23

El despertador sonó a las seis de la mañana, pero en lugar de levantarse de un salto del sofá, Simon se quedó allí sentado conmigo durante unos minutos más. Sin saber qué hacer o qué decir, permanecí junto él en el más profundo silencio.

—¿Has dormido bien? —pregunté.

Él asintió con la cabeza.

—¿Quieres que vuelva otra vez esta noche?

Él asintió una vez más.

—¿Puedo traer otra película? —me atreví a preguntar.

Simon evitó mi mirada unos segundos y finalmente contestó:

—Pero ni películas de acción ni películas de terror.

—¿Puedo traer películas con subtítulos?

—Sí.

—Perfecto —murmuré, sabiendo exactamente qué película iba a llevar para nuestra próxima noche juntos.

Hay países en los que la gente se besa demasiado. Los españoles se besan en ambas mejillas, y he oído que en Bélgica se besan hasta tres veces, yendo de una mejilla a la otra y luego volviendo a la primera. Los cubanos se besan solo una vez, pero se besan con cualquiera: amigos, familiares, desconocidos; una vez que has sido presentado, es perfectamente normal darse un beso. Aquí, en Estados Unidos, es menos común besarse, y yo solamente beso a mis amigos más cercanos.

Por eso incluso yo me sorprendí cuando Simon me acompañó a la puerta y, justo antes de salir, le di un beso de despedida. Fue un beso rápido, sin importancia, pero noté que él se sobresaltó y dio un paso atrás.

—Perdón —dije—. A veces me sale automáticamente.

—No te preocupes —dijo mientras cerraba la puerta a mis espaldas.

Sola en el ascensor, sentí mi corazón latir a toda velocidad.

Era jueves y solo faltaban veinticuatro horas para presentar la campaña de los tampones. Pero eso me tenía totalmente sin cuidado. Solo podía pensar en Simon.

Alberto me llevó a casa, me cambié de ropa, y corrí a la oficina donde Bonnie nos había convocado para preparar la presentación del viernes.

Éramos unas diez personas, incluyendo un par de creativos, varios gerentes, directores y vicepresidentes de otros departamentos. Bonnie presidía desde su silla, evitando todo contacto visual conmigo.

—Los redactores creativos intervendrán después del grupo de márketing —señaló Bonnie, mientras Mary Pringle tomaba notas de cada palabra que salía de su boca.

Bonnie tenía una estrategia muy específica para este tipo de reuniones: los jefes de cada departamento siempre presentaban las ideas de sus grupos, pero Bonnie nunca presentaba nada, y lo hacía por una razón muy sencilla: cuando presentas una idea es para pedir aprobación, y Bonnie jamás pedía la aprobación de nadie.

Por eso hacía que la aprobación la solicitaran sus subalternos, mientras ella se sentaba junto al Gran Jefe como si no tuviera nada que ver con el proyecto. Si las ideas funcionaban, se apuntaba el mérito; si no funcionaban, se desentendía y nos miraba con asco, como si no tuviera nada que ver con la presentación.

Como mi departamento no tenía un director creativo, solo había dos personas que podían presentar las ideas de mi grupo: Bonnie y yo. La solución lógica era que lo hiciera yo, pero Bonnie prefería morirse antes que dejarme hablar frente al Gran Jefe. Por eso decidió traerse a alguien de otro departamento para que presentara las ideas de los redactores.

—Mark, tú te encargarás de los eslóganes.

Mark Davenport era el ejecutivo de cuentas que se había hecho amiguito de Dan Callahan. Lo habían transferido de la oficina de Londres pocas semanas atrás, y esa misma mañana Bonnie lo había asignado a este proyecto.

—¿Estás segura de que quieres que los presente yo? —gimió Mark.

—Tú eres perfecto para esto —dijo Bonnie—, a todo el mundo le fascina tu acento británico. —Aunque Mark llevaba solo unos días en la oficina, y todavía se perdía cuando buscaba el baño en los pasillos, ya había aprendido que con Bonnie no se podía discutir—. No te preocupes, B te escribirá la presentación —añadió Bonnie sin tan siquiera mirarme.

—Ya está todo escrito, pero si quieres nos sentamos y te lo explico —me ofrecí.

—Gracias —dijo Mark, aliviado.

Después de reunirme con él me fui de la oficina para buscar la película de esa noche, y para prepararme para mi última velada con Simon. Para esa importante ocasión elegí otra película de Fellini titulada Amarcord, y luego corrí a casa, me puse un jersey de algodón, una minifalda y unas botas hasta la rodilla, que me quedaban espléndidas, y de nuevo corrí escaleras abajo para encontrarme con Alberto.

Debo admitir que Amarcord resultó ser una película tan buena que casi se me olvidó que estaba con Simon. Esa noche redescubrí la alegría de ver películas que te conmueven, que cambian tu manera de pensar y te hacen ver la vida de otra forma. No estoy tratando de hacerme la intelectual —de hecho, una de mis películas favoritas es Fuera de onda—, pero creo que finalmente he comprendido cuál es el truco para ver películas extranjeras. El secreto está en relajarse. Una tiene que asumir que hay cosas que no va a entender, y hay que dejarlas pasar sin atormentarse. ¿Pueden imaginarse lo que pensarán en la India al ver una película tan norteamericana como Dos tontos muy tontos? Lo más probable es que entiendan solo la mitad de los chistes, pero, de un modo u otro, la gente encuentra la manera de disfrutar viéndola. Para ellos una película así debe de ser tan extranjera como lo es para nosotros una japonesa.

Pero volvamos a Fellini.

Amarcord es la historia de un pequeño pueblo de Italia donde todos los chicos adolescentes están tratando de seducir a las mujeres maduras del lugar; pero lo interesante del film es que todas estas mujeres son bellas… y gordas. Las vemos caminar de una punta a otra del pueblo contoneando sus voluptuosas curvas como si fueran un reloj de péndulo, y —una vez más, y perdonen la falta de modestia— todas estas beldades tenían una figura más o menos como la mía. Estaba la Gradisca, con su mínima cintura y su máximo trasero, o la Tabaquera, con sus pechos gigantescos, capaces de asfixiar a un amante. Estas mujeres no escondían sus curvas con chaquetas y túnicas: las desplegaban sin pudor, enfundadas en apretados jerséis y faldas de tubo. Todas mostraban su cuerpo con el orgullo de quien se siente irresistible.

Cuanto más veía esta película, más apreciaba mi cuerpo. Pensar que un señor tan inteligente como Federico Fellini era capaz de ver belleza en un culo enorme o en un busto gigante hizo que me sintiera orgullosa de mi talla —algo que no ocurre muy a menudo cuando veo películas de Jennifer Aniston—. Ver a la Gradisca en la gran pantalla me hizo entender lo que me dijo la Madame aquella primera noche en su apartamento: «El secreto de ser bella es sentirse bella».

Quizá era el efecto de la película en mi autoestima, o el hecho de que ya me sentía más cómoda con Simon, pero lo cierto es que poco a poco terminamos abrazados. Todo empezó de la manera más inesperada —les juro que yo no lo había planeado—, pero él levantó un brazo, yo me incliné sobre su pecho, y antes de que me diera cuenta, estábamos prácticamente abrazados. Para hacerles el cuento corto: cuando llegó la parte triste de la película, estábamos agarrados de la mano.

Tengo una debilidad: desde pequeña, lloro inconsolablemente cuando veo películas en las que se muere una madre. Sospecho que todo empezó cuando, siendo apenas una niña, vi Bambi y quedé traumatizada; pero el caso es que este tipo de escenas siempre me hacen sollozar. En Amarcord había una escena de este tipo y, predeciblemente, yo me puse a llorar como una magdalena.

Lo que no me esperaba era ver a Simon secándose discretamente un par de lágrimas.

En ese momento tuve que reconocer que me había equivocado con él; jamás me habría imaginado que Simon era ese tipo de hombre. Si yo lo hubiera descartado después de la primera noche, si lo hubiera rechazado basándome en mi primera impresión, nunca habría visto ese lado de su personalidad, y eso me hizo darme cuenta de que en esta sociedad se nos ha olvidado que hace falta tiempo para conocer a las personas.

He acudido a innumerables actos para solteros en Nueva York, donde te hacen sentarte a hablar con un extraño durante un par de minutos y, al sonar una campana, ese hombre se va y llega otro, y luego otro, y luego otro más, con la esperanza de que en algún momento conozcas a uno que se quiera casar contigo. Para mí, estas citas rápidas tienen el mismo efecto que la comida rápida: me dejan con hambre. Yo no digo que haya que pasarse años cortejando a una chica antes de casarse con ella, pero pensar que puedes establecer tu opinión sobre una persona en una conversación de dos minutos es ridículo.

Por alguna misteriosa razón nos están haciendo creer que buscar a una pareja es como buscar un par de zapatos —éstos son demasiado altos, éstos son demasiado bajos, éstos son demasiado blancos, éstos son demasiado negros…— y quizá por eso nadie se toma el tiempo necesario para conocerse.

Esa furtiva lágrima que soltó Simon decía más que mil palabras, que diez mil anuncios clasificados y que un millón de perfiles de solteros en internet.

Ya hacia el final de la película, Simon y yo estábamos totalmente relajados y respirábamos al unísono. No me acuerdo de cuándo ni cómo nos dormimos, pero sí recuerdo que fue un sueño dulce y tranquilo. En menos de doce horas tendría la importante reunión con el Gran Jefe, pero nada de eso me importaba esa noche. Sentí que por primera vez en mucho tiempo estaba viviendo en el presente. Y estar en el presente me hizo darme cuenta de que me estaba enamorando.

Cuando nos despertamos ese viernes por la mañana, a Simon ya no le daba vergüenza descubrir que su brazo rodeaba mis hombros, o que mi cabeza descansaba sobre su pecho. Lo miré y le sonreí, y él también me sonrió. Mientras pensaba en cómo despedirme de este hombre que me había pagado una fortuna por sentarme junto a él durante cinco noches, Simon me dijo algo que me dejó muda.

—¿Quieres volver esta noche para ver otra película?

—Claro —contesté de la manera más natural que pude, porque en realidad lo que quería era abrazarlo y gritar «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!».

El caballo de mi pasión corría a todo galope.