El día siguiente pasó veloz como una ráfaga de viento. No me acuerdo de lo que hice en la oficina, pero de lo que sí me acuerdo es de que a la hora de comer me fui a la pedicura para que me arreglara los pies; luego pasé el resto de la tarde mirándomelos.
Bonnie me llamó ocho veces preguntando por ocho cosas distintas que ya tenía en su mesa. Seguramente esperaba que yo saliera corriendo a buscárselas, pero las ocho veces le dije exactamente dónde las podía encontrar sin levantarme de mi silla. Acto seguido volví a mis pies. Christine pasó por mi sitio y pareció sorprenderse por mi nivel de introspección. Quizá se dio cuenta de que la mula estaba cansada de trabajar para Bonnie. No soy el tipo de persona a la que le gusta aprovecharse de su trabajo —no soy de las que cobran su cheque cada dos semanas pero se pasan la tarde mirándose las uñas de los pies—, pero me bastaba con recordar las palabras de Bonnie burlándose de mí en el baño para justificar un par de horas de ocio en la oficina.
La Madame me llamó un poco más tarde de lo que esperaba con nuevas instrucciones y un nuevo cliente.
—Alberto te irá a recoger a las nueve de la noche para llevarte al almacén del señor Akhtar —explicó—. No comas nada durante dos horas antes de la cita, y no te pongas nada de maquillaje.
—¿Por qué?
—Ya lo verás.
—Pero ¿qué es lo que le gusta hacer a ese hombre? —pregunté con un morboso sentimiento de culpa que se estaba volviendo más adictivo que la heroína.
—Tranquila, querrida, él te lo va a dejar claro. Lo único que te va a pedir es reciprocidad.
—¿Reciproqué?
—Reciprocidad: lo que él te haga, luego se lo tienes que hacer tú a él.
—Pero, Madame, usted me dijo que nada de sexo.
—¡Ay, deja ya la paranoia! —contestó, y con la excusa de que tenía que atender sus negocios, me colgó, dejándome muerta de curiosidad durante las ocho horas que faltaban para mi cita. ¿Qué querría hacer este hombre conmigo? ¿Por qué pedía que fuera a nuestro encuentro desmaquillada y con el estómago vacío?
Esa noche, Alberto me llevó a Brooklyn. Fuimos a una zona industrial que, de día, debía de ser muy activa, pero de noche parecía abandonada. No había ni casas, ni tiendas, ni apartamentos en muchas manzanas a la redonda; era el lugar perfecto para la escena de un crimen en una película de mafiosos. Yo tenía un poco de miedo, pero Alberto me tranquilizó. Como siempre, él me esperaría hasta que todo terminara.
—¿Y qué será lo que le gusta a este tipo? —pregunté a Alberto tratando de disfrazar mi miedo con aires de mujer de mundo.
—La verdad es que no lo sé. Nunca lo he visto y las chicas nunca hablan de él cuando salen.
Solté un profundo suspiro que revelaba mi ansiedad, y Alberto, para calmarme, me hizo una propuesta.
—¿Le apetece escuchar un poco de música?
—Sí, claro.
—¿Le gusta la bachata?
—¡Me encanta la bachata!
Mi amiga Zulay dice que la bachata es la música más comestible de Nueva York, porque cada vez que entras en uno de los típicos delis dominicanos que hay en el East Village te reciben las agudas notas de una guitarra bachatera.
De modo que mientras Alberto cantaba al unísono con Monchy y Alexandra —su dúo bachatero favorito—, yo cerré los ojos en el asiento trasero para intentar tranquilizarme.
Aparcó frente a lo que parecía un almacén industrial, y señaló una pequeña puerta que estaba junto a la zona de carga para camiones. Caminé hasta esta puerta y llamé dos veces, hasta que el señor Akhtar me abrió.
Akhtar era hindú, de unos cincuenta años, tenía un grueso bigote y un largo mechón de pelo que le crecía por detrás de una oreja, y que él se peinaba con gomina para taparse la calva.
—Hola, soy B —dije.
—Hola —contestó él con una vocecita casi inaudible y tratando de evitar mi mirada a toda costa.
Ese «hola» fue lo primero y lo último que le oí decir. Mirando al suelo, como avergonzado, me hizo un gesto con la mano para que pasara al almacén.
Al entrar descubrí que se trataba de una fábrica de ropa en la que había hileras e hileras de máquinas de coser, y cientos de vestidos de lentejuelas colgados en percheros rodantes, listos para ser enviados a las tiendas. Sospecho que el tímido señor Akhtar era el dueño de ese lugar.
Mi amigo Hugo, que trabaja en moda, me había explicado que, una vez que un diseñador termina de hacer un vestido, lo manda como prototipo para que lo reproduzcan masivamente. Es en fábricas como ésta, me imaginé, donde esos elegantes vestidos se manufacturaban.
El señor Akhtar me condujo hasta un rincón del taller, y retiró una tela que cubría un enorme objeto. Pensé que iba a descubrir una pieza de maquinaria industrial, pero resultó ser un fabuloso espejo biselado de tres cuerpos, al estilo Art Nouveau. Mientras yo admiraba su delicado marco de madera labrada, el señor Akhtar desapareció por un instante para luego reaparecer con una silla y una caja de herramientas. Me invitó a sentarme y luego abrió la caja, que contenía un kit profesional de maquillaje.
Sin intercambiar una palabra comenzó a maquillarme con maestría. Claramente sabía lo que hacía, y me atrevería a asegurar que lo había hecho profesionalmente. Akhtar trabajaba rápido y con determinación y, aunque yo no podía ver lo que estaba haciendo, a juzgar por los brochazos que me daba y por la manera en que usaba el delineador, me dio la impresión de que, más que maquillarme, estaba dibujando algo sobre mi rostro. Me aplicó tanto rímel en las pestañas que sentí como si me las hubiera alargado por lo menos tres centímetros.
Cuando terminó, me puso una enorme peluca negra, y finalmente me dio un espejo de mano para que admirara los resultados: era un maquillaje teatral, demasiado exagerado para mi gusto, pero yo me veía espectacular. Había creado ángulos y volúmenes que no existían en mi cara. Con su sabia combinación de sombras afinó mi nariz, levantó mis pómulos y convirtió mis ojos en dos enormes y melodramáticos luceros.
Akhtar desapareció una vez más, y luego regresó con un perchero de ruedas. Con profundo respeto me ayudó a desvestirme. Al principio me sentí incómoda por estar frente a él en ropa interior, pero él ni siquiera me miraba; toda su atención estaba enfocada en la ropa y los zapatos que me iba a poner.
De una funda sacó un fabuloso vestido de tafetán rojo con cristales bordados. Era el traje más suntuoso que había visto jamás; el tipo de traje que una solo puede ponerse con ayuda. Pero antes de ponérmelo sacó un corsé —que más que un corsé parecía un instrumento de tortura— y estirando los cordeles que tenía a la espalda, me lo apretó hasta que no pude respirar. Fue entonces cuando entendí porqué la Madame me había dicho que fuera con el estómago vacío. El corsé me levantó los pechos hasta la barbilla, y redujo mi cintura a su mínima expresión. Bastaba con esa faja para hacerme sentir como Miss Universo, pero cuando finalmente me puso el vestido, me quedé muda. Me convirtió en una gigantesca y voluptuosa muñeca Barbie. Ya para terminar me puso una gargantilla de pedrería, unos enormes pendientes y hasta una tiara. Yo me admiré en el espejo, asombrada de lo que este hombre había logrado.
Akhtar me había convertido en una diosa de Bollywood. Una deidad enorme, exuberante e incontenible. Él había sido capaz de proporcionar a la inmensidad de mi cuerpo una lógica y una armonía incuestionables. Ninguna flacucha de las que trabajaban en mi oficina podía compararse conmigo —ni aunque engordara—. Reconozco que una chica delgada está mejor que yo con una minifalda y una camiseta, pero con ese vestido yo parecía la dueña del planeta. En silencio evoqué las palabras de la Madame mientras me admiraba en el espejo: «Tus labios suaves, al borde mismo del beso. Tu busto floreciente, y tus hombros relajados para que tus brazos tengan libertad de envolver al hombre que te desea locamente…». Rememoré sus palabras tratando de infundir esa energía amorosa a mis labios, a mi busto, a mi cuerpo entero.
«Y jamás debes olvidar… que eres bella», me dije. Y en ese preciso instante, durante un segundo apenas, me sentí bella.
No sé cuánto tiempo estuve ahí de pie, hipnotizada por mi propia imagen, pero de pronto me di cuenta de que el señor Akhtar estaba junto a mí. Él no estaba mirando la obra de arte que había creado; él estaba mirado al suelo. Yo miré al suelo también —pensando que buscaba algo que se le había caído—, y entonces me di cuenta de que lo que él miraba eran sus propios pies, enfundados en los mismos zapatos que me había puesto a mí. Había llegado el momento —como me advirtió la Madame— de la reciprocidad.
Lo senté en la silla en la que él me había sentado e hice todo lo que pude por reproducir el maquillaje que él me había hecho. No era una tarea fácil, porque constantemente tenía que mirarme en el espejo para ver lo que me había hecho él a mí, y adivinar cómo lo había hecho. ¿Qué pincel había usado en mis sienes? ¿El Rubor de Mink o el Claroscuro? Era imposible saberlo, pero en lugar de mortificarme decidí improvisar.
El pobre hombre no estaba quedando muy guapo que digamos, y naturalmente su bigote de morsa y sus gruesas gafas no ayudaron para nada. Pero como él no se quejaba, yo seguí maquillándolo con aires de profesional, tratando de ignorar el hecho de que lo estaba dejando como un payaso.
Encontré una segunda peluca, una segunda faja y un segundo vestido; había un duplicado de todo lo que él me había puesto. Lo ayudé a desvestirse, estiré los cordones de su corsé y hasta le subí la cremallera del vestido de tafetán rojo. Le di las mismas atenciones que él me había dado, desde los zapatos hasta la tiara que lo coronaba.
Cuando terminé permanecimos juntos frente al espejo durante unos minutos. Parecíamos reinas gemelas. Su bigote y sus gafas arruinaban un poco el efecto, pero no había necesidad de decirlo. Cada loco con su tema.
Inmediatamente y en absoluto silencio, él me ayudó a quitarme el vestido, y esperó pacientemente a que yo me pusiera mi ropa; luego me entregó un fajo de billetes y me acompañó hasta la puerta. Ni siquiera me dijo adiós, pero les juro que nunca he visto a alguien tan agradecido en toda mi vida.
Cuando Alberto me vio salir del edificio, se apresuró a abrirme la puerta del coche.
—¿Cómo le ha ido?
—Bien —dije, todavía confusa por la experiencia.
—Aquí tiene crema limpiadora y toallitas, por si quiere quitarse el maquillaje —sugirió, sacando una bolsa de cosméticos de un compartimento del vehículo.
Me acomodé en el asiento trasero mientras Alberto conducía despacio para que pudiera limpiarme la cara con calma.
—Es un tipo muy callado, ¿verdad? —dijo Alberto.
—Muy callado —asentí.
Por un momento estuve tentada a contarle a Alberto los detalles de la extraña visita al señor Akhtar, pero no me atreví. Sentí que él me había confiado un doloroso secreto, y aunque se viera ridículo con su vestido, su peluca y su bigote, no me parecía justo salir burlándome de él. Su silenciosa desesperación me inspiraba respeto.
—Hay gente que está muy sola. Da tristeza, ¿verdad? —dijo Alberto, leyéndome la mente.
Cruzamos el puente de Brooklyn con las luces de la ciudad titilando en el horizonte. Es curioso, yo siempre me estoy quejando de mi trabajo, de mi peso, de mi soltería… Pero por insalvables que parezcan estos obstáculos, sé que tarde o temprano encontraré la forma de superarlos. No sé cuándo ni cómo, pero sé que un día los superaré. Pero los problemas del señor Akhtar son muy distintos: este hombre, que puede confeccionar los vestidos más hermosos del mundo, nunca será capaz de usarlos en público. Nunca podrá entrar en un salón de baile enfundado en una de sus creaciones sin temer risas o burlas a su alrededor.
Akhtar me hizo pensar en todas esas veces que he maldecido mis medias y mis tacones; en todas las veces que me he puesto la pintura de labios con prisa y descuidadamente, sin imaginarme que hay otros en el mundo que sueñan con hacerlo sin avergonzarse.
Me conmovió entender que lo que para mí era cotidiano para él era extraordinario, tanto que me había pagado más de dos mil dólares para poder vivir su fantasía.
Esa noche dormí como un tronco, pero a la mañana siguiente me desperté para afrontar un pequeño drama doméstico: no tenía nada que ponerme. Absolutamente nada.
No es que me hubiese olvidado de llevar la ropa a la lavandería, es que después de verme vestida como una estrella de Bollywood, ya no podía salir a la calle con esos aburridos trajecitos que había usado durante tantos años. Traté de improvisar, mezclando una falda con otra chaqueta, pero todo me parecía tan deprimente que decidí pararme a comprar algo de ropa de camino a la oficina.
Me metí en una de las tiendas que están cerca de mi trabajo y lo revolví todo hasta que encontré una blusa de chifón, una amplia falda primaveral, un chal de cachemir y un par de sandalias de tacón bajo pero fino. Naturalmente necesitaba ropa interior nueva —no me podía poner mi nuevo conjunto con el sujetador de monja que llevaba—, así que terminé comprándome lo más vistoso y atrevido que encontré. Antes de irme de la tienda aproveché para maquillarme, inspirada por las enseñanzas del señor Akhtar. A veces necesitamos ver lo que a otros les falta para poder apreciar lo que nos sobra. Gracias a este hombre ya no me visto ni me arreglo con desgana; él me ayudó a descubrir un placer en ser mujer que nunca antes había sentido.
Salí a la calle ligera como una pluma. Cada vez que soplaba la brisa, mi ropa flotaba a mi alrededor como una nube de seda. Esa mañana no me alisé el pelo: di libertad a mis rizos, la misma que quería para mi cuerpo.
Me paseé por la Quinta Avenida con mi ropa nueva y mi pelo suelto. Al cambiar mi apariencia también había logrado cambiar mi estado de ánimo, y hasta mi manera de caminar. Cada vez que la brisa batía mi pelo, sentía como si la naturaleza me bautizara. Caminaba con firmeza, pero permitiendo que mis caderas se mecieran con suavidad a cada paso. Ya no daba esos pasitos cortos y rápidos de antes; y esa necesidad compulsiva de apretar los brazos contra mi cuerpo —como si tratara de ocupar menos espacio, como si pidiera disculpas por la opulencia de mis carnes— desapareció completamente. Sentí una milagrosa expansión de todo mi ser y entendí que mi redondez era una bendición.
Cuando entré en el edificio, los mismos que antes ignoraban mis sonrisas ahora me seguían con la mirada. Hasta aquel vigilante desdentado del que tanto me quejaba me sonrió cuando me vio pasar. Es como si nunca antes me hubiera visto. Por un momento pensé que debía ignorarlo, pero luego reflexioné…: «¿Por qué hacer a otro lo que a mí no me gusta que me hagan? ¿Por qué arruinar un momento como éste con rencores y venganzas?». Además, ya sabemos que a mí la venganza no se me da nada bien, así que sonreí al desdentado con amabilidad y continué hacia los ascensores.
Llegué a mi cubículo casi a las doce del mediodía, pero sin ningún apuro, y encendí mi ordenador. Esa mañana no tenía prisa por esclavizarme. Mientras revisaba mis e-mails, Mary Pringle se acercó a mi mesa.
—¿B?
Cuando Mary me vio, casi se le cayó la mandíbula al suelo.
—¡B! —exclamó una vez más con sorpresa.
—¿Sí? —contesté.
Ella se acercó y sostuvo mi cara con una mano, mientras analizaba mi maquillaje.
—Te has puesto Café au Lait, Violeta Violento y Avellana Tostada, ¿verdad? —señaló, identificando la gama de sombras que me había aplicado en los párpados.
—No es Avellana Tostada, es Chocolate Mortal —contesté.
—Y el delineador ¿qué es, Oro Egipcio?
—Exactamente: Oro Egipcio.
—¡Caramba! Has hecho un trabajo estupendo.
—Es que seguí tus recomendaciones.
Ella sonrió halagada, pero inmediatamente me confesó su triste misión.
—Bonnie quiere que vayas a su oficina ahora mismo.
Respiré profundamente, pero esta vez caminé hacia la cueva de la arpía sin un gramo de miedo en el cuerpo. Como siempre, Christine engullía su desayuno con ella mientras hablaban hasta por los codos.
—Buenos días —dije con una amplia sonrisa.
Bonnie y Christine se atragantaron cuando me vieron. Quizá me equivoco, pero no creo que fuera solo por mi ropa, mi pelo y mi maquillaje. Yo creo que Bonnie notó que algo en mí había cambiado, pero trató de disimular su sorpresa poniendo su acostumbrada cara de perro.
—Has llegado tarde otra vez.
—Sí —dije sin dejar de sonreír.
—¿Y? —preguntó esperando una disculpa.
—Y ¿qué? —contesté con desparpajo—. He llegado tarde porque casi todos los días me quedo trabajando hasta tarde. Me sorprende que te moleste que llegue al mediodía, ya que nunca te ha molestado que me quede hasta medianoche.
Nunca, hasta este momento, había visto a esa hiena quedarse muda. Se quedó tan perpleja que lo único que se le ocurrió fue soltar un cliché que no me hizo ni cosquillas.
—Yo solo te advierto de que no vuelvas a llegar tarde —dijo.
—Perfecto. Entonces no me vuelvas a pedir que trabaje hasta tarde. —Y me fui de allí.
Yo nunca me he creído esas historias de gente que cambia de la noche a la mañana. «¿Así que a la gordita esta le pagaron por un par de citas y de pronto descubrió que poseía una seguridad en sí misma que nunca había tenido? ¡Por favor! ¡No me hagas reír!». Eso diría yo si escuchara esta historia en lugar de contarla. Pero debemos considerar que mi caso era distinto, porque yo estaba asumiendo un riesgo muy bien calculado. Gracias a la Madame estaba ganando mucho dinero, un reconocimiento que nunca me habían mostrado en la oficina, y además me estaba divirtiendo horrores. Yo no tenía planes de renunciar a mi trabajo en la agencia, pero mi nueva fuente de ingresos me daba tranquilidad como para enfrentarme con la arpía. A Bonnie le llevaría por lo menos seis meses hacer que me despidieran y, de aquí a que eso ocurriera, yo tendría incontables oportunidades para amargarle la vida.
Además, todavía me quedaba un asunto pendiente: yo ya sabía que Bonnie quería impedir que reconocieran mi talento, pero aun así me preguntaba si efectivamente mi talento merecía reconocimiento. Necesitaba encontrar la manera de pasar por encima de ella para presentar mis ideas directamente al Gran Jefe; el problema es que con la rigidez del escalafón eso era casi imposible. Todo lo que yo escribía tenía que pasar por las manos de Bonnie, y si a ella le daba la gana de esconder mis ideas bajo la alfombra, yo no podía hacer absolutamente nada al respecto. Ésta era una guerra fría en la que yo llevaba todas las de perder.
Sé que los latinos tenemos la reputación de ser apasionados y volátiles. Yo odio confirmar los estereotipos, pero debo reconocer que, en lo que se refiere a mi familia, el estereotipo es completamente cierto. En mi casa preferimos gritarnos que ignorarnos. Otras familias tienen por costumbre luchar sus batallas con fría indiferencia —«los que ni huelen ni hieden», decía mi tía Carmita para describirlos—, pero en mi casa no mostramos las emociones, las vociferamos. Nuestras peleas son breves, pero intensas, y por lo general vienen seguidas de rápidas reconciliaciones. Cuando algo nos molesta, lo decimos, y ya. Pero hay muchos anglosajones que manejan los conflictos de una manera muy distinta; para ellos las agresiones más efectivas se ejecutan con el frío silencioso de los que nunca muestran lo que sienten.
Como yo crecí en Nueva York, he aprendido a ser un poco de los dos. Puedo ser un fuego arrasador o un cubito de hielo, dependiendo de las circunstancias, pero las sutilezas de la agresión pasiva no tenían ningún efecto con Bonnie. Ésa era su especialidad, y yo jamás podría vencerla en ese terreno. Por eso decidí echar mano a mi arsenal cubano de armas contundentes.
Esa misma mañana, justo después de comprarme el nuevo atuendo que lucía, decidí adquirir un arma pequeña pero poderosa: una grabadora portátil. Así que después de dejar a Bonnie resoplando en su oficina, cogí mi grabadora y me fui a sentar cómodamente en el baño de señoras a esperar a que viniera con Christine a limpiarse los colmillos. En cuanto entraron me puse a grabar la retahila de insultos que Bonnie me dedicaba.
—La verdad es que ella siempre trabaja hasta tarde —dijo Christine en mi defensa.
—No me importa. No estoy dispuesta a aguantar sus groserías. ¿Quién se cree que es? ¿Se piensa que porque se ha cambiado de peinado puede hablarme en ese tono? Tan pronto como terminemos con lo de los tampones la echo a la calle.
—Pero ¿qué le vas a decir?
—Que es demasiado gorda para trabajar aquí —ladró Bonnie.
—¡No le puedes decir eso! —exclamó Christine entre risas.
—No te preocupes. Yo sé cómo quitarme de encima a estos idiotas. ¿Quién crees que lo preparó todo para echar a Miller y a Jessica? A mí nadie me va a joder, créeme —aseguró Bonnie con una risotada.
Dicen que quien ríe el último ríe mejor, pero lo que esta víbora no se imaginaba es que yo me estaba preparando para soltar una carcajada tremenda.
Esperé pacientemente hasta que Bonnie y Christine salieron del baño, pero cuando estaba a punto de irme, Mary Pringle entró de repente y me encontró con las manos en la masa, o mejor dicho, en la grabadora. Ella me miró, miró el aparato, y en milésimas de segundo entendió exactamente lo que estaba pasando.
Mary me sonrió, me guiñó un ojo y me dijo:
—Yo también tengo una de ésas. Son muy útiles.
Yo le sonreí y no hizo falta que le explicara nada. Volví a mi mesa y guardé la grabadora bajo llave.
A eso de la una de la tarde tuve que ir a fotocopiar un par de documentos, y adivinen a quién me encontré junto a la fotocopiadora: pues nada más y nada menos que a Dan Callahan. Dan se me quedó mirando con la boca abierta, como si me hubiera presentado en tanga en la oficina. Yo le sonreí haciéndome la inocente.
—Hola, Dan.
—Hola, B.
¡Qué predecibles son los hombres! Ahora que ya no tenía ningún interés en él, Dan me miraba con cara de enamorado y con un hilillo de baba resbalándole por la barbilla. Les apuesto lo que quieran a que él esperaba que yo volviera a caer en su trampa.
Apoyado en la fotocopiadora, Dan me observaba con la actitud arrogante de quien se cree dueño de un pene con resistencia olímpica. Yo me acerqué a él con aires de seductora y cuando estaba ya tan cerca que podía oler mi perfume, le dije:
—Dan, ¿me puedes hacer un favor?
—Lo que quieras —contestó.
—Quítate de en medio, que tengo que hacer unas copias.
Dan se movió con presuntuosa lentitud, mientras me echaba unas miradas lujuriosas que daban risa.
—Gracias —susurré, coqueta.
Qué tipo tan imbécil, ¿verdad? No quería abusar de mi recién adquirida autoconfianza, pero la verdad es que este bobo se lo estaba buscando.
Mientras empezaba a hacer las copias, mi teléfono rojo empezó a sonar, y no me quedó más remedio que sacarlo de mi escote frente a Dan. Él se quedó boquiabierto —ignoro si por el teléfono o por el escote—. Haciéndome la tímida, me di la vuelta para contestar la llamada, y ese gesto fue suficiente para que se diera cuenta de que no tenía ningún interés en seguir hablando con él. De reojo lo vi marcharse, pero con la mirada clavada en mí. ¡Qué pesado!
En cuanto respondí, la Madame empezó a darme instrucciones.
—Alberto pasará a recogerte a las nueve. Tu cliente es Richard Weber. Él paga con tarjeta de crédito, pero Alberto te dará efectivo cuando salgas. Richard te va a dar un masaje, pero ten cuidado porque este tipo es un donjuán, así que trata de controlarte.
—Entendido —contesté con el tono de un agente secreto, y con una excitación que no había experimentado en años. De pronto sentía que tenía la sartén por el mango; después de tantos años atrapada en un trabajo sin futuro, saliendo con hombres sin futuro, viviendo una vida sin futuro, finalmente sentía que estaba al mando de mi destino.
—¡Ah! ¡Una cosa más! —exclamó la Madame antes de colgar—. Ve a que te hagan una buena depilación.
—¿De las piernas?
—De todo —contestó.
—¿De absolutamente todo?
—Sí. De absolutamente todo.
Ay, qué dolor.