20

A la mañana siguiente se respiraba una calma tensa en el trabajo. Todos nos preparábamos para el viernes, cuando haríamos la presentación de la campaña de los tampones ante el Gran Jefe. Yo lo conocí una vez y me había parecido un tipo encantador, tanto era así que no podía entender cómo permitía que un monstruo como Bonnie dirigiera la oficina de Nueva York.

El Gran Jefe me gustaba porque era un rebelde, un visionario que había creado su compañía desde los cimientos. Era un tipo inteligente, creativo y con talento, que se negaba a usar trajes y corbatas, que contestaba su propio teléfono y que, de vez en cuando, hasta dirigía sus propios anuncios. El Gran Jefe era afroamericano, había crecido en los barrios pobres de Chicago y ni siquiera se había graduado del bachillerato. Había empezado a trabajar desde que era muy joven, y había llegado desde el fondo hasta la cumbre por sus propios méritos. Desafortunadamente, cuando creció su compañía, entró un grupo de inversores y accionistas, y con ellos llegó la burocracia. Lo irónico del asunto es que el éxito del Gran Jefe se debía a que siempre había roto las reglas; pero ahora su compañía tenía más reglas que la hora del té en el palacio de Buckingham. Quizá por eso la energía creativa que lo había hecho triunfar había desaparecido completamente de su agencia. Era una situación tristísima, pero bastante común en las grandes empresas.

Bonnie era el resultado directo de ese tipo de mentalidad corporativa. Por más que yo la detestara, tengo que reconocer que era una maestra en el arte de la manipulación. Su técnica favorita era el maquiavélico «divide y vencerás». Su truco era construir una pared invisible alrededor del Gran Jefe para que él no pudiera comunicarse con ninguno de sus empleados en Nueva York; de esta manera, nadie podía advertirle acerca de lo que estaba pasando en nuestra oficina. Ella exigía que todo, absolutamente todo, se le enseñara a ella antes de que llegara a él. Nos tenía prohibido hablar con él por teléfono, incluso si era él quien llamaba. Una vez Bonnie casi despide a Gregory —uno de nuestros productores— por contestar una llamada telefónica del Gran Jefe. ¿Qué iba a hacer Gregory? ¿Colgar el teléfono al fundador y dueño de la compañía? ¿O decirle: «Lo siento, pero si Bonnie descubre que he hablado con usted, me echa»? Como ven, todos éramos rehenes de esa bruja.

La agencia había perdido varios clientes importantes desde que ella estaba a cargo de nuestra oficina, pero Bonnie sabía que si controlaba las comunicaciones podía llevarse el mérito de los éxitos y culpar a otros de los fracasos. ¿Cómo podíamos avisar al Gran Jefe de lo que estaba pasando, si ni siquiera podíamos darle los buenos días en el ascensor?

Después del incidente de la fotocopiadora —cuando me negué a quedarme a trabajar hasta tarde—, Bonnie habia dejado de hablarme, pero yo me hacía la tonta y actuaba como si nada hubiera pasado. Ese martes hice cuanto pude para no tropezarme con ella, cumplí con mi trabajo diligentemente de las nueve hasta las cinco, y luego me fui a casa a prepararme para la tercera noche en casa de Simon.

Alberto me recogió a las diez y me dejó frente a su edificio. Yo entré con mis propias llaves, preparé el sofá y me senté a esperarlo. Pero esa noche, algo completamente inesperado ocurrió: esa noche Simon no podía dormir.

Llegó más nervioso y estresado que de costumbre, se sentó junto a mí y cerró los ojos; pero veinte minutos más tarde seguía suspirando y tratando de relajarse sin éxito.

Lo miré de reojo y noté que, con los ojos cerrados hacía esfuerzos por quedarse dormido. En ese momento, y sin proponérmelo, me di cuenta de que Simon no era tan feo como yo pensaba. Quizá nunca me había dado cuenta, porque sus gruesas gafas le tapaban la cara como un antifaz, pero tenía las pestañas muy largas y muy negras. Era el tipo de pestañas que a cualquier mujer le gustaría tener, y que parecen un desperdicio en un hombre. Su nariz era grande, pero elegante; era una de esas narices griegas, que descendía desde la frente en línea recta. Luego me fijé en sus labios y me di cuenta de que eran considerablemente carnosos; el problema es que cuando estaba despierto siempre hacía una tensa mueca con la boca que los hacía desaparecer. Cuando relajaba la cara se podía apreciar que sus labios eran anchos y robustos. Eran, aunque suene cursi, unos labios muy besables. «No es tan feo», pensé, y en ese momento, con los ojos aún cerrados, Simon me dijo:

—No me mires así.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando? —dije haciéndome la desentendida y mirando en la dirección opuesta.

—No me gusta que me mires así.

Me ruboricé tanto, que mi cara debió de ponerse morada. Es verdad que lo estaba mirando, pero solo lo hice durante un par de segundos, y además él tenía los ojos cerrados. ¿Cómo pudo darse cuenta?

—Sentí que me estabas mirando —dijo con los ojos todavía cerrados.

—Pues te equivocas —mentí. Antes muerta que reconocer que lo estaba mirando con cierta lujuria.

Nos quedamos sumidos en un silencio hostil, mientras él cambiaba de posición una vez más en su estrecho refugio. Ahora era yo quien estaba incómoda, y cuando me sentía incómoda, me daba por hablar.

—¿No puedes dormir? —pregunté.

Simon no contestó.

—¿Quieres que me vaya?

—¡No! —gruñó.

No me gustó el tono de su voz, y debió de darse cuenta porque, inmediatamente, lo cambió por un suave susurro.

—No te vayas, por favor —suplicó.

Su voz revelaba una desesperación que nunca antes había escuchado.

—¿Quieres que cuente ovejas por ti? —bromeé.

Él se rió. Fue una risa entre dientes, pero lograr que un tipo tan serio se riera hizo que me sintiera como si me hubiese tocado la lotería. Entonces me di cuenta de lo guapo que estaba cuando sonreía. Ojalá lo hiciera más a menudo.

—¿Quieres que hablemos de algo? —pregunté.

—¿De qué?

—De cualquier cosa: arte, política, el clima… Eso sí, te advierto que cuando empiezo a hablar a veces no puedo parar.

Él volvió a reírse y, por primera vez, me miró a los ojos.

—Me arriesgaré. ¿De qué quieres hablar?

—Es tu dinero, así que tú eliges el tema —contesté.

—Pues de dinero es de lo que menos me gustaría hablar.

Yo lo miré sorprendida.

—No irás a decirme que tienes problemas de dinero… —dije, abriendo los brazos como si presentara su lujoso apartamento en un anuncio de televisión.

—Mucho dinero trae muchos problemas —contestó.

—Jodido si lo tienes, y jodido si no lo tienes —dije.

—Así es la vida.

—Mi abuela siempre decía: «De esta vida nadie sale vivo».

Él se rió con mi refrán.

—¿Quieres hacer una visualización? —pregunté.

—¿Una qué?

—Es una técnica de relajación que aprendí… —Me detuve antes de explicarle que era para adelgazar, porque la verdad es que no venía al caso—: A mí me ayuda a dormir. ¿Quieres probarla?

Simon dijo que sí, y yo inmediatamente adopté el tono chamánico de mi profesor de meditación.

—Cierra los ojos y piensa en una hermosa playa…

—No me gusta ir a la playa —dijo.

—¿Por qué?

—Tengo mis razones —contestó secamente, y por el tono de su voz me di cuenta de que no tenía ninguna intención de compartirlas.

—Vale, entonces vamos a pensar en una montaña, pero que sea una montaña junto al mar, si no te importa. Es que a mí me gusta mucho ir a la playa.

Se rió una vez más, y eso me encantó.

—¿Has estado alguna vez en Big Sur, California?

—Muchas veces —contestó.

—¿Conoces el Castillo Hearst?

—Trabajé en los archivos del Castillo Hearst dos años. Vivía al pie de la montaña.

Yo me quedé con la boca abierta como una tonta.

—¿Trabajabas para el castillo? ¿Y alguna vez te dejaron nadar en la piscina de Neptuno? —pregunté tratando de controlar la emoción.

—Dos veces.

Aquí tengo que hacer un pequeño paréntesis: yo sé que las coincidencias a veces no son más que eso, puras coincidencias. Pero el hecho de que este tipo hubiera vivido durante dos años en mi lugar favorito del planeta era demasiada casualidad.

Pero volvamos al sofá: yo no quería ponerme a hablar sobre el castillo, porque entonces ni él ni yo dormiríamos esa noche —y, después de todo, mi trabajo era conseguir que él se durmiese—, de modo que, mordiéndome el labio, decidí continuar con la visualización.

—Es un día precioso: el sol brilla en el cielo, y estamos en el patio del castillo.

—¿Junto a la piscina?

—No, detrás. Vamos a entrar por la cocina. Cruzamos la cocina… y llegamos a una de las escaleras de caracol. Vamos a subir por esa escalera hasta el segundo piso… A la derecha tenemos la habitación de Marion Davies… pero vamos a girar a la izquierda para entrar en la habitación que conecta su cuarto con el del señor Hearst. ¿Sabes de qué habitación estoy hablando?

Él asintió con los ojos cerrados.

—Vale, ahora nos vamos a detener en medio de esa sala, y vamos a caminar hasta la ventana… la abrimos… y vamos a subir los escalones que están frente a ella para salir a la terraza…

—¿Estás segura de que hay escalones en esa ventana? —preguntó.

—Créeme: hay escalones frente a esa ventana. Ahora vamos a subir esos escalones… uno… dos… tres… estamos en la terraza. Siente la brisa. Respira el aire del mar. Ahora nos vamos a sentar al borde de la terraza. Abajo está el patio, y si miras a la derecha puedes ver la piscina de Neptuno. Ahora vamos a mirar al horizonte. El mar es azul claro y se vuelve plateado en la distancia. Las gaviotas vuelan sobre nosotros, y no tenemos ningún miedo, ninguna preocupación. El pasado ya pasó, y el futuro no existe. Lo único que tenemos es el presente, y ahora, en este preciso instante, somos totalmente felices. Somos felices, y todo lo que tenemos es el presente.

Era la primera vez que guiaba una visualización para otra persona, y debí de hacerlo bastante bien, porque cuando me di la vuelta vi que él dormía como una marmota.

Pero ahora viene la mejor parte: en cuanto Simon se durmió, pude mirarlo sin que se diera cuenta. Y eso fue exactamente lo que hice: lo miré y lo miré todo lo que quise, y finalmente comprendí que Simon me parecía atractivo. Muy atractivo.

Luego cogí mi libro y me puse a leer hasta que me quedé dormida sobre su hombro.