17

A la mañana siguiente de mi encuentro con Simon Leary, fui a comprarme ropa interior. Tenía ganas de hacer algo que me hiciera sentir bien, ya que la noche anterior había sido un poco deprimente. Ese tipo me había puesto triste.

De modo que me fui a una boutique, me puse a mirar unos caros negligés, y entonces se me ocurrió la mala idea de pedir uno de mi talla para probármelo. La dependienta me miró como si le hubiera pedido un ojo para un trasplante de córnea.

—Me parece que no tenemos su talla —dijo la muy estúpida.

Inspirada por el incidente de Myrna y la Coca-Cola light, miré a esa mujer con la ceja arqueada y le dije:

—¿Te parece o te consta que no tienes mi talla? ¡Porque lo que a mí me parece es que vas a ir corriendo a la trastienda a buscarla!

Intimidada por mi actitud, ella cambió el tono y me dijo:

—Déjeme ver qué encuentro ahí detrás.

Cuando la dependienta se fue, me puse a examinar un sujetador de brocado y doble tirante, y en ese momento me di cuenta de que algo raro me estaba pasando.

Algo que podía asociar con un acontecimiento de mi primera infancia: el infausto día en el que la maestra nos leyó el cuento de la princesa y el guisante. A partir de ese día, cada vez que me sentía así de rara, pensaba en esa princesa que notaba en su espalda la molestia de un guisante, aun cuando éste estuviera bajo una pila de colchones. Ese guisante que yo sentía clavado en la mía era el signo inequívoco de que estaba tratando de ignorar mis sentimientos.

Permítanme que les ponga un ejemplo: hace varios años estaba yo mirando uno de esos canales de televisión que se dedican a vender baratijas, y una mujer llamó para hacer una pregunta sobre unos pendientes. Lo curioso es que la mujer estaba llamando desde Hawái, donde se encontraba de luna de miel con su recién estrenado marido.

Me puedo imaginar la vista desde el balcón de su habitación: veo un hermoso atardecer rojizo, un sol hawaiano que se hundía en el océano, palmeras que ondeaban bajo la brisa tropical, y su flamante marido en la ducha, preparándose para ejercitar esos recién adquiridos derechos conyugales.

Lo que no puedo imaginarme es por qué demonios, en un momento como ése, estaba esta mujer pegada al televisor, haciendo una llamada de larga distancia para discutir la calidad de unos pendientes de oro blanco con circonitas, en lugar de estar revolcándose con su marido en las suaves arenas volcánicas de las playas hawaianas. A lo mejor me equivoco, pero esta señora estaba tratando de ignorar sus temores. Seguramente se sentía aterrada ante lo desconocido. Quizá su nueva vida de casada, esa isla tropical y hasta el cuerpo de su marido debían de producirle un miedo paralizante. Sospecho que por esa razón ella trató de buscar consuelo en algo que le resultaba terriblemente familiar: ese canal de televisión que vendía baratijas.

Me acordaba de esta mujer en ese preciso instante porque yo estaba haciendo algo parecido. Me había ido de compras para ignorar mis sentimientos. En otras palabras: estaba usando mi tarjeta de crédito como antidepresivo.

De pronto el teléfono sonó desde mi escote.

—¿Qué tal te fue anoche? —preguntó la Madame.

—Bien, todo tranquilo —contesté.

—Pues no sé lo que le hiciste a ese hombre, pero prepárate porque quiere que vayas a verle durante cinco noches seguidas.

—¿Cómo?

—Cinco noches seguidas empezando el domingo. ¿Puedes?

—No sé… —empecé a decir, pero ella me interrumpió inmediatamente.

—¿No sabes? Lo que no sabes es cuántas cosas puedes comprarte con el dinero que vas a ganar. Tendrías que estar loca para decir que no.

La Madame tenía razón. Aunque cinco noches sentada en el sofá con ese tipo sonaba terriblemente fastidioso, decirle que no a una oferta como ésa sería una locura. Además, yo necesitaba todo ese dinero para comprarme ropa interior ridículamente costosa en tiendas que ni siquiera estaban interesadas en vendérmela.

—Está bien —dije con un suspiro—. Cuente conmigo.

En el peor de los casos, un cliente tan callado y aburrido como Simon me daría la oportunidad de sentarme a pensar en mi futuro. Necesitaba entender porqué, si todo en mi vida estaba cambiando para bien, yo sentía ese guisante clavado en la espalda. Me fui de la tienda sin comprar nada, y llegué a casa para prepararme a ganar una pequeña fortuna.