14

No sé por qué —quizá es por el hecho de haber crecido hablando inglés y español—, pero me fascinan las palabras. Me llaman especialmente la atención las que evocan intensas emociones, y, particularmente, las que son imposibles de traducir. Uno de mis ejemplos favoritos es la palabra «blue».

En inglés, blue es el color azul, pero también es un estado de ánimo. No sé quién fue el primero que asoció el color azul con la tristeza, pero definitivamente fue un genio, porque cuando dices en inglés que te sientes blue, queda clarísimo que estás triste.

Pero en español el azul es simplemente un color, y no asociamos la depresión con esa palabra. Cuando digo «blue» pienso en cielos nublados y tardes melancólicas, pero cuando digo «azul» pienso en un cielo amplio y hermoso que se abre frente a mí con infinitas posibilidades. Es curioso que el color sea el mismo, pero los sentimientos que evocan las palabras sean tan distintos de un idioma al otro.

Hay otra expresión que no se puede traducir al inglés y que tiene que ver precisamente con la discriminación que sufren las gorditas. Si tú conoces a una mujer, y te parece simpática, dices: «Me cae bien». Pero si esa mujer no te gusta, dices: «Me cae gorda». No importa cuán delgada sea esa señora, si te parece antipática, definitivamente te cae gorda. Por razones obvias, no es el tipo de expresión que yo use a la ligera, pero esa mañana, tras mi encuentro con Richard Weber, ésas fueron las palabras que me vinieron a la mente cuando Lilian se acercó a visitarme a mi mesa. Lilian era sumamente flaca, pero esa mañana me estaba cayendo gorda. Gordísima.

—¿Qué pasa contigo? ¿Me estás evitando?

—Claro que no, Lilian —dije indolentemente mientras ordenaba mis lápices en una taza con la prolija actitud de un florista preparando el ramo de una novia.

Ella continuó con su reclamo, pero intercalando comentarios sobre mi atuendo.

—Entonces, ¿por qué no me devuelves las llamadas…? Oye, me encanta tu camisa, ¿dónde la has comprado? —En caso de que no lo haya explicado ya antes, Lilian tiene serios problemas de concentración, y por eso es incapaz de centrar su atención en una sola cosa durante más de dos segundos.

—Me la compré en Barneys, y, por si no lo recuerdas, sí te devolví las llamadas, y te dije claramente que no tenía ganas de salir. —Dicho esto, me dediqué a limpiarme unos restos de chocolate que encontré incrustados en las cutículas.

—B, estoy preocupada por ti. No sé qué haces, ni con quién andas, y sospecho que te estás quedando sola y amargada en tu casa… Oye, ¿has cambiado de maquillaje? —dijo saltando de un tema a otro mientras empezaba a hurgar en mi bolso.

—Sí. Ahora uso Susie May.

—¿Susie May? ¿Te estás burlando de mí? ¡Eso es lo que usa mi madre!

—Pues yo prefiero Susie May. Y, para que te quedes tranquila, no, no me estoy quedando sola y amargada en mi casa. He estado saliendo con un viejo amigo —expliqué con la esperanza de terminar la conversación.

Yo sé que en el pasado habría reaccionado ante Lilian de una manera muy distinta: seguramente me habría deshecho en disculpas con la dócil actitud de una fiel mascota. Pero hoy Lilian me tenía harta, porque seguía preguntándome cosas que yo no tenía ninguna intención de contar, y además lo hacía con tal arrogancia que ya me estaba hinchando las narices.

—B, te conozco, y me preocupa verte así. Es obvio que te estás aislando, y sospecho que te vas a derrumbar… —Y volvió a interrumpirse para preguntar por mi barra de labios—: Oye, este rojo me encanta, ¿cómo se llama?

—Tentación —contesté, tentada de asesinarla.

—Pues, como te decía —prosiguió—, cuando te derrumbes, yo soy la que va a tener que venir a recoger los pedazos, y no es justo.

No sé ustedes, pero yo jamás había oído algo tan presuntuoso en toda mi vida. Miré a Lilian con ganas de estrangularla.

—¿A ti te parece que estoy a punto de derrumbarme?

—Te conozco muy bien, B. A mí no puedes engañarme. Yo sé que algo te pasa.

Créanme que entiendo y agradezco que Lilian estuviera preocupada por mí, pero ese tonito condescendiente se lo podía haber guardado, porque yo no se lo iba a aguantar. Estaba a punto de mandar a Lilian a un lugar que empieza por «mier» y termina por «da», cuando mi teléfono rojo empezó a sonar. Ella lo sacó de mi bolso, examino la pantalla y pregunto:

—¿Quién es Natasha Sokolov?

Inmediatamente le arranqué el teléfono de la mano.

—Nadie que a ti te importe. Y no te preocupes, porque no tengo planes de derrumbarme, y si lo hago, no pienso llamarte para que recojas los pedazos. Y ahora vete de aquí, porque tengo que contestar esta llamada.

Reconozco que fui muy brusca, y aunque no le vi la cara, me imagino que se marchó bastante ofendida. El remordimiento me produjo un ligero malestar en la boca del estómago que decidí ignorar, mientras, de reojo, veía a Lilian alejarse por el largo pasillo.

—¿Madame?

—Alberto te recogerá a las 9.45 de la noche.

—¿Quién es el cliente?

—Se llama Guido y es todo un personaje. Te vas a divertir.

—¿Cómo debo prepararme? —pregunté.

—Te voy a mandar un fax con las instrucciones dentro de un rato. Yo te aviso para que esperes junto a la máquina.

Mientras yo me preguntaba el porqué de tantas instrucciones, Bonnie me llamó para que fuera a su oficina.

—B, esta tarde quiero que organices un brainstorming obligatorio.

—¿Con los creativos? —pregunté.

—No, con todo el departamento. Quiero más ideas para el eslogan de los tampones Del Cielo.

—¿Ya viste las ideas que te envié? —dije, refiriéndome a un documento que había preparado con nuestro equipo de redactores.

—No. He estado demasiado ocupada. Organiza el brainstorming y mándame las ideas. Es urgente.

Claro, era urgente, pero todavía no se había tomado la molestia de mirar las ideas que ya le habíamos mandado. Típico de Bonnie. La idea del brainstorming parecía inocente y hasta bien intencionada. Cualquiera pensaría que Bonnie quería dar la oportunidad al resto de la compañía para que contribuyera con sus ideas. Muy democrático, ¿verdad? Pues no. Todo era una patraña.

La idea de invitar al resto de la compañía al brainstorming era una manera sutil de burlarse del equipo creativo. Era como decirnos: «Cualquiera puede hacer tu trabajo mejor que tú». Pero, además, había otro problema: estas convocatorias generales son totalmente inútiles porque la gente de otros departamentos no está interesada en participar en ellas. Todos los empleados de la agencia estaban tan exhaustos que solo les interesaba marcharse de la oficina a las 18.30, y hasta quince minutos antes, si era posible.

Cada vez que hacíamos uno de estos brainstormings inventados por Bonnie, la mitad de la gente no asistía, y la otra mitad venía solo porque servíamos café y galletas. Los creativos, ofendidos, se sentaban allí con los labios sellados y el ceño fruncido, mientras el resto miraba el pizarrón con la mente en blanco y la boca llena.

Siempre terminaba con un grupo de pasantes, que no paraban de enviar mensajes por el móvil a sus amigos, un par de diseñadores gráficos que precisamente se dedicaban al diseño porque no les interesaba la redacción, y mi ofendido equipo de redactores al borde mismo de renunciar a su puesto.

Para colmo de males, si se nos ocurría una idea decente, Bonnie inexorablemente la retorcía y despedazaba antes de que pudiéramos mostrársela al cliente. Quizá les parezca absurdo su comportamiento, pero, créanme, no había nada accidental en los motivos de la arpía. Todo lo que hacía estaba cuidadosamente planeado, el problema es que yo todavía no comprendía sus razones.

—A ver, necesitamos un eslogan que sea moderno pero conservador al mismo tiempo. Algo que dé confianza a las abuelas, pero que seduzca a las nietas. Tiene que ser serio pero divertido, sonoro pero disonante, anticuado pero irreverente, y debe estar dirigido a mujeres entre los catorce y los sesenta años. ¿Se les ocurre algo? ¿Alguna idea?

Después de una hora intentando sacarles las ideas como si tratara de extraerles una muela, yo misma empecé a escribir las tonterías que se me ocurrían para ver si los demás se animaban.

—Tampones Del Cielo… ¡Protección divina! —dije con falso entusiasmo, pero mi grupo ni siquiera se rió. Los pasantes masticaron sus galletas en silencio y los creativos me miraron con asco.

—Tampones del Cielo, de la sangre es el pañuelo —saltó el chistoso de Joe Peters, y todo el mundo se echó a reír.

—Es un poquito literal, pero no es una mala idea —mentí, mientras anotaba esa atrocidad en la pizarra.

Pero cuando se terminaron las galletas, se acabó la reunión, y justo cuando estaba a punto de dar por concluida esta colosal pérdida de tiempo, mi teléfono rojo se puso a vibrar en mi escote. La Madame quería que fuera hasta la máquina de fax a esperar las instrucciones.

Esperé durante unos treinta segundos hasta que la página finalmente apareció impresa frente a mí. Las instrucciones eran bastante claras, pero aun así tuve que leerlas varias veces para entenderlas.

… en el asiento trasero de la limusina encontrarás una caja que contiene un par de pesas. Debes atártelas a los tobillos antes de salir del coche. Trata de llevar una falda larga o pantalones para esconderlas. Camina despacio para no tropezar.

¿Pesas? ¿Atadas a los tobillos? ¿Para qué? Doblé mi hoja de instrucciones cuidadosamente y me la guardé dentro del sujetador, junto al teléfono rojo. Luego salí de la oficina sin despedirme de nadie. Estaba demasiado distraída pensando en lo que me encontraría esa noche.

«¿Pesas en los tobillos?», repetí para mis adentros mientras iba en el metro hacia mi casa. Qué raro.

Rarísimo.