24

Ese viernes por la mañana llegué a casa exhausta, pero flotando entre nubes. Me duché, me maquillé con tiempo y con gusto, y empecé el complicado proceso de elegir la ropa para la reunión con el Gran Jefe.

«¿Qué me pongo? ¿Algo sencillo y discreto? ¿O me pongo lo más escandaloso que tenga?», me pregunté.

Ir discreta no era mala idea. Nadie se fijaría en mí, y me quedaría sentadita tomando notas hasta que terminara la reunión. La otra opción era ponerme algo espectacular, y dejar a Bonnie sin habla. Como ven, no era una decisión fácil.

Instintivamente alargué la mano para sacar uno de esos aburridos conjuntos de chaqueta y pantalón que había usado los últimos tres años. Era un traje de corte conservador y colores neutros, el atuendo perfecto para que nadie se girara a mirarme. Pero cuando me vi en el espejo con eso puesto, sentí como si me estuviera traicionando de la peor manera.

«Yo no soy ni aburrida, ni conservadora, ni neutra… entonces, ¿por qué coño voy a vestirme como si lo fuera?», pensé. Total, que volví al armario, elegí lo más espectacular que tenía y me vestí para esa reunión como si fuera una estrella de cine. Una vez que pruebas la libertad, es imposible volver a la esclavitud.

Aparecí en la oficina glamurosamente tarde, como quien llega a una fiesta sin querer ser el primero, y cuando entré en la sala de conferencias me llovieron los elogios de las chicas de Investigación de Consumo.

—Ese vestido me encanta —dijo Caroline Connors.

—¡Gracias!

Era un vestido rojo como de los años cincuenta, con un cuerpo ajustado y una falda amplia que me hacía parecer una Grace Kelly sin miedo a los carbohidratos. Para completarlo, me puse un collar de cristales Swarovski, que caían juguetonamente entre mis pechos. Ahora que me sentía orgullosa de mi estupendo busto, lo lógico era adornarlo como se merecía. Me peiné hacia atrás, con mis rizos al natural —cosa que me confería el aura animal de una leona—, pero fui con mis gafas para mantener cierto aire intelectual. Era como una bomba sexy a punto de explotar.

Todos los departamentos nos habíamos reunido para presentar y discutir las ideas con el Gran Jefe, quien había venido desde Chicago exclusivamente con ese propósito. Yo me senté con mi cuaderno, preparada para tomar notas que luego me tocaría transcribir y distribuir. Poco importaban mis títulos universitarios; Bonnie prefería usarme de secretaria a aprovechar mi talento. Qué asco.

El Gran Jefe se sentó en la cabecera de la mesa y, aunque no quedaba espacio, Bonnie se apretujó a su lado como si fueran amigos de la infancia. Si él decía que sí, ella asentía, si él decía que no, ella negaba. Parecía la actuación de un ventrílocuo. Lógicamente el propósito de Bonnie era que todos creyéramos que ella era la única que entendía lo que el Gran Jefe quería. Sin embargo, bastaba con mirar la cara de él para darse cuenta de que estaba harto de tenerla sentada a su lado. Era una escena que daba vergüenza ajena.

—Estamos planeando lanzar la campaña en seis ciudades: Nueva York, Miami, Los Ángeles, Chicago, Dallas y Seattle; pensamos incluir revistas, periódicos, vallas publicitarias, paradas de autobús… ¡y hasta tarjetas telefónicas! —dijo Larry, del departamento de planificación.

—¿Tampones en tarjetas telefónicas? —preguntó el Gran Jefe levantando una ceja.

—¡Claro! La edad del usuario medio de las tarjetas es…

—¿Tampones en tarjetas telefónicas? —repitió el Gran Jefe. Ésta era su sutil manera de decirte que lo que le estabas presentando no le convencía. Yo también pensaba que lo de las tarjetas era una estupidez, y me alegró ver que opinábamos lo mismo.

Finalmente llegó la hora de presentar los eslóganes y Bonnie cedió la palabra a Mark con gran parsimonia.

—Adelante, Mark. ¡Déjanos boquiabiertos! —dijo Bonnie con una cursilería que me revolvió el estómago, pero distanciándose hábilmente de nuestra presentación.

—Tenemos una lista de eslóganes muy ocurrente y muy ecléctica —afirmó Mark.

Mentira. Teníamos un par de frases bastante malas que Bonnie había empeorado con su contribución.

El pobre Mark se inclinó sobre el ordenador para manejar la triste presentación en Powerpoint que estaba proyectada sobre la pared.

—… Y el último: «Tampones Del Cielo… al rescate» —anunció Mark para terminar.

El Gran Jefe se quedó en silencio durante un buen rato mientras todos esperábamos en vilo su reacción.

Finalmente habló.

—Estoy profundamente decepcionado —dijo—. El eslogan es la espina dorsal de la campaña. Todo nace del eslogan. Sin un buen eslogan no tenemos nada. ¿Cómo es posible que no se les haya ocurrido nada mejor?

El Gran Jefe tenía razón. Nuestras ideas originales no eran ninguna maravilla, pero cualquier cosa decente que habíamos escrito, Bonnie la había despedazado. Todo lo que era divertido y ocurrente ella lo había convertido en predecible y estúpido.

—¡Ésta es la piedra angular de la campaña! ¡Todo se va a construir a partir del eslogan! —clamó el Gran Jefe.

Pero todos nos quedamos sentados, en silencio, sabiendo que quien abriera la boca se quedaría sin trabajo. Bonnie se encargaría de echamos por el simple hecho de cuestionar su autoridad. El problema de estas grandes compañías es que se han convertido en cortes reales donde tu jefe es el rey, un rey que es capaz de hundir la compañía entera sin que nadie sea capaz de detenerlo. En la rígida jerarquía corporativa los jefes son intocables e incuestionables. Todos nos horrorizamos cuando vemos una gran empresa que se hunde, pero lo triste es que nadie es capaz de prevenirlo, porque si te quejas, te echan. Lo peor es que si tu fondo de jubilación está invertido en esa compañía, perderás tu trabajo y también los ahorros de toda tu vida.

—Sé que es complicado vender un producto a dos grupos demográficos tan distintos, ¡pero no es imposible! —dijo el Gran Jefe tratando de inspirarnos—. Sabemos que la marca quiere llegar a un nuevo público juvenil sin traicionar a su viejo grupo de consumidores. Necesitamos algo que sea conservador y atrevido, antiguo y moderno, serio y gracioso. Algo que dé confianza a las señoras, pero que seduzca a las chicas. Algo limpio, pulcro y prístino, pero que sea inteligente, divertido y atrevido al mismo tiempo. A ver, ¿se les ocurre algo?

El Gran Jefe estaba sudando, pero Bonnie seguía sentada a su lado, impertérrita, disfrutando el triunfo de su maléfico plan. Lo que ella no se imaginaba es que yo tenía un as en la manga.

—Necesitamos una frase corta, aguda, orgánica, que fluya, que te haga sonreír, que te haga pensar. Algo que convenza a una mujer premenopáusica y a una chica adolescente. ¿Algo? ¿Alguien? ¡Por favor! —suplicaba el Gran Jefe, rodeado de un hermético silencio corporativo.

Yo estaba esperando pacientemente para soltar la bomba.

—¡Vamos! Una frase corta, directa, que nos convenza de que se trata de un tampón extraabsorbente, fiable, pero subversivo y contestatario. Algo que sea celestial y diabólico al mismo tiempo. Tiene que ser un tampón del cielo, pero también del infierno.

Nadie abrió la boca.

—¡Una frase! ¡Una línea! ¡Por favor! —gimió el Gran Jefe antes de derrumbarse en su silla con la cara entre las manos.

Finalmente, mi voz retumbó contra las paredes de la sala de conferencias.

—Inmaculada menstruación.

Todo el mundo me miró como si me hubiera vuelto loca.

—¿Cómo? —saltó el Gran Jefe.

—Inmaculada menstruación —repetí con orgullo.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó el Gran Jefe.

Bonnie me apuntó con su huesudo dedo.

—Lo ha dicho ella —aulló Bonnie, imaginando que el Gran Jefe me despediría instantáneamente.

Sabiéndome el centro de atención, enderecé la espalda, suavicé los labios, relajé los hombros y florecí el busto —tal y como me había enseñado la Madame—. Si todos me iban a mirar, debían verme lo más guapa posible, así que estiré el cuello con orgullo como si estuvieran a punto de cortármelo en una guillotina francesa.

El Gran Jefe me miraba atónito. Yo lo miré a los ojos y repetí mis palabras una vez más:

—Tampones Del Cielo… para una inmaculada menstruación.

El Gran Jefe se inclinó sobre la mesa con los ojos clavados en mí. El silencio era absoluto. Nadie se atrevía a respirar. Y fue entonces cuando oí las palabras más hermosas que había escuchado en toda mi carrera.

—¿De dónde demonios ha salido este genio?

El Gran Jefe empezó a aplaudir y todos los demás aplaudieron con él. Hasta la perra de Bonnie aplaudía —echaba chispas, pero aplaudía—. En ese momento mi teléfono empezó a vibrar, deslizándose entre mis pechos.

—Con permiso… —dije, tratando de rescatar el aparato de mi escote—. Es una llamada importante. —Todos se rieron y me siguieron aplaudiendo mientras salía de la sala con una reverencia.

Una vez fuera contesté el teléfono.

—¿B?

—Dígame, Madame.

—Me acaba de llamar Richard Weber desesperado, necesito que vayas a su casa a las…

—Espere un momento, es que esta noche no puedo porque… porque voy a ver Simon —confesé.

—Pero ayer era tu última noche con él, ¿no? Si no me equivoco habíamos quedado en que eran solo cinco, de domingo a jueves…

—Es que me ha pedido que vaya a su casa esta noche para ver una película. Perdóneme por no habérselo dicho antes.

La Madame se quedó en silencio un instante que me pareció una eternidad, y finalmente habló.

—¿Estabas tratando de ocultármelo? —inquirió con tono de sospecha.

—No, se lo juro, ha sido algo totalmente inesperado. Él no me gustaba, ¿se acuerda de que le dije que no me parecía atractivo en absoluto? —dije tratando de justificarme.

—No tiene nada de malo que te haya gustado desde siempre. Hay mucha gente que va por la vida diciendo que odia una cosa y luego sale corriendo a buscarla.

Yo no tenía ganas de discutir con ella. Esta vez era yo quien tenía prisa, quien tenía un negocio que atender, así que fui al grano.

—¿Va contra las reglas tener una cita romántica con un cliente?

—No, no va contra las reglas. Lo único es que… deberías asegurarte de que eso es realmente lo que es…

—¡Claro que lo es! —la interrumpí—. Primero, porque él no la ha llamado para concertarla y, segundo, porque anoche hubo una conexión muy especial entre él y yo. Imagínese que hasta vimos una película cogidos de la mano…

—¿Y tú estás segura de que quieres tener una relación amorosa con este tipo tan raro? —preguntó.

—Sí, estoy segura —contesté convencida.

—Entonces hazlo. Yo solo quiero que seas feliz.

Para mí, esa frase de la Madame fue el equivalente a recibir su bendición, así que me despedí de ella en éxtasis, sintiendo que finalmente mi vida marchaba en la dirección correcta y, dando saltos de alegría, volví a entrar en la sala de conferencias, donde fui recibida con una segunda ovación.

Pero el día no se había terminado todavía.

De hecho, apenas comenzaba.