No me pilló por sorpresa que, justo después del almuerzo, Mary asomara la cabeza sobre el panel de mi cubículo.
—Llegó la hora. ¿Estás preparada? —preguntó.
Las dos sabíamos exactamente lo que me esperaba: Bonnie quería reunirse conmigo inmediatamente, así que era hora de sacar la artillería pesada. Una vez armada para enfrentarme a ella, me dirigí a su despacho.
—¡Buenas tardes! —dije con una sonrisa que no me cabía en la boca.
Ella no contestó. Hizo como que estaba ocupada mirando unos papeles, pero yo sabía que era mentira, que todo era una excusa para no mirarme a los ojos. Quería guardar su mirada de Medusa para más tarde, cuando llegara el momento de aniquilarme con ella.
Yo me hice la tonta, y me senté cómodamente, casi con desparpajo. Después de un calculado silencio, ella soltó los papeles que tenía en las manos y me miró a los ojos. Yo sonreí una vez más, desafiante, y ella comenzó el discursito que tenía preparado:
—Como bien sabes, lo de esta mañana era una presentación, no un brainstorming. Yo te había pedido específicamente que lo hicieras antes de la reunión, y no durante la reunión.
Yo la escuchaba con cara de cachorrito arrepentido, como si realmente me importara un pimiento lo que me decía.
—Yo no te he dado autorización para presentar ideas al presidente de la compañía. Esto es una insubordinación, y motivo de despido inmediato. Así que cumplo al informarte de que pienso llevar este caso al departamento de recursos humanos, para que seas amonestada formalmente…
Ella hizo una pequeña pausa para darme la oportunidad de que suplicara su perdón. Pero lo único que hice fue sonreír una vez más, y colocar la grabadora sobre la mesa. Ella me miró como si yo tuviera tres cabezas, pero la ignoré y apreté el botón de play. Inmediatamente empezamos a escuchar la conversación que había mantenido con Christine en el baño.
—… ¡Es demasiado gorda para trabajar aquí!
—¡No le puedes decir eso!
—No te preocupes. Yo sé cómo quitarme de encima a estos idiotas. ¿Quién crees que lo preparó todo para echar a Miller y a Jessica? A mí nadie me va a joder, créeme.
Solo para fastidiarla, fingí sorpresa y le dije:
—Ay, perdón, me he equivocado de cinta.
Metí otro casete en la grabadora, y entonces empezamos a escuchar cómo graznaba su maquiavélico plan para hundir al Gran Jefe.
—Kevin es tan tonto, que ni siquiera se da cuenta de lo tonto que es. Si perdemos la cuenta de los tampones, y créeme que yo me voy a asegurar de que la perdamos, más vale que empiece a buscar trabajo vendiendo enciclopedias.
—Pero ¿tanto poder tienes sobre la junta directiva?
—Claro. Tengo a esos idiotas en el bolsillo.
Finalmente se revelaba su plan. Bonnie estaba saboteando la campaña de los tampones para echar al Gran Jefe de su propia compañía y, lógicamente, ocupar su puesto como presidente de la agencia. Yo sabía que era mala, pero no sospechaba que se trataba del diablo personificado.
Paré la grabadora y por una vez la vi quedarse muda. Entonces me incliné sobre su mesa y, sin perder la sonrisa, le expliqué mis intenciones.
—Bonnie, ahora voy a regresar a mi calabozo para empaquetar mis cosas. Te voy a dar media hora para que decidas si me vas a despedir o si me vas a dar un despacho con vistas al parque junto con mi nuevo título de directora creativa. ¿Entendido?
Ella trató de decir algo, pero yo la interrumpí con una amigable amenaza.
—Ah, y si tardas mucho en pensarlo, y luego no me encuentras en mi mesa, a lo mejor estoy en la oficina de correos mandando copias de esta cinta a un par de amigos en Chicago. De modo que no te apresures, pero mantenme al tanto de lo que decidas, ¿de acuerdo?
Bonnie apretó tanto los dientes que los oí chirriando en su boca.
Caminé hacia la puerta, pero antes de salir me detuve, me di la vuelta y le dije:
—¿Así que a ti nadie te viene a joder? Pues a mí tampoco.
Ya sé, ya sé, no hacía falta esa última frase, pero ¿cómo resistirse a un momento tan cinematográfico como ése? Bette Davis habría estado orgullosa de mí.
Salí triunfante de allí, pero antes de llegar a mi mesa —igual que la princesa del cuento—, ya notaba el guisante clavado en la espalda. Por un momento pensé que quizá me sentía culpable por estar chantajeando a Bonnie, pero inmediatamente descarté la idea.
«No, eso no puede ser», me dije, e ignoré el guisante mientras empezaba a meter mis cosas en la caja verde de reciclar papel.
Tal y como esperaba, Mary vino a mi mesa quince minutos más tarde con una sonrisa del tamaño del Madison Square Garden, y me comunicó que Bonnie quería que me mudara a un despacho con vistas al parque.
—Dijo que es solo temporal, para que puedas concentrarte en la campaña de los tampones, pero los del departamento de personal me han dicho que ya ha mandado hacer una placa con tu nombre, con el cargo de directora —explicó Mary, entusiasmada.
El rumor sobre mi ascenso corrió como la pólvora, y por eso no me sorprendió que el abominable Dan Callahan se presentara intempestivamente en mi flamante despacho.
Dan entró sin llamar y se recostó en el marco de la puerta a observar mientras ordenaba mis cosas, como quien mira a una modelo haciendo un striptease. ¡Las cosas que una tiene que aguantar!
—Felicidades —dijo con tono seductor.
Yo estaba concentrada en lo que hacía y tratando a un tiempo de entender por qué tenía ese misterioso guisante clavado en la espalda, así que lo último que tenía ganas de hacer era conversar con Dan.
—Gracias —dije sin darme la vuelta.
Fue entonces cuando, en una innecesaria demostración de la más pura estupidez masculina, me soltó la siguiente frase:
—¿Por qué no vamos a tomar una copa para celebrarlo?
Qué cara tan dura tenía este tipo. Yo me detuve durante una milésima de segundo, lista para mandarlo a la mierda —que es exactamente lo que se merecía—, pero algo me detuvo: repentinamente sentí el pinchazo del guisante en la espalda, y la desagradable sensación de confirmar que me estaba convirtiendo en una arpía como Bonnie. Disimulando mis recién adquiridas garras, traté de contestar sin ironía ni sarcasmo.
—Lo siento Dan, pero no puedo salir contigo.
Obviamente Dan era de los que no escuchan lo que no quieren oír, porque me salió con otra estupidez.
—Si no puedes hoy, lo haremos mañana —ordenó.
Yo le estaba diciendo que no con la cabeza, pero él no me veía porque lo daba por hecho y ya lo estaba anotando en su BlackBerry. Estaba tan convencido de que su propuesta era irresistible que empezó a darme instrucciones para el encuentro.
—Pasaré a recogerte a las ocho. Podemos comer algo ligero en…
Me vi obligada a interrumpirlo.
—Dan. No me has entendido: es que no quiero salir contigo.
En este punto tengo que aclarar una cosa: nunca me he acostado con Dan, y estoy segura de que nunca lo haré, pero o él tiene la polla enorme, o está convencido de que la tiene, porque me miró incrédulo, como si salir con él fuera la fantasía húmeda de cualquier mujer. Rápidamente pasó de la incredulidad a la ira, y posteriormente al sarcasmo.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Estás mal de la cabeza?
—Nunca he estado mejor de la cabeza —contesté, sabiendo que mis palabras eran más profundas de lo que él podía imaginar.
Dan apretó los labios y finalmente murmuró:
—Bueno, pues felicidades de nuevo.
—Gracias otra vez —contesté, y seguí con lo que estaba haciendo. No es por hacerme la magnánima, pero, cuando al final se fue, honestamente le deseé que encontrara una novia que aguantara sus delirios narcisistas.
Cuando me disponía a llenar los armarios —y a reanudar la biopsia de mi guisante—, Lilian entró en mi despacho al borde de un ataque de nervios.
—B, tenemos que hablar ahora mismo.
—¿De qué?
Lilian cerró la puerta —menos mal que finalmente tenía una oficina con puerta—, y usando el tono de voz más melodramático que pudo, dijo:
—Hice una búsqueda en Google y descubrí que a tu amiga, esa tal Natasha Sokolov, la llaman la Madame Rusa. ¿Sabías que ha estado en la cárcel?
«¡Ay, Dios mío!», suspiré. Y, citando la expresión favorita de mi tía Carmita, añadí: «Ahora sí que le cayó mierda al piano».