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Antes de llegar a mi apartamento decidí acercarme a Greenwich Avenue para buscar una película en mi videoclub favorito.

Esta tienda era un lugar muy bohemio y divertido, donde cada empleado tenía asignada una estantería para recomendar sus películas favoritas. Además de las típicas categorías, como drama, terror o comedia, también contaban con otras menos tradicionales como «Tan malas que son buenas», para esas películas tan terribles que hay que verlas para creerlas; «Sin trama pero con tiros», para los amantes de la acción sin aspiraciones literarias, o «Casi casi porno», para las que son más atrevidas de lo normal.

Fue en esa sección donde encontré un curioso estante llamado «Toneladas de hermosura», dedicado a películas con heroínas pasadas de peso. Confieso que en el pasado yo habría evitado esa categoría, de la misma manera que evitaba las tiendas que se especializan en ropa para gordas. Pero como mi autoestima estaba en un avanzado estado de reconstrucción, me puse a revolver en esa sección.

Lo primero que noté fue que la mayoría eran películas extranjeras: Pasqualino Siete Bellezas, El ángel azul, Bagdad Café, y además había varias de Federico Fellini, como Amarcord, La dolce vita y Las noches de Cabiria. Yo había oído hablar de Fellini porque había hecho un curso de cine en la universidad, pero nunca me había sentado a ver ninguna de sus películas. No sé por qué tenía la impresión de que serían demasiado lentas e intelectuales para mí. Pero esa noche me pareció el momento perfecto para arriesgarme a ver algo así; atrapada en el sofá de Simon, no me quedaría más remedio que concentrarme en mi película extranjera, por muy lenta y complicada que fuera.

Un par de horas más tarde, después de una intensa sesión de exfoliación y rehidratación, me presenté en casa de Simon con unos vaqueros, un jersey y un par de gotas de Shalimar detrás de las orejas. Él estaba ocupado en el estudio, así que yo me encargué de todos los detalles —incluyendo los cuarenta y dos centímetros— y me senté a esperarlo mientras leía el folleto que acompañaba la película.

Simon entró, me miró a los ojos un segundo y sonrió.

—¡Hola! —dijo.

Me sorprendió su saludo. Quizá la conversación que habíamos tenido la noche anterior le había suavizado un poco el carácter.

Él se disponía a sentarse cuando yo reuní el valor para preguntarle lo de la película. ¿Se molestaría? ¿Me echaría a patadas? ¿Y qué haría yo? ¿Me atormentaría como la noche en la que el comandante nazi me echó de su casa?

«¡Basta de pensar, B!», me dije. «Una cosa es que te rechace alguien a quien amas, pero… ¿qué importa si te rechaza un tipo a quien apenas conoces?».

—Simon… estoy harta de leer. Hoy necesito hacer otra cosa.

Simon se quedó petrificado, y me dio la impresión de que era él quien se había sentido rechazado por mis palabras. Para evitar un malentendido, me apresuré a explicarle la situación con tono suave pero firme.

—Si quieres que me quede aquí esta noche, necesito que me dejes ver una película.

Tras un minuto de embarazoso silencio, finalmente habló.

—¿Quieres ver algo en la televisión? Con tal de que bajes el volumen… —dijo él buscando el mando a distancia.

—He traído una película.

—¿Cuál?

Le entregué el DVD de La dolce vita.

—¿Ya la has visto? —pregunté—. Tengo entendido que es una película muy famosa.

Él examinó el DVD y negó con la cabeza.

—No me gustan los subtítulos.

Bueno, parecía que había metido la pata con la selección fílmica, pero ya era tarde para echarme atrás.

—Pues yo tengo muchas ganas de verla.

—Con tal de que no subas mucho el volumen… —dijo, poniendo el DVD en el aparato. Luego se sentó a mi lado y cerró los ojos mientras la película empezaba.

Confieso que tardé un rato en entender de qué iba La dolce vita, pero media hora más tarde ya estaba enganchada. Mientras tanto, Simon se removía en su asiento tratando de dormirse.

La dolce vita es la historia de un periodista, encarnado por Marcello Mastroianni, que se hace amigo de la gente más rica y famosa de Roma. Marcello se debate entre un grupo de amigos elegantes y superficiales, y otro grupo de gente más humilde, pero más honesta. Por un momento pensé que quizá se parecía un poco a la vida del propio Simon.

En una de mis escenas favoritas, Marcello se mete en la fuente de Neptuno con la espectacular Anita Ekberg, quien en esa época estaba en la cúspide de su belleza, y de repente me di cuenta de algo muy curioso: Anita tenía unos kilitos de más. Sí, señores, la Ekberg, con ese enorme busto y esas voluptuosas piernas que asomaban juguetonas por el corte de su falda, me recordaba a alguien.

Sí. Me recordaba a mí.

Anita, poniéndole o quitándole un par de kilos, se parecía mucho a mí en esa noche en la que me arregló el señor Akhtar. Ella y yo compartíamos esa figura de reloj de arena, esas generosas curvas que, en otros tiempos, eran el epítome de la sensualidad y la belleza.

—¿Puedes subir el volumen? —rogó Simon mientras Anita se bañaba en la famosa fuente romana. Resulta que Simon estaba despierto y se había puesto a mirar la película conmigo. Estuve a punto de decirle: «¿No decías que no te gustaban los subtítulos?», pero me quedé callada, y en el fondo me alegré de que se estuviera divirtiendo.

Cuando la película terminó yo apagué el televisor, pero Simon se quedó allí sentado con los ojos abiertos.

—Siento mucho que no hayas podido dormirte —me disculpé.

—No te preocupes. Me ha gustado la película.

Nos quedamos en silencio durante un minuto y entonces, para mi sorpresa, él me hizo una pregunta.

—¿De dónde eres?

—De Nueva York —contesté.

—¿Nueva York?

Yo sabía por dónde iba la pregunta:

—¿Quieres saber de dónde soy yo o de dónde son mis padres?

—Sí, perdón, eso era lo que te quería preguntar.

—Mis padres son cubanos.

—Ah…

—¿Y tú de dónde eres? —pregunté.

—De Miami.

—¿Ah, sí? Todos mis primos están en Miami.

—Sí, pero no de Miami, Florida, sino de Miami, Arizona.

Solté una carcajada.

—¿Qué? No sabía que hubiese un Miami en Arizona —le dije.

—Sí, lo llaman Miami-Globe porque el pueblo de al lado se llama Globe y están muy cerca el uno del otro.

—Ah… ¿y es un pueblo grande? —pregunté.

—La última vez que lo miré eran solo unas ocho mil personas, pero réstale uno, porque yo me fui y no he vuelto. ¿Así que eres latina?

—Claro. ¿Y tú?

—Yo también.

—¿En serio? —dije, incrédula.

Yo sé que los latinos somos de todos los tamaños y todos los colores, pero pensar que este gigante paliducho fuera latino era difícil de creer. Lo más probable es que fuera mitad inglés y mitad alemán, o a lo mejor ruso o polaco. Lo que sí les garantizo es que no tenía un aspecto muy caribeño que digamos.

—Fui criado por mexicanos.

—¿Y eso por qué?

—Es una larga historia.

—Me gustan las historias largas.

Él soltó un suspiro, estuvo en silencio un par de segundos, y finalmente habló.

—Mi madre… Mi madre murió cuando yo era niño. Mi padre trabajaba en las minas de cobre, así que nuestra vecina de al lado me crió. Su nombre era Teresa y venía de Rosarito, México.

Simon volvió el rostro hacia la pared, como quien quiere ocultar una lágrima, y finalmente dijo:

—Teresa era una mujer muy buena.

Yo creo que no hay nada más triste que un niño que pierde a su madre, y era obvio, por el tono en el que hablaba Simon, que para él representaba un doloroso recuerdo.

—¿Sabes hablar español? —pregunté para aligerar la situación.

—Lo entiendo bastante bien, y puedo decir un par de cosas.

—Dime alguna.

—¡Hiiiijo de la chingada! —exclamó con el más puro acento mexicano.

Me tuve que reír a carcajadas, porque no me esperaba que este gringo hablara español de esa manera.

—¿Hijo de la chingada? ¿Eso es todo lo que sabes decir?

—Tenía que aprender las palabrotas, era la única manera de defenderme. Era un pueblo rudo.

—¿Aprendiste algo menos vulgar que eso?

—Sí, hay una palabra en español que me encanta. Es mi palabra favorita.

—¿Cuál es?

—Te vas a reír —me advirtió.

—¡Vamos! ¡Dime!

Él hizo una pausa teatral y finalmente pronunció la palabra con el orgullo de quien recita un poema.

—Sacapuntas.

—¿Sacapuntas? —dije, sorprendida—. Pero ¿por qué te gusta tanto?

—No sé. Me gusta cómo suena. Sacapuntas… —repitió satisfecho.

Simon se arrellanó en su rincón del sofá, con su palabra favorita resonando en el aire, y yo me quedé enternecida hasta la médula.

—Ahora me siento culpable por tenerte despierto hasta tan tarde. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte a dormir? —pregunté.

Simon se quedó pensativo, con los ojos placenteramente cerrados, y por fin dijo:

—Anda, llévame al castillo otra vez.