Brasil ha hecho, por lo menos, dos grandes contribuciones a la humanidad: la primera es la música. La fusión de sonidos africanos, portugueses y nativos que tuvo lugar en Brasil no tiene precedentes. La mitad de mi colección de CDs es de música brasileña: Elis Regina, Gal Costa, Chico Buarque, Marisa Monte, Elza Soares, Antonio Carlos Jobim, etc., etc., etc. Puedes estar asándote en el horno más inmundo del infierno, pero en cuanto oyes dos notas de música brasileña, inmediatamente te sientes transportada a la suave y cálida arena de la playa de Ipanema, rodeada de palmeras ondulantes y bajo un sol que te acaricia la piel.
La segunda, e igualmente egregia, contribución que Brasil ha hecho al mundo es su técnica de depilación. Esta gente se ha inventado un sistema que te arranca cruelmente todos los pelos de ahí abajo sin que mueras desangrada. Es todo un arte.
Siguiendo las instrucciones de Madame, acudí a un centro de depilación que está atendido por chicas brasileñas, un grupo de mujeres muy divertidas, y hasta un poco alocadas, que son verdaderas maestras en este oficio. Al acelerado ritmo de una samba, Elisa, mi depiladora personal, me arrancaba las tiras de papel encerado del cuerpo mientras yo gritaba, lloraba e insultaba.
Cuando Elisa terminó, y yo yacía en la camilla tratando de recuperarme del doloroso tratamiento, noté que ella se había quedado mirando fijamente mis partes pudendas. De pronto llamó a una de sus colegas.
—Ritinha, vem cá! Olha que coisa mais bonita!
Ritinha se acercó a nuestra habitación, y las dos se quedaron ahí mirando mis depilados genitales como quien mira un cuadro que cuelga en el Louvre.
—Lindinha, não? —dijo Elisa.
—Dá pra tirar urna foto! —contestó Ritinha.
Yo ya me estaba empezando a sentir bastante incómoda cuando Ritinha cogió mi mano y, con una naturalidad que solo puede tener alguien que ha depilado miles de vaginas, me dijo:
—Vo’cê tem a perereca mais bonita que eu já vi.
Yo no hablo portugués, pero entendí que Elisa y su amiga estaban elogiando la belleza de mi sexo. Este inesperado tributo vaginal me pilló tan desprevenida que instintivamente miré a Elisa con desconfianza, pero ella, sin perder un momento, se apresuró a poner un espejito entre mis muslos para que yo también pudiera admirar lo que ellas tanto elogiaban.
—Tranquila, no me hace falta mirar —dije.
Pero ellas insistieron tanto que al fin me di por vencida. Apoyándome en los codos, eché un vistazo entre mis rodillas y fue entonces cuando finalmente lo vi.
Es difícil hablar de la vagina de una misma —y no he visto suficientes vaginas ajenas como para compararla con otras—, pero he de reconocer que la mía era preciosa. Parecía una sonrisa; una fresca y rosada sonrisa vertical. Pasé un rato mirándola, apreciando sus líneas y sus proporciones, hasta que al fin me di cuenta de que era la primera vez que miraba mis propios genitales. Gracias a la insistencia de mis depiladoras brasileñas me estaba reconectando con una vieja amiga.
Me marché profundamente agradecida, dejando a Elisa una propina de veinte dólares. Luego pensé que a lo mejor tantos elogios hacia mi sexo eran una estrategia para sacar buenas propinas de las clientas, pero finalmente descarté esa idea. Prefería pensar que un comité independiente había determinado que yo tenía una vagina preciosa. Bastaba con dar las gracias, y caminar con la cabeza bien alta sabiendo que llevaba un pequeño tesoro entre las piernas.
La experiencia con las brasileñas me dio ánimos para irme de compras en una rápida pero efectiva misión. Salí de la tienda cientos de dólares más pobre, pero convencida de que mi armario por fin empezaba a estar debidamente abastecido.
No fue hasta llegar a mi casa cuando se me ocurrió que si mi cliente quería que me depilara todo, en algún momento de la velada yo iba a tener que mostrarlo todo. Inmediatamente busqué mi teléfono rojo y llamé a la Madame.
—Madame, ¿qué es lo que va a pasar esta noche? ¿Acaso ese tipo tiene planes de verme desnuda? ¿Qué es lo que quiere? Yo le dije desde un principio que nada de sexo, y ahora con esto de la depilación…
—Tranquila, querrida —dijo interrumpiendo mi ataque de histeria—. Este hombre es un seductor, pero nada más.
—Pero ¿va a verme desnuda o no?
—Va a darte un masaje. ¿Alguna vez te han dado un masaje?
—¡Pues claro! Muchas veces.
—¿Y estabas vestida o desnuda?
—Estaba desnuda.
—¿Lo ves? —dijo, y ya se disponía a colgarme el teléfono.
—¡Espere! —supliqué—. ¿Y qué hago si intenta sobrepasarse?
—Si él te lo pide veinte veces, tienes que negarte veinte veces… aunque te mueras de ganas por aceptar.
—¿Qué? —repliqué, ofendida—. Yo jamás aceptaría una proposición como ésa. Una cosa es acostarse con un hombre del que estoy enamorada, pero ¡yo no soy una cualquiera! Jamás me acostaría con uno de sus clientes.
—Espera a conocer a éste.
Y con esas proféticas palabras me dejó para atender no sé qué negocio que tenía pendiente, aunque sospecho que todo era una excusa para deshacerse de mí y mis gimoteos.
Me miré en el espejo una vez más antes de salir de mi apartamento: llevaba puesto uno de mis nuevos conjuntos, que consistía en un vestidito negro y corto con un chaquetón de gamuza gris que se ajustaba a la cintura. Me veía sexy y elegante al mismo tiempo. Además me puse un par de pendientes que encontré en una tienda vintage del West Village y que consistían en una cadenita de oro de la que pendía una bolita de visón. Finalmente me colgué mi amuleto de cristal virginal para que me protegiera de lo desconocido, y salí corriendo escaleras abajo a encontrarme con Alberto.
La cita era a pocas manzanas de mi casa, pero Alberto insistió en llevarme en la limusina y, naturalmente, esperarme fuera hasta que terminara. Bajamos velozmente por la Séptima Avenida oyendo a todo volumen su CD favorito de merengue, mientras yo daba bocanadas de aire para tratar de relajarme y convencerme de que era capaz de manejar cualquier reto de mi nueva profesión.
«Soy una chica del siglo XXI», me dije a mí misma. «Yo fui a una playa nudista en las Bahamas, me quité la parte de arriba del biquini en Ibiza durante una semana entera, y me he quedado desnuda delante de docenas de médicos. No me va a pasar nada por permitir que un extraño me vea desnuda».
Alberto me miró por el espejo retrovisor y me ofreció su incondicional apoyo.
—Yo estaré fuera. Si usted me necesita, solo tiene que llamarme.
—Gracias —dije, y exhalé una vez más antes de salir del coche.
Mi cliente residía en una casa de dos plantas del West Village, en una calle donde se rumoreaba que vivía Gwyneth Paltrow. Huelga decir que no se trataba de un barrio modesto.
Llamé a la puerta y Richard Weber abrió. En ese preciso instante me di cuenta de que iba a tener problemas. Serios problemas.
Richard Weber no estaba bueno. Estaba buenísimo. Se parecía a uno de los hermanos Wilson —esos dos hermanos que son famosos actores de Hollywood—. Richard se parecía al rubio, para ser exactos. Tenía los ojos azules, los labios carnosos y un cuerpo como para morirse. Era el tipo de hombre al que yo habría pagado por salir conmigo. Recordé la advertencia de la Madame: «Ese hombre es un donjuán, así que trata de controlarte». La verdad es que a este tipo le sobraban las armas para seducirme.
Bastaba con fijarse en su sonrisa, ligeramente torcida, para darse cuenta de que era un sátiro en la cama. Me imagino que yo era el tipo de mujer que le gustaba, porque me miró de arriba abajo como si apenas pudiera contener las ganas de arrancarme la ropa.
—Hoooolaaaa —dijo arrastrando las vocales—. Yo soy Riiiiichard.
—Hola, yo soy B.
La vivienda de Richard estaba decorada con el impecable gusto de un metrosexual. Era un sitio precioso, pero tenía el aire impersonal de esas casas en las que no vive nadie: demasiado limpia, demasiado organizada, demasiado… no sé, demasiado perfecta. Su casa era como él: bella, limpia y perfumada, pero, por alguna razón que todavía no entendía muy bien, ambos me daban escalofríos.
—Gracias por venir, B. Estoy estudiando masaje porque quiero, ya sabes, redondear mis ingresos…
¿Redondear sus ingresos? Qué mentira más gorda. Su casa debía de valer muchos millones de dólares, y cada silla en su salón tenía nombre y apellido. Había muebles de Le Corbusier, Marcel Breuer, los Eames… Todo auténtico, y todo carísimo.
—… Vamos, que me ayuda mucho tener a alguien aquí para practicar mis lecciones de masaje —concluyó su mentira mi anfitrión.
Luego, mirándome fijamente a los ojos, me regaló una sonrisa irresistible de ésas que en el lenguaje internacional de la seducción quieren decir: «Si te descuidas, te voy a dar un revolcón que no vas a olvidar jamás».
—Tengo una mesa de masajes en el sótano. ¿Me sigues? —dijo con un guiño, y yo lo seguí, fascinada y aterrada.
Richard era como la comida de los vendedores ambulantes: siempre me dan ganas de probarla, pero cada vez que lo hago me arrepiento. Lo bueno es que no importaba lo que yo quisiera hacer: Richard era un cliente, por tanto yo tenía que hacer lo que él quisiera, y hasta donde me había explicado la Madame, lo que él quería es que yo me negara a sus avances, así que no me quedaba otra alternativa que jurar celibato.
Aferrada a mi teléfono rojo, y tratando de superar la fobia a los sótanos que me asalta desde que vi El silencio de los corderos, lo seguí escaleras abajo, donde una gran sorpresa me esperaba: un cuarto de juegos… pero de juegos sexuales.
—¿Qué te parece esta habitación? Yo mismo la diseñé —comentó orgulloso mientras me paseaba por su moderna cámara de tortura.
Al igual que el resto de la casa, parecía diseñada por Philippe Starck para una elegante nave espacial. Todo el cuarto estaba cubierto de baldosas negras, y tenía armarios secretos que escondían desde un equipo de música y un televisor de alta definición, hasta una extensa colección de consoladores. En medio de la habitación había una camilla cubierta con una sábana de látex rojo.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Muy bonito —mentí, tratando de que no se notan mi espanto.
A mí el sexo me gusta tanto como a cualquiera, pero siento que alguna gente se lo toma demasiado en serio. Para ellos el sexo es como un hobby, como jugar al golf o coleccionar sellos. Se compran las herramientas, se suscriben a las revistas especializadas y, en algunos casos, hasta tienen una habitación especialmente diseñada para su práctica. Ése era el caso de Richard: él era todo un profesional en materia de sexo, y eso es lo que me aterraba de él.
Mientras me mostraba las cadenas, las esposas y los trajes de hule que guardaba cuidadosamente organizados en sus armarios, yo cerré los ojos y di gracias a Dios. Sí, es cierto que este hombre era guapísimo, del tipo que podría usarme como quisiera, cuando quisiera y cuanto quisiera; pero gracias al tour que me dio por su calabozo, se me fueron quitando las ganas de estar con él. Quizá esto me ayudaría a ejercitar ese autocontrol que me había exigido la Madame.
—Pueeees… me voy a quitar la rooopaaa para que no se maaancheee —anunció con una inocencia tan falsa que daba risa.
Con movimientos lentos y calculados se desvistió frente a mí, mirándome de reojo con su sonrisita de medio lado cada vez que se quitaba una prenda. He de confesar que tenía un cuerpo espectacular: a ese hombre no le faltaba absolutamente nada, ni por delante, ni por detrás. Cuando me mostró su firme trasero casi me da un vahído.
—¿Qué opinas? —preguntó con un guiño mientras posaba luciendo únicamente una sonrisa.
—Muy bonito —dije, tratando de no aullar como una loba.
Él se ató un delantal de látex, se puso un par de botas de hule, un gorro de natación y una máscara de buceo.
Cuando terminó de arreglarse parecía el científico loco de una película porno de ciencia ficción.
—Y ahoooraaa te toca a tiii —dijo—. Puedes taparte con esta toalla si quieres, pero tarde o temprano te la voy a quitaaar…
Yo me quité la ropa rápidamente y mirando a la pared. Luego me cubrí con la toalla y me acosté boca arriba en la camilla con una mezcla de vergüenza y excitación nerviosa. Estaba preparada para llamar a Alberto a la primera señal de peligro, pero ¿dónde podía guardar el teléfono si estaba como Dios me trajo al mundo? Tomé una bocanada de aire para calmarme mientras Richard se ponía unos guantes de látex.
—¡Oooh! Qué pendientes tan delicados —dijo refiriéndose a mis bolitas de visón—. Vamos a quitártelos para que no se manchen.
«¿Para que no se manchen con qué?», pensé, pero no me atreví a articular palabra.
—A veeer… ¿te gusta el chocolaaateee?
—Me encanta.
—Perfeeecto —contestó.
Se situó junto a la camilla un momento, respiró profundamente, me arrancó la toalla y yo me estremecí. De la nada sacó una botella de plástico llena de una pasta tibia de chocolate, y empezó a derramarla a chorros sobre mi cuerpo.
—No hay nada mejor que el chocolate para la piel, ¿verdaaad?
—Si tú lo dices… —contesté.
El tibio chocolate se sentía como una deliciosa caricia. Miré al espejo que tenía en el techo —porque, lógicamente, en una habitación como ésta no podía faltar un espejo en el techo— y me vi cubierta con una gruesa capa de cremoso chocolate, mientras el musculoso cuerpo de Richard se inclinaba peligrosamente sobre mí. Estaba tan excitada que tuve que cerrar los ojos para mantener la calma, e imaginar que me estaban operando de apendicitis.
Después de cubrirme con la dulce mezcla, Richard se paró a la cabecera de la camilla y empezó a masajearme. Empezó con el cuello y los hombros, y su tacto experto hizo que me relajara. Desde esa posición se inclinó hasta que su cara quedó frente a la mía y pude oler su fresco aliento a menta.
—Ahora quiero que digas «aaaaah…».
Yo dije «aaah» y él vertió un chorrito de chocolate en mi boca, y entonces descubrí que estaba usando Nutella, mi chocolate favorito.
Mientras saboreaba la deliciosa dosis que me había dado, él me miró larga y profundamente a los ojos con tal intensidad que tuve que cerrar los párpados y girar el rostro por temor a que me hipnotizara. Noté su frustración por mi rechazo, pero en cuestión de segundos esa frustración se convirtió en una necesidad aún más desesperada por seducirme.
Sus caricias se volvieron más y más intensas: masajeó mi torso con firmeza y dulzura, como si estuviera creando una escultura. Luego caminó alrededor de la camilla paseando su mano delicadamente desde mi cuello hasta mis pies.
—Qué cueeerpoooo… —dijo.
Yo respiré profundamente para tratar de no temblar.
Él se colocó al pie de la camilla y empezó a frotar mis piernas de arriba abajo una y otra vez… una y otra vez… Yo empecé a jadear.
—¡Aaay! ¡Diooos! —susurró apretando los dientes.
Yo no dije nada porque temía que cualquier cosa que saliera de mi boca podía ser usada en mi contra. Ese hombre era irresistible, pero yo no pensaba decirselo. Cualquier argumento que oyera de mis labios podía llevar esta situación a un nivel al que no debía llegar.
Continué respirando profundamente mientras él gemía como un perrito.
—¡¡¡Aaaaaaay, Dioooooooos!!! —repetía él como si estuviera poseído.
Traté de evitarlo, pero mi respiración se volvió más y más pesada. Este tipo tenía las manos enormes y sabía exactamente cómo usarlas. ¿Cómo podía defenderme de sus poderes de seducción?
Traté de revivir los recuerdos más desagradables que fui capaz de evocar: pensé en la peste de la vieja fumadora que me encontraba en el ascensor de la oficina, pensé en Dan Callahan vomitando sobre mi alfombra, pensé en Bonnie y en todas las noches y fines de semana que había pasado en la oficina para demostrarle que merecía un ascenso, pensé en mi patética actitud servil, como un cachorro sobre dos patas, suplicando que me tirara un hueso. Pensé en esa conversación que escuché en el baño: su desdén, su odio, su desprecio por mi cuerpo… ese mismo cuerpo que ahora estaba siendo venerado por Richard Weber, uno de los hombres más atractivos de la ciudad.
Creo que Richard se dio cuenta de que mi mente divagaba más allá de su control, de modo que cambió el patrón de sus movimientos. Sus manos se aceleraban primero y súbitamente se detenían abandonándome al umbral del éxtasis. Respetuosa o intencionadamente, evitó tocar mis partes más íntimas. Yo lo bendije y lo maldije a la vez.
—Dobla el brazo, por favor —pidió.
Le obedecí y, con un rápido e inesperado movimiento, me dio la vuelta para ponerme boca abajo. Su fortaleza me hizo sentir indefensa. Luego empezó a trabajar en mi espalda, en mis muslos y mis glúteos. Creo que mis nalgas le gustaron más de la cuenta, porque le escuché soltar un largo y angustioso suspiro:
—¡Aaaaaaay, Diooooos…!
Sin previo aviso, tomó un bocado de chocolate de mi pantorrilla izquierda. Yo di un respingo, pero eso no lo detuvo.
—Beeeeeeeeee… —susurró, estirando la única sílaba de mi nombre como si fuera un corderito llamando a su madre—. ¡Esas pieeeeeernaaaaas…! ¡Ese cuuuuuulooooo…!
A mí las vulgaridades en la cama nunca me han dado morbo, y en otras circunstancias me habría reído en su cara, pero entre la pericia de sus manos y la sensualidad de su cuerpo, yo estaba a punto de derretirme.
Inesperadamente, noté que lamía el chocolate de mi nalga derecha, y yo comencé a temblar. Él gemía y jadeaba, y yo empecé a jadear también. De pronto aquello parecía un concurso de a ver quién jadeaba más fuerte. Descubrí que hacerlo me ayudaba a controlarme: cuanto más fuerte jadeaba yo, más capaz me sentía de ganarle la batalla.
—Beeeeeee, nunca he tocado a una mujer como tú… Nuuuuncaaaa… No puedo contenermeee, no puedo contenermeeee… ¡Déjameee! ¡Déjameee, por favooor!
—No —musité, contrayendo los músculos y sintiéndolo retorcerse en un intenso espasmo. Él se recuperó y comenzó a reírse. «¿Qué le pasará a esta gordita que no está de rodillas suplicando que le haga el amor?», debía de pensar. Lo que él no sabía es que yo me aferraba a las instrucciones de la Madame como un náufrago a un salvavidas: «Si te lo pide veinte veces, veinte veces tienes que decirle que no».
—¡Tengo que poseerteeee! —exclamó.
—Noooo —supliqué.
Frustrado por mi autocontrol, Richard me puso boca arriba de nuevo. Primero me dobló las piernas y luego me masajeó la parte interna de los muslos con movimientos circulares que empezaban en la rodilla y bajaban al portal mismo de mi sexo. Su tacto se volvía cada vez más intenso y su cuerpo entero se arqueaba de placer en cada acometida. Mordió un bocado de chocolate de una de mis rodillas y aulló suavemente. Su cara perseguía sus manos, y empezó a zambullirse entre mis piernas dejando que sus orejas me rozaran los muslos.
En ese momento susurré suavemente:
—¡Noooo!
—Sííí… —respondió con lascivia.
Yo volví a decir que no, él volvió a decir que sí, y empezamos una batalla verbal —que sí, que no, que sí, que no— que fue aumentando en intensidad y volumen hasta que finalmente grité:
—¡No! ¡Se acabó! ¡Basta de chocolate!
En cuanto me oyó decir eso, Richard, que ya llevaba unos cinco minutos al borde de algo, se detuvo, tensó los músculos en éxtasis, arqueó la espalda, y se aferró a la camilla como si estuviera a punto de desplomarse.
Yo permanecí tumbada durante un minuto, sintiéndome excitada, asqueada y confusa. Richard se rió aliviado mientras se recuperaba.
—¡Guaaau! —aulló—. ¡Guaau, guaau, guuuuau!
Entendí que debía interpretar sus ladridos como un cumplido, pero preferí quedarme callada.
—¿Me puedo duchar? —pregunté, tratando de levantarme de la camilla untada de chocolate.
—Por supueeeestooo —dijo, y me ayudó a incorporarme mientras señalaba una ducha que estaba oculta detrás de una de las paredes.
—Estas toallas están limpias. Tómate tu tiempo. Te veo arriba cuando termines.
Me besó la mano, mirándome fijamente a los ojos, y soltó un último aullido antes de abandonar la habitación.
Yo me duché lo más rápido que pude, mientras mis pensamientos cabalgaban a toda velocidad. Nunca había estado en una situación como ésta, con un hombre como éste. Todo me parecía profundamente perturbador y excitante a un tiempo. Una parte de mí quería agarrar a Richard por los hombros y preguntarle: «¿Realmente te parezco tan atractiva? ¿Cómo es posible que un hombre que podría estar en la portada de Playgirl se sienta atraído por una mujer que jamás estaría en la portada de Playboy?». Pero pensé que este tipo de comentario podría violar las reglas que había establecido la Madame, así que decidí quedarme callada.
Me vestí y subí las escaleras. Él se había cambiado de ropa y me esperaba descalzo, con unos vaqueros y una camiseta. Aun con este modesto atuendo parecía un modelo de revista.
—Hola otra veeeez —dijo con una sonrisa.
Yo sonreí brevemente y me encaminé hacia la salida. Él me persiguió hasta la puerta y me detuvo antes de salir.
—B, yo quería… yo quería decirte que eres un ser muuuuuy especiaaaaal, yo nunca, nuuuncaaa, he sentido algo así por nadie.
—Gracias —contesté, preguntándome si estaba soñando.
Entonces él sujetó mi mano entre las suyas y, acercando mi cuerpo al suyo con un suave tirón, me dijo con un adulador tono de desesperación:
—Y… ¿cuándo puedo verte de nuevooo?
—No sé… Tengo que pensarlo —dije confusa.
Él miró al suelo, se mordió el labio inferior y me lanzó una última mirada de deseo mientras yo salía a la calle. Alberto abrió la puerta del coche, yo me subí, e inmediatamente nos marchamos de allí.
—¿Todo bien? —preguntó Alberto.
—Sí, estoy bien, pero… espera un momento —dije, mientras sacaba mi teléfono rojo para llamar a la Madame.
—Madame, soy B. ¿Podemos hablar un minuto?
—Sí, pero solo un minuto porque estoy ocupada.
¿Cuándo no estaba ella ocupada? Aun así me lancé a hacerle una docena de preguntas:
—¿Por qué Richard Weber es tan atractivo y repulsivo a la vez? ¿Por qué este hombre tan guapo, que podría llevarse a la cama a quien quisiera, contrata a una mujer como yo? ¿Por qué le excita tanto que le diga que no?
—Querrida, no tengo tiempo para tantas preguntas. Elige una y ésa es la que te voy a contestar.
Me quedé pensando un instante y finalmente planteé mi incógnita:
—¿Qué habría pasado si le hubiera dicho que sí?
—Que te habría dejado —sentenció ella.
—Pero ¿por qué? ¿Le gusto o no le gusto?
Podría jurar que oí a la Madame poniendo los ojos en blanco.
—Querrida, ¿no ves que es un seductor compulsivo? Quiere perseguir, pero no quiere atrapar. El mundo está lleno de hombres como él: te amasan como si fueras una pizza y cuando estás lista para entrar en el horno, a ellos se les quita el apetito.
—Pero ¿le gusto o no le gusto? —insistí con avidez.
—¿Que si le gustas? ¿Pero no te das cuenta de que ni siquiera puede verte? Él ve un cuerpo que le gusta, pero no eres más que un objeto para él. Y, por lo que me dices, parece que él también es un objeto para ti.
—¡Él no es un objeto para mí! —protesté.
—Si realmente pudieras ver la persona que está detrás de ese físico, encontrarías un hombre que jamás será capaz de tener una relación íntima con otro ser humano. Si realmente lo vieras como es, no lo desearías: sentirías lástima por él.
Antes de que yo pudiera comentar su diagnóstico, la Madame decidió poner punto final a la conversación.
—Tengo que dejarte. Hablaremos mañana. —Y, sin más, me colgó el teléfono, dejándome abandonada a mis pensamientos.
¿Sería verdad que yo miraba a Richard como un objeto? Es cierto que era un hombre guapísimo, pero también es cierto que la idea de un hombre que te persigue sin intenciones de atraparte era bastante perturbadora.
¿Se imaginan pasar la vida buscando algo que ni siquiera quieres?
En la antigua Grecia había un personaje llamado Tántalo. Tántalo fue castigado por los dioses, y su condena fue morir de sed mientras estaba sumergido en agua hasta el cuello. Cada vez que Tántalo acercaba la boca al agua, el líquido bajaba de nivel, manteniéndolo sediento durante toda la eternidad. El problema de Richard era parecido: estaba rodeado de mujeres que podía poseer pero una vez que las seducía, perdía el interés por ellas. Nada ni nadie podía saciar su sed.
A partir de ese momento no pude pensar en Richard como el irresistible galán del cuerpo perfecto: lo vi simplemente como un hombre que debía de sentirse terriblemente solo. En cuanto comencé a sentir compasión por él, la atracción sexual desapareció. Richard era un hombre muy atractivo, pero no por eso dejaba de tener los mismos problemas que los demás.
Las mujeres siempre nos quejamos de que los hombres nos miran como objetos, pero esa noche me di cuenta de que yo había hecho eso mismo con Richard, y quién sabe con cuántos hombres más.
—Ya llegamos a casa. ¿Se encuentra bien, señorita B? —preguntó Alberto.
—Más o menos —contesté, aún confundida.
—Yo también he tenido un día de perros —confesó soltando un suspiro.
Me di cuenta de que Alberto tenía ganas de hablar, de modo que, en lugar de salir del coche, me pasé al asiento delantero de la limusina.
—¿Te gustaría dar una vuelta? —pregunté.
—¡Claro!
Bajamos los cristales para que Alberto pudiera fumar uno de sus habanos. Yo no fumo, pero me encanta el olor del tabaco, especialmente el de los Montecristos que su hermano le había mandado desde Miami.
La noche era fresca y despejada, y el puente de Brooklyn colgaba como una guirnalda navideña sobre el río, con sus lucecitas reflejándose en el agua.
—¿Te ocurre algo, Alberto?
—Mi esposa y mis hijas están en Florida con mi suegra —dijo. Y luego, tras una pequeña pausa, confesó con la voz quebrada—: Las echo de menos.
Entonces me mostró una foto de su esposa y sus hijas. Era una preciosa imagen de tres adorables gorditas que sonreían con la confianza de los que se saben queridos.
—¡Qué guapas! —exclamé.
—Rosa tiene cinco años y Margarita tiene siete. Son muy buenas.
Les parecerá una tontería, pero en ese momento se me hizo un nudo en la garganta. El hecho de que este hombre de aspecto imponente echara tanto de menos a su familia —casi hasta las lágrimas— me conmovió profundamente.
Dimos un gran rodeo para volver a casa, y él me habló de su madre, que vivía en la República Dominicana, y de su abuela, que estaba a punto de cumplir cien años. Me explicó que ahora que sus hijas estaban creciendo, su esposa y él no tenían privacidad y se veían obligados a hacer el amor en el sótano, mientras lavaban la ropa. Todo lo que me contaba era sincero, cotidiano y enternecedor.
—¿Usted tiene novio? —preguntó.
—No —contesté, avergonzada.
—Y ¿por qué no? —replicó, sorprendido.
¡Ay, Dios! ¡Otra vez esa pregunta! Es como si no hubiera manera de contestarla sin sarcasmo: «A ver, ¿por qué no tengo novio? ¿Será que soy gorda? ¿Fea? ¿Estúpida? ¿O será simplemente que nadie me quiere, y punto?». Nunca sabía qué responder, pero en este caso, como Alberto parecía genuinamente sorprendido, decidí responder con total honestidad.
—No sé por qué no tengo novio —dije con un suspiro.
—Yo creo que es porque usted es muy exigente —contestó él con un guiño.
Yo estaba a punto de explicarle que era tan poco exigente, y estaba tan desesperadamente sola, que había considerado seriamente resignarme a una relación epistolar con convictos que cumplían cadena perpetua, pero antes de que lo hiciera, Alberto me ofreció sus servicios de casamentero.
—¿Usted va a Miami de vez en cuando?
—Sí, bastante a menudo, porque mis padres se jubilaron allí.
—La próxima vez que vaya quiero que conozca a mi hermano. Creo que ustedes dos podrían entenderse muy bien. Él necesita a alguien como usted.
Miré a Alberto con una sonrisa de agradecimiento. Que él pensara que su hermano necesitaba a alguien como yo me parecía uno de los cumplidos más hermosos que había escuchado nunca.
De vez en cuando —habitualmente cuando más lo necesito— Dios me manda un mensaje. Pero estos mensajes raras veces llegan a través de curas o predicadores.
Cada vez que veo a los religiosos tratando de sacar dinero a los fieles les pierdo la fe; quizá es porque, para mí, los mensajes divinos vienen a través de mensajeros menos obvios y mucho más sutiles. A veces me llegan a través de algún libro que estoy leyendo, o de una canción que estoy escuchando en un momento concreto, y hasta me pueden llegar por mediación de un extraño con el que me tropiezo por la calle. Un día iba caminando por la 59 con Broadway —con la mente envuelta en un torbellino de miedos— y un mendigo me gritó: «¡Deja que Dios se encargue de eso!», y luego siguió su camino como si yo no existiera. Por cursi que parezca, eso era exactamente lo que necesitaba escuchar en ese momento. Esa frase me hizo darme cuenta de que me estaba torturando por cosas y circunstancias que estaban totalmente fuera de mi control.
Sospecho que, esa noche, Dios se comunicó conmigo a través de dos mensajeros: Richard, el hombre más solitario del mundo, y Alberto, el hombre más afortunado de la tierra. Gracias a ellos entendí lo que realmente quería en mi vida: alguien a quien amar de la misma manera en la que quería ser amada.
Al llegar a casa sentí la necesidad de escuchar una canción de Etta James: «A Sunday Kind of Love». Su letra dice que el amor verdadero es el de los domingos, ese amor que no se evapora después de una aventura de sábado por la noche. Y eso era lo que yo sentía esa noche, que lo que yo verdaderamente quería era un amor así, un amor para los domingos.
El único problema era encontrarlo.