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—¿Quieres ver mis fotos de los Hamptons? —preguntó Lilian en el peor momento posible.

En este punto tengo que hacer un paréntesis.

Cuando Lilian llegó a mi mesa, yo tenía los ojos rojos de tanto llorar, me temblaban las manos y mi maquillaje estaba hecho un desastre. Pero Lilian ni se fijó. Ella quería enseñarme las fotos de su glamuroso fin de semana y contarme sus aventuras en los Hamptons, así que aunque yo hubiese tenido un puñal clavado en la espalda y estuviera bañada en sangre, Lilian habría insistido en enseñarme sus jodidas fotos de todas todas. Así es Lilian, tiene un corazón de oro —por eso somos amigas—, pero cuando se pone egocéntrica, se puede estar acabando el mundo y a ella lo único que le preocupará es lo que se va a poner para el juicio final. Créanme, es simpática, dulce y generosa, pero sería capaz de decir cosas como: «¿No tienen pan? ¡Pues que coman pasteles!». Ella vive en su propio planeta y no tiene ni idea de los problemas que tenemos los que vivimos en éste.

En momentos como éste me gustaría ser una alcohólica, no porque tenga ningún interés en emborracharme, sino porque por lo menos podría ir a reuniones de Alcohólicos Anónimos y tendría un padrino que me ayudaría a lidiar con las desdichas de mi vida. Yo tuve un novio que me enseñó cosas maravillosas sobre Alcohólicos Anónimos. Debo mantener el nombre en secreto para proteger su anonimato, de modo que lo vamos a llamar mi AA-ex.

Mi AA-ex era un tipo que había pasado por todas las miserias imaginables por culpa de la botella, y por eso había decidido mantenerse sobrio durante el resto de su vida. Gracias a Alcohólicos Anónimos no solo había dejado de beber, sino que también se había convertido en una persona más madura y serena.

Una de las cosas más útiles de ese programa es que, cada vez que le entraban ganas de beber alcohol, podía llamar a su padrino —otro miembro de AA con más experiencia—, y éste le convencía de que no lo hiciera. Mi AA-ex había probado de todo —rehabilitación, psicoterapia, medicinas—, pero lo único que lo ayudaba a mantenerse sobrio eran esas reuniones a las que acudía todos los días.

Me encantaría tener algo así en mi vida: un grupo de apoyo que me animara cuando estoy desanimada, que me diera fuerzas cuando me sintiera vencida. Me encantaría tener un padrino a quien pudiera contarle mis cosas. El problema es que lo más parecido a eso que tenía era Lilian, una amiga con buenas intenciones, pero con la capacidad de concentración de un cocker spaniel.

¿Cómo podía explicarle a ella lo difícil que era mantener la calma y comportarme como un ser racional, mientras la rabia, la ira y la horrible sensación de estar siendo explotada me estaban carcomiendo? ¿Cómo podría Lilian convencerme de comportarme como una mujer adulta, cuando lo único que quería hacer era gritar y patalear como una niña?

En ese preciso instante estaba sufriendo lo que he dado en llamar el «síndrome del auriga». Para explicarlo, tenemos que viajar en el tiempo hasta la antigua Grecia, o por lo menos a mis años en la escuela secundaria, cuando estudiaba la antigua Grecia. Les prometo ser breve.

Resulta que cuando estaba en secundaria tenía a una profesora de arte maravillosa que se llamaba Grazia. Ella era italiana, pero se había casado con un norteamericano y se había venido a vivir a Estados Unidos. Grazia siempre me pareció una mujer exótica: era delgadísima, tenía una gran nariz típicamente italiana y una cabellera negra como las plumas de un cuervo. Era tan versada en la historia —los griegos, los egipcios, los renacentistas, los impresionistas— y hablaba con tal soltura sobre todos ellos que todos estábamos convencidos de que sus gruesas pulseras doradas eran reliquias de la tumba de Nefertiti. Aprendí más con ella que con todos los profesores y libros que había estudiado en mi vida. Esta mujer era realmente un genio, y tenía la capacidad de explicarte todo en unos términos tan sencillos que la experiencia de aprender se volvía fascinante. Si hubiera tenido más profesores como ella, no me cabe la menor duda de que yo habría sido capaz de mandar un cohete a Júpiter.

Una de las cosas que Grazia nos explicó —y que nunca olvidaré— fue el concepto de la existencia para los antiguos griegos. Ellos pensaban que el ser humano era como un auriga, o sea, el conductor de un carro tirado por dos caballos: un caballo representaba la pasión y el otro, la razón. Según los griegos, si permitías que alguno de los dos caballos tirara más de la cuenta, el carro se volcaría y podrías morir en el acto. Por eso recomendaban mantener siempre el equilibrio entre ambos.

Es fácil imaginar que el caballo de la pasión es capaz de destruirte. Los periódicos están llenos de historias de mujeres que asesinan a sus maridos, maridos que asesinan a sus esposas, políticos que arruinan sus vidas por un tórrido romance, y hasta celebridades que asaltan a los paparazzi por sacarles una foto en la puerta de un club de strippers. En todos estos casos, es obvio que el caballo de la pasión estaba desbocado y por eso el carro se volcó, con terribles consecuencias.

Lo que no pensamos tan a menudo es que el caballo de la razón puede ser tan peligroso como el de la pasión. Hay infinitos casos en los que poderosos ejecutivos toman despiadadas pero muy racionales decisiones que envenenan ríos, aniquilan especies y arruinan la vida de millones de personas.

Continuamente vemos en la televisión a gente que usa el dinero para justificar el comportamiento más inhumano. Acumulamos riquezas como si pudiéramos llevarlas a la tumba. Somos como los faraones egipcios, llenando el mausoleo con oro y joyas que no podremos llevarnos al otro lado.

A mí me parecía que en mi oficina habíamos permitido que el caballo de la razón corriera desbocado. Todos vivíamos con un miedo y una actitud servil que nos tenía amargados. Pasábamos demasiado tiempo trabajando y nos olvidábamos del caballo de la pasión, el que conduce nuestros afectos, nuestras relaciones, nuestra familia. Hablar, reír, apreciar y sentirse apreciado se consideraban tonterías para las que nadie tenía tiempo.

Mi amigo Louis era el ejemplo perfecto de alguien a quien el caballo de la razón se le había desbocado. Louis trabajaba en Wall Street y durante mucho tiempo había salido con una chica puertorriqueña que se ganaba el sueldo en una tienda de ropa. Louis, quien tenía un trabajo muy bien pagado y un apartamento fantástico, decidió un día que él se merecía una novia mejor; alguien que le ayudara a ascender al siguiente peldaño social y profesional. Pensó que su puertorriqueña no era suficiente y, sin más explicaciones, terminó con ella.

Pero un par de semanas más tarde, Louis se dio cuenta de un pequeño detalle: él amaba a esa humilde chica, y solo después de abandonarla descubrió cuánto la quería.

Louis pasó horas y horas en el Spanish Harlem, frente al pequeño apartamento donde ella vivía. Lloró, suplicó, llevó flores, cartas y anillos de brillantes; pero ella nunca más volvió a hablar con él. Era demasiado tarde.

Poco a poco Louis enloqueció; perdió la capacidad de concentrarse en su trabajo y lo echaron de la empresa. Empezó a ir a un psicólogo, tomó antidepresivos, y finalmente tuvo una especie de renacimiento espiritual. Nunca me hubiera imaginado que un día me lo encontraría citando a Buda y a Paulo Coelho en la misma frase, pero todo era el resultado de haber perdido el amor de su vida. La última vez que lo vi se puso a hablarme de vidas anteriores, de meditación trascendental y de sus planes de irse a vivir a Santa Fe para ser profesor de yoga.

Esto es lo que pasa cuando el caballo de la razón tira más de la cuenta. La razón te puede hacer tanto daño como la pasión.

¿Será que los latinos dejamos que el caballo de la pasión corra más, mientras que otros dejan que la razón guíe el carro? A veces me pregunto si ése es el motivo de que yo, que soy cubana, pero nací en Estados Unidos, perciba constantemente la tensión entre mis dos caballos. El de la razón me hace sentir inteligente y al mando de la situación, pero también vacía y despiadada. El de la pasión me hace sentir poderosa y volcánica, pero infantil y vulnerable. Sin embargo, en la mayoría de los casos, y probablemente porque mis raíces cubanas se extienden varias generaciones, es el caballo de mi pasión el que galopa sin control. Es entonces cuando lloro, grito y pataleo.

Esa terrible mañana, después de tantos desengaños, era imposible mantener mis caballos bajo control. Quizá los héroes de la literatura griega eran capaces de hacerlo, pero una simple gordita como yo no era capaz. Mi pasión quería que agarrara mi bolso, que le gritara un par de groserías a Bonnie y me marchara de esa oficina para siempre. Mi razón insistía en que me quedara callada, me hiciera la tonta y no cometiera una locura de la que luego me podría arrepentir.

¡Cómo me hubiera gustado tener un padrino de Alcohólicos Anónimos! Alguien con más experiencia en la vida que yo que me dijera: «¡Tranquila! No dejes que esto te afecte. No dejes que los caballos se desboquen». Pero como no soy alcohólica, no tenía padrino. Lo único que tenía era a Lilian: una amiga que trabajaba en mi oficina, pero que vivía en otra galaxia. Con su figurita de modelo y sus pretendientes mandándole flores y bombones al trabajo… ¿cómo podría ella entender mis desventuras?

Pero volvamos a la historia.

¿Dónde estábamos?

Ah, sí, en los Hamptons.

—¿Quieres ver mis fotos de los Hamptons? —preguntó Lilian en el peor momento posible.

En caso de que ustedes no estén al tanto, los Hamptons son un grupo de elegantes pueblecitos en la costa de Long Island, preciosos pero insoportables. Están a un par de horas de Nueva York y es donde veranea la gente más presuntuosa y arrogante del mundo. Si vives en Manhattan y no veraneas en los Hamptons, no eres nadie. En los Hamptons la ropa es informal, pero los coches son de lujo. Allí van los millonarios y los que se hacen pasar por millonarios; éstos son individuos que no van a divertirse, van para poder decir que estuvieron allí. Yo estuve un par de veces, y me pareció que la gente era tan creída y hostil que nunca más quise volver.

Pero regresemos a Lilian. Sin darme un instante para objetar sus planes, empezó a exhibir sus recuerdos del fin de semana sobre mi mesa. Yo podía haberle gritado que no me interesaban, pero ella no me habría escuchado.

—Échale un vistazo a esta casa —dijo—. El dueño está loco por mí.

—Lil… la verdad es que no estoy de humor en este momento… —traté de decirle, pero no me hizo ni caso.

—Éste es el que te dije, el abogado que me mandó las flores. No es tan guapo, pero tiene esta casa preciosa (y es suya, no es alquilada) y además tiene un BMW. ¿Qué tal? Pero entonces llegó su amigo, que, sí, es guapísimo, pero solo es un asistente… —Y en ese momento Lilian torció la cara como para dejar claro que, por más guapo que fuera, ella no pensaba ser la novia de un asistente.

—Pero después llegó su jefe, y ése sí que está forrado. Total, que el jefe empieza a perseguirme por toda la casa, y a preguntarme tonterías, y a ponerse seductor. El problema es que me consta que está casado con una gorda horrenda, y entonces…

«¡Ay, Lilian! ¿Por qué tenías que meter a la gorda horrenda en este asunto?», pensé. Ojalá yo hubiera tenido la fortaleza para reírme, o para mandarla a la mierda —que es lo que se merecía—, pero después de todo lo que había pasado esa mañana, había solo una cosa que podía hacer: echarme a llorar como una idiota.

Mi llanto captó su atención —y es que Lilian solo responde en momentos de crisis—. Como mi oficina es un gran espacio abierto y la mayoría trabajamos en cubículos, mis gemidos resonaban por todo el pasillo, así que Lilian improvisó un plan de escape inmediato: me puso unas gafas oscuras para cubrir mi arruinado maquillaje, y, sujetándome del brazo con la elegante determinación de una geisha, me sacó de la oficina antes de que se formara un corrillo de curiosos a mi alrededor.

—No abras la boca hasta que estemos fuera —ordenó mientras nos apresurábamos hacia la salida.

Bajamos a la calle y me arrastró a la esquina de los fumadores para preguntarme qué coño me pasaba. Yo fui breve y concisa: le hablé de los pantalones, de los idiotas de márketing, de Dan Callahan y, naturalmente, de Bonnie.

—B, esto no puedes tomártelo como algo personal —dijo.

—¿Cómo no me lo voy a tomar como algo personal? Suponte que yo ignorara todo lo que ha ocurrido esta mañana. Cualquiera podría decir: pues de ahora en adelante voy a olvidarme de los hombres y voy a concentrarme en mi carrera, pero es que resulta que mi carrera tampoco va a ninguna parte porque, aunque trabajo como una esclava, la muy perra de Bonnie opina que soy tan fea ¡que hay que esconderme en un calabozo!

—B, la apariencia no lo es todo. Tienes que entender que la verdadera belleza…

—¡No me vengas con que la verdadera belleza está en el interior! —grité.

—No, te iba a decir que la belleza está en los ojos del que mira.

—¡Pues tampoco me digas eso! —contesté, harta ya de refranes.

El problema conmigo es que, si alguien se acerca a mí para consolarme, más vale que venga con buenos argumentos y no con un par de frases manidas. Seré gorda, pero también soy una mujer medianamente sofisticada. En ese momento Lilian se detuvo para pensar las palabras que me iba a decir.

—Mira, B, te voy a ser franca: eres inteligente, y dulce, y responsable, y tienes talento… y claro que eres guapa también —obviamente, «guapa» era el último adjetivo de su estúpida lista—. El caso es que tienes un problema con tu peso, pero no puedes permitir que eso te detenga.

—Lilian, mi peso no me detiene. ¡Son los demás los que me detienen! ¿Qué pasa, que tengo que volverme una flaca anoréxica para encontrar novio, para tener una familia y avanzar en mi carrera?

Mis argumentos eran bastante sombríos, pero tenían cierta lógica. La pobre Lilian empezó a buscar desesperadamente algo reconfortante que decirme, pero lo que se le ocurrió fue bastante estúpido.

—Yo creo que deberías tomarte en serio lo de adelgazar. Ésa debería ser tu prioridad.

Permítanme que les explique algo: lo último que una gordita necesita escuchar es que «tiene que tomarse en serio lo de adelgazar». Créanme, ella ya lo sabe, y se lo digo yo que estoy a dieta desde que nací. Pero si además esa gordita lleva un año sin sexo, les recomiendo que la traten con mucha cautela, porque lo más seguro es que esté a punto de explotar. Yo traté de explicarle la situación a Lilian sin perder los estribos, y hablando de una cosa terminé en la otra.

—¿Sabes cuánto tiempo llevo sin acostarme con nadie? —dije—. ¡Ya ni me acuerdo de cuándo fue! Debe de haber sido hace un año. Sí, un año aproximadamente, porque yo acababa de hacer mi declaración de la renta cuando…

Y ahí tuve que parar porque me di cuenta de que era ya 14 de abril y que, una vez más, me había olvidado de hacer la declaración. Tenía veinticuatro horas para preparar los papeles y mandarlos al fisco. ¡Qué día!

—Tranquila —dijo Lilian—. Mañana puedes ir a tu contable a la hora del almuerzo. Pero hoy tenemos que reinventarte, y lo primero que tienes que hacer… —prosiguió tras una melodramática pausa— es dejar de hacerte la víctima, porque eso de atractivo no tiene nada. —En otras palabras, yo era una gorda, una llorona y una pesada, valga la redundancia.

La verdad es que Lilian decía muchas tonterías, pero de vez en cuando te soltaba una verdad que te dejaba estupefacta. La contundencia de sus palabras fue tal que, en lugar de molestarme, me entraron ganas de reír, y me reí tanto que los fumadores que teníamos al lado —que antes me habían visto llorando— sospecharon que yo era bipolar.

En ese momento Lilian me abrazó, y sentí que era un abrazo dulce y sincero. Es cierto que ella no era muy diestra consolando a sus amigas, pero por lo menos tenía buenas intenciones.

—Yo sé que estás pasando por un mal momento, pero, créeme, todo ocurre por alguna razón. Debe de ser hora de que aprendas algún tipo de lección. Nada pasa por accidente. Dios tiene un plan.

—La verdad es que no soy muy religiosa —contesté.

—Yo tampoco soy religiosa, pero estoy hablando de algo espiritual.

—Tampoco soy espiritual —insistí solo para fastidiarla.

—¡Pues vete a la mierda!

—¡Vete tú! —contesté.

Le dije que era una idiota, me dijo que era una perra, y a partir de ese momento quedamos de lo más contentas.

—Vamos a tomarnos un trago esta noche —sugirió.

—Pero hoy es martes.

—Mejor aún. Los martes son los nuevos jueves. ¡Vamos!

Alguien dijo alguna vez que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Yo sabía que si salía con Lilian, todos los hombres iban a acercarse a ella y nadie iba a fijarse en mí. Pero después de consolarme, Lilian necesitaba volver a ser la protagonista y que yo fuera su actriz secundaria. Para no contrariarla —y como no tenía nada mejor que hacer— acepté su invitación. Sabía que era un error, pero desconocía de qué magnitud.

Resultó ser un error muy grande.

Enorme.