21

Mi madre es adicta al trabajo. No me da vergüenza decirlo, porque a ella no le da vergüenza serlo. Trabaja como una noble y orgullosa mula, y me ha criado para hacer lo mismo.

Cuando yo era una niña, mamá trabajaba a tiempo completo en el negocio de la familia, pero aun así se las arreglaba para asegurarse de que ni una partícula de polvo pudiera posarse en sus impecables muebles; mamá era capaz de atrapar un átomo de mugre en caída libre. En mi casa podíamos desayunar, comer y cenar en el suelo sin miedo a tragarnos un solo germen. Yo vi mi primera cucaracha a los diez años, en casa de mi amiga Victoria. Su madre, a diferencia de la mía, era una partera que escribía poesía feminista y que no tenía interés alguno en los quehaceres domésticos; pero jamás vi cucarachas en mi casa. Creo que nunca se molestaron en venir porque sabían lo que les esperaba.

Creo que la obsesión de mi madre por el trabajo es resultado de su experiencia de inmigrante. Como tantos otros, ella vino a Estados Unidos dispuesta a trabajar duro, y quizá es por eso nunca ha sido capaz de parar, ni por Navidad, ni Año Nuevo, ni Reyes.

Mis hermanos y yo crecimos expuestos a una imagen bastante irreal de lo que debían ser unas Navidades en familia. Inspirados por nuestros programas favoritos de televisión, soñábamos con unas fiestas en las que la familia se reuniera en torno al piano para cantar villancicos entre abrazos y miradas enternecidas. En las familias de la televisión, los padres siempre sacaban tiempo para sentarse en la cama y tener conmovedoras charlas con sus hijos. Estas conversaciones terminaban con frases como «… y no importa lo que pase, quiero que sepas que siempre estaré orgulloso de ti».

Qué bonito, ¿verdad?

Pero nada de esto ocurría en mi casa.

En mi casa la Nochebuena era una jornada más de trabajo en la que mi madre se pasaba el día cocinando y la noche limpiando. Mamá entraba y salía de la cocina cargada de platos, y mi padre le gritaba: «¿Cuándo coño te vas a sentar a comer?», pero descansar y disfrutar la comida no formaba parte de los planes navideños de mamá.

Cada vez que trataba de ayudarla, me mandaba de vuelta a la mesa porque a ella no le apetecía compartir la carga: prefería llevar su cruz sin ayuda de nadie. Cuando finalmente se sentaba —si llegaba a sentarse—, lo hacía durante cinco minutos y solo para contarnos lo cansada que estaba. Dicho esto, se levantaba una vez más para empezar a recoger la mesa. Teníamos un lava-vajillas automático, pero ella insistía en fregarlo todo a mano. Cuanto mayor fuera el sacrificio, más feliz se sentía.

Muchas veces tratamos de sabotear su rutina navideña: hubo un año en el que todos exigimos comer pizza recalentada, otro año le dijimos que si no se sentaba a la mesa, todos nos iríamos de casa. Pero el trabajo era para mi madre como una botella de whisky para un alcohólico, y nosotros no teníamos ningún derecho de arrancársela de las manos. Quizá tiene miedo a la intimidad, y usa el trabajo como excusa para distanciarse de nosotros, pero ¿cómo puedes quejarte de una madre que no hace otra cosa que trabajar por ti?

Dejando las críticas a un lado, reconozco que he aprendido a querer a mi madre tal y como es porque, si de algo estoy segura, es de que me quiere de verdad. El problema es que tiene una manera muy particular de mostrar ese cariño, y en vista de que no hay ninguna posibilidad de que un día se siente en mi cama para decirme eso de «… y no importa lo que pase, quiero que sepas que siempre estaré orgullosa de ti…», solo me queda jugar su juego, y tratar de robarle algún momento emotivo mientras está ocupada trabajando. Mamá solo se permite las flaquezas sentimentales mientras limpia o cocina. Sus consejos y su intuición se afinan al máximo cuando está en plena labor; el truco es seguirla por toda la casa mientras vacía los armarios o poda los árboles del jardín. No tiene sentido tratar de arrinconarla, ni pedirle que deje lo que está haciendo: ella solo es capaz de compartir su sabiduría milenaria mientras frota las baldosas del baño. Lo importante es entender que no es nada personal: no es algo que te hace a ti, es algo que le hace al mundo entero.

Les cuento todo esto porque, precisamente, ésa es una de las cosas que mi madre y la Madame tienen en común: la obsesión por el trabajo. Ya ni me acuerdo de cuántas veces escuché a la Madame decirme que era una mujer muy ocupada, que tenía un negocio que atender y que no podía malgastar el tiempo; ahora entiendo que tanto ella como mi madre son de la misma generación de inmigrantes, la única diferencia es que una era rusa y la otra cubana.

Ese miércoles, la Madame y yo nos encontramos para ir juntas de compras, pero yo sospechaba que todo era una excusa que ella se había inventado para que le contara mis recientes aventuras.

—¡Hola, querrida! —dijo, dándome un beso en cada mejilla—. ¿Todo bien?

—Sí.

—Fantástico. Entonces vamos a buscar un par de blusas para el verano —propuso.

Ir de compras con la Madame fue como asistir a un curso de comprología. Era la compradora más quisquillosa que he conocido jamás. Esta mujer, básicamente, puso la tienda patas arriba. No hubo falda, vestido o camisa que no examinara hasta el cansancio. Las marcas famosas y los diseñadores más populares no la impresionaban en absoluto; ella sostenía cada prenda en sus manos, evaluaba la tela, el corte, la costura e, inmediatamente, la descartaba diciendo: «Basura».

Yo me moría de la vergüenza porque, cada vez que me quedaba admirando algo vistoso o llamativo, ella batía la mano bajo la nariz como si la prenda apestara: «Nunca sigas la moda; que la moda te siga a ti», decía.

—La ropa debe ser una inversión inteligente —prosiguió mientras examinaba el vuelo de una falda, sin siquiera molestarse en mirar la etiqueta—. ¿Ves? Esto es decente —dijo mostrándome las costuras hechas a mano de la falda en cuestión—. A mí me interesan los diseñadores que invierten en su ropa, no los que invierten en publicidad. La publicidad solo convence a los idiotas. Solo un idiota puede creerse lo que un vendedor dice acerca de lo que te quiere vender. —Y con esta frasecita, desbarató completamente la razón de ser de mi industria.

—Oye, ¿y cómo van las cosas por la oficina? —preguntó cambiando de tema.

Yo tomé aire y me lancé a contarle la complicada red de intriga que había creado Bonnie.

—Pues resulta que he descubierto que mi jefa, que es una mujer horrible, está tratando de sabotear mi carrera… —Y fui contándole todos los innecesarios detalles de mi telenovela personal—. Y entonces en el baño la oí decir que estaba planeando deshacerse del Gran Jefe, que es un encanto de hombre y no se lo merece para nada, pero como yo llevaba una grabadora…

La Madame, visiblemente aburrida con mi historia, trasladó su atención a una bufanda de seda cruda, mientras me interrumpía para darme uno de sus sólidos consejos.

—Elige a tu jefe.

—¿Qué? —No entendí qué quería decirme.

—Tú eres buena en lo que haces, ¿no?

—Pues… creo que sí.

—Entonces cualquiera te contrataría. Tú no vas a cambiar a esa mujer, así que deja de malgastar tu tiempo en ella. Busca a alguien con quien te gustaría trabajar: alguien con integridad que no se sienta intimidado por tu talento.

Nunca se me había pasado por la cabeza que yo tuviera el poder de elegir a mi jefe. Igual que en el amor, no me atrevía a elegir: siempre esperaba a que me eligieran.

—Sé que usted tiene razón, pero antes de irme de ahí tengo que resolver un asunto que tengo pendiente con ella —dije.

—Está bien, pero no te hagas daño tratando de hacer daño a otro —sentenció.

Su consejo me dejó muda. En esa corta frase describía mi relación con la venganza. Ella notó mi reacción, pero se sumergió en un perchero de blusas de lino.

—Cuéntame algo divertido. Háblame de tus clientes —dijo.

Yo le conté todo lo que me había pasado: desde lord Arnfield con sus calcetines hasta Richard Weber con su chocolate. Ella se rió con mis aventuras, mientras fingía estar interesada en la cuenta de hilos de unas sábanas de algodón egipcio.

—¿Usted sabe interpretar sueños? —pregunté.

—Puedo intentarlo.

—Pues es que soñé que estaba acostada con un hombre y una mujer, y que la cama estaba en la cima de una alta torre de colchones que flotaba sobre el mar.

La Madame me miró durante un minuto como si estuviera estudiando mis facciones, y finalmente declaró:

—En los sueños yo siempre interpreto el mar como el amor. Esa alta torre de colchones que separa tu cama del mar es la distancia que pones entre el sexo y el amor.

Inmediatamente comencé a hacer asociaciones, que empezaron en segundo grado con Monique y continuaron hasta Guido aplastado en su cama por tres gorditas. Yo había crecido pensando que el sexo era una actividad despreciable, por tanto era lógico que solo pudiera practicarlo con gente despreciable (como el imbécil de Dan Callahan). Si la Madame estaba en lo cierto, ella podría haberme ahorrado miles de dólares en psicoterapia.

Pero antes de continuar con su interpretación, ella encontró algo de oferta en la sección de cosméticos y me abandonó en el pasillo, mientras yo trataba de procesar mis recuerdos reprimidos.

—Huele esto —ordenó, acercándome la botella de uno de esos nuevos perfumes con nombres de famosos.

—Hmmm… Me huele a… ¿a chicle bomba? —sugerí.

—Exactamente. ¿Me puedes explicar qué mujer con dos dedos de frente quiere salir a la calle oliendo a chicle? —dijo la Madame, asqueada.

A mí no me olía tan mal, pero es porque me gusta mucho el chicle.

—Las mujeres somos profundas, misteriosas, traemos vidas al mundo. Una mujer que se precie no sale a la calle oliendo a caramelos.

—¿Qué perfume usa usted? —pregunté, intrigada.

—Yo hago mi propio perfume. Uso de base Eau Impériale de Guerlain, mezclado con algunos ingredientes secretos.

—¿Qué ingredientes secretos?

Querrida… si te dijera cuáles son, dejarían de ser secretos —dijo sonriendo—. A mí no me gustan estas nuevas fragancias hechas por consenso. Un perfumero es un artista, y no hay artista que pueda hacer su trabajo en paz con veinte ejecutivos encima diciéndole lo que tiene que hacer. Y ni me hables de esos famosos que le ponen su nombre a la etiqueta de un perfume, sin saber la diferencia entre el vetiver y la bergamota. Ya no hay tradición, ya no hay arte. Todo es una estafa —concluyó.

Inspirada por las ideas de Madame me puse a inspeccionar la sección de perfumes clásicos.

—¿Qué opina usted de éste? —pregunté.

—¿Shalimar? Eso no es un perfume, es una institución. Lo hacen desde los años veinte.

Shalimar era el perfume favorito de mi abuela Celia. Cuando mi madre decidió que se iba de Cuba, mi abuela se lo regaló para que la recordara. Mamá se vino a Estados Unidos con el perfume, pero nunca más volvió a ver a su madre.

Durante muchos años mamá lo guardó en su cajón especial —ése que tienen todas las madres, donde guardan sus pañuelos y su lencería fina—, y cada vez que echaba de menos a mi abuela sacaba la botellita y aspiraba el perfume. Me imagino que cada vez que olía esa fragancia, por un brevísimo instante, sentía que volvía a estar cerca de su madre.

Pocas veces he visto llorar a mamá, pero podría jurar que cada vez que la vi tenía ese frasco de Shalimar en las manos.

Nunca me había atrevido a usarlo porque, para mí, no se trataba ya de un perfume, sino de una herencia familiar. Pero mientras estaba ahí de pie, con el frasco en la mano y perdida en mis recuerdos, la Madame se acercó para darme su opinión.

—¿Por qué no te lo pruebas?

—No sé si es el perfume adecuado para mí. Es demasiado intenso.

—Pruébalo. La química de tu cuerpo va a alterar la fragancia original. Pero no te pruebes la colonia, prueba el extracto.

La Madame pidió que nos trajeran una muestra de perfume puro, y la dependienta volvió con una botella minúscula que yo levanté con profundo respeto. Cuando estaba a punto de rociarme el cuello con ella, la Madame me detuvo.

Querrida… espera un momento. Debes ponerte un poquito de perfume en la muñeca, luego vas a probarte zapatos o a mirar bolsos, y un par de horas más tarde te acercas la muñeca a la nariz para ver cómo huele. El cincuenta por ciento del perfume es tu olor, la fragancia de tu propio cuerpo, y hace falta que pase un tiempo para que la reacción química tenga lugar. Es como con los hombres. Una los tiene que probar durante un rato antes de decidir si merece la pena quedarse con ellos —añadió con un guiño.

Mientras me daba unos toquecitos de perfume en la muñeca, me soltó una pregunta que me pilló desprevenida.

—¿Y cómo van las cosas con el de las cinco noches seguidas? ¿Sigue durmiendo?

—Como un lirón.

—Me alegro —contestó.

—Es un tipo muy misterioso. Nunca habla, odia ir a la playa, y no puedo entender esa obsesión suya con los cuarenta y dos centímetros.

—No se te ocurra preguntárselo. Es el tipo de cosa que, aunque él te la explicara, no la entenderías. ¿Es atractivo?

—Es alto, flaco y desgarbado.

—Pero… ¿es atractivo o no? —insistió.

—Bueno, un poco, pero es tan serio… tan callado…

La Madame sonrió con una ceja arqueada y murmuró algo en ruso.

—¿Qué ha dicho? —pregunté.

—Es un refrán: «El de la cara apretada tiene el culo flojo».

Inmediatamente salí en defensa de Simon.

—No, no es que sea el doctor Jekyll y mister Hyde; creo que es un hombre complicado, está a la defensiva. El problema es que como es tan callado…

—… te estás aburriendo —dijo, terminando mi frase.

—Sí. La verdad es que estoy harta de pasar la noche sentada leyendo.

—¿Quieres que le mande a otra chica?

—¡No! —exclamé bruscamente, y la Madame dejó lo que estaba haciendo para mirarme con expresión inquisitiva—. Es que me paga muy bien —mentí, pero sé que ella no me creyó—. Sé que es una tontería —añadí—, pero siento que él me necesita y…

—… y a ti te gusta sentirte necesitada —dijo, y completó mi frase una vez más.

Yo ya me estaba cansando de su manía de psicoanalizarme, así que tuve que ponerle freno.

—No, lo que pasa es que estoy aburrida de leer, y me gustaría hacer otra cosa, no sé, a lo mejor ver una película mientras él duerme.

Querrida, si él quiere seguir trabajando contigo es perfectamente lógico que le pidas que haga ciertas concesiones. Llévate una película esta noche, y si él no quiere que la veas, dile que renuncias, y ya.

—Pero es que me da pena de él —contesté.

—¿Y no te da pena de ti, noche tras noche sentada en ese sofá sin nada que hacer? Mira —prosiguió—, soy una mujer muy ocupada, tengo un negocio que atender, y no puedo perder el tiempo con esto, así que decide lo que quieres hacer y me avisas; pero yo te recomiendo que hagas lo que te hace feliz.

¿Ven? Esto es lo que me sacaba de quicio de la Madame: cada vez que abría la boca me hacía cuestionar mi vida entera: «Te recomiendo que hagas lo que te hace feliz». Se trataba de un concepto totalmente revolucionario para mí, porque jamás había analizado la vida en esos términos. Yo siempre estaba dispuesta a quejarme de lo infeliz que era, pero nunca era capaz de hacer las cosas que me hacían feliz. Me había sentado a esperar al jefe perfecto y me había sentado a esperar al novio perfecto, pero jamás había tomado la iniciativa de buscarlo, porque sentía un miedo terrible al rechazo. ¿Cómo podía hacer lo que me hiciera feliz si ni siquiera me sentía con derecho a la felicidad?

Mientras pensaba en todo esto, la Madame, ejercitando sus afinados poderes telepáticos, se dio la vuelta y me soltó una frase que me dejó sin habla.

—Lo opuesto al amor no es el odio, es el miedo.

Minutos más tarde nos fuimos de la tienda. La Madame había comprado un par de guantes de gamuza, una caja de trufas Teuscher de champán, y un frasco de un perfume llamado Mitsouko para la esposa de Alberto, que estaba a punto de cumplir años.

Yo también me compré un perfume: un pequeño frasco de Shalimar. Esa tarde descubrí que la química de mi cuerpo lo transformaba en la fragancia más deliciosa del mundo. Ahora, cada vez que lo uso, siento que estoy protegida por la fuerza de mi madre y por la sabiduría de esa abuela que nunca llegué a conocer.

Me despedí de la Madame en la calle, apretando la botellita de perfume contra mi pecho, como si llevara conmigo las cenizas de mi abuela, y entré en el metro dispuesta a prepararme para mi cuarta noche con Simon.

Durante el trayecto recordé las palabras de la Madame: «Haz lo que te haga feliz». ¿Qué me podía hacer feliz? Estaba tan acostumbrada a pensar en qué hacía felices a los demás, que había perdido la capacidad de hacerme feliz a mí misma. Mientras mi mente navegaba por estas aguas turbulentas, la mujer que iba sentada a mi lado se quedó dormida sobre mi hombro. Enternecida por el recuerdo de Simon, la dejé roncar durante un par de estaciones hasta que llegamos a mi parada. No me molestaba conceder un rato de paz a esta pasajera, siempre y cuando no me babeara en el hombro.