Solo los verdaderos neoyorquinos conocen las reglas secretas de la vida nocturna en Manhattan, pero en caso de que ustedes las desconozcan, permítanme un par de líneas para explicárselas.
Resulta que —tal y como me lo había aclarado Lilian— los martes se han convertido en los nuevos jueves.
Hace algunos años, la noche del jueves era la de las aventuras. Los desviados, los inadaptados y los intoxicados eran los reyes de la cuarta noche de la semana. Salías del trabajo y te ibas a un bar, alguien te invitaba a una fiesta, esa fiesta era una porquería, pero allí te invitaban a otra, y de ahí seguíamos a otra, y luego a otra. Finalmente, después de haber pasado por galerías de arte, eventos benéficos, discotecas y after hours, uno terminaba en Chinatown a eso de las cuatro de la mañana, desayunando camarones horneados en sal, y rodeado por los personajes que habías ido recogiendo a lo largo de la noche.
Al día siguiente ibas a la oficina con gafas oscuras, y pasabas el viernes rezando para que el día pasara rápidamente, y con unas ganas horrendas de echarte una siesta.
El jueves era el día en el que salíamos para evitar las masas de noctámbulos que frecuentaban los viernes y los sábados. Un verdadero neoyorquino jamás haría cola para entrar en una discoteca —es más, no lo haría ni para entrar al cielo— y por eso necesitábamos una noche nuestra, una noche en la que no tuviéramos que mezclarnos con turistas ni con visitantes. Durante muchos años ésa era la noche del jueves.
El problema es que los jueves se volvieron demasiado populares, y por eso —como si una fuerza invisible nos hubiera convencido para dar un giro colectivo— la ciudad entera cambió el jueves por el martes. En consecuencia, las fiestas respetables solo tienen lugar los martes; y si planeas pasar por el nuevo bar de moda, más te vale que lo hagas el martes por la noche. El martes es la noche de salir, la noche de los que no tienen que despertarse temprano al día siguiente, la de los que son capaces de ir al trabajo trasnochados. Pero lo interesante es que una vez que los martes tomaron el lugar de los jueves, el resto de los días cambiaron también.
Ahora los miércoles son los nuevos viernes, y por eso los bares están abarrotados con visitantes de los municipios vecinos, que vienen a Manhattan en grandes coches que apenas caben por las calles.
Los jueves son los nuevos sábados, y por eso es la noche perfecta para ir al cine a ver películas extranjeras, o para pasar por las galerías de arte; ya nada exclusivo o interesante tiene lugar los jueves.
Los viernes son, sin lugar a dudas, los nuevos domingos: una noche para quedarse en casa viendo la televisión. No hay manera de convencer a un neoyorquino de que salga un viernes en la noche a mezclarse con los turistas.
Los sábados son, obviamente, lo que antes eran los lunes. Es la noche de hacer la colada, limpiar los armarios o visitar a los amigos que viven en los suburbios.
Los domingos se están empezando a parecer a los antiguos martes, y de vez en cuando pasa algo interesante que justifica una excursión nocturna.
Finalmente quedan los lunes, que me parece que siguen siendo lunes, pero no estoy muy segura. Si me entero de algún cambio, les avisaré.
La verdad es que todas estas reglas estúpidas me tienen sin cuidado, pero es vital que ustedes entiendan estas sutilezas para que comprendan esta parte de la historia: la insistencia de Lilian de salir esa noche se debía en gran parte al hecho de que era martes. Ella había elegido la noche perfecta en el lugar perfecto; cuando llegamos a Baboon las copas estaban a mitad de precio, y el bar al completo estaba sumido en una juguetona felicidad etílica.
Baboon era uno de los nuevos bares en lo que llaman el Meat Market, o sea, el mercado de la carne, una zona industrial al suroeste de Manhattan donde, hasta hace pocos años, estaban situadas las distribuidoras de carne de la ciudad. El alza del precio de las propiedades convirtió este inhóspito barrio en una de las zonas más caras y exclusivas de Nueva York.
Cuando yo era una niña, el Meat Market era una zona que todos evitábamos. De día te agobiaban los camiones y la peste a cadáveres bovinos que emanaba de los edificios. De noche, las prostitutas reinaban en la zona, y las veíamos caminar por las calles, cortejadas por conductores que iban despacio para negociar sus servicios. De día vendían carne de res, y de noche carne humana. Ningún barrio de Manhattan estaba mejor bautizado.
Pero los tiempos lo habían cambiado todo y los antiguos frigoríficos habían desaparecido para ser reemplazados por elegantes restaurantes repletos de ejecutivos de Wall Street. En lugar de reses y prostitutas ahora había fornidos corredores de bolsa fumando habanos, y esbeltas rubias desfilando en tacones de aguja, que frecuentemente se atascaban y rompían en las viejas calles de adoquines.
Al llegar al bar dejé que Lilian caminara delante, porque cuando ella iba primero, los hombres se quitaban de en medio y dejaban sitio para que yo pasara.
Era fascinante ver cómo los hombres reaccionaban ante la belleza asiática de Lilian; se apartaban, la miraban de arriba abajo, aullaban… Era francamente patético. Si las mujeres hicieran tantos aspavientos cuando ven a un hombre que les parece atractivo, yo creo que se acabaría el mundo. Si nosotras los miráramos con el mismo morbo con el que nos miran ellos, les daría un ataque de ansiedad que no les permitiría volver a tener una erección.
Obviamente a Lilian le encantaba verse rodeada de atenciones, pero lógicamente a mí me deprimía sentirme como un cero a la izquierda. Ella no era el tipo de chica que disfrutaba comparando su éxito con mi fracaso, pero sí era lo suficientemente cegata como para no darse cuenta de que los únicos hombres que se acercaban a mí lo hacían solo porque yo me encontraba a su lado. Cuando Lilian estaba en un bar, rodeada de atractivos solteros, era incapaz de ver más allá de sus propios pezones.
Era en momentos como éste cuando me sentía como una actriz de reparto en la vida de los demás. Sé que suena tonto, pero cuando salía con Lilian me sentía como su dama de compañía. Ella era la protagonista, y yo su actriz secundaria. A veces me tocaban un par de buenas escenas, pero la historia nunca giraba en torno a mi vida; siempre se desarrollaba en torno a la suya.
Pero volvamos al bar. Baboon estaba lleno de una especie muy particular de simios que trabajan en la bolsa de valores. Nos acercamos a la barra y, aunque no quedaba una silla libre, uno se levantó corriendo para ofrecerle la suya a Lilian. Con su irresistible sonrisa, Lilian le rogó a su vecino del bar que me cediera la suya, y las dos conseguimos sentarnos juntas. Ahí fue cuando los chimpancés empezaron a rodear a Lilian para sus rituales de apareamiento. Yo me mantuve al margen de la situación mientras sus galanes pagaban nuestras copas. A consecuencia de esto terminé tomándome uno, luego dos, y finalmente tres appletinis. Las tres veces les di las gracias a los primates, y las tres veces me quedé esperando que me dijeran «de nada».
De repente, me deslumbró una gran sonrisa que provenía del otro lado de la barra. Era un chico de mi edad a quien nunca antes había visto. Muy discretamente miré por encima de mi hombro para asegurarme de que la sonrisa iba dirigida a mí y no a alguien que estaba detrás y, una vez confirmado, le sonreí también. Entonces el sonriente levantó su copa proponiendo un brindis a larga distancia, que fue interrumpido cuando uno de los monos de Lilian me dio un empujón para tratar de acercarse más a ella. Yo hice una mueca de cansancio y el sonriente se rió a carcajadas. En ese momento Lilian anunció que iba a salir a la calle para ver el coche de uno de sus gorilas.
—Peter dice que es un Porsche, pero Roger dice que es un Mustang —dijo Lilian como si me contara un chiste divertidísimo. Obviamente todo era una excusa de uno de los primates para sacar a Lilian del bar e impresionarla con el Porsche 911 Turbo que habíamos visto en la puerta. Justo antes de salir, Lilian se fijó en el sonriente y, arqueando una ceja, me aconsejó—: Guarda mi asiento para él. —Buena idea, Lilian.
En cuanto se marcharon, le hice una seña al sonriente para que viniera a sentarse junto a mí. Físicamente, el sonriente no era nada del otro mundo, pero tenía una honestidad y una simpatía en la mirada que lo hacían encantador. Tenía aires de chico del campo, como si fuera un granjero de Oklahoma que no terminaba de encajar en la gran ciudad. Llevaba unos pantalones vaqueros de talle bajo —de ésos que dejan la mitad del trasero al descubierto—, una camiseta bastante moderna y una chaqueta de cuero fino.
—Hola, soy Stuart —se presentó.
—Yo soy B.
—¿Bea?
—No, B. Solamente B. B de… Bolivia. —Por lo menos esta vez no dije B de burro.
—Y tus amigos, ¿adónde han ido? —me preguntó.
—Han salido para ver un coche.
—¿Volverán?
—¡Espero que no! —dije, y ambos nos reímos.
Seguimos hablando y luego empezamos a reírnos mirándonos a los ojos, algo sumamente sexy que yo nunca había hecho con nadie.
—¿Cómo se llama tu amiga?
—Lilian.
—¿Es una buena amiga?
—La mejor —contesté.
El sonriente sonrió una vez más, y fue en ese momento cuando empecé a ver mi futuro.
Lo vi todo como si fuera una película: vi nuestra boda, nuestro apartamentito de recién casados —un poco pequeño, pero lleno de amor—, vi nuestro primer bebé, vi los buenos tiempos, y los tiempos difíciles… En fracciones de segundo vi nuestra vida entera, con sus victorias y sus obstáculos, con sus pequeñas alegrías domésticas y sus benignos dramas, que logramos superar apoyándonos mutuamente. Me vi aprendiendo a amar sus imperfecciones, al igual que él aprendía a amar las mías. «¡Y pensar que todo comenzó en un bar en Manhattan, con esa sonrisa que me deslumbró, cuando él me eligió entre docenas de mujeres mucho más delgadas que yo!». Me vi con mis nietos sentados en las rodillas contándoles en detalle la historia de amor de sus abuelos. Me vi muriendo en paz, sabiendo que mi vida había sido la novelita rosa que yo siempre había soñado que fuera.
Justo cuando pensé que nada podía arruinar este futuro que me acababa de inventar, él soltó una pregunta que interrumpió mi sueño dorado.
—Tu amiga está buenísima. ¿Me la puedes presentar?
¿Qué? Esto sí que no me lo esperaba.
Esto era un golpe bajo. Muy, muy bajo.
Yo sé que la culpa era en parte mía por permitir que mi imaginación volara desenfrenadamente. El pobre hombre no tenía ninguna obligación de participar en mis fantasías. Además, entiendo que haya quedado deslumbrado por Lilian, en vista de que, efectivamente, está buenísima. Pero flirtear conmigo para tratar de acercarse a ella era una marranada imperdonable. Era algo que yo no le haría a nadie. Me puse como una fiera, y cuando me pongo como una fiera, soy un peligro.
Con la misma velocidad con la que imaginé nuestra vida marital, y con una furia lubricada por el alcohol, inventé una venganza diabólica.
—¡Ay…! —dije, dejando caer mi bolso.
—Permíteme… —respondió él, ofreciéndose a recogerlo.
Al inclinarse, la parte baja de su espalda quedó expuesta, y ese caminito que le separaba las nalgas quedó a la vista. Fue por ahí —por lo que algunos llaman vulgarmente «la raja del culo»— por donde le vacié la copa que me estaba tomando. Inmediatamente él soltó un grito, y yo me disculpé echándole la culpa a la masa de borrachos que nos rodeaba.
—¡Perdón, es que alguien me ha dado un empujón! —exclamé, con un tono tan inocente que hasta yo me lo creí.
—Voy al baño —dijo, sin contestar a mis disculpas—. Cuídame la chaqueta —añadió, refiriéndose a la cazadora beis de piel de cordero que había dejado colgada en el respaldo de su asiento.
Mientras él iba al baño, yo me levanté y salí del bar con mi bolso en una mano y su chaqueta de cuero en la otra. Cuando llegué a la calle tiré su chaqueta a la basura y seguí de largo. Mientras me alejaba para buscar un taxi, oí las risas de Lilian al otro lado de la calle. Ella no me vio, y yo no me detuve para decirle adiós. Sé que si se hubiera dado cuenta de lo molesta que yo estaba, se habría ofrecido a acompañarme, pero yo no quería arruinar su noche. Ella no tenía la culpa de lo que había pasado.
Si creen que estoy orgullosa de lo que hice, se equivocan; me sentía fatal. Para rematarlo, mientras cruzaba la calle me rompí un tacón en los adoquines.
—¡Coño!
La venganza no es mi fuerte, y por un momento pensé que ese tacón roto era el karma castigándome instantáneamente. El sonriente se había portado como un patán, y se merecía que le dieran una lección, pero esa sensación de haberme portado como una víbora me deprimió. ¿Merecía la pena la venganza, si el precio era sentirme así?
Mientras iba en el taxi, con los pies hinchados, el tobillo dolorido, y el ceño tan fruncido que me dolía la frente —justo ahí, en ese preciso instante—, me di cuenta de que había tocado fondo. Lo bueno de tocar fondo es que, como ya no puedes hundirte más en la miseria, lo único que puedes hacer es tratar de subir.
Por ello, antes de seguir con la historia, me gustaría dedicar un par de líneas a disculparme públicamente con ese chico:
Querido sonriente, si estás leyendo esto me gustaría pedirte que me perdones. Es cierto que te portaste como un imbécil, pero yo también me porté mal contigo. Siento mucho lo de tu chaqueta. Por favor, acepta mis más sinceras disculpas.
Y ya con este tema resuelto, llegó el momento de seguir con la historia, porque ahora es cuando, finalmente, se pone buena.