No voy a mentir: esa primera noche casi me hago pipí en los pantalones. Tenía tanto miedo que me tomé un traguito de anís para que calmara las mariposas que tenía en el estómago. Pero como no me calmaba, me tomé otro trago, y luego otro más, y al final seguía nerviosa, pero también un poco borracha.
No sabría decirles cuánto tiempo tardé en vestirme, porque sentí como si hubiera pasado una eternidad metida en el armario examinando toda la ropa que tenía. En esta anoréxica sociedad no era fácil encontrar ropa que me quedara bien.
Cuando las flacas salen de compras, se miran en el espejo para ver cómo les queda la ropa. Pero cuando las gorditas salimos de compras, lo único que miramos es la talla que está escrita en la etiqueta. No importa cómo me quede el vestido, lo importante es la talla. ¿Qué es? ¿Una talla cuarenta y dos? ¿Una cuarenta y cuatro? ¿Una cuarenta y seis? Ese número es lo que me alegra o me entristece.
Quizá por esta razón nunca compraba ropa para una ocasión en particular: yo no buscaba prendas para el trabajo, ni para salir de noche, ni para el fin de semana en la playa. Lo que buscaba era cubrir mi cuerpo con algo que tuviera una etiqueta que me hiciera feliz. Supongamos que yo fuera talla cuarenta y seis, pero la etiqueta del vestido decía cuarenta y dos, entonces —sin pensarlo dos veces— me compraba la misma prenda en cuatro colores distintos.
Tengo entendido que la industria de la moda ha descubierto la obsesión que tienen los gorditos con las etiquetas, y ahora te venden una talla por otra para hacerte creer que has adelgazado. ¿Qué les puedo decir? Tal vez sea una estafa, pero me hacía feliz porque me permitía soñar que había adelgazado. Triste pero cierto.
Siempre buscaba trajes de chaqueta, túnicas, ropa conservadora, líneas verticales; siempre en negro, o en gris, o en azul oscuro. Es cierto, ésos son los colores favoritos de los neoyorquinos, pero —para qué engañarnos— eran también los colores que me hacían más delgada.
En fin, el caso es que estaba allí, frente a un armario lleno de vestidos con tallas falsas, pero incapaz de encontrar algo sexy que ponerme.
«¿Qué se pondría una prostituta en una situación como ésta?», mascullé para mis adentros. Total, que después de mucho buscar, terminé eligiendo lo obvio: un conjunto de falda y chaqueta negra. Lo bueno es que la chaqueta era corta, y dejaba mis caderas al descubierto. También elegí una blusa roja que usaba poco, porque me parecía demasiado escandalosa para llevarla a la oficina.
Cuando iba a ponerme mi collar de perlas, dudé: ¿con perlas o sin perlas? Al final me puse una cadena de oro con un colgante de cristal —un amuleto contra el mal de ojo y la pérdida involuntaria de la virginidad— que me regaló mi tía Carmita cuando cumplí quince años.
A diferencia de otras chicas cubano-americanas, yo no celebré mis quince años con una grandiosa fiesta. El único festejo que hicimos fue ir a un restaurante cubano (¡como si no comiéramos comida cubana todos los días!). Mi padre, que era un hombre muy inteligente y cabal, me dio dos opciones: o me daba el dinero para la fiesta o me lo daba para ir a la universidad. Para alivio de todos, yo fui lo suficientemente inteligente como para elegir la universidad, demostrándoles así lo madura que era para mi edad, y ahorrándoles la angustia de ver a su niña bailando con los lujuriosos adolescentes del vecindario.
Revivía yo estos recuerdos mientras, frente al espejo, me arreglaba el pelo en un estirado moño. Luego me puse unos pequeños aretes dorados, metí mi teléfono en el bolso junto a mi barra de labios y mi bote de gas lacrimógeno, y salí del apartamento tras dejar una nota para Lilian y La policía: «Querida Lilian, si estás leyendo esto es porque he desaparecido. Por favor, dile a la policía que busque a una mujer llamada Natasha Sokolov…». Básicamente, le echaba la culpa de todo a la Madame, aunque mientras la escribía pensaba cuán injusta estaba siendo con ella. Yo ya era una mujer hecha y derecha, y lo que había decidido hacer esa noche —por curiosidad, por desesperación o por estupidez— era enteramente mi responsabilidad. En el momento en que me atreví a reconocer esto, empecé a sentir que estaba al mando de la situación y que tenía el control sobre mi vida. Esa sensación me encantó. Si yo tenía la valentía de bajar hasta el infierno, también debería tenerla para escapar de él.
Salí del edificio y encontré una elegante limusina negra esperándome en la puerta. En la ventana trasera había un cartelito colgado que decía simplemente «B». Tan pronto me acerqué, el conductor se apresuró a abrirme la puerta.
—Buenas noches, señorita B, mi nombre es Alberto y yo seré su chófer —dijo respetuosamente.
—Encantada, Alberto.
Alberto era alto, fornido y de piel oscura; tendría unos cuarenta años, y parecía uno de esos famosos jugadores de béisbol de la República Dominicana. Me alegró darme cuenta de que era un hombre muy respetuoso y educado, y no uno de esos caraduras que en cuanto descubren que soy cubana se pasan de la raya. Es más: Alberto era tan serio que por un momento pensé que sabía lo que yo estaba haciendo, y le parecía inmoral. ¡Ay, Dios mío! El sentimiento de culpa no me dejaba en paz. Yo me sentía demasiado nerviosa para ponerme a hablar, y es que por un lado estaba convencida de lo que hacía, y por el otro estaba aterrada de hacerlo. Mi lucha interior me mantuvo ocupada desde mi apartamento en el West Village hasta nuestro destino en el Upper West Side.
—Yo estaré esperándola para llevarla de regreso a su casa cuando termine —dijo Alberto mirándome brevemente por el espejo retrovisor.
—¿Cuánto tiempo cree que me llevará esto? —pregunté tratando de conseguir más información de la que me había dado la críptica Madame.
—Yo la esperaré, no importa cuánto tarde.
Su respuesta me hizo sentir protegida, pero no reveló ni un ápice de información adicional. Lo único que sabía era lo que me había dicho la Madame: que mi cliente tenía mucho dinero. Cuando me di cuenta de que la limusina se había detenido enfrente de uno de los edificios más elegantes de Central Park West, confirmé que mi cliente debía de estar nadando en dinero.
«Solo un multimillonario podría vivir aquí», dije para mis adentros. «Debe de ser uno de esos hombres que lleva ochenta años ahorrando. Seguramente es un viejo verde como el que me dijo el piropo en la playa». Pero no importaba qué edad tuviera ese hombre; ya me había comprometido a conocerlo, así que no merecía la pena seguir elucubrando.
El portero del edificio me abrió la puerta.
—Buenas noches, Madame. El señor Rauscher la está esperando.
Salí del coche con pasos temblorosos, y tan pronto empecé a cruzar el vestíbulo, seguida por el portero, sentí que la sangre volvía a correr por mis venas. Sí, definitivamente estaba asustada, pero era capaz de cumplir mi misión.
Esa noche descubrí algo que no sabía, y es que en los edificios más elegantes de Nueva York el portero te acompaña hasta el piso al que vas, y te indica la puerta a la que debes llamar. De hecho, en esos edificios ni siquiera se molestan en poner un número a la puerta de los apartamentos, ya que todo está planeado para disuadir a los intrusos.
El portero me indicó la puerta —la última del pasillo—, pero tras avanzar un par de pasos tuve que detenerme para admirar la elegancia del decorado: las lámparas, las alfombras, las flores… Ese pasillo tenía mejores muebles que cualquier casa en la que hubiera estado antes. Les aseguro que incluso allí se podía percibir el olor del dinero. Al pasar junto a un gran espejo veneciano me detuve brevemente para retocar mi pintura de labios con manos temblorosas, pero cuando me miré en él, casi me entraron ganas de llorar. He oído que, a veces, las mujeres con anorexia son poco más que un esqueleto, pero cuando se miran al espejo se ven gordas. Yo tengo un problema más o menos parecido: cuando me miro en el espejo lo único que veo son mis defectos. Para mí, el estándar de belleza es una mujer como Nicole Kidman, y el problema es que Nicole y yo no nos parecemos en nada. Yo no tengo ni su estatura ni su figura, y —no importa cuánto adelgace— estoy segura de que nunca la tendré.
«Nunca seré como Nicole Kidman… nunca seré como Nicole Kidman…», murmuré desolada frente a ese espejo. Pero en ese momento, no sé cómo, di un giro que hasta a mí me sorprendió, y empecé a reírme.
«¿Y por qué coño tengo que ser como Nicole Kidman?», dije en voz alta, y fue entonces cuando decidí —literal y metafóricamente— soltarme el moño. Ahí estaba, vendiéndome por primera vez en la vida, y no se me había ocurrido nada mejor que disfrazarme de secretaria —y digo esto sin ánimo de ofender a ninguna secretaria, lo juro—. Me veía avejentada, aburrida y conservadora.
De modo que, con la misma actitud que un despiadado diseñador gay dispuesto a redecorar un apartamento, me dije: «B, es hora de cambiar», así que me abrí un botón de la blusa, luego otro, luego otro… Claro, luego tuve que empezar a cerrarlos porque me pasé de la cuenta, pero aproveché para reajustarme el sujetador y empujar mis senos hacia arriba, hasta que prácticamente me rozaban la barbilla.
«Mucho mejor», me dije admirándolos.
Luego me quité la chaqueta, porque decidí que me quedaba mejor si la llevaba colgada sobre un hombro, y me doblé las mangas de la camisa para tener un aire más casual. Después vino el momento de soltarme el moño: al quitarme las horquillas mi pelo se volvió una maraña, y entonces, arrepentida, traté de volver a ponérmelas, pero ya era tarde; mi cabellera cubana tiene vida propia, y una vez que la dejas en libertad es muy difícil volver a domarla. «¿Qué puedo hacer?», me dije. «Si por lo menos pudiera mojarlo podría darme ese aspecto de recién bañada, que no me queda nada mal». Inmediatamente agarré uno de los floreros que tenía cerca y decidí usar el agua de las flores para humedecerme el pelo. Pero al mojarme las manos me di cuenta de que el agua del florero olía a podrido. Qué asco. Me sequé las manos con las cortinas de terciopelo, y entonces descubrí que llevaba un tubo de gel en el bolso. Al ponérmelo, mis rizos adquirieron la textura deseada; entonces me miré en el espejo una vez más y me dije: «Mejor. Mucho mejor». No es que de pronto me hubiera convertido en una reina de la belleza, pero sin lugar a dudas me veía más atractiva que antes.
Mi cabellera es muy rizada, y dejar mi pelo en libertad era una manera de liberarme. El único problema era que, con el pelo suelto, mis pequeños aretes se perdían en la jungla de cabellos. Algo había que hacer. Entonces me fijé en la exquisita araña de cristal que colgaba del techo. ¿Me atrevía o no me atrevía?
Pues me atreví: arrimé una silla hasta la lámpara, me subí, y le quité dos tiritas de cristales que colgué de mis aros. Lo más curioso es que hacían juego con mi colgante de cristal, el que supuestamente protegía mi virginidad.
Me miré en el espejo de nuevo, me quité las gafas, me subí la falda y finalmente caminé hasta la puerta del señor Rauscher con mis rizos, mi escote, mis pendientes de cristal, y mi chaqueta colgada sobre el hombro.
Toqué el timbre y esperé a mi primer cliente con temblores, taquicardia, y un millón de ideas contradictorias asaltándome.
Sabía que este momento marcaba el principio de algo y el final de algo, pero… ¿de qué?