31

Mi amiga Carmen creció en el Bronx, y, según ella, uno siempre sabe dónde hay una mujer traicionada porque es la que coloca los altavoces del estéreo en la ventana y pone canciones de La Lupe a todo volumen, para que el barrio se entere de su dolor. La Lupe es la Billie Holiday cubana, la diosa caribeña del despecho.

La palabra «despecho» es muy interesante; no conozco su etimología, pero me imagino que el prefijo «des—» debe de venir de «deshacer» o «destruir», y por eso el despecho se siente no solo cuando te han roto el corazón, sino cuando alguien te ha destruido el pecho hasta el punto de que nunca será capaz de albergar un corazón sano.

Las canciones de La Lupe a menudo cuentan la historia de un hombre traicionero y de una mujer traicionada, pero cubren una amplia gama de trampas y desengaños. Por eso, no importa cuál sea tu situación, siempre encontrarás una canción de La Lupe que ilustre la razón particular de tu despecho. Por ejemplo:

—Él te usó para conseguir sexo.

—Él solo te quería por tu dinero.

—Él te mintió para divertirse.

—Él te mintió para humillarte.

—Él te traicionó para vengarse.

—Él fingió sus sentimientos.

—Él te abandonó para irse con tu mejor amiga.

—Él te abandonó para irse con tu peor enemiga.

Y probablemente la peor de todas:

—Él te abandonó sin ninguna razón en particular.

Lo verdaderamente trágico de esta última situación es que, cuando te abandonan sin razón alguna, ni siquiera le puedes echar la culpa a otra mujer; no puedes culpar a nadie más que a ti misma, y siempre te perseguirá una vocecita que te recordará que no importa lo que hagas, siempre te abandonarán. Te abandonarán no por lo que haces o por lo que tienes, sino por lo que eres. Porque eres alguien a quien nadie puede querer. Ésa, amigos y amigas, es la forma más devastadora de despecho que existe.

Esa oscura tarde, iba de camino a casa en el metro, dispuesta a arreglarme para la cita con mi nuevo cliente, y escuchaba las canciones más devastadoras de mi playlist de despecho. Mientras trataba de controlar las lágrimas, me repetía un viejo refrán que había aprendido de mi tía Fronilde: un clavo saca otro clavo. Nada como un nuevo hombre para olvidar al anterior.

Esa noche quería demostrarme que era fuerte, que podía ser una puta si me daba la gana, que Simon no me importaba, que ningún hombre me importaba, que solo me importaba el dinero. Ebria de dolor, no alcancé a comprender que no estaba en condiciones de salir a la calle, ni de tomar decisiones importantes, ni de manejar maquinaria pesada.

Iba yo perdida en estos absurdos pensamientos cuando noté que un chico de unos catorce años se había quedado dormido sobre mi hombro, y me molestó tanto que me puse de pie de un salto y él cayó de lado, dándose un considerable tortazo.

—Estoy harta de esta gente babeando en mi hombro —murmuré mientras cruzaba el vagón para sentarme al otro lado. Me dio un poco de lástima el chico, pero, después de lo que había sucedido con Simon, no podía soportar que otro dormilón se recostara sobre mí.

Llegué a casa con la intención de darme un largo baño, pero no pude relajarme. Traté de exfoliarme, pero lo hice de tan mala gana que casi me arranqué una capa de piel. Por más que intenté tocar mi cuerpo con cariño, como la Madame me había enseñado, no pude conseguirlo. No disfruté vistiéndome, ni maquillándome, ni perfumándome. Todos eran malos augurios, pero, igual que un piloto japonés en una misión suicida, fui incapaz de detenerme.

Cuando iba en la limusina, no pude ni hablar con Alberto. Me sentía molesta, agobiada, hastiada.

—¿Está usted bien, señorita B? —preguntó.

—Sí, estoy bien —mentí, limpiándome una rabiosa lágrima.

Alberto me miraba continuamente por el retrovisor, pero yo evitaba sus ojos; necesitaba dedicar toda mi energía y mi atención a fustigarme.

Cuando llegamos al elegante hotel donde se alojaba mi cliente me di cuenta de que me dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Al atravesar el vestíbulo noté que la magia y el misterio de mis primeras aventuras se había desvanecido.

Llamé a la puerta de la habitación y un hombre llamado Adam me abrió. Era un tipo bastante atractivo de unos cuarenta años. Iba bien vestido —con traje y corbata—, y me comentó que vivía en Sioux Falls pero que estaba de visita en Nueva York. No sería capaz de describir a Adam en detalle, porque ni siquiera lo miré con atención. Yo seguía pensando en Simon, y en lo que él pensaría de mí.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó Adam.

—Claro —dije.

Necesitaba alcohol para infundirme el valor de hacer la estupidez que planeaba hacer: sacar un clavo con otro clavo. Esa noche decidí que debía tomar algo más fuerte que anís.

—¿Tienes vodka? —pregunté.

—Por supuesto. Si quieres te lo puedo mezclar con zumo de naranja o…

—Lo quiero solo —interrumpí—. Con hielo.

—¿Solamente con hielo? —preguntó, sorprendido.

—Sí, con hielo. Hoy no tengo ganas de cócteles infantiles —dije con tono de mujer fatal.

Tengo entendido que cuando mezclas alcohol con azúcares refinados te emborrachas rápido, te pones idiota y te quedas dormida. Pero cuando te emborrachas con alcohol puro, sin mezclar, se te afinan los sentidos y logras cierta claridad, y hasta clarividencia, durante unos breves instantes. También tengo entendido que los chamanes del Amazonas se emborrachan o se drogan antes de ser poseídos por los espíritus que comparten su sabiduría con la tribu. No estoy tratando de defender el alcoholismo ni el abuso de drogas, pero, si lo que cuento tiene algo de fundamento, entonces beber vodka con hielo fue la única decisión inteligente que tomé esa noche.

—¿Qué prefieres, Absolut o Grey Goose?

—Absolut —contesté.

En un vaso con hielo, él vació una de esas botellitas que tienen los minibares de los hoteles, y yo me lo tomé de un trago como si fuera agua.

—¿Me pones otra?

Él sacó varias botellitas de vodka del minibar, las puso en la mesa enfrente de mí y procedió a servirme otra. Ésa también me la tomé de un trago, y entonces fue cuando me puse a hablar.

—¿Cómo has dicho que te llamas? —pregunté mientras sostenía el vaso junto a mi cara como si fuera la ramera más experimentada.

—Adam.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Adam?

—Claro —contestó, mirando atónito cómo yo me servía la tercera botellita de vodka.

—Vamos a suponer que un tipo conoce a una chica, de la misma manera que me estás conociendo a mí… —Él sonrió y me guiñó un ojo. Yo evité su mirada y proseguí—: Y supongamos que él le paga un par de veces por pasar el rato juntos…

—Hablando de eso… —dijo, y sacó del bolsillo un fajo de billetes de cien. Adam dejó el dinero sobre la mesa que yo tenía enfrente, pero no lo toqué; yo seguí adelante con mi discurso como si nada.

—Pero supongamos —continué— que una noche ese hombre y esa chica comparten un momento íntimo… —Adam soltó una risita picara, que yo ignoré—. Y supongamos que esa chica sintió una conexión especial con ese hombre. Una conexión que la hizo sentirse única, que la hizo sentirse aceptada, que la hizo sentirse como si cada centímetro de su cuerpo fuera… querido… querible… deseable —expliqué tratando de no llorar.

—Y hablando de deseo… —dijo él con otro guiño y empujando el dinero hacia mí.

—¡Shhh! Deja que termine lo que quiero decir.

Noté que él se estaba impacientando, pero yo seguí.

—… Y supongamos que ese encuentro íntimo fue la experiencia más romántica de toda su vida. Pero después de terminar, cuando ella ya se sentía perdidamente enamorada de él (y eso es algo que él tenía que notar porque ella era incapaz de ocultarlo), entonces va él y le paga por sus servicios. ¿No te parece que es la guarrada más inmunda que se le puede hacer a alguien?

—Pues sí, me parece un poco feo.

—Feo, no: feísimo, horripilante, monstruoso, apocalíptico —dije sirviéndome la cuarta botellita de vodka.

—Y entonces… ¿empezamos con lo nuestro? —dijo acercándome el dinero aún más.

—Espera, tengo otra pregunta… —proseguí—. Supón que esa chica que conoció a ese hombre en esa situación tan particular ha estado con otros hombres porque ella sentía la necesidad de sentirse atractiva. Porque ella necesitaba verse a través de los ojos de los demás para darse cuenta de que era hermosa a su manera. Si ella le confesara eso al idiota que le pagó, ¿tú crees que él lo entendería?

—Pues no lo sé —contestó con impaciencia—. ¿Quieres entrar conmigo en la habitación para ponerte más cómoda?

—Espera. Tengo otra pregunta.

Me di cuenta de que él puso los ojos en blanco, pero como a mí me importaba un pimiento lo que pensara, seguí y seguí hablando.

—¿Por qué el sexo cambia las cosas? ¿Somos capaces de ver a la persona con la que nos acabamos de acostar sin avergonzarnos? ¿Somos capaces de decir: «Me he acostado contigo porque me gustas, porque creo que yo también te gusto a ti, y no porque sea una puta, ni porque me quiera casar contigo, simplemente porque me gustas mucho y me parecía lógico que durmiéramos juntos»? Dime una cosa, Alian…

—Adam —me corrigió.

—Eso, Adam —dije—. ¿Por qué nos da vergüenza acercarnos a la gente que nos gusta y decírselo? ¿Por qué no somos capaces de decir eso sin miedo a sentirnos rechazados?

—La verdad es que no sé qué decirte —alcanzó a responder Adam antes de que yo le silenciara de nuevo.

—No tienes que decirme nada… —contesté con voz de borracha—. Soy yo quien te lo va a decir: es porque el mundo es una mierda.

En ese momento sonó mi teléfono. Lo saqué del bolso y, ofuscada a causa de la borrachera, me sorprendió ver que Alberto me estaba llamando.

—Dame un segundo, querido —le dije a Adam.

Contesté, pero lo único que se oía eran ruidos, como si la señal del teléfono estuviera intervenida.

—La recepción aquí es bastante mala —explicó Adam—. Debe de ser por los rascacielos de alrededor.

Yo me encogí de hombros, guardé el teléfono y tomé un trago más de mi cuarto vodka.

—¿Qué era lo que te estaba diciendo? —pregunté, pero, sin esperar su respuesta, seguí hablando y hablando. Hablé del amor, del sexo, de relaciones y de todo lo que se me ocurrió. Me di cuenta de que él miraba su reloj de vez en cuando, pero yo seguí hablando como si nada y contándole en detalle mi drama con Simon.

No tengo ni idea de cuánto tiempo pasó, lo que sí sé es que llegó un punto en el que el tal Adam, frustrado, me interrumpió diciendo:

—Pero bueno… ¿tú has venido aquí para que nos acostemos o no? —Y empujó el dinero hasta que estuvo delante de mis narices.

«¿Cómo se atreve este imbécil?», pensé. «Pero… ¿es que no se ha enterado todavía de lo que estoy pasando?». Les juro que le habría soltado una bofetada si no fuera porque estaba demasiado borracha para eso. Lo que sí logré hacer fue coger el dinero y tirárselo a la cara.

—¡Por supuesto que NO nos vamos a acostar! ¿Estás loco o qué? —grité asqueada—. ¡Para tu información, yo no soy una puta! ¡Soy una reconfortadora profesional, estúpido!

Hubo un instante de silencio. Él me miró arqueando una ceja como si evaluara la situación, y entonces fue cuando mis instintos finalmente se impusieron a mi borrachera y me di cuenta de que este señor no era un cliente cualquiera. ¿Sería un psicópata? ¿Sería un asesino múltiple? Me aferré a la silla para tratar de levantarme y huir, o por lo menos para defenderme de pie.

Cuando me levanté, Adam se inclinó a recoger el dinero, que había ido a parar al suelo, y luego se acercó la solapa de la chaqueta a la boca y dijo con entonación de robot: «Recoged las cosas y vamos a ver el partido».

En ese momento un policía salió del dormitorio y otro del armario, y dos mujeres policías entraron por la puerta del pasillo. El susto que me dieron fue tan grande que la borrachera se me pasó inmediatamente.

Adam, si es que ése era su verdadero nombre, se sentó en una butaca, sacó un cigarrillo y encendió el televisor mientras los otros dos policías tomaban asiento en el sofá.

—Me estaba quedando dormido ahí dentro. ¿Cómo va el partido? —dijo uno.

—Los Yankees van ganando cuatro a tres en la séptima entrada —contestó Adam.

—¿Cómo podéis ser tan cabrones y tan insensibles? —exclamó una de las mujeres policía mirándolos con desdén, y luego, volviéndose a mí, me dijo con dulzura—: Oye, muñeca, ¿quieres que te traiga un café?

Yo estaba petrificada, pero me las arreglé para preguntar:

—¿Qué es esto, una emboscada?

—Eso era, pero no ha funcionado. Otra vez será —contestó Adam, y los dos policías del sofá se rieron.

La otra mujer policía me acercó una botella de agua, y con un sincero tono de solidaridad me dijo:

—Ya sé que esto no es asunto mío, pero estaba escuchando lo que te ha pasado y me parece que deberías hablar con ese tal Simon y explicárselo todo. Se merece que le des una oportunidad.

—No. A ese tipo ni te acerques —intervino la otra policía—. Es un cabrón que no merece que le vuelvas a hablar jamás. —A partir de ese momento, las dos policías empezaron a discutir.

—Ese tipo no puede leerle la mente. Él no sabe lo que ella siente por él —dijo la segunda, y añadió mirándome—: A ésta no le hagas ni caso. Habla con Simon; si te entiende, entonces vale la pena, y si no te entiende, olvídate de él.

Entonces la primera policía me dijo:

—Mira, muñeca, tú estás demasiado buena para aguantar eso.

—Elaine, no llames muñeca a la sospechosa —interrumpió la segunda.

—Cállate, Carol. Ella ya no es sospechosa de nada. Ese idiota no tiene ningún derecho a tratarte así —me dijo Elaine—. ¡Mírate en el espejo! ¡Estás buenísima! Yo te garantizo que hay toneladas de hombres y mujeres que se morirían por ti —afirmó guiñándome un ojo—. Me alegro de que no vayamos a arrestarte, pero créeme que me habría encantado cachearte para ver si llevabas un arma escondida.

—¡Elaine, por favor! ¡Éste no es el lugar ni el momento!

—Pero ¿qué te pasa, Carol?

—Es que es lesbiana —me susurró Carol.

—No tienes que susurrarlo —contestó Elaine—, porque si yo fuera heterosexual no lo dirías a escondidas. Estoy muy orgullosa de ser lesbiana, y lo digo a gritos si me da la gana.

—No hace falta que lo grites, porque ya estamos hartos de oírlo —intervino uno de los policías del sofá, y los demás se rieron a carcajadas.

—Si no fueras un cabrón y un impotente, a lo mejor me ofenderías, imbécil —dijo Elaine con desdén.

—Un día te van a acusar de acoso sexual —advirtió Carol.

—Yo no estoy acosando a esta chica, simplemente le estoy diciendo la verdad.

Adam las interrumpió.

—¡Callaos, coño, que no podemos oír el partido!

—Cállate tú, idiota —contestó Elaine, e inmediatamente le preguntó—: Oye, ¿quién va ganando?

Ganaban los Yankees, pero yo sentía que lo había perdido absolutamente todo.