy largas inspeccionaban el portafolio de un fotógrafo, inclinadas sobre la caja difusora y por fin entramos en el despacho de Lily. Es una sala de paredes de cristal llena de macetas de orquídeas, pósters de modelos de labios fruncidos, portadas enmarcadas del Moi! y los relucientes premios del gremio. Lily señaló el mueble estantería en el que se exhibían todas las revistas de la competencia.
—Un mundo de inferiores —bromeó.
A continuación sacó de la neverita de la esquina una botella de un líquido verdoso.
—¿Quieres zumo de trigo?
—No… no, gracias.
Ella se sirvió un vaso y se sentó a su mesa.
—¿Sushi vegetariano? —me ofreció, tendiéndome un plato.
—No, no tengo hambre, gracias.
—Estos rollitos de algas están riquísimos.
—No, gracias.
—Y este shiitake es divino.
—Escucha, Lily, solo quería preguntarte una cosa…
—Claro que sí, cariño. Pregúntame lo que quieras. De pronto llamaron a la puerta y apareció Polly, la secretaria de Lily.
—Lily, acaba de llegar el Vogue de febrero.
Lily dio un respingo. Ella odia el Vogue. De hecho es una obsesión. Y todo porque en 1994, cuando trabajaba allí de redactora, no la ascendieron a subdirectora, un error profesional que Lily no olvida ni perdona. Ahora se puso a hojear la revista con gesto descuidado.
—Ah, qué aburrida —masculló—. Bah, un tema de lo más manido. ¡Dios mío! ¡Menudo topicazo! En Moi! evitamos los tópicos como al demonio. ¡Madre mía! ¡Otra vez Catherine Zeta-Jones! ¡Por Dios! —exclamó de pronto con expresión de disgusto—. Sally Desert está trabajando para ellos. ¡Yo no dejaría que esa enana espantosa me escribiera ni la lista de la compra! Voy a vender más ejemplares que el Vogue —anunció, arrojando la revista al suelo.
—Seguro que sí, Lily, pero…
—Tampoco vamos muy atrás —añadió, reclinándose en la silla y mirando hacia el techo con sus largos dedos entrelazados—. Muchos de sus clientes publicitarios están acudiendo a nosotros. Y no se lo reprocho. Nosotros sabemos cómo tratarlos —prosiguió, mientras daba a Jennifer trocitos de sushi—. Nosotros los adulamos, les ofrecemos muy buen precio…
—Lily…
Los cuidamos. Aquí se sienten especiales. En pocas palabras, nosotros no mordemos la mano que nos alimenta.
—Lily.
—Y en todo caso ahora se están dando cuenta de que el Moi! es la revista de moda del milenio.
Se acercó a la ventana para alzar las cortinas venecianas.
—¿No es maravilloso? ¿No es maravilloso? —repitió, mirando hacia el Dome—. Ven, Faith, mira. Mira todo esto. —Entrelazó su brazo con el mío—. ¿No te parece fantástico?
—Pues la verdad es que no —respondí con sinceridad, aspirando el aroma de su Veneno Hipnótico—. Para mí todo esto es mucho diseño y muy poca sustancia.
—Yo estaba allí —murmuró con aire soñador, sin hacer caso de mi comentario—. Yo estaba allí, Faith, en la fiesta.
—Ya lo sé.
—Con la reina y Tony Blair. ¿No te parece alucinante, Faith, que invitaran a tu amiga del colegio?
De pronto miré a Lily y retrocedí veinticinco años en el tiempo. Recordé a aquella niña tímida con su vestido de cuadros azules y su expresión atemorizada y desconcertada. Ahora se encontraba en uno de los edificios más altos de Londres, con el mundo a sus pies.
—¿No te parece alucinante? —insistió.
—¿Qué? Bueno, sí… O sea, no. En realidad no. Siempre supe que triunfarías.
—Sí —dijo, mirando el río moteado de barcos—. He triunfado, a pesar de que mucha gente me ha puesto obstáculos.
—¿Como quién?
—No, nadie importante. Gente insignificante dispuesta a impedir mi éxito. Pero ellos saben quiénes son. Y yo también lo sé —afirmó con cierto tono amenazador—. Nadie me va a detener. Nadie se va a interponer en mi camino.
—Lily —la interrumpí, deseando que dejara de hablar un segundo para escucharme.
—He derrotado a mis enemigos, Faith, con mi trabajo y mi visión de futuro. Y por eso Moi! va a ser la revista número uno, porque tenemos muchas ideas originales —afirmó con entusiasmo, volviendo a su mesa—. Mira, quiero que me des consejo sobre un nuevo reportaje que estamos planeando. Es secreto, por supuesto. ¿Qué te parece esto?
Me tendió el borrador de una página. El titular era: LAS RESPUESTAS A LAS CUESTIONES SOBRE BELLEZA CANINA.
«Soy un terrier de Yorkshire —leí—. Tengo un pelaje muy fino y suelto, y no consigo mantenerlo peinado. ¿Qué debería hacer?». «Soy un caniche enano —escribía otro—. Tengo el pelaje un poco descolorido y manchado, lo cual me provoca gran aflicción. ¿Qué productos puedo utilizar para restablecer su antiguo esplendor?».
—A los lectores les va a encantar —afirmó Lily muy emocionada—. Me gustaría editar un especial sobre perros, un suplemento, tal vez para el número de julio. Podría llamarlo Chienne. Lo podría patrocinar Winalot.
—¡Lily! —exclamé levantándome. Era la única manera de captar su atención—. Lily, no he venido solo de visita.
—¿Ah, no, cariño?
—No. Te he mentido.
—¿Ah, sí? Vaya, Faith, no es nada propio de ti.
—He venido por una razón —proseguí. Ahora el corazón me latía como loco—. Necesito preguntarte una cosa.
—Faith, cariño, Jennifer y yo somos todo oídos.
—Bueno —comencé nerviosa—, ya sé que te va a parecer una tontería, pero anoche dijiste algo que me inquietó mucho.
—Ay, Faith. —Lily bebió un sorbo de zumo de trigo—, pero si siempre estoy diciendo cosas que te inquietan, ya lo sabemos…
—Sí, pero esto no era uno de tus comentarios sin importancia. Y no es solo lo que dijiste, sino cómo lo dijiste.
—Bueno, dime qué era.
—Pues dijiste… dijiste… dijiste que pensabas que yo era maravillosa al confiar en Peter.
Lily arqueó las cejas unos tres centímetros en su alta frente.
—¡Pues es lo que pienso, cariño!
—¿Por qué?
—Porque creo que cualquier mujer que confía en cualquier hombre es una absoluta maravilla, dado que los hombres son todos unos animales. Pero vamos a ver, ¿tú por qué crees que yo me los quito de encima tan deprisa?
—Ah. O sea que no era más que un comentario general.
—Claro que sí. Mira que eres tonta, Faith. ¿Pero no te enorgullecías de no creerte nunca lo que digo?
—¡Sí, sí! —exclamé—. Bueno, es que sé que muchas veces dices las cosas en broma. Te gusta tomarme el pelo. Pero no me importa, ¿eh? Ya sé que conmigo es muy fácil.
—Eres demasiado confiada —afirmó, moviendo la cabeza con aire indulgente.
—Ya… Y tú eres tú.
—Sí. Siento haberte preocupado —dijo, mientras mordía con delicadeza su rollito de algas—. Es mi sentido del humor, cariño. Si ya lo sabes.
—Sí, lo sé. Pero es que anoche me quedé pensando si lo que dijiste era una broma o no.
—Pues claro que lo era. No le des más vueltas.
—Bien —dije, aliviada.
—Era solo una broma, Faith.
—Estupendo.
—Te estaba tomando el pelo. —Lily estaba hojeando un número del Moi!.
—Ya lo sé.
—Una tomadura de pelo. Ya sabes que me gustan.
—Sí, lo sé. Bueno, me alegro de haberlo aclarado.
—Aunque… —añadió sin levantar la vista.
—¿Aunque qué?
—Pues… —comenzó con un suspiro—. Ahora que ha salido el tema, debo decir que Peter no parecía muy relajado. De hecho estaba bastante cortante. Claro que conmigo siempre está cortante. Ya sé que no le caigo bien. Vamos, que le pongo negro —añadió con una carcajada.
—Bueno, es que me parece que sois incompatibles —apunté diplomáticamente—. Pero como profesional te respeta muchísimo.
—¿Ah, sí? —exclamó Lily con una sonrisa escéptica.
—Mira, aquí entre nosotras —me apresuré a explicar—, el caso es que Peter tiene bastantes problemas en el trabajo, así que anda un poco tenso.
—¿Tenso? Ay, cariño, pero si daba más brincos que el Ballet Nacional.
—Bueno…
—Y ya me di cuenta de que iba arregladísimo. ¿Tú sabías que llevaba una corbata de Hermés?
—¿Sí? No sé. La verdad es que no me fijo en las etiquetas.
—Pues sí, de Hermés. Valen unas setenta libras. Y como yo sabía que no se la habías comprado tú, me pregunté quién se la habría regalado.
Me quedé mirándola.
—Se la compró él.
—¿Sí?
—Sí, como una inversión. Se ve que su cazatalentos le ha aconsejado que vaya elegante. Es que Peter anda detrás de otro trabajo. No te había comentado nada, pero es que están a punto de echarle.
—¿De verdad? ¡Es terrible!
—Pues sí, porque él estaba encantado en Fenton & Friend.
—No me extraña.
—¿Cómo?
—Que cualquier hombre estaría encantado en Fenton & Friend.
—¿Por qué lo dices?
—Pues porque aquello está lleno de chicas guapas —contestó Lily, mientras ajustaba el broche de Jennifer.
—¿Ah, sí?
—Y el otro día me pareció oír que alguien había visto a Peter almorzando con una rubia muy atractiva. Claro que puedo estar equivocada.
—Es verdad, te equivocas. Porque Peter tiene que salir a comer a veces con autores y agentes. Forma parte de su trabajo.
—Claro que sí, Faith. Pero…
—¿Pero qué?
—Pues que es un editor y…
—¿Sí?
—Mira, no me gusta nada decir esto, cariño, pero puede que ande flirteando con alguien.
Me la quedé mirando a los ojos. Lily tiene unos ojos castaños enormes, hipnóticos, de pestañas larguísimas y espesas.
—¿Cómo? —Oía los latidos de mi propio corazón.
—Puede que esté detrás de un capítulo nuevo —prosiguió ella con voz suave, antes de beber otro sorbo de zumo.
—Lily, ¿de qué estás hablando?
—Puede que en la estantería de la vida haya estado hojeando más de un libro…
—Oye…
—Que conste que te digo esto solo porque el discurso que hizo anoche fue rarísimo. Hasta Katie se dio cuenta de que había tenido un lapsus. ¿Tú no?
—Bueno, yo…
—Al fin y al cabo lleváis mucho tiempo casados.
—Pero…
—Lo único que digo es que yo en tu lugar, bueno, estaría un poco en guardia.
—¿En guardia?
—Sí, alerta. Te lo digo como amiga.
—Ya lo sé.
—Por tu propio bien.
—Ya. Gracias.
—Pero creo que deberías registrarle…
—¿Cómo? ¿Registrarle los bolsillos? —exclamé horrorizada. Lily jugueteaba con la pulsera budista que llevaba en la muñeca.
—Es lo que harían muchas mujeres, Faith. Pero no te preocupes, cariño. Estoy segura de que no hay ningún motivo de alarma.
—Bueno, no sé. —De pronto sentí un miedo horrible—. Puede que sí.
—No, no, seguro que no pasa nada. Yo lo único que digo, como tu mejor amiga, es que tal vez deberías… no sé, andarte con ojo.
—¿Cómo?
—Deberías aprender a avistar las señales.
—No sabría cómo.
—Claro que no. ¡Eres tan confiada! Pero ahí sí que te puedo ayudar. Mira, precisamente el mes pasado salió un artículo larguísimo sobre ese tema en el Moi!.
Lily se levantó para rebuscar en una pila de revistas viejas que había en el suelo.
—A ver, ¿dónde está? ¡Ah, aquí! Ha habido suerte. «Cómo saber si te engañan —leyó—. Siete señales clásicas: Uno, él está distraído y distante. Dos, “trabaja” hasta tarde. Tres, ha adelgazado. Cuatro, su guardarropa ha mejorado. Cinco, no le interesa el sexo. Seis, se ha comprado un teléfono móvil. Y siete» —y me parece que ésta es la decisiva, Faith…
De pronto llamaron a la puerta.
—Lily. —Era Polly de nuevo—. Lily, lo siento, pero te llama Madonna, por la línea uno.
—¡Ay, Dios! —exclamó mi amiga, poniendo los ojos en blanco—. Le tengo dicho que no me llame durante la pausa del almuerzo. En fin —suspiró—. Vamos a sacarla en la portada de junio. Perdona, Faith, cariño, pero tengo que trabajar. —Me tiró un beso y luego movió la pata de Jennifer arriba y abajo—. No quiero que te preocupes —añadió, mientras yo abría la puerta—. De todas formas, estoy segura de que al final todo será para bien, como tú dices siempre.
Volví al centro de Londres como en trance. Tenía lo que quería, era verdad. Mis dudas se habían disipado, sustituidas por un puro terror. Peter tenía una aventura. Lily no me lo había dicho con todas las letras, pero era evidente que pensaba que algo estaba pasando y ella es… bueno, una mujer de mundo. Tenía la moral por los suelos, y al salir del metro en Turnham Green y echar a andar hacia mi casa, empezaron a rondarme por la cabeza un montón de ideas demenciales: que Peter estaba enamorado de otra mujer, que en cualquier momento me dejaría, que yo había sido una mala esposa, que Peter se había visto obligado a buscar consuelo en otra parte, que tendríamos que vender la casa, que nuestros hijos sufrirían, que nuestro perro se convertiría en delincuente, que no volveríamos a ir a Ikea, que…
Ya había llegado a la verja del jardín, y el corazón me dio un vuelco. Porque allí, en la puerta, había un ramo enorme de flores blancas y amarillas. Lo cogí con una mano y metí la llave con la otra. Nada más entrar Graham me saltó encima para saludarme, mientras yo leía la tarjeta. El teléfono empezó a sonar, pero yo no hice ni caso.
«Feliz aniversario, Faith —leí—. Siento haberme olvidado. Con todo mi amor, Peter». Qué alivio. Me dejé caer en la silla del recibidor.
—¡Pues claro que no tiene ninguna aventura! —dije a Graham, tendiendo la mano hacia el teléfono—. Peter me quiere y yo le quiero a él y se acabó. ¿Diga?
—Faith, cariño, soy Lily. Siento que nos interrumpieran esta tarde.
—No, no te preocupes —repliqué alegremente—. Ya te había dicho todo lo que quería decir y aunque te agradezco muchísimo tus consejos, la verdad es que creo que no tienes razón. Para ser sincera, pienso que mi reacción fue un poco exagerada. Es que últimamente ando de capa caída, ¿sabes?, y vuelvo cansadísima del trabajo, así que…
—No, pero es que quería decirte una cosa. Es una cosa muy importante: la séptima señal. Se ve que está totalmente garantizada, vaya, que no falla nunca. Si se da esta señal, está clarísimo que el hombre anda metido en algún lío.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es?
—¡Que te mande flores!
—¿Qué ven ustedes al levantarse? —preguntaba Terry a la cámara alegremente unos días más tarde—. ¿Por qué no levantarse con la AM-UK!? Un programa lleno de energía y entusiasmo que comienza a las… —echó un vistazo al reloj— siete y media. Y los temas que trataremos hoy: Contactos en Internet, cómo ligar en la red; mujeres barbudas, por qué prefieren la aspereza a la suavidad; y nuestra Fobia de la Semana: planchas de cocina. Además de las noticias, el tiempo y los deportes.
—Pero primero —terció Sophie, leyendo su autocue— reflexionaremos sobre una cuestión muy antigua: ¿Cuál es el significado de los nombres? El sociólogo Ed McCall acaba de escribir un libro sobre nombres: qué significan y cómo pueden influir en nuestras vidas. Ed, bienvenido al programa.
Yo estaba escuchando al lado del mapa isobárico, y la verdad es que fue estupendo. Los temas interesantes no se dan con mucha frecuencia en el programa, pero esta entrevista era fascinante, y Sophie la llevaba muy bien.
—He llegado a la conclusión —decía Ed McCall— de que la gente tiende a realizar una carrera que concuerde con su apellido. Por ejemplo, hay un hombre llamado James Juez que es juez. Tenemos también a Sir Hugo Pez, presidente de la compañía de aguas Thames Water; una tal Linda Iglesia a la que acaban de ordenar vicario. Y hace poco he conocido a una mujer policía, en Tasmania, llamada Lauren Orden.
—Tengo entendido que en la profesión médica existen algunos ejemplos fascinantes.
—Así es. Por ejemplo el doctor Picor, especialista en alergias, los dermatólogos Poro y Pellejo, o el doctor Chaval, que es pediatra.
—Es genial, Sophie —oí a Darryl por mi auricular.
—¿Algún otro? —preguntó Sophie con una sonrisa.
—Sí, existen muchos ejemplos de este tipo, de modo que he llegado a la conclusión de que estas personas fueron atraídas a sus profesiones, ya fuera consciente o inconscientemente, por sus apellidos.
—Supongo que podríamos llamarlo determinismo nominativo —sugirió Sophie, siempre tan académica.
—Sí… así es —respondió él inseguro—, aunque es una expresión muy técnica. Pero sí, yo creo que los nombres determinan en cierto modo nuestra vida, que no son solo etiquetas sino que forman parte inherente de nuestra identidad.
—¿Y sucede lo mismo con los nombres de pila?
—Desde luego.
—Vaya, ¿y qué significa Sophie? —interrumpió Terry con una mueca—. ¿Listilla presumida?
—¿Cómo dice?
—¡Calla, Terry! —oí a Darryl exclamar.
—No, no —replicó Ed McCall, evidentemente horrorizado por los insultos de Terry—. En realidad el nombre de Sophie significa sabiduría y tengo que decir —añadió galante— que en este caso el nombre es de lo más adecuado.
—¿Y qué significa Terry? —preguntó Sophie.
—Terry es el diminutivo de Terence, o también podría derivar de Thierry, un nombre francés de la época normanda.
—Ya no es un nombre muy popular, ¿no? —prosiguió Sophie con tono muy dulce. Ah. Era evidente que había leído el libro—. De hecho usted señalaba que Terry es un nombre bastante pasado de moda hoy en día.
—Así es. Era muy popular en los años cincuenta.
—¡En los años cincuenta! —exclamó Sophie—. ¡Vaya! Estoy segura de que Terry no puede ser tan mayor, ¿verdad, Terry?
—No, no, no. Yo nací mucho más tarde.
—Por supuesto —concedió Sophie, mientras el cámara enfocaba sádicamente la cara enrojecida de Terry—. Estoy segura de que naciste muchísimo más tarde.
—Sí, sí, así es.
—Vamos, seguro que nadie se creería que pudieras haber nacido en… ¿1955? —concluyó con una sonrisa.
Touché. Terry se lo merecía. Por una vez se había quedado sin palabras.
—¿Y qué significa el nombre de nuestra chica del tiempo, Faith? —prosiguió Sophie tranquilamente, mientras Terry hervía de rabia. Me señaló con un elegante gesto mientras la luz roja de mi cámara se encendía.
—Faith significa fiel. Es uno de esos nombres de virtudes abstractas que inventaron los puritanos —explicó Ed—. Como Caridad o Gracia. Eran nombres principalmente de mujer, por supuesto, como un medio de control social. Como si las niñas a las que daban nombres virtuosos fueran a desarrollar estas características. Había algunos nombres verdaderamente horrorosos —añadió—, pero por suerte no han sobrevivido. ¿Se imagina llamar a una hija Abstinencia o Humildad?
—¡Espantoso! —exclamó Sophie echándose a reír.
—Pero los nombres más atractivos todavía existen y creo que, efectivamente, influyen sobre el carácter. ¿Cómo puede una mujer llamarse Gracia y ser torpe, por ejemplo? ¿O llamarse Alegría y ser depresiva, o Esperanza y estar desesperada?
—O llamarse Faith y ser una adúltera —terció Terry, intentando meterse de nuevo en el programa—. ¿Qué me dices, Faith? ¿Tú eres fiel?
«Qué cara más dura», pensé.
—Solo a mi marido —contesté con una sonrisa.
—Ahora está de moda bautizar a los niños con nombres de sitios, ¿no es verdad, Ed? —preguntó Sophie.
—Así es. Ahora tenemos casi todos los estados norteamericanos: Atlanta, Georgia, Savannah, etc. Aunque Nebraska y Kentucky no suenan tan bien. Tenemos también Chelsea, claro, e India. Muchas veces se da a los hijos el nombre del lugar donde fueron concebidos. Valga como ejemplo Posh Spice y David Beckham, que han llamado a su hijo Brooklyn después de un viaje a Nueva York.
—Podría haber sido peor —apuntó Sophie—. Por lo menos no le llamaron Queens. —Ed se echó a reír. Por fin Sophie le agradeció su presencia en el programa—. Ha sido fascinante —concluyó—. El libro de Ed, En nombre del nombre sale publicado hoy. Es de la editorial Thorsons y cuesta seis libras con noventa y nueve.
—Y ahora —interrumpió Terry—, ha llegado el momento de echar un vistazo al tiempo. ¡A ver si Faith hace hoy honor a su nombre!
Una hora más tarde, al final del programa, Terry y Sophie se quedaron sentados, mirándose con amistosas sonrisas mientras salían los créditos, pero en el mismo segundo en que terminaron, Terry se levantó y se acercó a ella.
—¡No vuelvas a hacerme eso en tu vida! —gritó.
—Perdona, ¿hacer qué? —replicó Sophie con toda su dulzura, mientras se quitaba la petaca del micrófono de detrás de la falda.
—¡No vuelvas a hablar de mi edad en pantalla!
—¿Sí? Pues yo te agradecería que no me insultaras —replicó ella, quitándose el auricular.
—¡Tengo treinta y nueve! —gritó Terry, mientras Sophie iba ya hacia maquillaje para que le limpiaran la cara—. ¡Treinta y nueve! No cuarenta y seis. ¿Entendido, sabelotodo?
—Claro que tienes treinta y nueve, Terry. No sé cómo se me ha podido olvidar. Al fin y al cabo aquí todo el mundo dice que tienes treinta y nueve desde hace años.
Terry se puso rojo de rabia. Era como si Sophie acabara de declarar la guerra. Yo me alegré de que Sophie reaccionara un poco por fin, aunque esperaba que no tuviera que arrepentirse. Pero, como ya he dicho, procuro mantenerme al margen de las peleas en el trabajo.
Al ir a coger mi bolso vi un par de ejemplares de En nombre del nombre encima de la mesa de producción. Como no parecía que los quisiera nadie, metí una libra en la hucha de caridad y me llevé uno. Busqué el nombre de Peter en el índice. Decía que Peter significa roca, lo cual yo ya sabía. Pensé que Peter siempre había sido mi roca: fuerte, estable, firme. ¿Habrían sido las cosas muy diferentes si mi nombre fuera algo más atrevido, como Escarlata, Carmen o Cielo? Pero no, me llamo Faith, así que supongo que no podría ser atrevida aunque quisiera. Entonces decidí ser fiel a mi nombre y no albergar dudas sobre Peter. De modo que cuando abrí la puerta de mi casa y vi que Lily me había mandado el Moi! de diciembre, me dieron ganas de tirarlo a la basura. Claro que sabía que ella lo hacía con buena intención.
«Estoy segura de que no existe ningún motivo de preocupación —escribía con su letra grande y redonda—. Pero por si las moscas, lee esto, porque hay datos muy interesantes. P. D. ¿Por qué no echas un vistazo a esta web: ¿teengaña?.com?».
—Esto es ridículo —le dije a Graham, hojeando de nuevo la revista—. Peter no tiene ninguna amante.
A pesar de todo no pude resistir leer el artículo. Solo por curiosidad, por supuesto.
Cómo saber si tu hombre te engaña:
1. Está distraído y distante.
2. Ha adelgazado.
3. Trabaja hasta tarde.
4. Su guardarropa ha mejorado.
5. No le interesa el sexo.
6. Se ha comprado un teléfono móvil.
7. Te envía flores.
Lo más preocupante es que yo podía responder con un «sí» a todas y cada una de las cuestiones. Pero decidí mantener la calma, porque en cada caso existía una explicación racional. Peter está distraído y distante porque tiene muchas preocupaciones, y ha perdido peso por lo mismo. Trabaja hasta tarde porque su jefe le obliga. Ha mejorado su guardarropa porque tiene que estar elegante para realizar entrevistas de trabajo. No le interesa el sexo porque tiene baja la líbido debido a su depresión en el trabajo. Se ha comprado un móvil para que su cazador de talentos pueda ponerse en contacto con él en cualquier momento, y me ha enviado flores por la simple razón de que se olvidó de nuestro aniversario.
—Así que ya está —le dije a Graham, mientras leía una y otra vez el artículo—. No tenemos de qué preocuparnos. —Le miré a los ojos (los tiene del color del azúcar moreno) y acaricié su morro aterciopelado.
La verdad es que Graham también está nervioso últimamente. Es muy sensible a mis cambios de humor y hace un par de días que se siente un poco inseguro. Lo sé porque se sienta más cerca de mí de lo normal, preferiblemente en mi regazo. Además, me sigue más que nunca. Así que esta tarde le dije: No pasa nada, Graham. No tienes por qué levantarte cada vez que me pongo de pie.
Pero él se levantó de todos modos y me acompañó escaleras arriba hasta la habitación de invitados.
Ya digo que en realidad no pensaba que Peter tuviera una aventura, pero para tranquilizarme del todo decidí registrarle los bolsillos. Peter es bastante ordenado y no tiene mucha ropa, así que sabía que mis investigaciones no me llevarían mucho tiempo. Volví a consultar la revista y noté que se me aceleraba el pulso. «Debes dejarlo todo exactamente como lo has encontrado —aconsejaba—. Si tu marido sospecha que andas tras él tal vez deje de hacer lo que está haciendo, con lo cual tú nunca averiguarás la verdad». De modo que, sintiéndome como una ladrona, lo cual me provocaba una curiosa mezcla de emoción tremenda y miedo espantoso, fui registrándole la ropa. Primero miré los bolsillos de sus chaquetas de sport, pero solo encontré un billete viejo de autobús, un pañuelo y unas monedas.
—Aquí no hay nada sospechoso —informé a Graham. Él me miró con expresión de alivio.
En la cesta de la ropa sucia, en la esquina, había varias camisas. Graham y yo las olfateamos, pero no encontramos ni un rastro de perfume desconocido, ninguna marca de carmín. Solo el olor familiar del sudor de Peter.
—Lo estamos haciendo muy bien. —Graham alzó las orejas y movió la cola.
Luego cogí los pantalones de pana que estaban en el galán de noche y volví los bolsillos. Solo encontré un paquete de chicles sin abrir y varias pelusas.
—Ni condones ni cartas de amor. Mi marido es inocente —declaré.
A estas alturas me lo estaba pasando de miedo. Aquello era todo un alivio. Ya había inspeccionado la guantera del coche, en busca de bragas o ropa interior, pero no encontré ni un tirante. Había llamado a la telefónica para enterarme de la última llamada recibida en casa, y había sido Sarah. No pude registrar la cartera de Peter, claro, porque se la había llevado a la oficina.
—Ah, la factura del móvil —exclamé al ver un sobre con la leyenda «One-2-One» en el alféizar de la ventana.
Ya estaba abierto, así que simplemente saqué la factura. Había un número 0207 que aparecía más de treinta veces, así que fui abajo y marqué con el corazón desbocado.
—Andy Metzler Associates —dijo una voz femenina. Colgué de inmediato.
—Es el cazador de talentos —dije a Graham—. Peter es inocente. ¡Choca esos cinco!
Graham alzó la pata, yo se la estreché y volví a la revista.
«La mayoría de los hombres infieles son descubiertos por números desconocidos en la factura del teléfono o por entradas sospechosas en los extractos bancarios de la tarjeta de crédito». La verdad es que yo no sabía dónde estaban los extractos de la tarjeta, puesto que nunca los veo. No es porque Peter me los esconda, sino porque nos llegan en sobres marrones y yo nunca abro un sobre marrón. Es una especie de fobia, supongo. Estoy dispuesta a abrir cualquier sobre blanco, pero no los marrones. Así que siempre es Peter quien se encarga de nuestra tarjeta de crédito y yo nunca he visto los extractos de cuenta. Además, yo casi nunca utilizo mi tarjeta, porque es muy fácil pasarse con los gastos. Me puse a rebuscar en el escritorio del salón y encontré una carpetita blanca con el rótulo: TARJETA DE CRÉDITO.
—De momento Peter ha aprobado el examen de fidelidad con sobresaliente —dije—. Ésta es la prueba final.
Examiné el primer extracto, del 4 de enero. Tal como esperaba, había pocos movimientos. Habíamos usado la tarjeta para comprar unas entradas de teatro en Navidad y algunos libros para Katie. También había un gasto de sesenta libras en WH Smith, de un juego de ordenador para Matt. La cuarta entrada eran unas flores. Mis flores, evidentemente. Habían costado cuarenta libras y eran de una floristería llamada Floribunda. Yo la conozco, está en Covent Garden, cerca de la oficina de Peter. Así que todo estaba claro. No había facturas de restaurantes ni referencias a hoteles ni nada de eso. Se había terminado la investigación. Pero justo cuando cerraba la carpeta sentí que se me encogía el corazón, como si me lo estrujara una mano desconocida. Las flores de la factura no eran mis flores. No podía ser. Mi ramo de flores había llegado hacía un día. La factura no nos llegaría hasta febrero. Faltaban tres semanas. Tuve que sentarme en una silla, respirando agitadamente. Salí al pasillo, busqué Floribunda en la guía y marqué el número con mano temblorosa. ¿Qué iba a decir cuando contestaran? ¿Qué demonios podía decir? Por favor, ¿podría decirme a quién envió flores mi marido el 18 de diciembre? Es que creo que tiene una amante. Tal vez podría fingir que las flores eran para mí y que no me habían llegado. Perdone, pero es que mi marido, Peter Smith, ordenó unas flores el 18 de diciembre y todavía no han llegado. Sí, eso es. Tal vez se equivocaron de dirección. ¿Me podría decir adónde las mandaron?
—Buenas tardes. Floribunda. ¿En qué puedo ayudarle? —dijo una agradable voz femenina.
—Eh… eh… —colgué el auricular, mojado de sudor.
No podía. No quería saber nada. Me senté en las escaleras, con el corazón a cien por hora. Peter tenía una amante. Yo era feliz porque no sabía nada, recordé, llevándome las manos a la cara. Así que ahora adiós para siempre a la paz…
Me quedé allí sentada mirando el espejo dorado que Lily nos había regalado para nuestra boda, demasiado conmocionada para saber qué hacer. Hasta que de pronto me di un golpetazo en la frente con la mano.
—¡Eres idiota, Faith! —grité—. ¡Una verdadera idiota! —Es que de pronto me acordé de que el 18 de diciembre es el cumpleaños de la madre de Peter. Yo me había encargado de comprarle una tarjeta y un marco de plata. Y Peter, claro, habría decidido enviarle además un ramo de flores—. ¡Eso era! —Abracé a Graham, que dio un respingo sobresaltado—. ¡Mira que soy tonta! —dije, mientras Graham me lamía la oreja—. ¡Me he equivocado del todo!
Me sentía fatal por haber sospechado de Peter, sobre todo ahora que tenía tantas preocupaciones. Me sentía mezquina, deprimida y sucia. No volvería a desconfiar nunca más de él, decidí. Fui a prepararme un café, un café auténtico para celebrarlo. Justo cuando el aroma se había extendido por la cocina y yo me sentía en paz de nuevo, hojeando tranquilamente el resto del Moi!, sonó el teléfono.
—Hola, Faith —era Sara—. Quería darte las gracias por la fiesta de la semana pasada. Me lo pasé de miedo. Y fue estupendo ver a los niños. ¡Cómo han crecido!
—Sí —dije con una sonrisa nostálgica.
—Me pareció encantador que lo organizaras todo para darle una sorpresa a Peter.
—Quería animarle un poco —expliqué—. Supongo que te habrá dicho que tiene bastantes problemas en el trabajo.
—Pues sí. Me llamó anoche. Estoy segura de que al final todo saldrá bien, pero es verdad que de momento está bastante distraído.
—Sí, así es. Hasta se le olvidó de que era nuestro aniversario —proseguí encantada, aunque pronto me iba a arrepenti—. No le había pasado nunca.
—¡Vaya! —exclamó Sarah echándose a reír—. ¡Pues mi cumpleaños se le olvidó también!
—¿Cómo? —Fue como caer por el pozo de una min—. Perdona, Sarah, ¿qué has dicho?
—Que se olvidó de mi cumpleaños. Me llegó tu tarjeta, claro, y el marco, precioso. Pero Peter me envía siempre algo más, solo de su parte. Y mira, este año es la primera vez que no lo hace. Pero por favor, no le digas nada —se apresuró a añadir—. Ya tiene bastantes problemas.
—¿Así que no te llegaron…?
—¿El qué?
—¿No recibiste…? —De pronto oí el ruido de un timbre al otro lado de la línea.
—Perdona, pero tengo que colgar. Acaban de llegar mis compañeras de bridge. Ya hablaremos en otro momento, Faith. Adiós. Colgué el auricular muy despacio.
—¡Ay, Dios! —exclamé, respirando cada vez más deprisa—. ¡Ay, Dios! ¿A quién demonios le envió esas flores? ¿Y ahora yo qué hago?
Volví a consultar la revista. Bajo el titular CONSEJOS PRÁCTICOS leí lo siguiente: «Que tu marido no sepa bajo ningún concepto que dudas de su fidelidad. Por mucho que te cueste tienes que seguir adelante como si no pasara absolutamente nada».
—¿Qué tal has pasado el día, cariño? —pregunté con falsa alegría cuando Peter llegó.
—Fatal —respondió cansado—. ¿Sabes lo que quiere ahora esa bruja?
—¿Qué?
—Pretende endilgarme a Amber Dane.
—Pero yo creía que Amber Dane había dejado de escribir novelas.
—Era lo que todos esperábamos —me contestó con una sombría sonrisa—. Pero ha escrito otra que dice que es una sátira. Por lo que he leído hasta ahora, es tan satírica como una caja de bombones. No deberíamos publicarla. De hecho eso es lo que he dicho. Pero Charmaine quiere que le haga un informe completo del manuscrito. ¡Estas cosas siempre me tocan a mí!
—Vaya por Dios.
—Y ese imbécil —añadió Peter exasperado, mientras se preparaba una copa—, ese capullo, ese engreído, no veas cómo se puso porque le llamé Olly.
—¿Qué tiene eso de malo?
—¡Exacto! ¡Nada! Vamos, muchísima gente le llama Olly. Charmaine le llama Olly. Y hoy, en una reunión, se me ocurrió llamarle también Olly. Pues bien, el tío me llevó aparte y con la cara congestionada y sudorosa, me dijo que no le llamara Olly, que su nombre es Oliver. Y me lo dijo enfadadísimo, ¡como si fuera mi jefe! ¡Será engreído! Mira, antes me encantaba la editorial, pero ahora estoy deseando largarme.
—¿Has tenido noticias de Andy? —pregunté.
Peter se sonrojó un poco, supongo que le daba vergüenza admitir que no había recibido noticias.
—Pues… no —suspiró, dejándose caer en una butaca—. No hay nada de momento. Pero tengo esperanzas.
Me las arreglé para parecer tan contenta y normal como aconsejaba la revista, y la verdad es que me felicité por saber mantener el tipo cuando llevaba aquel torbellino por dentro. Durante la cena, sentados a la mesa de la cocina, fue como ver a Peter bajo una nueva luz. Ahora me parecía muy distinto, en cierto modo, porque por primera vez en quince años no podía leer su rostro. Era como uno de esos relojes modernos que no tienen números en los que a veces cuesta saber qué hora es. Lo único que estaba claro es que ya no confiaba en él como antes. Vamos, que antes jamás habíamos dudado el uno del otro. Ya sé que suena ingenuo, pero es verdad. A mí ni me había pasado por la cabeza desconfiar, y me daban pena las mujeres que dudaban de sus maridos. Pero ahora me encontraba en la misma situación que miles de mujeres, preguntándome si mi marido tenía una amante. Era una sensación muy peculiar, después de llevar tanto tiempo casada con él. Mientras cenábamos la lasaña (que estaba de oferta en el supermercado) volví a pensar en el nombre de Peter y en que siempre había sido mi roca. Fuerte, firme, digno de confianza… Hasta ahora, claro. Según nos enseñaban en el colegio, la Biblia cuenta que Jesús construyó su iglesia sobre Pedro. Pero también fue Pedro el que vaciló en el huerto de Getsemaní y el que negó tres veces a Jesús. Así que Pedro el apóstol tenía los pies de barro. Igual que mi Peter.
—¿Te encuentras bien, Faith? —preguntó él de pronto.
—¿Qué?
—¿Por qué me miras así?
—¿Te estoy mirando?
—Pues sí.
—Perdona.
—¿Estás bien? ¿Has tenido un buen día?
—Pues…
—Pareces un poco tensa.
—Nooo, que va. No estoy tensa para nada. No, no, no. Qué va.
—¿Qué tal ha ido el programa? Siento habérmelo perdido esta mañana. Ya sabes que siempre procuro verlo.
—Fue muy bien. Hicimos una entrevista muy interesante sobre el significado de los nombres. El tuyo significa roca.
—Ya lo sé.
—El mío significa fidelidad. Y tú sabes que yo siempre he sido fiel.
—Sí, sí, ya lo sé —contestó con voz queda, me pareció. Y entonces se produjo un silencio. Solo se oía el tictac del reloj de la cocina—. ¿Y cómo está el tiempo hoy? —preguntó Peter por fin.
—Pues… bien. El tiempo está bien. Vamos, no es que haga buen tiempo. De hecho el pronóstico es bastante inestable. Las temperaturas están bajando y se aproxima un frente frío.
—Ya. Un frente frío.
Nos quedamos mirándonos de nuevo.
—Unas flores preciosas —comenté, señalando el ramo de narcisos, junquillos, anémonas y mimosas—. Huelen estupendamente. Ha sido todo un detalle, Peter.
—Tú te lo mereces.
Silencio otra vez. Entonces decidí, no me pregunten por qué, no hacer caso de los consejos de la revista.
—¿Tú no sueles comprarle algo a tu madre por su cumpleaños? —pregunté con aire inocente.
—¡Es verdad! —exclamó él, dándose una palmada en la frente—. ¡Se me ha olvidado por completo!
—Bueno, le regalamos un marco de plata, ¿no te acuerdas? Y tú firmaste la tarjeta.
—Ya lo sé. Pero normalmente le mando flores o bombones, algo solo de mi parte. Ay, últimamente no sé qué tengo en la cabeza, Faith. —Suspiró—. Supongo que es el estrés del trabajo.
—Pero sí que te acuerdas… de algunas cosas —comenté mientras abría la puerta de la nevera.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Como qué?
—No sé… —Saqué un helado—. La verdad es que te lo iba a preguntar yo a ti.
—Faith, ¿qué estás diciendo?
—No, nada. Es que al parecer te has acordado de alguien hace poco. Alguien a quien yo no conozco.
—Faith, no tengo tiempo para tonterías. Estoy muy cansado. Y me queda por delante una tarde de perros con ese manuscrito de Amber Dane. Así que si tienes algo que decir, ve al grano, por favor.
—Muy bien. —Respiré hondo—. Peter, hoy he comprobado la factura de la tarjeta de crédito y he visto que había un gasto de flores. Sé que no eran para el cumpleaños de tu madre porque ella me dijo que te habías olvidado, así que no hago más que preguntarme para quién serían.
Peter cogió su helado y me miró como si estuviera loca.
—¿Flores? —dijo con tono incrédulo—. ¿Flores? ¿Dices que le envié flores a alguien? ¿A quién iba yo a enviar flores, aparte de ti o mi madre?
—Es justo lo que me gustaría saber.
—¿Y cuándo fue? —preguntó él con calma.
Si estaba mintiendo, lo hacía con mucha convicción.
—El 18 de diciembre.
—¿El 18 de diciembre? A ver… —Se mordió el labio inferior con expresión pensativa, casi teatral—. ¡Claire Barry!
—¿Quién?
—Es una de mis autoras. Las flores eran para ella. Siempre le envío flores cuando presenta un libro.
—Ya. Pero…
—¿Pero qué?
—Pues que pensaba que para los gastos de trabajo utilizas otra tarjeta de crédito.
—Así es. La American Express.
—Unas flores de felicitación a Claire Barry se considera un gasto de trabajo, ¿no?
—Sí.
—¿Entonces por qué las pagaste con tu tarjeta personal?
—¡Yo qué sé! —exclamó él irritado—. Puede que me equivocara. O que no llevara encima la American Express. ¿Qué importa?
—No, no importa. Con eso me quedo… más tranquila.
—¿Más tranquila? ¿Qué quieres decir…? ¡Ah! ¡Ya entiendo! Crees que estoy saliendo con alguien.
Miré a Graham. Tenía los músculos tensos y las orejas gachas.
—Nooo, que va. No, no, no. Bueno, puede. —Respiré hondo—. ¿Estás saliendo con alguien?
—No —contestó él con cara de pena, como si lo lamentara, me pareció a mí—. No estoy saliendo con nadie, ésa es la verdad. Pero además, ¿no crees que ya tengo bastantes preocupaciones, sin tener que liarme con alguna tía? Anda, déjame en paz.
—¿Cómo? ¿Que te deje en paz?
—Sí. Que me dejes en paz. Y espero que me creas cuando te digo que las flores eran para una autora. ¿Me crees, Faith? ¿Me crees?
—Sí —mentí—. Te creo.