29

Lo recuerdo como si fuera ayer. Fue la primera vez que escuché a Madonna cantando «Like a Virgin». No fue cuando lanzó la canción originalmente, sino muchos años después, cuando publicó un álbum con sus grandes éxitos llamado The Immaculate Collection. Yo estaba en Miami con mi prima Mariauxy, quien en realidad se llamaba María Auxiliadora, pero había acortado su nombre pensando que en Estados Unidos nadie sería capaz de pronunciarlo. Fue allí, con ella, cuando escuché esa canción por primera vez. Estábamos en su habitación, pintándonos las uñas y jugando a hacernos peinados de señora mientras ella, que era una fanática de Madonna, ponía ese CD una y otra vez hasta que lo rayó.

Cuando a mí me gusta una canción —no sé por qué— lo primero que me atrapa es la melodía, y pasa mucho tiempo antes de que preste atención a la letra. Esa primera vez en que oí «Like a Virgin» pensé que era una canción pegadiza, pero no escuché la letra con atención, y pasaron años antes de que me diera cuenta de lo que decía.

Esa noche, en la cama con Simon —porque, en caso de que no lo hayan adivinado, terminamos en la cama—, yo sentí que me tocaban por primera vez. Esto les va a sonar cursi, pero fue como si estar con Simon me hubiera devuelto la virginidad.

No sé si nos besamos durante unos minutos, unas horas o varios días. Lo único que sé es que podía haberle besado el resto de mi vida, porque cuando nuestros labios estaban unidos yo perdía la noción del tiempo.

Si creen que voy a contarles en detalle lo que pasó en esa cama, siento decirles que se equivocan. No pienso contarles nada, por varias razones: primero, porque le damos demasiada importancia al sexo y menospreciamos el afecto. Segundo, porque para pasar un momento glorioso en la cama no hacen falta extravagantes fisonomías ni destrezas gimnásticas. Y tercero, porque lo que yo hago en la cama es asunto mío. Si un día me dan ganas de contárselo, lo más seguro es que sea en persona, una de esas noches en las que una se sienta en la cocina con un par de amigos y se toma media botella de whisky con una bolsa de patatas fritas.

Lo que sí les voy a decir es que estar con Simon fue maravilloso. Hay veces en que duermes con alguien y, por más que lo intentas, los cuerpos no logran acoplarse y se te duerme el brazo, o se te agarrota la pierna, o te asfixias con el peso de su cabeza en tu pecho. Para no arruinar la magia del momento, una trata de aguantarse hasta que ya estás a punto de desmayarte del dolor. Pero nada de eso ocurrió con Simon; su cuerpo y el mío se complementaban tan maravillosamente bien que sentí que ambos éramos un solo ser. Si alguien nos hubiera observado desde el techo, habría visto que formábamos el signo del yin y el yang con absoluta perfección.

Fue una noche mágica en la que oí arpas, violines, trompetas… En fin, hasta maracas oí.

Y, hablando de música, pusimos un disco —pero no de Madonna—. Fue un álbum de Rickie Lee Jones que se llamaba Pop Pop. Si algún día la conozco personalmente, tendré que agradecerle esa noche inolvidable: hicimos el amor, nos dormimos, volvimos a hacer el amor, nos volvimos a dormir… fue maravilloso. La Madame tenía toda la razón: yo pensaba que nunca había tenido sexo del malo porque nunca había tenido sexo del bueno.

Después, mientras yacíamos entrelazados, me sentí lo suficientemente cómoda como para hacer a Simon una pregunta personal. Acerqué mi boca a su oído y le susurré:

—¿Te puedo preguntar una cosa?

—Sí, claro.

—¿Por qué no te gusta ir a la playa?

Él se rió y enterrando su cara en mi pelo, contestó:

—No me veo bien en bañador.

—Pues yo te estoy mirando sin él y me parece que estás bastante bien.

—Es que estoy demasiado flaco.

—Me gustan los flacos —contesté besándolo.

—Me gustan las gorditas —dijo él con otro beso.

—No, te lo pregunto en serio, ¿es solo por eso? —insistí.

Él hizo una pausa y finalmente confesó:

—Es que tengo tanto pelo en la espalda…

Efectivamente. Simon tenía la espalda cubierta de pelo, del pelo más suave y sedoso que yo jamás había tocado. Un pelo que le crecía por todo el cuerpo obedeciendo a un caprichoso patrón. Al igual que muchas otras mujeres, yo era de las que siempre había mirado con repugnancia a los hombres que tenían la espalda cubierta de vello, pero ahora es al revés: un hombre que no esté cubierto de pelo no me atrae para nada.

Recuerdo un momento en el que dejé que mi mano viajara desde su cuello hasta sus piernas y di gracias a Dios por haber creado esa espalda tan suave y deliciosa.

—Pues a mí me encanta el vello de tu espalda —dije acariciándolo una vez más.

Él me contestó con un beso tan intenso que casi me hizo desmayarme de gusto. Fue entonces cuando me atreví a hacerle otra pregunta, la que realmente me atormentaba.

—Hay otra cosa que me gustaría saber… —pregunté juguetona—: ¿Qué es eso de los cuarenta y dos centímetros?

Esta vez no enterró su cara en mi pelo, sino que se dio la vuelta para mirar a la pared.

—Es algo me ayuda a dormir.

—Sí, ya me he dado cuenta, pero… ¿por qué?

Simon hizo una pausa larga y, sin volverse a mirarme, contestó:

—Es que me pongo nervioso pensando en lo que pasaría si me equivoco en un proyecto, si decepciono a un cliente y dejan de llamarme… Me pongo a pensar qué pasaría si lo perdiera todo y volviera a ser pobre como cuando llegué a Nueva York.

—Simon, tú no eres simplemente un tipo con talento, eres un genio. Nunca te va a faltar el trabajo.

—Éste es un negocio muy superficial. Un día todos te adoran y al día siguiente todos te ignoran.

—Pues si te consume de esa manera, quizá es el momento de pensar en hacer otra cosa. ¿Cuál ha sido la época más feliz de tu vida?

Él pensó por un momento.

—Cuando trabajaba en el Castillo Hearst.

—¿Eras rico? ¿Eras famoso?

—Apenas me llegaba para pagar el alquiler —contestó con una risotada.

—Entonces, ¿qué es mejor, ser feliz con poco o infeliz con mucho?

Simon tomó una bocanada de aire y, al exhalar, su cuerpo se fundió con el mío.

—Prefiero ser feliz como soy ahora —susurró en mi oído.

Yo sostuve su rostro entre mis manos y le dije con dulzura:

—Pero… ¿por qué los cuarenta y dos centímetros?

Él volvió a ponerse tenso.

—Es una historia muy larga.

Finalmente me di por vencida. Era el momento de callarme y dejar de hacerle preguntas que no quería contestar.

—Pues yo no tengo tiempo para historias largas, así que te voy a contar una corta… Se llama sacapuntas —dije.

Simon se rió, nos besamos una vez más, y mientras nuestras bocas estaban unidas en un beso largo, dulce y profundo, deseé que él pudiera leer mi mente para que se diera cuenta de que no me importaba si era rico o pobre, que no me importaba que fuera demasiado flaco, o si tenía la espalda cubierta de vello, que no me importaba el porqué de esos cuarenta y dos centímetros, porque yo estaba dispuesta a aceptarlo sin hacerle más preguntas. Quiero pensar que él me besó para que yo entendiera que, efectivamente, había leído mis pensamientos.