27

Ese viernes había sido el más agitado de toda mi vida. Pero todavía faltaba lo más emocionante: mi primera cita de verdad con Simon.

Ya casi había terminado de arreglarme cuando me llamó la Madame.

—¿Sigues pensando en acudir a esa cita? —preguntó.

—¡Pues claro! Me estoy vistiendo en este preciso instante. ¿Por qué?

—Por nada. Solo quería asegurarme de que sabes lo que haces, y de que no vas a meter la pata. No quiero que salgas herida de todo esto.

Pero ¿qué le pasaba a esta mujer? ¿Por qué quería arruinarme la fiesta? Yo, que estaba en la gloria, que había triunfado sobre mi diabólica jefa, que acababa de recibir un ascenso; yo, que finalmente estaba arriesgándome a tomar la iniciativa con el hombre que amaba… ¿Por qué venía ella a llenarme de dudas, ahora que yo me sentía más segura de mí misma que nunca?

—Sé lo que estoy haciendo. No voy a salir herida de esto —dije para tranquilizarla.

—Si tú lo dices… —contestó con mal disimulado escepticismo—. Pero, cuéntame, ¿qué ha pasado en la oficina?

En pocas palabras le relaté mi victoria sobre la arpía.

—Es genial, ¿verdad? —finalicé, esperando que la Madame aplaudiera mi coraje.

—Esto no tiene nada de genial. Todavía estás trabajando para esa loca, que ahora te odia más que nunca y que hará lo que sea para destruirte.

—Si trata de hacer algo contra mí, acudiré al departamento de recursos humanos.

—¡Por favor! Todo el mundo sabe que los de recursos humanos solo tienen recursos para ser inhumanos —dijo—. El trabajo de ese departamento es proteger a tu jefe, no a ti. Lo único que les interesa es tratar de prevenir demandas y juicios. De aquí en adelante van a copiar tus e-mails, van a escuchar tus llamadas y van a hurgar en la papelera de tu oficina hasta que encuentren una excusa para echarte, y si no la encuentran, seguramente se la van a inventar. En el mejor de los casos te concederán un falso ascenso en otra ciudad o en otro departamento para que sea tu nuevo jefe el que te eche.

Yo la escuché en silencio dándome cuenta del problema en el que me había metido.

—Estás nadando con tiburones —añadió—, y quizá eres una chica inteligente, pero no eres un tiburón.

—Pero, Madame —dije tratando de defenderme—, ¡tenía que hacer algo! No podía dejar que esa víbora me tratara así. Llevo trabajando un montón de años y he invertido todo este tiempo en…

—¡El tiempo no se puede invertir! —me interrumpió—. Quizá puedes poner dinero en el banco y a lo mejor tendrás más dinero cinco años más tarde. Pero si piensas que ser miserable durante cinco años te puede garantizar que vayas a ser feliz al sexto, estás muy equivocada. Un camión te puede atropellar en cualquier momento y nunca verás un segundo de esa felicidad tan añorada. La felicidad es una elección. En este momento lo que estás eligiendo es más años de miseria trabajando para esa bruja.

—Pero se merece que me vengue de ella. Es un monstruo.

—Ella es un monstruo y tú eres una chantajista.

—¿Y cómo cree que consiguió ella lo que tiene? ¡Con chantaje!

—Entonces, ¿si ella se tira de un puente, tú te vas a tirar también? —preguntó la Madame, haciéndome sentir como una niña de siete años.

Hubo un momento de incómodo silencio y finalmente la Madame habló.

Querrida —dijo con ternura—, Jorge Luis Borges, mi escritor favorito, decía: «Tu odio nunca será mejor que tu paz». Tú eres inteligente y trabajadora, y tienes talento. Elige la felicidad, no la venganza.

Y así entendí finalmente por qué tenía ese guisante clavado en la espalda. El único problema era que —igual que esa primera noche en que conocí al comandante nazi— yo rehusaba escuchar a la Madame, así que, por primera vez, fui yo quien terminó abruptamente la conversación.

Madame, lo siento, pero voy a colgar porque tengo cosas que hacer.

—De acuerdo, pero si más tarde necesitas hablar conmigo puedes llamarme a cualquier hora.

—Gracias.

—De nada —contestó cariñosamente antes de colgar.

Yo me quedé sentada en el sofá tratando de analizar mis sentimientos. Me sentí volcánica y poderosa, pero infantil y vulnerable —signo inequívoco de que mi caballo de la pasión corría más de la cuenta—. Pero por más excitante que fuera montar ese corcel, era peligroso dejar que galopara sin control. ¿Cómo contenerlo ahora que estaba a punto de encontrarme con Simon?

—Basta de pensar —dije en voz alta, y volví a mi habitación para terminar de arreglarme.