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Esa mañana —la mañana del «qué coño»— llegué a casa, me cambié de ropa y cogí el metro camino de la oficina, pero todavía sintiéndome muy molesta, desproporcionadamente molesta.

«Cuando estás histérica, estás histórica», me decía mi AA-ex. La verdad es que no estaba lo que se dice histérica, pero sí excepcionalmente irritada, en especial si consideramos lo trivial del incidente de esa mañana. Según la teoría de mi ex, en un caso como este mi ofuscación no tenía nada que ver con lo que había hecho Simon, sino con algo más antiguo y profundo que eso.

Mientras iba en el metro, considerando si esa teoría tendría algún fundamento, me fijé en una joven pareja que estaba sentada en el asiento de enfrente. Iban de la mano, y, aunque las ocho y media de la mañana no es la hora más romántica del día, ellos iban apretados como tortolitos. Entonces me fijé en que ella llevaba anillo de compromiso, y fue entonces cuando, finalmente, me di cuenta de qué me estaba pasando: yo quería ese tipo de relación en mi vida. Soñaba con un amor que me hiciera sentarme en el metro a las ocho y media de la mañana apretada contra mi novio como si fuéramos siameses. Como cualquier mujer que está a punto de cumplir los veintiocho años, mi reloj biológico estaba entrando en su cuenta regresiva, y en cualquier momento iba a explotar.

Simon no me gustaba en absoluto: era demasiado alto, demasiado flaco, y además había notado que tenía tanto pelo en la espalda que se le salía por el cuello de la camiseta, qué horror. Créanme, Simon no era mi tipo de hombre, pero supongamos por un minuto que lo fuera: él era soltero, heterosexual, y tenía un trabajo decente. En realidad yo podría arrinconar a este idiota y decirle: «Oye, estoy harta de lo del sofá y lo de la cinta métrica. ¿Por qué no nos vamos a cenar a un buen restaurante, nos tomamos una copa de vino y nos conocemos un poco mejor?».

Técnicamente, podía tomar esa iniciativa si quisiera acostarme con él, pero no si quería que me tomara en serio en el sentido romántico. Y el problema es que, a estas alturas de mi vida, cuando yo empezaba a buscar algo que trascendiera las aventuras de una noche de copas, no me quedaba más alternativa que esperar a que él me lo propusiera. Quizá la culpa de todo esto la tiene mi educación católica-cubana, o las reglas de esta estúpida sociedad en la que vivimos, pero lo cierto es que, en estos tiempos que vivimos, las mujeres somos lo suficientemente independientes para estar solas, pero no estamos lo suficientemente liberadas para buscar de manera activa un compañero. Todavía dependemos de que el hombre quiera tomar la iniciativa. Si quieres salir con un chico, debes esperar a que él te invite; y si quieres casarte con él, debes esperar a que él te lo proponga. Obviamente hay excepciones, pero no es común ver a una mujer arrodillada frente a un hombre para pedirle la mano.

Y para hacerlo todo más complicado aún, cada vez hay más y más hombres que no se atreven a tomar la iniciativa. El problema es que, cuando un hombre permite que la mujer tome las riendas, se le considera débil y afeminado.

Yo creo que esta epidemia de soltería que vivimos se debe a que ya ni los hombres ni las mujeres se atreven a tomar la iniciativa; en consecuencia, nadie lo hace. Hombres y mujeres por igual corremos de un lado a otro tratando, sin éxito, de encontrar el amor. ¿Qué está pasando? ¿Por qué no podemos conectar? ¿Nos hemos vuelto demasiado exigentes? ¿Demasiado específicos en la búsqueda de ese amor perfecto? En cuanto descubrimos un defecto en nuestro amante, lo abandonamos, alentados por amigos que nos repiten «seguro que puedes encontrar a alguien mejor». No es que yo proponga volver a los tiempos en los que los hombres salían a trabajar y las mujeres se quedaban encerradas en la cocina, pero por lo menos, en esos tiempos, todos conocíamos las reglas del juego. Ahora hay una terrible confusión que mantiene a muchos en la más triste soltería.

Después de mucho pensar y analizar esta situación, he descubierto que la culpa de todo esto la tiene la comida rápida. Sí, señores, así como lo oyen: la comida rápida tiene la culpa de que estemos solteros. Permítanme que lo explique.

En Nueva York, en el año 1905 la gente se casaba sin problemas. Los abuelos de mi amiga Fran se conocieron un martes, ella cocinó para él el miércoles, y se casaron el jueves. Cada vez que el abuelo hablaba de su corto noviazgo, explicaba: «Ella era judía, trabajadora, y sabía cocinar». Eso era todo lo que él buscaba en una mujer.

Estoy segura de que el hecho de que ella fuera judía y trabajadora era importante, pero el hecho de que supiera cocinar fue fundamental. ¿Por qué? Pues porque el abuelo sabía que lo que ella cocinara es lo que él iba a comer el resto de sus días. En 1905 no había ni McDonald’s, ni Wendy’s, ni Hunan Palace.

Hoy en día nadie necesita ir al mercado para comprar el pollo, desplumarlo y poner leña en el fogón. En nuestros tiempos nadie necesita cocinar, todos podemos comprar comida rápida, vivir independientemente, y darnos el lujo de elegir quisquillosamente con quién nos vamos a casar. Sin embargo, los abuelos de Fran, unidos por la necesidad, estuvieron juntos hasta la muerte.

Pero hay otro problema: supongamos que encuentras al hombre perfecto y te casas con él. ¿Cómo haces que esa relación dure? La vida conyugal es difícil para los hombres, pero para las mujeres es un infierno. La mujer tiene que trabajar, ocuparse de los niños, de la casa, y además debe mantenerse delgada, joven y bella. Una mujer de hoy debe ser una profesional de éxito, un ama de casa ejemplar, una madre abnegada y una modelo de pasarela. Eso son cuatro trabajos a tiempo completo. ¡Ah! Y que no se te olvide tomar una clase de yoga al día, para tratar de aliviar el estrés de esta esquizofrénica rutina. Estoy harta de ver mujeres por la calle cargando un bebé en una mano y una BlackBerry en la otra; todavía no he conocido un hombre que asuma todas las responsabilidades que las mujeres afrontan a diario.

Tras la liberación femenina nuestros deberes aumentaron, pero los de los hombres disminuyeron, y nos han lavado el cerebro para que pensemos que tenemos que hacer más y más: gana más dinero, educa a tus hijos para que vayan a Harvard, decora tu casa como una profesional, cocina como un chef, y aprende a caminar con tacones de quince centímetros, porque ninguna mujer moderna puede permitirse el lujo de ir en chanclas por su casa. Lo peor es que somos tan tontas que corremos enloquecidas de un trabajo a otro, jactándonos de nuestra insostenible rutina, como esclavos que presumen de sus cadenas: «¡Las mías pesan más que las tuyas!», nos decimos, convencidas de que cualquier mujer que no esté estresada hasta la muerte no está trabajando lo suficiente.

¿Qué les estaba contando cuando me fui por la tangente?

Ah, sí, que yo iba en el metro, que vi a una parejita enamorada, y que me preguntaba cuándo me tocaría a mí.

Esa mañana del «pero qué coño» transcurrió lenta como un caracol, hasta que al mediodía me llamó la Madame.

—¿Todo bien para esta noche? —preguntó.

—¿Qué? ¿Ese tipo no lo ha cancelado?

—Te dije que eran cinco noches seguidas —contestó.

—Pero es que no entiendo lo que él quiere. Se apretuja en el sofá, entre un cojín y yo, pero si accidentalmente lo toco, le entra un ataque de pánico, como si yo tuviera una enfermedad contagiosa.

—¿Quieres que lo llame para cancelarlo? —preguntó con impaciencia.

—No, lo que quiero es entenderlo.

—No trates de entenderlo. Créeme, no servirá de nada.

Pero antes de que le pudiera explicar que yo era una pensadora compulsiva y que necesitaba entender las cosas para satisfacer mi mente hiperactiva, ella cambió de tema.

—¿Quieres venir de compras el miércoles, después del trabajo?

—¡Claro! —exclamé. A lo mejor podía convencerla de que contestara mis preguntas en persona. Decidimos encontrarnos en unos grandes almacenes de la elegante Quinta Avenida, colgamos, y yo volví a mi trabajo.

Esa noche me duché y luego Alberto me llevó a casa de Simon, donde Romina me esperaba con una sorpresa.

—Mañana no voy a estar, así que Simon me ha pedido que te diera las llaves para que puedas entrar.

Vale… ¿Alguien puede explicarme cómo he pasado de «pero qué coño» a «toma las llaves de mi casa»? Este hombre era un misterio.

Mientras esperaba a Simon, coloqué el despertador y el almohadón en su sitio, medí los misteriosos cuarenta y dos centímetros que tenía que dejarle, y me senté donde me correspondía. Ésa fue la primera noche que llevé en mi bolso una cinta métrica, para acelerar el proceso.

Sentada en el sofá, esperé pacientemente a Simon. Esa noche, la mesita de centro que tenía enfrente se hallaba cubierta de papeles. Se notaba que Simon había estado revisando su correo, y además había dejado una papelera llena de cartas y folletos que había desechado. Sé que abrir el correo de los demás se considera un delito, pero espero que hurgar en la basura de otro no lo sea. Los géminis somos curiosos por naturaleza, y la tentación de echarle un vistazo a lo que había en esa papelera era irresistible.

Mirando la papelera descubrí cosas interesantísimas sobre mi cliente. Por ejemplo, a Simon lo habían invitado a las fiestas más exclusivas de Manhattan —desde festivales de cine, hasta elegantes cenas benéficas, pasando por todos los desfiles de moda del planeta—, pero todas estas invitaciones terminaron en la basura.

«Muy interesante», me dije. Parece que Simon no tenía interés en los privilegios que venían asociados con su fama. Pero ¿por qué? ¿Será por arrogancia? ¿Porque creía que estaba por encima de los demás? ¿Sería que no le interesaban las fiestas y los cócteles? Era difícil creer que alguien ignorara todas estas invitaciones, pero era imposible imaginar que un tipo tan antisocial como él pudiera sentirse cómodo en público.

Cualquiera en Nueva York habría dado un brazo para que lo incluyeran en el privilegiado círculo al que Simon pertenecía, pero parecía que a él eso le importaba un bledo. Esto me encantó porque, después de tantos años viviendo en Nueva York, estoy harta de arribistas y advenedizos.

Cuando terminé de inspeccionar la papelera, me puse a mirar lo que no había tirado, y descubrí que había guardado cartas de Médicos sin Fronteras, National Public Radio y otras instituciones benéficas que también a mí me gusta apoyar. A Simon no le gustaban las fiestas de sociedad, pero sí dar dinero a las causas más importantes. «Muy interesante», volví a pensar.

De pronto lo escuché llegar en el ascensor, y me apresuré a dejarlo todo como lo había encontrado para que él no sospechara que había estado husmeando. Él venía con los mismos pantalones de la noche anterior, pero con una camiseta todavía peor.

Creo que le sorprendió agradablemente descubrir que yo ya lo había arreglado todo —incluyendo los cuarenta y dos centímetros—, pero no me dijo ni una palabra. Me sentía tan culpable por haber husmeado en su correo que, por primera vez, fui yo quien evitó su mirada.

Hoy tenía mejor aspecto que la noche anterior: parecía descansado, y noté que hasta se había afeitado. Por un segundo lo encontré ligeramente atractivo, pero su obstinado silencio todavía me irritaba. Pensé que su mejora se debía a las siestas que se echaba junto a mí, o quizá era que finalmente me había acostumbrando a su narizota, sus gruesas gafas, su cabeza rapada y su espalda peluda.

Una vez más se sentó en el apretado espacio que quedaba junto a mí, y soltando un profundo suspiro, se quedó dormido.

Pero esa noche, mientras él dormía como un bebé, yo no pude pegar ojo. Parte del problema residía en que esta vez fue Simon quien se recostó sobre mi hombro, y eso, junto con el hecho de que yo estaba cansada y estresada, me produjo una ansiedad que no me dejaba dormir. Esa noche me sentí atrapada y agobiada. Llegó un punto en el que estaba tan aburrida que traté de estirarme para coger el mando a distancia del televisor, pero Simon me tenía aferrada por el brazo y no me permitía moverme. Como era imposible arrastrar al gigante de metro noventa que tenía recostado sobre mí, no me quedó más remedio que tratar de calmarme. Menos mal que no necesitaba ir al baño.

Traté de leer, pero no me pude concentrar en el libro. Sin nada mejor que hacer, me puse a analizar la información que había recopilado sobre él. ¿Por qué este tipo que tenía una vida tan glamurosa siempre estaba de mal humor? ¿Por qué saltó cuando aquella modelo trató de tocarlo? ¿Por qué tiraba las invitaciones de las fiestas más exclusivas de Manhattan? Y ¿por qué me empujaba cuando estaba despierto y me abrazaba cuando estaba dormido?

—¿Pero qué coño…? —murmuré, pensativa.

Probablemente me sentía exhausta por dormir mal tantas noches seguidas, y por eso mi mente seguía dándole vueltas a lo mismo. Entonces se me ocurrió cerrar los ojos y hacer una visualización. La visualización es una técnica de relajación que me enseñaron en un centro espiritual de adelgazamiento. Solo tienes que cerrar los ojos y meditar sobre tu rincón favorito del planeta. Nunca me ayudó a adelgazar, pero sí me ayudaba a quedarme dormida, así que después de inhalar y exhalar profundamente, me puse a pensar en mi lugar favorito: el Castillo Hearst, que está en la zona de Big Sur, en la costa de California.

El Castillo Hearst es un lugar maravilloso. No es que yo sea una gran admiradora del legendario William Randolph Hearst, pero esa casa —una de sus muchas mansiones— era realmente espectacular. La construyó en lo alto de una colina, frente al océano Pacífico. Es un caserón enorme, lleno de antigüedades, y fue el escenario de las fiestas más fabulosas de los años veinte y treinta. Charlie Chaplin, Carole Lombard, Clark Gable, Johnny Weissmuller, y los más famosos personajes del cine, las artes, la política, la ciencia y los deportes se daban cita en ese lugar.

Hearst contrató a una arquitecta llamada Julia Morgan para que la construyera. Ella fue una de las primeras ingenieras de Estados Unidos, y la primera mujer que fue aceptada para estudiar arquitectura en la École de Beaux-Arts en París. El gusto de Hearst era muy ecléctico, y hasta un poco excéntrico, y en lugar de comprar los muebles para las habitaciones, construyó las habitaciones para albergar los muebles. Hearst compraba antigüedades enormes y luego le pedía a Julia Morgan que ajustara el edificio a sus dimensiones. Por ejemplo, Morgan tuvo que rehacer el salón principal de la casa para que cupiera la chimenea de un castillo escocés, y alteró el comedor para poder colocar el techo de madera labrada de un monasterio español. También construyó dos piscinas preciosas, una al aire libre, que llaman la de Neptuno, y una cubierta, que llaman la Romana. No me importaría entregar todos mis ahorros a cambio del privilegio de nadar en la piscina de Neptuno.

Hay críticos de arte que dicen que el Castillo Hearst es un museo cursi y de mal gusto, la mansión de un millonario que compraba antigüedades al por mayor, y que por eso está lleno de piezas inconexas de estilos mezclados, pero a mí no me importa lo que digan: a diferencia de los grandes museos, el castillo fue un hogar; un hogar que fue disfrutado al máximo. La casa entera, con su maravillosa vista al mar, está envuelta en una energía muy especial.

Felicia, mi profesora de canto en el tercer semestre de la universidad —cuando brevemente decidí que iba a dedicar mi vida a la actuación—, me dijo que estaba científicamente comprobado que el sonido de un instrumento que ha sido bien tocado es mejor que el de uno que ha sido mal tocado. En otras palabras, el violín de Itzhak Perlman suena mejor que otros, simplemente porque un gran músico lo ha usado durante muchos años. Es como si el sonido purificara el instrumento.

Quizá algo parecido ocurrió con el Castillo Hearst; quizá la energía de toda esa gente inteligente, guapa y con talento que él invitó purificó el ambiente. A veces me pregunto si el amor puede hacer eso mismo con tu cuerpo. A lo mejor el amor te puede hacer más pura y más bella. A lo mejor cuando eres amada te conviertes en mejor persona.

Mi mente divagaba del Castillo Hearst a mi profesora Felicia, a Simon roncando sobre mi hombro, y entonces pensé en el apretón que él me había dado para que no me moviera. Había algo en la manera en la que me había retenido que me hizo sentir, no sé, necesitada, querida. Mis otros clientes me habían hecho sentir deseada, pero por más halagadora que fuera esa sensación, el gesto de Simon había sido mucho más intenso y enternecedor.

Mi AA-ex siempre decía: «Es peligroso encerrarte en tus pensamientos», y debe de serlo más aún si llevas un par de noches sin dormir, así que me dije: «Basta de pensar», y cerré los ojos. Al día siguiente tenía una importante reunión sobre los tampones Del Cielo, y necesitaba descansar.

Finalmente me quedé dormida, pero no me acuerdo de lo que soñé. Lo que sí sé es que fue un sueño plácido y profundo.