16

Tengo un amigo con mucho talento llamado Rodolfo que se dedicaba a producir anuncios de televisión para mi agencia. Pero Rodolfo tenía una mala costumbre: cada vez que alguien en su equipo de producción cometía un error, él lo insultaba sin compasión. Era embarazoso verle gritar groserías a la gente: «Pero… ¿qué clase de idiota eres?», decía, o «¿Tienes la cabeza hueca o qué?». Ciertamente, Rodolfo era un tipo talentoso e inteligente y muy trabajador, pero era un poco bestia a la hora de lidiar con los demás.

Obviamente, Rodolfo no trataba a sus clientes de la misma manera. Él jamás se atrevía a faltarle el respeto a los ejecutivos de la agencia en su cara, pero cuando ellos no estaban presentes, se explayaba en historias que ilustraban lo tontos, incultos y caprichosos que eran. Algunas veces resultaba divertido escuchar cómo se burlaba de ellos —especialmente cuando Bonnie era el objeto de sus insultos—, pero otras veces era demasiado. Uno terminaba agotado después de escuchar por enésima vez la retahila interminable de improperios que Rodolfo dedicaba a sus colegas.

Pero llegó un punto en el que su exitosa compañía empezó a hundirse. Viéndose incapaz de atraer a nuevos clientes, Rodolfo decidió mudarse de Nueva York a México, donde la vida era menos costosa. Allí produjo varios anuncios y un documental sobre chamanismo. Yo le perdí la pista durante varios meses, hasta que Rodolfo vino de visita a Nueva York y me invitó a cenar.

Lo noté cambiado, y mucho más amable de lo que era cuando vivía aquí. Ya no se regodeaba contándome lo estúpida que era la gente que tenía alrededor; prefería hablarme de su vida en Tulum, donde ahora se dedicaba a producir vídeos para una compañía que promovía la medicina alternativa y el crecimiento espiritual. Me encantó verlo tan cambiado y con esa actitud positiva hacia la vida. Cuando se lo mencioné, él me sonrió y, mirando sobre su hombro como si alguien nos estuviera espiando, me dijo algo que jamás olvidaré:

—¿Sabes qué? Después de que mi empresa se hundiera, me di cuenta de que no debes ir por la vida diciéndole a la gente lo tonta que es. Es más: no debes ni siquiera pensarlo, porque ellos… pueden oírte.

«Ay», pensé yo, «me parece que éste se ha vuelto un poco loco», y supuse que a lo mejor había mascado más peyote de la cuenta con los chamanes de Tulum. Pero independientemente de sus excentricidades, no se podía negar que Rodolfo se había convertido en una persona mejor a raíz de su renacimiento espiritual.

Nunca olvidé esa confesión, y aquella mañana, tras mi aventura con Guido y las chicas, me puse a recordarlo: «No debes ir por la vida diciéndole a la gente lo tonta que es; es más: no debes ni siquiera pensarlo, porque ellos… pueden oírte».

¿Sería verdad que la gente te puede leer la mente? He de confesar que he visto a muchos hombres alejarse de mí a toda prisa, cuando voy por la vida con actitud de solterona desesperada. Igual que esos perros que te atacan cuando huelen que les tienes miedo, los hombres huyen cuando huelen que tienes ganas de casarte con ellos. Yo sé que muchas mujeres se quejan de que los hombres tienen miedo al compromiso, pero lo cierto es que cuando una mujer se propone algo —ya sea «cásate conmigo», o «cómprame un apartamento»— a los hombres solo les quedan dos opciones: o lo hacen, o huyen porque la mujer no dejará de fastidiar hasta que lo consiga.

Mientras yo, sentada en mi cubículo, pensaba en todas estas cosas, recibí una llamada que me devolvió de golpe a la realidad.

—¡B!

—¡Hola, Mary!

—Creo que necesitas ir al baño.

—¿Cómo? —contesté, confundida.

—Yo creo que necesitas ir al baño ahora mismo.

Entonces caí en la cuenta de que algo había pasado en el despacho de Bonnie que requería mi presencia inmediata en el baño de señoras. Sin dudar un instante cogí mi grabadora y fui a sentarme en el inodoro con los pies apoyados en la puerta, y dispuesta a grabar todo lo que escuchara.

En cuestión de segundos Bonnie entró en tromba, seguida de cerca por la alcahueta de Christine. Noté que miró debajo de las puertas de los aseos para asegurarse de que no hubiera nadie allí y, una vez convencida de que estaban solas, se lanzó a insultar al Gran Jefe. Aparentemente había tenido una pelea por teléfono con él pero siendo la consumada hipócrita que era, se había guardado todo su veneno para luego contárselo a Christine con todo lujo de detalles.

—No soporto a ese imbécil —dijo Bonnie—, pero lo que sí te puedo asegurar es que está cavando su propia tumba. Ya lo verás.

—No deberías pelearte con él —recomendó Christine.

—Por supuesto que no me voy a pelear con él. Yo no pierdo el tiempo peleando. Pero el próximo viernes prepárate, porque le voy a soltar en medio de un campo minado. ¡Que no se te olvide!

Pues si a Christine se le olvidaba, yo podría recordárselo, porque lo estaba grabando absolutamente todo desde mi posición estratégica. Esta vez no era yo el objeto de la venganza de Bonnie, y es que la arpía tenía planes de pescar a un pez metafóricamente más gordo que yo. Eso sí, he de reconocer que esta bruja era inteligentísima. Malísima, pero inteligentísima. El problema con la gente malísima e inteligentísima es que terminan creyéndose invencibles, y es cuando meten la pata; porque tarde o temprano empiezan a presumir de sus crímenes en lugares públicos sin imaginar que alguien, como yo, podría estar sentada en un inodoro grabando todo lo que dicen.

Volví a mi mesa y me puse a transcribir las notas del inútil brainstorming del día anterior para mandárselas a mi diabólica jefa. Incluí hasta las sugerencias más estúpidas, como «haz la excepción de tu regla» y «sangre, pero sin sudor ni lágrimas». Todo lo que le mandé era horrible, pero, por lo que acababa de oír en el baño, esto facilitaba aún más su perversa labor.

Un par de horas más tarde, me encontraba junto a la fotocopiadora cuando Bonnie se me acercó.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Estoy preparando los informes para la presentación de los Del Cielo.

—No he tenido tiempo para mirar lo de la investigación que dejaste en mi despacho. Necesito que hagas un resumen con los puntos más relevantes —ordenó la víbora con su habitual tono militar.

—Y ¿para cuándo lo necesitarías? —pregunté mientras me examinaba las uñas con indiferencia.

—Al final de la tarde. Me voy a ir temprano, así que quiero que lo lleves a mi apartamento en cuanto lo termines. Voy a mirarlo durante el fin de semana.

Qué bonito, ¿no? De modo que yo me había encargado de la investigación, se la había entregado hace una semana, le había ofrecido escribirle un resumen —que ella rechazó sin ninguna cortesía—, pero ahora, yo tenía que quedarme hasta medianoche en la oficina para que ella se luciera en la reunión. Y, naturalmente, Bonnie quería que se lo llevara a su casa porque, aunque yo me tenía que quedar hasta tarde en la oficina, ella se quería marchar temprano. Perdonen la vulgaridad, pero esta señora tenía un par de cojones como para colgarlos en un museo.

En ese preciso momento, mi pequeño teléfono empezó a sonarme en el escote, y cuando lo saqué, Bonnie me miró como si yo le hubiera eructado en la cara. La mirada de repugnancia que me lanzó me enardeció aún más.

—No puedo trabajar esta noche —dije.

—Esto es muy importante —me amenazó.

—Pues esta llamada también es muy importante, y no pienso trabajar esta noche. Con permiso… —Y con éstas me alejé de ella, dejándola al borde mismo de un infarto. Es una lástima que no haya caído fulminada por él.

Lejos ya de sus garras, contesté mi teléfono.

—¿Madame?

—¿Querrida? Alberto te va a recoger a las diez. Va a ser una noche tranquila. Llévate un libro para leer.

Como Bonnie se fue temprano, yo también me fui temprano —¡ja!—, y llegué a casa dispuesta a arreglarme y a elegir un libro entre los cientos de novelas que había comprado, pero no había tenido tiempo de leer. Elegí uno de relatos cortos de Gabriel García Márquez titulado Doce cuentos peregrinos, que un amigo me había recomendado. Lo metí en mi bolso y bajé a encontrarme con Alberto.

Alberto me llevó a Tribeca, uno de los barrios más exclusivos de Manhattan. Nos detuvimos frente a una antigua fábrica que había sido convertida en apartamentos. Toqué el timbre y una voz de mujer me habló por el intercomunicador.

—¿Quién es?

—Soy B —contesté, preguntándome si mi cliente sería una mujer. ¿Sería capaz la Madame de mandarme a trabajar para una mujer?

El caso es que, fuera quien fuese, me abrieron la puerta, entré, y al otro lado encontré uno de esos ascensores privados que se activan con una llave. Debían de haberlo llamado porque la puerta se cerró detrás de mí y me condujo hasta el segundo piso, donde había un estudio de fotografía. Al parecer, el edificio completo era el estudio y la residencia de un famoso fotógrafo de moda.

Al salir del ascensor me encontré con una sesión de fotos en pleno desarrollo. Había un pequeño grupo de peluqueros, maquilladores y estilistas, y varias modelos ultradelgadas que vestían trajes de alta costura. Las chicas posaban frente a un complicado escenario construido con un material que parecía cuero de color rosa. Algunas de las modelos me resultaron familiares, probablemente porque las había visto en las portadas de las revistas. Eran el tipo de chicas que volaban en primera clase de Nueva York a Milán para los grandes desfiles de moda.

El fotógrafo era un tipo alto, flaco y desaliñado que usaba gruesas gafas de pasta negra. Inmediatamente le reconocí: le había visto en los periódicos mencionado como el fotógrafo del momento. Era nada más y nada menos que Simon Leary.

—Pon la mano derecha en la cadera… así… Y ahora pon cara de aburrimiento… estás tan aburrida que casi te estás durmiendo… ¡Ahora mírame! —decía Simon mientras disparaba su cámara frente a una rubia que languidecía en una chaise longue.

Cambió de cámaras, cambió de modelos, quitó la silla y siguió tomando fotos sin parar. Las chicas posaban juntas, pero mirando en direcciones opuestas con esa expresión de elegante amargura que es tan popular en el mundo de la moda. Yo he trabajado en publicidad durante muchos años, pero solo he asistido a sesiones de fotografía donde retratamos cajas de cereales o frascos de mantequilla de cacahuete. Ésta era la primera vez que veía a verdaderas supermodelos en acción. No soy muy fanática de la estética de la anorexia, pero me pareció fascinante ver a esas chicas trabajando.

Cuando las modelos no estaban posando, parecían unas adolescentes desnutridas, pero en el momento en que ponían «cara de modelo» se convertían en unas diosas: estiraban el cuello, relajaban los hombros, bajaban la cara, abrían los ojos como platos, y se chupaban el interior de las mejillas para acentuar sus pómulos. ¡Parecían tan falsas y tan reales a la vez! Todo lo que hacían para salir guapas en las fotos me parecía agotador.

—Sandra, o la miras a ella o no la miras, pero estás ahí con la mirada perdida y eso no me sirve para nada —dijo Simon a una de las chicas.

Ahí fue cuando me dediqué a estudiar a Simon en detalle. Era un tipo bastante raro, uno de esos hombres que parece incómodo en su propio cuerpo. Siempre tenía los labios apretados, como si tratara de reprimir una sonrisa, nunca miraba a nadie a los ojos, y hablaba tan bajito que apenas se entendía una palabra de lo que decía.

De pronto, la tal Sandra fue a ajustarse la tira de un zapato, perdió el equilibrio y trató de agarrarse a Simon para no caerse, pero él dio un salto hacia atrás, como si estuviera esquivando una puñalada. Accidentalmente Simon tiró un par de reflectores que cayeron al suelo con gran estruendo.

«¿Y a este qué le pasa?», pensé yo. Esa pobre chica apenas lo ha tocado y él ha pegado un salto como si el diablo hubiera venido a robarle el alma. Pero lo más raro de todo es que Simon ni siquiera se disculpó con ella.

—Perdón —le dijo Sandra, totalmente confusa y avergonzada, cuando, en mi opinión, era él quien debería haberse disculpado.

Pero Simon no dijo ni una palabra. Se quedó allí parado, lo más lejos que pudo de ella, mirando al suelo, mientras Sandra se recuperaba del incidente. Si no la hubiera sostenido la otra modelo, Sandra se habría caído de morros.

Los asistentes del estudio reemplazaron las luces rotas y Simon continuó sacando fotos, pero más alejado de las modelos que antes, y evitando sus miradas a toda costa. Este tipo era raro. Rarísimo.

Entonces se me acercó una chica italiana llamada Romina que resultó ser la asistente personal de Simon.

—¿Qué desea?

—He venido a ver a Simon, creo.

—Está ocupado en este momento. ¿Quiere que le dé algún mensaje?

—Pues yo creía que me estaba esperando, pero si está tan ocupado… —dije, tratando de usar esto como excusa para marcharme de allí. La verdad es que ese hombre no me gustaba en absoluto.

En ese momento Simon advirtió mi presencia y se acercó. Me miró de arriba abajo, sin saludarme, y le dijo a Romina: «Llévala arriba», como si se refiriera a un mueble que acabaran de dejar los del camión de mudanzas. ¡Qué tipo tan antipático! Mientras Simon volvía a sus modelos, no tuve más remedio que preguntar a Romina:

—Oye… ¿a este tipo qué le pasa? ¿Está de mal humor?

—Qué va. Siempre está así.

«Un fotógrafo amargado. ¡Lo que me faltaba!», dije para mis adentros mientras Romina me llevaba de vuelta al ascensor. Subimos al tercer piso —que era donde Simon tenía su apartamento—, y me sorprendió ver que el rico y famoso fotógrafo vivía con relativa humildad. Tenía un sofá, una mesita de centro, un televisor y un par de sillas. Lo que sí tenía en abundancia eran libros y CDs, y unas fotografías fabulosas colgadas en las paredes. Simon era famoso por sus fotos de moda, pero no tenía ni una de esas imágenes expuestas; sin embargo, atesoraba una hermosa serie de retratos que mostraban a los pasajeros del metro durmiendo en los trenes. Inmediatamente recordé haber visto esas fotos en una popular galería del SoHo. Estaban en un libro titulado Bellezas durmientes que había sido publicado varios años atrás.

—¿Estas fotos también son de Simon? —pregunté.

—Sí, claro —contestó Romina, y acto seguido se disculpó diciendo que tenía que volver a su trabajo.

Yo me quedé sola en ese apartamento, hipnotizada por esas imágenes que colgaban en la pared. Eran retratos de gente común que se había quedado dormida en los trenes, de camino o de regreso del trabajo. Cualquiera que haya viajado en el metro de Nueva York sabe que hay un montón de gente que ronca todos los días camino de su trabajo o de su casa. Cuando yo vivía en Brooklyn, pasaba más tiempo en los trenes del metro que ahora, y más de una vez tuve contacto con los durmientes. A menudo terminé con alguno dormido sobre mi hombro, y babeándome la manga del vestido. Pero lo más interesante de estos personajes es que se despertaban automáticamente al llegar a su estación. Es como si tuvieran un reloj interno que les avisaba de que habían llegado a su destino.

En las fotos de Simon se veía a jóvenes y viejos, hombres y mujeres, ricos y pobres con esa inocente expresión de los bebés que duermen en brazos de su madre. Era como si esas fotos demostraran que, sin importar la edad, todos compartimos la misma inocencia cuando estamos soñando. Me llamó la atención que un tipo tan parco y abrupto como él fuera capaz de hacer fotos de una belleza tan delicada.

El sonido de la llave en la cerradura me sacó de mi trance. Simon entró en la habitación evitando mi mirada a toda costa. Lógicamente, yo decidí evitar la suya. Si eso es lo que quería, eso es lo que yo le iba a dar; como decía la Madame, «el cliente siempre tiene la razón».

—Perdón. No quería hacerte esperar, pero tenía que terminar algo ahí abajo —se disculpó.

—No te preocupes. Estaba admirando tus fotos. Son maravillosas.

—¡Ja! Ojalá pudiera pagar el alquiler con ellas —dijo con desdén.

No supe qué contestarle, así que simplemente reiteré mi cumplido.

—No sé si te pagan o no el alquiler, pero a mí me encantan.

Al escuchar esto, él se detuvo durante un segundo.

—Gracias —contestó sin mirarme.

—Me llamo B —dije extendiendo la mano, pero Simon ignoró mi saludo y me quedé con ella suspendida en el aire como una tonta. Después de ver cómo había tratado a su modelo, no podía tomármelo como algo personal. Él tendría sus razones para comportarse como una bestia y, fuera lo que fuese, no era asunto mío.

Al darse cuenta de lo incómodo de la situación —y de mi mano extendida e ignorada—, Simon se dio la vuelta y se puso a mover unas revistas de una mesa a otra mientras decía en voz baja:

—Encantado.

Yo sonreí, pero él no me vio.

—¿Necesitas algo? ¿Un vaso de agua? ¿Usar el baño?

—No, gracias —contesté.

—Entonces, vamos a empezar.

Y aquí precisamente comenzó el gran misterio. Simon cogió un gran almohadón y lo puso junto al apoyabrazos del sofá. Luego sacó una cinta métrica y, cuidadosamente, midió cuarenta y dos centímetros, a partir del almohadón.

—¿Puedes sentarte aquí? —preguntó.

Yo me acerqué al sofá y me senté junto al punto que él me estaba marcando.

—Más cerca. Tu pierna derecha debería llegar aquí —añadió dando un golpecito en la marca exacta de los cuarenta y dos centímetros.

Yo titubeé, pero al final terminé moviéndome hasta el punto que él señalaba. Aparentemente satisfecho con mi posición, me preguntó:

—¿Has traído un libro?

—Sí, está en mi bolso, lo he dejado sobre la mesa de la entrada —contesté haciendo ademán de levantarme a buscarlo.

Pero entonces Simon gritó:

—¡No te muevas!

Yo me quedé petrificada. ¿Qué clase de loco era este hombre? Hice un esfuerzo enorme para no poner la cara que se merecía, mientras él, nerviosamente, me traía mi bolso. Sin mirarle, saqué mi libro y me quedé esperando nuevas instrucciones. Pero él no dijo ni una palabra más. Cogió un reloj despertador, lo programó para que sonara dentro de tres horas, y lo colocó en la mesa de centro que estaba frente a nosotros. Luego dio un par de pasos atrás como si fuera a hacer una foto, y analizó la escena. No dijo nada, pero me lo podía imaginar pensando: «El reloj está en su sitio, el almohadón está en su sitio, la gorda está en su sitio…». Yo lo miraba intrigada, esperando que algo más pasara, pero lo que pasó no me lo esperaba: Simon se comprimió entre el almohadón y yo, en el apretado espacio de cuarenta y dos centímetros que tan cuidadosamente había medido, y una vez sentado, soltó un profundo suspiro y, casi inmediatamente, se quedó dormido.

Yo me quedé allí esperando a ver si ocurría algo más, pero a los diez minutos, viendo que no pasaba nada, me di cuenta de que mi trabajo era leer mi libro mientras él dormía. Y eso fue lo que hice.

Simon durmió durante tres horas, y yo leí durante tres horas, interrumpida solamente por sus pacíficos ronquidos.

Menos mal que mi libro era buenísimo. Gabriel García Márquez es un genio, y aunque, en mi opinión, nada supera a Cien años de soledad, sus Doce cuentos peregrinos me parecieron deliciosos. Mi cuento favorito fue el de una anciana prostituta que, temiendo que nadie llorara su muerte, entrenaba a su perrito para que fuera a sollozar a su tumba.

Ese cuento me hizo reflexionar: ¿sería esa mi historia? ¿Encontraría alguna vez el amor? En una noche como ésta, sentada junto a un tipo tan extraño que era incapaz de mirarme a los ojos o simplemente estrecharme la mano, tenía la sensación de que el amor estaba lejos, terriblemente lejos de mí. De pronto sentí que las excitantes aventuras con mis clientes empezaban a cansarme. Yo era capaz de apreciar los cambios que este nuevo empleo había generado en mi vida, pero… ¿cuánto tiempo más podría dedicarme a esto?

Distraída con mis pensamientos y con mi libro, apenas me di cuenta cuando la cabeza de Simon se fue deslizando sobre mi hombro. Por un momento pensé en sacudírmelo como hacía con los que dormían a mi lado en el metro, pero como me estaba pagando bien, le dejé que durmiera a sus anchas. Entonces me puse a pensar en cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había dormido junto a un hombre. Creo que dormir con otra persona, aparte de ser delicioso, es la máxima prueba de confianza, porque cuando estamos dormidos somos totalmente vulnerables. Me sorprendió que este tipo tan seco, que no me conocía de nada, fuera capaz de quedarse dormido a mi lado, por más reconfortadora profesional que yo fuera.

Tres horas más tarde sonó el despertador. Simon tardó algunos segundos en reaccionar, pero cuando por fin se despertó del todo y descubrió que su cabeza estaba apoyada en mi hombro, bruscamente se separó de mí y se puso de pie.

Sin decir una palabra, buscó dinero en su billetera, me pagó, y me condujo hasta la puerta. Yo regresé a la limusina, donde Alberto me esperaba.

—¿Cómo le ha ido, señorita B?

—Uf… —contesté.

—¿Por qué?

—No sé. Ese tipo es tan… es tan… extraño… y eso que he conocido hombres bastante raros últimamente. Pero este tipo se lleva el premio.

—¿Le faltó el respeto? ¿Quiere que suba a hablar con él?

—No, no es que hiciera nada malo, es que… es un tipo muy seco, muy reservado.

Entonces Alberto soltó una de sus frases favoritas:

—Hay gente que está muy sola. Es triste, ¿verdad?

—Sí, tienes razón.

Y mientras Alberto me llevaba a casa por la autopista del Oeste, musité sus palabras una vez más: «Hay gente que está muy sola. Es triste», pero no sé si me refería a Simon o a mí misma.