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En Nueva York hay dos tipos de limusinas: las elegantes y las estudiantiles.

Las estudiantiles son un espanto: las alquilan jovencitos en su noche de graduación y generalmente son blancas, enormes, tienen televisores, luces de discoteca, un minibar lleno de licores baratos, y siempre huelen a vómito.

Las elegantes son negras, sobrias, y huelen a cuero antiguo, como olería la oficina de un influyente abogado. La limusina de Alberto era de las elegantes.

Esa noche tenía tanto miedo de lo que me podría encontrar en mi segunda cita que ni siquiera podía entablar conversación con mi chófer. Lo único que hacía era suspirar desde el asiento trasero. Él se dio cuenta de lo nerviosa que estaba y, mientras esperábamos en un semáforo, me preguntó:

—¿Se encuentra bien, señorita B?

Exhalé profundamente y en un susurro dije:

—Sí.

—Recuerde que si tiene cualquier problema, lo único que tiene que hacer es marcar el número dos de su teléfono y yo subiré corriendo a buscarla.

—Gracias, Alberto —contesté mirando su reflejo en el retrovisor. Él sonrió y yo tomé aire una vez más y me dije: «Tranquila, B, tranquila».

Finalmente llegamos al hotel Lancashire, y de pronto me entró miedo de que el personal de la recepción pensara que yo iba… pues a lo que iba. ¿Y si me detenían y me interrogaban en la puerta? ¿Y si me echaban a patadas? ¿Cómo podría explicarles lo que yo venía a hacer, si ni yo misma lo tenía claro?

Alberto abrió la puerta del vehículo diligentemente, pero yo me tomé un par de segundos antes de salir, para sacar esas ideas fatalistas de mi mente. Yo sospechaba que si entraba pensando «soy una prostituta… soy una prostituta…», ellos me verían como una prostituta, así que decidí buscarme un mantra. Primero pensé en «soy invisible», pero una mujer no se arregla como me había arreglado yo para pasar desapercibida, así que me dije: «Soy irresistible».

Total que entré al hotel repitiéndome «soy irresistible… soy irresistible…» y, aunque no lo crean, me sentí bastante irresistible durante un rato. No sé si fue por el vestido que me prestó la Madame o por mi nueva postura, pero todos y cada uno de los empleados me miraron como si fuera una estrella de cine que estaba alojada en la suite presidencial.

Mi miedo a que me echaran a patadas finalmente desapareció cuando entré en el ascensor que me condujo directamente a la suite de lord Arnfield.

Llegué, llamé a la puerta y él abrió.

Ludwig Rauscher era más joven de lo que yo pensaba, pero lord Arnfield era muchísimo más viejo de lo que yo me podía imaginar: era viejísimo, antediluviano, precámbrico. Debía de tener, por lo menos, unos ochenta y cinco años. Llevaba puesto un esmoquin, y tenía ese aire aristocrático de los que han nacido con traje y corbata.

—¡Bienvenida! —dijo con una decrépita sonrisa.

Tan pronto entré me entregó un apretado fajo de billetes, que escondí cuidadosamente en mi escote. «Si este viejecito trata de tocarme las tetas», pensé, «con un solo golpe le aparto la mano y le tiro el dinero a la cara».

Pero no hizo falta ponerse violentos porque, aunque yo empezaba a sentirme orgullosa de mi floreciente busto, lord Arnfield no tenía ningún interés en mis pechos. A él solo le interesaban mis partes inferiores, pero de los tobillos hacia abajo.

—Por favor, siéntese —me invitó cortésmente.

Mientras yo me acomodaba en el sofá, él encendió el aparato de música y puso una famosa canción de Marlene Dietrich titulada «Falling in Love Again».

—¿Está cómoda?

—Sí —contesté.

—Yo creo que estaría más cómoda si se quitara los zapatos —sugirió él.

En otras circunstancias yo le habría dicho: «La verdad es que no estaría más cómoda, porque mis pies apestan», pero como la Madame me dijo que no me burlara de mis clientes, le dije:

—Buena idea. —Y dejé que se arrodillara frente a mí para quitármelos.

—Seguramente le duelen los pies, después de un largo día de trabajo.

—Pues sí —contesté.

—Quizá le vendría bien que le diera un masaje.

—Pues sí —repetí, ante el hecho de no tener nada mejor que decir.

Él empezó a acariciarme los pies lenta y delicadamente. Mientras sonaba la balada de Marlene Dietrich, él los tocó y examinó como si acabaran de llegar de otro planeta. Lo hacía con una mezcla de sensualidad y curiosidad científica que me angustiaba un poco. Pero la canción terminó, y entonces empezó a sonar un tema muy distinto de un artista completamente diferente. Se trataba de «Nasty Girl» de Vanity 6, una canción que —con todos mis respetos— podría considerarse un himno a la putería. Con ese tema de fondo, la cosa se puso un poco más caliente.

Al ritmo rápido de «Nasty Girl» se aceleraron sus movimientos y aumentaron en intensidad. Ahora levantaba mis pies, se los llevaba a la cara y empezaba a olerlos sin pudor. Metía la nariz entre mis dedos y aspiraba profundamente. Yo me moría del asco, pero me empezaron a dar espasmos de placer. El suave tacto de sus manos me hacía cosquillas, e involuntariamente empecé a reírme, cosa que a él le encantó y le hizo gemir y jadear. Mientras más me reía, más jadeaba ese hombre, y mientras más jadeaba él, más miedo me daba que sufriera un ataque al corazón y que se muriera con la nariz enterrada en mis pies.

Comencé a sentir pánico, primero porque no sabía qué le diría a la policía si lord Arnfield se me moría en pleno masaje, pero, además, porque esta escena con mis pies me estaba empezando a excitar.

Cerré los ojos, pero fue peor, porque si no lo miraba me excitaba aún más. Entonces abrí los ojos y fue cuando me di cuenta de que lo que me excitaba no era él como hombre, sino su fascinación por mí. La idea de que alguien pudiera disfrutar tanto de la parte menos limpia y atractiva de mi cuerpo era un poderoso afrodisíaco que jamás había experimentado. No tenía ningún interés en meterme en la cama con este hombre, pero el hecho de que él gozara tanto con mi cuerpo, y de una manera tan inesperada, hacía que mi corazón latiera a toda velocidad. Finalmente decidí disfrutar de la experiencia y cerré los ojos para fantasear con que estaba en una zapatería atendida por jugadores profesionales de fútbol.

De la nada, lord Arnfield sacó una caja de una elegante tienda de ropa para caballeros y, abriéndola, reveló una amplia colección de calcetines para hombre.

Así como lo oyen. Calcetines para hombre. Ni medias de seda, ni pantis de nailon, ni calcetines de colegiala: mi noble inglés empezó a sacar calcetines de poliéster y de algodón de los que usan los hombres para ir a la oficina, y se puso a probármelos uno por uno. Cada vez que me ponía un nuevo par, le daba un espasmo que solo era superado por el siguiente. Su respiración se volvió más intensa y más pesada, y mientras me probaba un par de calcetines blancos para jugar al tenis, le dio un tembleque y se desplomó a mis pies.

Antes de que yo pudiera llamar a una ambulancia —y créanme que estaba a punto de hacerlo—, él se levantó con una sonrisa, se tapó la ingle con la caja de calcetines, y me condujo a la salida.

—Señorita —dijo antes de que saliera—, ¿usted no tendría por casualidad un par de zapatillas de deporte usadas que esté pensando tirar a la basura?

—Pues sí —contesté, acordándome de un par para ir al gimnasio que estaban a punto de desintegrarse.

—Yo estaría sumamente interesado en comprárselas.

—No se preocupe, no me las tiene que comprar, yo se las regalo.

—De ninguna manera, insisto en pagárselas. ¿Podría mandar a mi chófer a buscarlas?

—No se preocupe, yo las mando con el mío —dije, pensando en Alberto—. Con tal de que usted le dé una propina, creo que él lo hará encantado.

—Naturalmente. Muchísimas gracias.

—De nada —contesté. ¿Qué otra cosa podía decir?

Caminé por los largos pasillos como si fuera un zombi. No me sentía sucia, no me sentía culpable, pero me sentía terriblemente confusa. No hubo nada de sexo —tal y como la Madame me había prometido—, pero definitivamente hubo algo sensual en ese intercambio.

—¿Está usted bien, señorita B? —me preguntó Alberto.

Una parte de mí se sentía avergonzada de lo que acababa de pasar, pero otra parte estaba loca por contárselo a alguien, así que me incliné sobre la ventana que comunicaba el asiento de atrás con el de delante y me puse a hablar con mi chófer.

—Oye, Alberto… ¿Qué sabes de este tipo con el que he estado?

—¿Quién? ¿Lord Arnfield?

—Sí, ése.

—¡Ah…! —dijo Alberto con una sonrisa—. He oído algunas historias sobre él.

—Pero ¿qué le pasa a ese hombre? ¿De dónde le viene esa obsesión que tiene?

—Perdone, señorita B, pero la Madame no me deja hablar de los clientes —se disculpó Alberto.

—Entiendo, entiendo… Lo que pasa es que no comprendo esa fijación que tiene con los pies. ¿Puedes creer que quiere comprarme los zapatos que uso en el gimnasio? Por cierto, ¿si te doy veinte dólares se los podrías llevar? Él me prometió que te va a dar una propina.

—No se preocupe, es parte de mi trabajo, yo se los llevo y luego le traigo el dinero que él le quiere pagar —contestó Alberto.

—¡No quiero que me pague nada! ¡Es un par de zapatos viejos, por Dios! Yo no le puedo cobrar por eso a este hombre. Sería una locura.

Alberto me miró detenidamente por el retrovisor y me dijo con un suspiro:

—Usted debe de ser muy buena persona, porque es la primera chica que sale de ahí sin tratar de exprimir a ese viejo millonario.

—¿Qué más le voy a sacar si me acaba de entregar un fajo de billetes por darme un masaje? Lo mínimo que puedo hacer es regalarle unos zapatos que estoy a punto de tirar a la basura. ¿No te parece irónico que este hombre sea un noble inglés, cuando nada le haría más feliz que trabajar en una zapatería?

Alberto, a pesar de las órdenes de la Madame, se moría por hablar, y lo vi mordiéndose el labio hasta que finalmente se encogió de hombros y dijo:

—Hay gente que tiene tanto dinero que no sabe qué hacer con él. En Santo Domingo nunca vi esas cosas. Allí si quieres divertirte te vas a bailar, te tomas unas copas, sales con tus amigos. Yo nunca conocí allí a nadie a quien le gustara oler zapatos viejos. Pero a mí me gusta que me respeten y por eso yo siempre trato de respetar a los demás. Cada loco con su tema.

—Cada loco con su tema —repetí, dándole la razón.

Cuando llegamos a mi apartamento, Alberto aparcó en la puerta para esperar a que yo subiera a buscar mis zapatos viejos. Cuando se marchó, aproveché para darme otro baño, esta vez con los pies dentro de la bañera. Los limpié y los exfolié con un cariño que jamás he sentido por ninguna parte de mi cuerpo. Miré los dedos de mis pies con curiosidad, tratando de entender la fascinación que ese aristócrata sentía por ellos, y minutos después, acostada en la bañera, me toqué. Sí, me toqué ahí abajo —ya saben dónde—. Pero lo más interesante es que, por primera vez en mi vida, mi fantasía no era un hombre. Esta vez solo pensé en mí. Yo era el objeto de mi propio deseo. Quizá les parecerá una locura, pero lo que me excitaba era pensar en el incontrolable frenesí con el que lord Arnfield me tocaba. Me alegré de haberle regalado mis zapatos. Él me había hecho un regalo aún mayor.

Esa noche dormí como un bebé. No fue hasta el día siguiente, al ir al banco a depositar el dinero en la cuenta de la Madame, cuando me di cuenta de que lord Arnfield me había pagado casi dos mil quinientos dólares por el privilegio de darme un masaje en los pies.

Qué locura, ¿no?