En la universidad tuve un profesor que había sobrevivido a un campo de concentración nazi. Un día en clase, sin ninguna justificación, empezó a hablarnos de su vida y nos hizo la confesión más impactante que he oído jamás: el día en que lo liberaron sintió mucha tristeza… porque no se quería ir.
Para un niño como él, los horribles barracones en los que había vivido se habían convertido en un hogar; el único hogar que él había conocido.
Quizá todos los seres humanos somos así; quizá somos capaces de encariñarnos con todo lo que se vuelve familiar, incluso la celda donde estamos prisioneros. Quizá por eso, aunque la odiamos y soñamos con escapar de ella, el día en el que finalmente nos abren la puerta… no queremos salir.
Yo conozco mi celda muy bien; es un lugar donde me siento como una víctima, un lugar donde mi autoestima está basada en los comentarios que hace la gente que no me quiere; un lugar donde todo lo que veo y oigo confirma mis peores sospechas sobre mí misma. No me sorprendería que la celda de Simon fuera un lugar donde le aterra buscar calor y contacto humano.
Podemos inventarnos un millón de teorías para justificar por qué Simon necesitaba sentarse junto a un cuerpo adiposo para sentirse reconfortado —puede haber sido por una infancia traumática, por una madre ausente, por un amor no correspondido—, pero por más que tratemos de averiguarlo, nunca lo sabremos a ciencia cierta. Sin embargo, podríamos sentarnos a especular durante un rato…
¿Quieren que especulemos durante un rato?
Bueno, pero solo un ratito.
Primero: hay que empezar por reconocer que, sin lugar a dudas, es más agradable abrazar a un gordo que a un flaco. Si no me creen, hagan el siguiente experimento: vayan a una juguetería, compren una muñeca Barbie y un osito de peluche, y luego cuéntenme a cuál de los dos prefieren abrazar a la hora de dormir. El hecho de que dormir junto a una gordita es más sabroso es incuestionable.
Segundo: seamos honestos y reconozcamos que da vergüenza ir por la vida pidiendo amor. Pedir sexo es muy distinto: un hombre puede acercarse a una mujer para pedirle que se acueste con él, y quizá ella le dé una bofetada —o su número de teléfono—, pero si ese hombre va y le pide un abrazo porque se siente solo, o triste, o deprimido, lo más seguro es que ella salga corriendo tan rápido como pueda. En este mundo no sabemos pedir cariño sin avergonzamos.
No me sorprendería que alguien que viene de un pueblecito de Arizona hasta una gran ciudad como Nueva York se sienta particularmente solo; que alguien que tuvo una infancia difícil se sienta aislado; que alguien que es tímido por naturaleza tenga problemas para relacionarse; que alguien que tiene baja autoestima por tonterías como, yo qué sé, tener la espalda cubierta de pelo, por ejemplo, tenga dificultades para acercarse a otros y obtener ese calor humano que todos necesitamos.
¿Y qué podría hacer alguien así, en una ciudad como ésta, para conseguir esa calidez que necesita? Pues es posible que tratara de tomarla prestada en lugares donde la gente se toca porque no tiene más remedio; en sitios donde el contacto humano se ofrece a todos por igual, y sin preguntas indiscretas; en lugares como el abarrotado vagón de un tren subterráneo.
Es probable que una persona como esta tratase de buscar ese reconfortante calor en alguien con un cuerpo grande y majestuoso; alguien que se desparrama por el borde de su asiento; alguien que te toca porque no tiene más remedio, porque Dios la hizo así, con un cuerpo abundante, sin fronteras, sin límites.
A lo mejor Simon, como tantos otros, descubrió el calor de los gordos en el metro; quizá fue entonces cuando empezó a usarlo para dormir y relajarse; quizá eso fue lo que le inspiró para hacer las fotos de las bellezas durmientes. Luego vinieron el éxito y el dinero, pero lo que todavía le faltaba era ese calor que no se vende en las tiendas. Quizá por eso me contrataba a mí: porque yo era capaz de darle esa paz que él había encontrado bajo tierra.
Salí del metro abrumada por estos pensamientos, caminé un par de calles, doblé en la Esquina de la Bacteria, y de pronto me encontré a Alberto con su limusina aparcada frente a mi edificio.
—Hola, Alberto —saludé sorprendida—. ¿Pasa algo?
—La Madame me pidió que te trajera un regalo —dijo él mientras abría la puerta trasera de la limusina. Fue entonces cuando Simon bajó del coche con una rosa en la mano.
—¡Coño! —exclamé, dando un paso atrás que casi hace que me atropelle un taxi.
—¿Hablarías conmigo, por favor? —suplicó Simon con ojos de corderito.
Yo lo pensé un segundo; miré a Simon y luego a Alberto, quien sonrió y se metió en la limusina, no sé si para darnos privacidad o para evitar que le gritara por haberme traído a este hombre hasta la puerta. Pero yo no tenía ganas de gritar, es más: ni siquiera era capaz de articular una palabra.
—Por favor, déjame hablar —rogó Simon una vez más.
¿Cómo podía decirle que no? Cuando un hombre de pocas palabras como él quería hablar, lo lógico era callarse y escucharlo, aunque solo fuera para oírle decir adiós. Yo no quería ser como los amantes de la canción de Linda Ronstadt, ésos que se habían separado sin darse un beso de despedida.
Entramos en el edificio y subimos los tres pisos de escaleras en absoluto silencio. Una vez en mi apartamento, Simon se sentó en el sofá, pero esta vez no tuvimos que medir nada. Yo noté que él estaba asustado, pero se atrevió a cogerme de la mano antes de empezar a hablar.
—Necesito explicarte lo que pasó… —dijo.
—Sí, la verdad es que me gustaría que me lo explicaras…
—B, yo no quería insultarte, solo quería… Es que soy tan tonto…
Hizo una pausa y me miró con los ojos anegados de lágrimas.
—… Es que yo… yo no podía creer que alguien como tú pudiera enamorarse de alguien como yo.
Yo me quedé sentada, sin saber qué decirle. ¿Cómo culparlo por tener el mismo miedo que yo sentía?
—Entiendo que no quieras volver a verme —continuó—, pero no quiero que pienses que soy ese tipo de hombre.
—Y yo no quiero que pienses que soy ese tipo de mujer —contesté.
Nos miramos a los ojos durante unos segundos y sonreímos a la vez.
—¿Y si empezáramos de cero? —preguntó.
Yo asentí, y entonces él extendió la mano como si nos acabáramos de conocer.
—Hola —me dijo él—. Yo soy Simon.
—Encantada —le contesté—. Yo soy Bella.