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Trabajo en una agencia de publicidad en Nueva York, y, en el caso de que no lo sepan, ésta es la peor ciudad del mundo para estar gorda, porque aquí la mayoría de la gente se las arregla —no sé cómo— para estar delgada.

Si van a cualquiera de los maravillosos restaurantes que hay en Manhattan, encontrarán a esbeltos hombres y mujeres que no parecen verse afectados por azúcares, carbohidratos o grasas parcialmente hidrogenadas. Muchas veces me he preguntado si todos vomitan después de cada comida, o si les instalaron un incinerador industrial en lugar del metabolismo de caracol que me pusieron a mí. Esta gente está tan delgada que parece que todo lo que comen se evapora al entrar en contacto con sus labios; en cambio yo lo almaceno todo, como si me preparara para un holocausto nuclear.

Veo a los flacos por la calle; los miro con envidia luciendo ropa de diseñadores famosos, o en el gimnasio quemando algún microscópico miligramo de grasa. Los veo en el metro o en el autobús, sentados cómodamente en asientos que fueron diseñados para gente de su talla, cruzando las piernas en posiciones imposibles para mí, y usando pantalones vaqueros o de cuero sin preocuparse de que el roce de sus muslos desgaste la tela de la entrepierna.

Sí, ya sé que parezco obsesionada con nuestras diferencias, pero eso no es del todo cierto. Solo pienso en esto en los momentos difíciles, como cuando me doy cuenta de que tengo que empezar a usar una talla más grande. Pero a pesar de mis quejas, no tengo resentimiento hacia los flacos; muchos de mis amigos son delgadísimos. El mejor ejemplo es Lilian, mi mejor amiga, quien es particularmente esbelta.

Lilian y yo nos conocimos en la agencia de publicidad el primer día que entré a trabajar allí. Esa mañana me sentía nerviosísima porque no conocía a nadie en la oficina. Lilian se acercó a mi mesa y tuvo un gesto entrañable hacia una recién llegada como yo: se presentó y me invitó a almorzar. Aunque trabajamos para distintos departamentos —yo soy redactora creativa y ella es contable—, Lilian y yo nos volvimos inseparables desde ese día.

Lilian es asiática, alta, estilizada, tiene unos pechos perfectos, un trasero pequeño y firme, y, aunque no lo crean, es dulce, simpática y amigable. Es cierto que a veces puede ser egocéntrica, narcisista e insensible, pero ya estoy acostumbrada a todo eso y he aprendido a quererla como es. Además, por las experiencias que he tenido con mi madre, entiendo que la gente que te quiere es la que te saca de quicio, y eso es algo en lo que la dulce Lilian es una experta.

En fin, la historia comienza —discúlpenme por no haberla empezado todavía— hace algún tiempo, la mañana del 14 de abril. No soy muy buena recordando fechas, pero cuando algo ocurre cerca de Navidad, Año Nuevo o San Valentín me es más fácil recordarlo. Esto sucedió un día antes de la fecha en la que es obligatorio mandar la declaración de la renta.

Era una deliciosa mañana de primavera en la que yo me sentía particularmente orgullosa de mi peinado. Tengo el pelo largo y muy rizado, y siempre me hacía un moño para parecer más delgada y seria en la oficina. Llevaba las gafas porque había estado tan ocupada en el trabajo que no había tenido tiempo de ir al oculista para hacerme un nuevo par de lentes de contacto; pero no me molestaba llevarlas, porque me daban una apariencia más profesional —lo cual era vital para lograr mi tan postergado ascenso—. Resulta que en las grandes corporaciones hay una ley tácita que establece que, si llevas más de dos años sin recibir un ascenso, es porque eres una inútil. Yo llevaba ya tres años tratando de que me ascendieran a directora creativa, y si no lo hacían pronto, estaría condenada a ser una simple redactora el resto de mi vida.

En esto consiste mi trabajo: yo soy la persona que reúne toda la información de márketing y la convierte en un párrafo, una línea o una palabra. Si me dicen: «Tenemos que vender más pañuelitos de papel a jóvenes entre los catorce y los dieciocho años», yo escribo una frase que haga que ese grupo demográfico corra a las tiendas a comprarlos.

¿Se acuerdan de esa campaña publicitaria que decía «El mundo es un pañuelo… lleno de mocos»? Pues yo fui la que propuso ese eslogan; desafortunadamente fue Bonnie, mi jefa, la que se llevó el mérito. Pero ya les contaré más sobre Bonnie cuando llegue el momento.

A mí me gusta pensar que soy como una poetisa; una barda que paga la renta escribiendo anuncios, catálogos y etiquetas. Reconozco que no escribo clásicos de la literatura, pero mi trabajo me permite, hasta cierto punto, ejercitar mi creatividad, y por ello me considero una creadora de «arte por encargo».

Muchos piensan que a los artistas no les importan las presiones del mercado, pero permítanme recordarles que Leonardo da Vinci no pintó la Mona Lisa simplemente porque le dio la gana; lo hizo porque alguien le pagó por hacerlo. Algún ricachón florentino le dijo a su esposa: «Querida, creo que deberíamos contratar a alguien para que te pinte un retrato. Déjame que llame a ese tal Leonardo», y así fue como Leonardo pagó su alquiler renacentista.

Casi todos los artistas —o por lo menos los artistas que se ganan la vida con su talento— terminan prostituyéndose. Nos das dinero y te vendemos hasta el alma. Lo que no debemos olvidar es que, aunque nos prostituyamos, no por eso dejamos de ser artistas, y ya sea para pintar una obra maestra o para escribir el eslogan de una marca de tampones —que es precisamente lo que yo estaba haciendo en esa época— es sumamente importante que se nos trate con un mínimo de respeto.

En mi agencia daba igual que fueras un genio o una bestia que consiguió su puesto acostándose con el jefe; tu éxito solo dependía de que lograras ese ascenso cada dos años.

Pero acostarse con mi jefe —que era una mujer y no muy guapa que digamos— era imposible, y por eso yo trataba de avanzar a la antigua, o sea, trabajando como una mula.

Llevaba años esclavizada para convencer a mi supervisora de que me merecía el título de directora creativa, pero hasta ese momento mis esfuerzos no habían servido para nada. Lo peor de todo es que el trabajo ya lo tenía; lo que no tenía era el título.

Yo hacía dos trabajos simultáneamente: el de director y el de subordinado. Un par de años atrás había renunciado el antiguo director creativo, y mientras encontraban a otro, me habían encargado sus responsabilidades. Yo actuaba como directora, pero continuaba trabajando como una redactora más de la agencia. Cuando los otros creativos escribían un anuncio, yo lo revisaba, lo corregía y se lo enviaba a Bonnie. La parte absurda de todo esto es que cuando yo escribía un anuncio me lo tenía que mandar a mí misma para revisarlo, corregirlo y aprobarlo. ¿Les parece lógico? A mí tampoco. Pero así funcionan las grandes compañías: te exprimen todo lo que pueden con la excusa de evaluar si estás lista para ese ascenso y, una vez que demuestras que lo estás, van y contratan a otro. Y la peor parte es que, como tú has hecho el trabajo durante años, ellos esperan que entrenes a tu nuevo jefe. Qué cojones, ¿verdad?

Sin embargo, esa mañana no había razón para pensar en cosas negativas, porque yo estaba convencida de que eso no me iba a pasar a mí. Yo iba a conseguir ese ascenso fuera como fuese; por ese motivo los últimos treinta y seis meses había trabajado sin parar, y me había perdido cumpleaños, visitas al médico y hasta Navidades —un pecado mortal en las familias cubanas— para cumplir con mis responsabilidades. Para mí, mi carrera era la prioridad, y por eso vivía prácticamente en la oficina.

Cada vez que buscaban a un voluntario para algo, yo levantaba la mano; cada vez que me pedían dos ideas, yo les daba veinte. Me reía a carcajadas de los chistes malos de mi jefa y le preguntaba por la salud de sus perros y sus gatos, como si me importaran un pimiento. Además me sentía culpable cada vez que me iba de vacaciones, y en varias ocasiones las cancelé simplemente porque a Bonnie «se le había olvidado» que yo se las había pedido. Comía el almuerzo todos los días sentada en mi escritorio, y cargaba con mi BlackBerry hasta cuando iba al baño porque no había duda de que Bonnie me llamaría en el momento en el que yo me levantara de la silla. Mi devoción era tal que mi médico pensó que me había muerto, porque no podía creer que llevara tanto tiempo sin hacerme un chequeo.

Yo era tan responsable que iba a la oficina hasta cuando estaba enferma. Si se quejaban de que estaba propagando el virus, me iba a casa, pero si me quedaba en casa se quejaban de que no estaba en la oficina; total que desarrollé una técnica para toser internamente y guardarme mis gérmenes.

Mi determinación en triunfar me hizo aguantar en silencio las ideas más estúpidas de mi jefa. Escuché sus imbecilidades con respeto y reverencia. Le di carta blanca para que me humillara cuanto quisiera para demostrarle que yo estaba allí para ayudarla y no para cuestionar su autoridad. Hice todo lo que pude por dejar que se luciera a mis expensas: le atribuí el mérito cuando no se lo merecía, y le permití que presentara mis ideas como si fueran suyas. Todo esto lo hice para cumplir un modesto sueño: ser directora creativa, y con un poco de suerte usar ese puesto para conseguir un trabajo decente en otra compañía, un lugar donde nunca más tuviera que lidiar con Bonnie.

Durante estos difíciles años inventé un mantra que repetía una y otra vez: «El trabajo libera». Después me enteré de que ése era el lema de los campos de concentración nazis, y decidí cambiar mi mantra a «no hay mal que dure cien años»: quizá yo fuese una prisionera en el campo de concentración de Bonnie, pero no lo sería para siempre.

¿Cómo podría describir a Bonnie? Bonnie era flaca, huesuda, con el pelo teñido de negro, la piel rojiza y los labios finos, casi inexistentes. Se daba un aire a Joan Collins, pero cuando ya había cumplido los sesenta y cinco años. Era el tipo de mujer que, si al entrar en un edificio le abrías la puerta, pasaba delante como una reina sin molestarse en agradecértelo; es más: ni siquiera te miraba, convencida de que los seres humanos habíamos sido creados para servirla. Juro que jamás le escuché decir las palabras «por favor» o «gracias». Era el tipo de mujer que se vestía de blanco en las bodas y comía chicle en los funerales. A ella no le importaba nada ni nadie. Pero dejemos a Bonnie y volvamos a la historia.

Era una preciosa mañana de abril y la primavera flotaba en el ambiente. Recuerdo que caminaba con prisa hacia la oficina luciendo mi traje azul marino. Ese traje lo tenía en cuatro colores distintos, ya que una vez que encontraba algo que me quedaba bien, siempre lo compraba en varios colores. Desafortunadamente las mujeres de mi talla nunca tenemos mucho donde escoger.

En fin, el caso es que llevaba el traje azul marino y noté que me quedaba un poquito apretado. Lo primero que se me ocurrió fue que quizá se había encogido —cosa bastante improbable porque lo habían lavado en seco—; pero prefería pensar eso a considerar la posibilidad de que yo hubiera engordado.

Mientras caminaba por la Quinta Avenida hacia la calle 59, trataba de calcular cuántas calorías estaría quemando con esa corta pero intensa caminata. Las calles del Midtown en Manhattan pueden ser una pesadilla, especialmente si eres una gordita tratando de llegar a tiempo al trabajo. Por un lado quieres ir deprisa, porque llegas tarde, pero no puedes correr porque vas con tacones. Sí, es cierto que podría usar zapatillas deportivas, pero ésa es una tentación en la que jamás caería una aspirante a directora creativa. En resumen: iba rápido, pero no demasiado, porque tampoco quería llegar a la oficina sudando.

Entré en el edificio y sonreí al portero, que una vez más me ignoró. Vamos a dejar clara una cosa: sonreír y flirtear no es lo mismo, y con este señor yo no tenía ninguna intención de flirtear, por varias razones.

Primero, porque no me parecía atractivo.

Segundo, porque había notado que le faltaban un par de dientes frontales.

Tercero, porque el tipo ni siquiera se molestaba en mirarme, y para flirtear con alguien es necesario que haya, por lo menos, contacto visual.

El caso es que le sonreí. Yo sonreía a ese idiota todas las mañanas simple y llanamente porque creo que es lo mínimo que uno debe hacer con la gente que ve a diario. Es una cuestión de modales. Pero ese imbécil, que claramente no tenía ningún tipo de educación, me ignoraba, y se quedaba mirando al horizonte como si un barco lo cruzara con una modelo desnuda en la proa.

Respiré profundamente tratando de que su desaire no me molestara y me apresuré en llegar a los ascensores. Uno estaba a punto de cerrarse y corrí para detenerlo.

Gran error.

El ascensor iba lleno y apenas quedaba sitio para un pasajero más, pero no de mi talla. Ya que había detenido el ascensor me sentí obligada a subirme, y terminé apretujada junto a una viejecita flaca que apestaba a cigarros. Traté de aguantar la respiración para ocupar menos espacio —y evitar el olor a cenicero de la anciana—, pero en ese momento lo peor que podía suceder sucedió. La alarma de sobrecarga empezó a sonar.

Sé que no soy un elefante, y que no hago sonar la alarma cuando me subo sola; pero mientras una parte de mi cerebro entendía que el ascensor ya estaba más que lleno, y que incluso una ardilla podría haber activado la alarma, otra parte me recordaba la dura y pesada realidad de que estaba más gorda de la cuenta.

—Alguien se va a tener que bajar, o nos vamos a quedar aquí hasta mañana —dijo la vieja fumadora, mirándome con cara de pocos amigos.

Era fea, pero tenía razón, así que salí tan elegantemente como pude, y una vez fuera me di la vuelta con una sonrisa.

—Buen viaje —dije mientras las puertas se cerraban. Pero nadie contestó ni me sonrió. Obviamente esto me molestó, pero tampoco soy tan delicada, de modo que secretamente decidí que ese incidente no me iba a arruinar el día.

Me subí en otro ascensor, apreté el botón, cerré los ojos durante unos segundos —el tiempo que se tarda en subir hasta el piso veinte— e intenté visualizar algo positivo que me hiciera recuperar el optimismo. Traté de recordar aquellos tiempos —pocos años atrás— en los que me encantaba ir a trabajar. Mi agencia se encontraba en una oficina preciosa en la calle 59, y sus grandes ventanales ofrecían una vista magnífica de Central Park. Ése era mi sueño: tener un gran despacho con vistas al parque. Pero Bonnie había logrado convertir la oficina de mis sueños en la cárcel de Alcatraz. Ahora me sentía atrapada en una prisión exquisitamente decorada con muebles de Knoll.

Cuando salí del ascensor, miré mi reloj y me di cuenta de que llegaba con media hora de retraso. El día anterior había trabajado hasta medianoche, y quise pensar que Bonnie tendría piedad de mí y perdonaría mi impuntualidad.

Al cruzar la recepción escuché fragmentos de una conversación ajena:

—¿En serio? ¿Eres de Los Ángeles? Porque a mí me parece que tu acento es del sur.

Se trataba de Deborah, nuestra nueva recepcionista, siendo acosada por dos idiotas que trabajan en márketing. Eran dos de esos típicos jovencitos arrogantes, graduados en alguna universidad famosa, que siempre están tratando de seducir a las pasantes y a las secretarias.

Deborah era la típica mujer que a mí me gustaría odiar, pero no puedo: pequeña, delgada, rubia, y tan dulce que es casi empalagosa. Me muero de la vergüenza cada vez que la miro con envidia.

—¡Hola, B! —me saludó.

—¡Hola, Deb!

Los idiotas de márketing me miraron de arriba abajo y sin ninguna simpatía hacia mis curvas. Yo sonreí, pero, como era de esperar, me ignoraron. Allí fue donde el siguiente desastre tuvo lugar.

—Oye, se te ha caído la tarjeta —me dijo uno de ellos.

Ciertamente, la tarjeta magnética que usamos para entrar a la oficina se me había caído a sus pies. Por un segundo pensé que se iban a tomar la molestia de recogerla, pero ellos miraron la tarjeta, me miraron a mí y se volvieron a Deborah para seguir con sus maniobras de seducción. ¿Para qué malgastar su caballerosidad con esta gordita, cuando la esbelta Deborah estaba allí, indefensa tras su escritorio? No me quedó más remedio que agacharme yo misma a recoger la tarjeta.

Lo primero que oí fue el sonido de la tela desgarrada, seguido por la natural expansión de la carne. Luego vino el fresquito en el trasero y finalmente la vergüenza al reconocer que mis pantalones se habían roto, dejándome —digámoslo sin rodeos— con el culo al aire.

—B, ¿estás bien? —preguntó Deborah.

—¡Claro! —respondí, mintiendo descaradamente.

—Creo que tengo hilo y aguja por aquí… —se ofreció mientras revolvía su escritorio.

—No te preocupes, no ha sido nada —insistí, sabiendo que yo guardaba mi propia provisión de material de costura en mi mesa. Pero en ese instante cometí el error de tratar de justificar el accidente ante los idiotas de márketing—: Se ve que en la tintorería me lavaron el traje en agua caliente, a pesar de que les pedí que…

Ni siquiera había terminado la frase cuando ambos ya me habían dado la espalda para ignorarme una vez más y continuar seduciendo a Deborah. Respiré hondo para tranquilizarme y entré en la oficina. Afortunadamente mi chaqueta cubría parcialmente el destrozo de mis pantalones, así que caminé despacio y con pasos cortos para disimularlo lo máximo posible. Tan pronto como llegué a mi mesa, Mary Pringle, la secretaria de Bonnie, asomó la cabeza por encima del panel de mi cubículo.

—¡Bonnie quiere verte inmediatamente!

Por su tono de voz, sabía que Bonnie planeaba gritarme. No me quedaba más que rendirme a su tiranía y, para mayor humillación, hacerlo con el culo al aire.

Hay muchas cosas que lamento de mi educación universitaria. Odio el hecho de que algunas clases teóricas deberían haber sido prácticas, y que algunas clases prácticas deberían haber sido teóricas. Odio el hecho de que me costó una fortuna, odio el préstamo que tuve que pedir y odio tener que pagarlo todos los meses. Pero lo que más rabia me da es que nadie me enseñó en la universidad lo que debía saber para sobrevivir en una empresa.

Vamos a ser claros: la mayor parte de la gente que va a la universidad termina trabajando para una gran compañía; todos soñamos con encontrar un puesto que nos garantice dinero, estatus, asientos en primera clase en viajes de trabajo y una caja de tarjetas de visita con un logo intimidante. La mayoría de los abogados, periodistas, ingenieros y contables terminan trabajando para grandes corporaciones donde serán un tornillo más en una gran maquinaria ejecutiva, y nuestro amargo destino es trepar esa escalera hasta la muerte, o la jubilación.

El problema es que nadie en la universidad te enseña a sobrevivir en un nido de víboras, y siento decirles que ésa es la primera destreza que deberíamos aprender.

Ningún profesor me explicó que mi jefe me pondría en la lista negra si me veía saludando a su jefe; que inmediatamente sospecharía que quería trabar amistad con el pez más gordo para pasarle por encima.

En ninguna clase me advirtieron de que debía pasar la mitad del día trabajando y la otra mitad contando a los demás lo que había estado haciendo, porque de lo contrario nadie sabría lo que había hecho y otro se llevaría el mérito por mi trabajo.

En la escuela nadie me explicó que era mejor ser temido que ser querido, y nadie me dijo que los que se pasan el día marcando su territorio tienen más éxito que los que trabajan como esclavos.

¡Hay tantas cosas que nadie me enseñó en la universidad! Si volviera a estudiar, yo exigiría los siguientes cursos:

Cómo trabajar para un jefe que no sabe usar un ordenador.

Cómo trabajar para un alcohólico que llega a mediodía, cambia todo lo que habías escrito y luego, como a eso de las nueve de la noche, lo vuelve a cambiar para dejarlo como estaba originalmente.

Cómo trabajar con alguien que ya no es tu jefe, pero sigue mandándote como si lo fuera.

Y el último, pero quizá el más importante: cómo trabajar para una víbora.

Naturalmente, esto nos conduce de vuelta a Bonnie.

Bonnie es la típica pesadilla industrial. Tiene cincuenta y muchos años, nunca se ha casado, es mojigata, controladora y ambiciosa. Le encanta la burocracia, y el único talento que tiene es el de navegar en aguas corporativas para apropiarse de más y más poder. Bonnie es diabólica, tiránica, insegura y envidiosa. Qué encanto, ¿verdad?

Tengo entendido que Bonnie venía de ser vicepresidenta en otra compañía, y que casi se las arregló para llevarla a la quiebra, pero, como dice mi amiga Irene, «hay ejecutivos que mientras más la cagan, más ganan», o sea, burócratas que siempre conseguirán un ascenso en su próximo trabajo, sin importar lo ineptos que hayan sido en el anterior. Ése era el caso de Bonnie.

Según Lynn, del departamento de operaciones, Bonnie empezó su carrera hace muchos años como asistente del vicepresidente de una importante agencia. Como tenía acceso a todos sus papeles, ella empezó a chantajearlo con la evidencia de algún pequeño escándalo sexual y gracias a eso consiguió su primer ascenso. Dicen las malas lenguas que Bonnie iba por los pasillos de la agencia con un gran sobre que contenía las fotos comprometedoras, y que si su antiguo jefe no hacía lo que ella le pedía, ella empezaba a sacarlas lentamente, y no paraba hasta que él cedía. Así fue como Bonnie comenzó su rápido ascenso.

En el momento en el que Mary me dijo que Bonnie quería verme, yo me di la vuelta, recogí dos kilos y medio de papeles cuidadosamente organizados en carpetitas de colores, y me dirigí a su despacho con la esperanza de dejarla boquiabierta con mi exhaustiva investigación. En mi informe estaban todos y cada uno de los estudios más recientes sobre el comportamiento de la mujer promedio durante su ciclo menstrual. Sí, sé que esto sonará un poco rebuscado, pero es que justamente mi agencia estaba tratando de asegurar una jugosa cuenta con una marca de tampones superabsorbentes llamados «Del Cielo». Esta marca quería llegar a un grupo demográfico más joven, pero sin ofender a su público mayor y tradicional, ni cambiar su prístina imagen blanca y celestial.

Por desgracia, al entrar apresuradamente en el despacho de Bonnie —y con el ansia de presentarme como la eficiente directora creativa que aspiraba a ser— tropecé con su falsa alfombra persa, y tiré al suelo todos los documentos que tan cuidadosamente había recopilado.

Bonnie me miró con asco. Ella estaba, como siempre, desayunando bagels con queso crema junto a su amiga Christine del departamento legal. Me arrodillé con cuidado —para que no se me siguieran rompiendo los pantalones— y recogí los papeles, sintiendo que sus ojos de medusa me trepanaban la nuca. Qué escena tan patética: estaba ahí, arrodillada, y con el trasero expuesto a los elementos, frente a la mujer que más odiaba en el mundo. Finalmente logré ponerme de pie con mi caótica pila de documentos en las manos.

—Has vuelto a llegar tarde —dijo Bonnie.

—Es que anoche estuve en la oficina hasta las tantas haciendo este informe…

Ella me miró como si quedarme en la oficina hasta medianoche fuera lo normal para una esclava como yo y, naturalmente, me vi obligada a inventar detalles ficticios para justificar mi retraso.

—Es que esta mañana no pude salir de mi apartamento hasta que llegó el fontanero, porque la tubería del vecino de arriba se rompió y me inundó el baño…

Ella me miraba todavía como si mis penurias no fueran suficiente para justificar mi retraso, y yo, lógicamente, seguí inventando.

—… Y es que me tuve que quedar a abrirle la puerta al conserje porque los vecinos que tienen la copia de mis llaves están de vacaciones en Cancún celebrando su aniversario…

En ese momento tuve que parar de inventar, porque ni yo misma me estaba creyendo lo que le decía. Ella me miró fríamente y me soltó:

—Aquí se empieza a trabajar a las nueve de la mañana. Es la segunda vez que llegas tarde este mes. Esto no volverá a pasar.

—Esto no volverá a pasar —repetí, arrepentida, como si me disculpara por haber nacido. En ese momento traté de cambiar de tema—: Por cierto, he encontrado estudios muy interesantes sobre lo de la menstruación. Si quieres hoy podría trabajar en esto —dije, apuntando al lío de papeles que tenía en las manos—. Incluso podría escribirte un resumen con los puntos más importantes.

—No —respondió tajante—. Los quiero revisar yo misma.

—¿Quieres que los ordene un poco y te explique más o menos qué es lo que he averiguado?

—Ahora estoy ocupada, déjalo ahí.

Sí, claro, ella estaba ocupadísima tragándose el desayuno y chismorreando con Christine. Y la muy cerda ni siquiera engordaba, era un saco de huesos. Ayer me había hecho trabajar hasta medianoche porque era «urgente», y ahora resulta que su desayuno era más importante que mi trabajo. Le di un tirón a la parte baja de la chaqueta para taparme la rabadilla, y salí de su despacho en silencio.

Antes de regresar a mi cubículo, me detuve en la cocina para hacerme un café, y allí me encontré con el mismísimo Dan Callahan. Lo que faltaba. Aquí tengo que hacer un triste paréntesis para explicar quién es el señor Callahan.

Dan no es un monstruo, pero tampoco es un galán de telenovela. Es mitad irlandés y mitad otra cosa, pero no sé exactamente qué. Tiene poco pelo, el cutis grasiento, boca de pez y, para rematarlo, es unos cinco centímetros más bajito que yo. Definitivamente no es lo que yo llamaría un príncipe azul, pero sí era el único hombre que me había invitado a salir en muchos meses.

Todo había ocurrido tres semanas atrás. La verdad es que él no me gustaba, pero en vista de que nadie me había invitado a salir en tanto tiempo, no me quedó más remedio que aceptar. Supongo que Dan me invitó pensando que iba a ser una chica fácil de llevarse a la cama y yo, para qué negarlo, lo era. Después de meses y meses sin que nadie mostrara ningún interés en mí, me habría acostado hasta con el jorobado de Notre Dame.

Desafortunadamente, la noche de nuestra cita Dan se emborrachó de tal manera que cuando llegamos a mi apartamento lo primero que hizo fue vomitar sobre mi alfombra persa, auténtica. Cualquiera pensaría que después de un episodio como ese yo le habría retirado la palabra, pero como tengo muy buen corazón, siempre doy a la gente una segunda oportunidad.

«Quién sabe», me dije a mí misma, «quizá bebió con el estómago vacío, o es hipersensible al alcohol. A lo mejor es muy tímido y está tan perdidamente enamorado de mí que tuvo que beber de más para infundirse valor y atreverse a besarme».

El caso es que, cuando lo vi ebrio y cubierto en vómito, hice lo que cualquier mujer decente haría: lo limpié, lo acompañé hasta la calle y paré un taxi para que lo llevara a su casa. Al día siguiente lo llamé un par de veces para ver cómo estaba, pero el muy perro no tuvo ni la cortesía de devolverme la llamada. Es más: sospecho que desde ese día —tres semanas atrás— me había estado evitando en la oficina.

Pero volvamos a esa infausta mañana. Yo podía haber pasado de largo e ignorarlo el resto de mi vida, pero algo —no sé qué— me hizo detenerme a saludarlo. Dan estaba con Mark Davenport, un ejecutivo de cuentas inglés que se había convertido en su colega de la oficina. De reojo noté que Mark le hacía una mueca a Dan cuando me vio entrar, y luego salió corriendo. Asumí que mi reputación me precedía.

—¡Hola, Dan! —le saludé.

Él se puso rígido cuando oyó mi voz.

—Hola, B.

Noté que no me miraba a los ojos, como tratando de rehuirme, pero como a mí me gustan los retos, me quedé para fastidiarlo. Ahora que Mark Davenport se había ido, tenía el terreno libre para torturarlo, así que le cerré el paso. Dan se puso nervioso y empezó a prepararse el café con la laboriosa actitud de un alquimista: ponía azúcar, luego leche, luego más azúcar, luego más leche. Cualquiera pensaría que en ese café estaba cifrado el futuro de la humanidad.

—Te llamé un par de veces, pero no me contestaste —dije.

—Ah, sí… Es que se le acabó la batería al teléfono.

Claro, se le había acabado la batería y no la había cargado en tres semanas. Qué mentira más gorda.

—Solo quería asegurarme de que habías llegado bien a tu casa. La otra noche estabas un poco… —No hacía falta decir «borracho» porque era más que evidente—. Pero quería decirte que lo pasé muy bien —mentí.

—Vale —dijo.

«Vale» y nada más.

Me podía haber dicho: «Gracias, yo también lo pasé muy bien», pero el muy cobarde era incapaz de agradecer mi maniobra de salvamento. Por eso decidí refrescarle la memoria.

—Por cierto, al final logré limpiar el… —No hacía falta decir «vómito» porque era más que evidente—. Y casi no se nota la mancha.

—Vale —respondió nuevamente—. A propósito, tengo que ir corriendo a una reunión, así que… hablamos, no sé…, en algún momento.

«Seguro. Hablaremos en algún momento. Cuando caiga nieve en el infierno», pensé. Él se marchó pero no le dije adiós. Sentí que ya había hablado más de la cuenta.

Ésta es la parte que más me sorprende de mí misma: Dan era feo, se había portado como un patán y me había arruinado una alfombra persa que me traje al hombro desde Estambul, pero a pesar de todo esto, su rechazo me hirió. Me dolió como una patada en el estómago. Así que me mordí el labio, me serví una tacita de café y, tratando de no llorar —que era exactamente lo que me apetecía hacer—, volví a mi mesa para enfrentarme a la rotura de mis pantalones.

Saqué el hilo y la aguja del segundo cajón de mi escritorio —donde guardo todo lo esencial para la supervivencia laboral— y entré en el baño. Estaba vacío, así que me encerré en uno de los aseos, me quité los pantalones, me senté en el inodoro y, apoyando los pies contra la puerta para estar más cómoda, empecé a coser.

De repente oí que dos mujeres entraban en el baño: eran Bonnie y Christine. Cada mañana, después de desayunar, estas dos venían a limpiarse los colmillos y a retocarse el maquillaje. Yo me quedé sentadita en silencio, y como tenía los pies apoyados contra la puerta, no se dieron cuenta de que estaba allí. Pensando que estaban solas, se pusieron a hablar.

—¿Has visto el informe que han mandado los de operaciones? —preguntó Christine.

—Yo ya ni me molesto en mirar sus e-mails. Son un hatajo de imbéciles —contestó Bonnie.

El baño no era el mejor lugar para discutir asuntos de negocios, pero como no sabían que yo estaba allí, siguieron conversando a sus anchas.

—¿A quién vas a nombrar director creativo? —preguntó Christine, refiriéndose al puesto al que yo aspiraba—. ¿Ya le has preguntado a Kevin quién es su favorito?

Por si no lo había mencionado, Kevin era el presidente y fundador de la agencia, un tipo encantador a quien nosotros comúnmente llamábamos el Gran Jefe.

—Estoy decidiendo entre Laura y Ed Griffith. Todavía no he hablado de esto con Kevin, pero da igual, porque al final él va a hacer lo que yo le diga.

Así que yo ni siquiera estaba entre los finalistas. Y además los candidatos eran Laura, que venía de ser ejecutiva de cuentas —sin ninguna experiencia creativa— y Ed Griffith, un bobo que había trabajado en todas las agencias de la ciudad, pero en ninguna duraba más de seis meses porque siempre lo despedían sin explicaciones. Obviamente las noticias me molestaron, pero no me dio tiempo ni de quejarme, porque antes de que le pudiera dar otra puntada a mis pantalones, oí otra cosa que me puso los pelos de punta.

—Oye, ¿y por qué no estás considerando a B? La verdad es que trabaja como una mula —volvió Christine sobre el tema.

¿Qué? ¿Christine poniéndose de mi parte? ¿Alabando mi trabajo? ¿Reconociendo mi esfuerzo? De pronto me sentí culpable por todas las veces que me había referido a ella llamándola «la perra de la perra». Pero inmediatamente Bonnie se encargó de que me arrepintiera.

—¿B? ¡Por favor! Es un puesto demasiado visible, demasiado cercano al cliente. B no tiene ni la capacidad ni el aspecto de un director creativo. ¡Es demasiado gorda! Si mando a B a comer con un cliente, te aseguro que le arruina el apetito.

Y en ese momento se rieron a carcajadas.

A carcajadas.

—B sirve para tenerla escondida en un calabozo, haciendo lo que los otros no quieren hacer, pero… ¿de directora? ¡Jamás!

En ese momento se desvanecieron todos mis sueños de progresar, de escapar de Bonnie y de tener un despacho con vistas a Central Park. Me sentí tan devastada que creí que estaba a punto de desmayarme. Para no caerme tuve que agarrarme al dispensador de papel higiénico y accidentalmente tiré el rollo de repuesto que había encima. Inmediatamente vi que la sombra de Bonnie se movía, tratando de averiguar si alguien había escuchado su conversación, pero como tenía los pies apoyados contra la puerta, no pudo descubrirme.

—Deberíamos tener más cuidado —dijo Christine.

—Qué va. Me da igual que nos oigan. ¿Qué van a hacer si me oyen? ¿Me van a despedir? ¡Por favor!

Y volvieron a reírse como hienas.

Convencidas de que sus indiscreciones no habían sido escuchadas, hicieron un par más de comentarios de mal gusto sobre otros empleados, y luego Bonnie concluyó:

—Basta de diversión. ¡El espectáculo debe continuar!

Y regresaron a su despacho para seguir la farsa. Qué asco me daban.

Yo me quedé en el baño una eternidad. Cosía y lloraba, lloraba y cosía. «¡Es demasiado gorda! Si mando a B a comer con un cliente, te aseguro que le arruina el apetito». Una y otra vez escuchaba en mi mente las palabras de Bonnie, mientras unas ácidas e hirvientes lágrimas rodaban por mis mejillas abrasándome la cara. Las lágrimas de alegría son refrescantes, pero las de rabia son amargas y febriles, y queman todo lo que tocan.

«Ya verás», decía yo como si estuviera hablando con Bonnie y con la estúpida de su amiga, «tan pronto como termine de llorar, os vais a enterar de con quién os estáis metiendo». Obviamente dije esto solo por decir algo, porque en ese momento no tenía ni la más remota idea de cómo vengarme de esta arpía. La tentación de ir y asesinarla era grande, pero… ¿para qué nos vamos a engañar? Yo era incapaz de matar una mosca.

Me arrastré hasta mi mesa temiendo que la gente empezara a sospechar que me había ahogado en el inodoro, y fue allí cuando Lilian, mi querida y adorada Lilian, decidió venir a contarme, en detalle, su fabuloso fin de semana.

Era lo peor que me podía suceder, y en el peor momento posible.