Hay gente que dice que el tiempo vuela cuando te estás divirtiendo, pero no estoy de acuerdo con eso, porque esa noche, la más memorable de mi vida, duró una eternidad.
Era sábado, pero Simon tenía una sesión de fotos esa tarde. Nos despertamos oyendo los martillazos de sus asistentes en el estudio. Yo todavía estaba medio dormida cuando lo vi levantarse despacio de la cama y estirarse desnudo frente a la ventana, no para ofender a los vecinos, sino para recibir el sol de la mañana sobre su cuerpo. Lo vi de pie, alargando los brazos como si fuera a apoderarse del mundo. Yo me quedé dormida otra vez mientras él se vestía, pero sentí un beso que me dio en los labios antes de salir del apartamento.
Sí, fue una mañana maravillosa para Simon, y también para mí, pero solo durante un par de minutos. Cuando finalmente me levanté, con una sonrisa enorme y envuelta en ese resplandor que adorna a los que han pasado una noche de amor, todo se derrumbó al comprobar que, sobre la mesita de noche, Simon me había dejado un cheque, acompañado de una nota que decía: «Muchas gracias».
De pronto sentí que me faltaba el aire, y por un momento pensé que me había quedado ciega. Me senté y miré la nota una vez más.
«Muchas gracias».
No miré el importe del cheque, lo rompí en mil pedazos y lo tiré en la cama, o en el suelo, ya ni me acuerdo. Me vestí a toda prisa y salí sintiendo unas náuseas tan fuertes que temí vomitar en el ascensor. ¡Qué ironía pensar que, tras la noche más hermosa de mi vida, llegó la mañana más terrible que recuerdo!
«Guerra avisada no mata soldado» era uno de los refranes favoritos de mi madre. Recordé que Lilian me había advertido que tarde o temprano me acostaría con un hombre por dinero, y pensé en la Madame advirtiéndome para que no metiera la pata. Si todos me habían avisado de esta guerra, ¿por qué permití que ocurriera esto? ¿Por qué había permitido que me dispararan, y directamente al corazón?
¿Cómo es posible que me hubiera enamorado de un loco que estaba obsesionado con apretarse entre una almohada y yo? Y esta vez no podía echarle la culpa a nadie; esta vez no era culpa ni de Bonnie, ni de Lilian, ni de Ino, ni de mi madre. Ni siquiera podía echarle la culpa a la Madame, y lo que es peor, tampoco podía culpar a Simon. Él era un cliente que hizo lo que un cliente debe hacer: pagar. Me acordé de todas las veces que hice que la Madame me jurara que no tendría que acostarme con nadie, y me sentí más tonta todavía. ¿Cómo se me pudo ocurrir que yo podría jugar a esto sin que me hicieran daño? ¿Cómo pude ser tan estúpida?
Yo estaba tan convencida de que esto era una cita de verdad que Alberto no me esperaba en su limusina. De modo que, sin nadie que pudiera consolarme, tuve que caminar calles y calles hasta llegar al metro, muerta de la vergüenza y atormentada por ecos del pasado: una mujer que practica el sexo sin casarse es una puta; una mujer que disfruta del sexo es peor que una puta; los hombres solo quieren aprovecharse de ti; una mujer tiene que defender su virginidad hasta la muerte.
Estaba tan furiosa que no podía pensar con claridad. Si hubiera podido, a lo mejor me habría dado cuenta de que:
Uno: yo no acababa de perder la virginidad.
Dos: él no se había aprovechado de mí, más bien era yo la que se había aprovechado de él.
Y tres: quizá yo no era una puta, pero llevaba un par de semanas metida en un negocio que estaba casi, casi al borde de la putería.
Pero una mujer en mi estado era incapaz de hacer este tipo de razonamientos. Lo único que me repetía una y otra vez era que no podía creer que Simon no sintiera lo mismo que había sentido yo.
Estaba histérica y probablemente histórica también. Quizá estaba reaccionando no solo a lo que había pasado con Simon, sino a una vida entera llena de culpa y remordimientos. Una vida llena de miedo a ser usada, y terror a ser ignorada.
Para torturarme más cruelmente aún, me puse a imaginar lo que Simon estaría pensando:
Seguramente creía que yo era una puta profesional, no una turista en el negocio.
Probablemente pensaba que yo me había acostado con cientos de hombres antes de acostarme con él.
Si su criada —seguro que tenía una criada— limpiaba el dormitorio antes de que él regresara, ni siquiera vería que yo había roto el cheque y se pensaría que lo había cobrado.
Si su asistenta no limpiaba la habitación y él encontraba el cheque roto, seguramente se reiría de mí pensando que yo era una puta sentimental, una tonta igual que Cabiria.
Así es. Seguramente Simon pensaba que yo era una puta y una tonta.
No había otra manera de verlo, y mientras más pensaba en esto, más vergüenza me daba, y más estúpida, y solitaria, y barata, y rechazada me sentía. Justo ahora que yo estaba convencida de que mi vida estaba cambiando, ahora que sentía que yo estaba cambiando, venía la dura realidad a darme esta bofetada. ¿Cómo se me podía haber ocurrido que un hombre como él pudiera enamorarse de una mujer como yo?
Odié a Simon. Lo odié por no ser capaz de leerme la mente. Por no saber lo que yo quería que él supiera. Por no sentir lo que yo quería que él sintiera. Por no hacer lo que yo quería que él hiciera. Lloré como un bebé, y peor aún, me sentí como un bebé. De lo que no me di cuenta es de que también estaba actuando como un bebé.
Era sábado por la mañana y tenía por delante todo un fin de semana para gritar, llorar y patalear hasta ponerme azul. Sí, no hay nada peor que un fin de semana entero para torturarte y autoflagelarte. Esa maldita Lilian tenía la razón: los viernes eran los nuevos domingos. Debí haberme quedado en mi casa para hacer la colada, en lugar de salir a la calle a destruir mi frágil autoestima.
Hacia el mediodía la situación se había deteriorado considerablemente: ya no podía leer, no podía ver televisión, no podía salir, no podía quedarme en casa, no me podía sentar y no me podía levantar. Estaba hecha un trapo.
Podía haber llamado a una amiga, pero la única que podía consolarme era Lilian, y ahora yo estaba todavía más furiosa con ella, porque me parecía que me había traído mala suerte con sus advertencias. Estuve a punto de levantar el teléfono, pero no habría sido capaz de soportar que me viniera a decir: «Te lo dije».
Traté de pensar en todas las cosas positivas que me había traído esta experiencia —mi nuevo despacho, la victoria sobre Bonnie—, pero entonces me puse a pensar que quizá Dios me estaba castigando por haberla chantajeado. Yo estaba ahogada en este mar de pensamientos cuando me llamó la Madame.
—Tu amigo el fotógrafo lleva llamándome toda la mañana. ¿Qué ha pasado?
Ella trató de fingir que no sabía nada, pero por el tono de su voz me di cuenta de que algo sospechaba.
—No quiero hablar de eso, y no quiero volver a verlo nunca más —dije.
—Déjame que lo adivine… —contestó ella.
—Le agradecería que no lo hiciera —dije para detenerla. Y en ese momento me puse a llorar.
La Madame esperó pacientemente mientras yo sollozaba al teléfono.
—Me pagó —dije cuando finalmente fui capaz de hablar.
—Pero, querrida, era lógico que te pagara —contestó tratando de reconfortarme.
—No, no después de una noche como ésta. Usted no lo entiende —expliqué casi a gritos.
Ella debió de darse cuenta de que nada de lo que dijera podía ayudarme a escapar de mis miserias, y quizá por eso dejó de consolarme y trató de concretar.
—Entonces, ¿qué quieres que le diga?
—Que estoy ocupada y que no quiero volver a verlo.
Y entonces se me ocurrió la idea más estúpida que he tenido en mi vida.
—Madame, ¿tiene usted algún cliente para esta noche?
—B, yo creo que en tu estado no deberías…
—¡Por favor, Madame! —imploré—. Quiero estar ocupada esta noche. Necesito estar ocupada esta noche.
Hubo un minuto de silencio. Ella quería que yo reflexionara sobre lo que le estaba pidiendo, pero yo no estaba para reflexionar sobre nada.
—¡Por favor, Madame! —supliqué una vez más.
Ella no contestó.
—¡Por favor!
Nada podía convencerme. En mi estado, yo hubiera ignorado cualquier argumento razonable. El caballo de mi pasión se había desbocado y yo estaba a punto de caerme del carruaje.
La Madame trató de explicarme la situación.
—Hay un cliente nuevo, pero no lo conozco bien y no me atrevo…
—¡Yo sí me atrevo! —grité.
—¿Podrías callarte un minuto?
Finalmente cerré la boca, avergonzada.
—Yo solo trabajo con clientes que vienen recomendados por otros clientes —explicó—. Éste que me llamó tiene una recomendación, pero el cliente que lo envía está de viaje y no he podido comprobarlo, por eso…
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —interrumpí de nuevo.
La Madame dijo algo en ruso que no entendí y que probablemente significaba que estaba harta de mí, pero continuó.
—Tienes que asegurarte de que no trabaja para la policía. Tienes que hacerle la pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Que si trabaja como agente de la ley.
—¡Ah! ¡Esa pregunta! —dije como si llevara toda la vida pateándome las peores calles de Nueva Orleáns—. Claro, no tiene de qué preocuparse.
—¿Estás segura de que vas a acordarte? Porque te noto un poco…
—Por supuesto que me voy a acordar —la interrumpí con una arrogancia totalmente innecesaria—. No soy tan tonta.
Pero resultó que estaba equivocada.
Sí era tan tonta.
Tontísima.