Reencuentro
No tardó mucho en explicarle a Sylvie lo que había hecho.
—¿Por qué la has llamado? —dijo Sylvie. Parecía triste.
—Ahora ya no puede hacerte nada —respondió Don—. No tienes nada que temer.
—Sí que tengo. Puede matarte.
—Eh, eres la prueba viviente. La muerte no es lo peor del mundo.
—Sí que lo es. Lo pierdes todo.
—Conservas tus recuerdos —dijo Don—. En el fondo, es todo lo que tenemos.
Ella alzó las manos.
—Y nuestras manos. Y nuestros pies. Nuestros ojos. Nuestros oídos. El tacto de las cosas, su sabor y su olor. —Sonrió débilmente—. Yo no puedo oler nada.
—Tenemos lo que tenemos. Si sigo vivo cuando te marches, te recordaré siempre. Te añoraré todo ese tiempo.
—Así que me las arreglé para quedarme por aquí lo suficiente para arruinar la vida de otra persona.
—Sylvie, me devolviste la vida. —Extendió la mano hacia ella, para besarla.
Ella volvió la cabeza.
—No quiero besarte, Don.
—¿Estás enfadada conmigo?
—No quiero besarte y no sentirte.
Él se volvió para que no le viera la cara. Por costumbre, en realidad, su viejo hábito de ocultar sus emociones. No había nada que ella no hubiera visto ya de sus emociones. Ninguna debilidad que no supiera ya.
—Tienes que dormir un poco —dijo Sylvie.
—¿Crees que puedo dormir?
—Apenas descansaste anoche. Esta madrugada. Sigues siendo mortal, Don. ¿No crees que necesitas estar alerta para cuando ella llegue?
—Tengo que hacer algo primero.
—¿Qué?
—Sellar el extremo del túnel que da al barranco.
—¿Qué importa por dónde entre en la casa?
—No quiero que mancille tu cuerpo.
La palanqueta no sería suficiente. Sacó otra, casi tan pesada como la maza. Cogió también la maza, y la sierra mecánica y los dos cables de extensión más largos. Sylvie bajó al sótano para verlo conectar la sierra y tender los cables. Pero Don no la dejó entrar con él en el túnel.
—El túnel está fuera de la casa. No quiero que desaparezcas de nuevo.
—Así que la mujercita se sienta en casa y espera mientras su hombre marcha a la guerra.
—Más bien que baje a la mina.
—Qué verde era mi valle.
Él no lo pilló.
—Una vieja película sobre unos mineros galeses —explicó Sylvie—. Salía Roddy McDowall, cuando era mono y todo.
—Algún día tendrás que llevarme a verla —dijo él. Sonrieron, incluso se rieron un poco ante la imposibilidad de lo mencionado. Entonces él se internó en el oscuro túnel.
El cable era lo bastante largo, con suficiente extensión. No había un segundo cadáver cerca de la entrada. Hiciera lo que hiciera Lissy con el cadáver de Lanny, no lo había dejado aquí. El techo de madera terminaba cuando el túnel se estrechaba hasta convertirse en un retorcido pasadizo donde no llegaba la luz del día. Tenía que haber algún tipo de obstáculo fuera, algo que impedía que los niños del barrio descubrieran y redescubrieran este túnel constantemente. Pero Lissy sabría cómo encontrarlo, incluso a oscuras, y abrirlo. Cuando llegara aquí, descubriría que las cosas habían cambiado un poco.
Don se puso las gafas esta vez: los escombros caerían de arriba. Quitó el seguro a la sierra eléctrica. Ahora era sólo una hoja desnuda, girando, letal. Empezó por la viga más cercana a la entrada, y cortó con facilidad la vieja madera podrida. Naturalmente, era imposible que la hoja pudiera llegar a la mitad de las vigas, así que no cayeron más que trozos de serrín. Sin embargo, expuesta al terreno húmedo durante tanto tiempo, era imposible que la antigua madera estuviera seca y libre de termitas. El milagro era que hubiera durado tanto. Tal vez el túnel era una estructura en sí misma. Gladys dijo que era un lugar de libertad. Si era más antiguo que la mansión Bellamy, eso sólo podía significar que lo utilizaban los esclavos para escapar. Gente que entraba y salía, y se marchaba feliz. Un lugar construido por el amor. Tenía todos los ingredientes para ser fuerte, ¿no? Tal vez por eso había durado mientras que cualquier otra estructura se habría podrido hacía mucho tiempo.
Lo que estoy cortando aquí es historia, pensó Don. Es un lugar con vida propia. Soy constructor, no destructor. Pero ahora mismo es destrucción lo que necesitamos.
No quería cortar demasiado. Cuando el túnel se desplomara, no quería que creara una depresión en el césped. Sólo necesitaba desprender lo suficiente para impedirle la entrada a Lissy. No harían falta más que unos pocos metros para bloquearle por completo el paso. En la oscuridad, no querría excavar. Sin duda vendría armada… pero no con un pico y una pala.
Cogió la maza y comenzó la ardua tarea de romper la madera de encima. Plantó la maza ante él, y luego la lanzó hacia arriba, los brazos extendidos. Sus músculos no estaban preparados para descargar mucha fuerza en esa dirección. Por fortuna, la madera estaba tan podrida como esperaba, y la mayor parte de las veces la maza se hundía en ella y cuando salía se llevaba la mitad de la viga consigo. Empezó a caer tierra como si fuera lluvia. Ahora le tocaba a la palanca. Don la hundió en la tierra sobre los fragmentos podridos de viga y tiró, hasta soltarla. Cayó más y más tierra. Retrocedió y siguió martilleando la madera, arrancando más tierra. Por fin llegó a algún tipo de masa crítica y con un rumor y una gran nube de tierra húmeda, el techo de la boca del túnel se desplomó por completo.
La fuerza del desplome le hizo perder el equilibrio. Cayó. Trató de quitarse de en medio. El techo seguía derrumbándose. Tenía las piernas cubiertas de tierra. Durante un momento no pudo moverlas. Entonces tiró con fuerza con los brazos y las liberó. Otra sección del techo se desplomó, justo donde había cortado. Ojalá no hubiera cortado tanto, pensó. Regresó por el túnel, buscando sus herramientas, tratando de recopilarlas. Encontró la maza; la palanca estaba enterrada y no tuvo tiempo de cogerla. Había dejado la linterna de trabajo en el saliente de piedra un poco más abajo. Podía recuperarla escalando la tierra caída. Pero decidió no hacerlo. Menos mal. Otros dos metros de techo cedieron justo entonces, y la luz se apagó.
Apenas podía respirar con el denso polvo húmedo. Todavía tenía la maza. Y la sierra tenía que estar por aquí, en el suelo.
Notó el cable bajo el pie, lo siguió. Desaparecía en un montón de tierra. ¿De verdad que había dejado la sierra tan adentro? Olvídala, déjala. No era tan caro comprar otra.
No, no seas estúpido. La parte del techo que cortaste se ha desplomado entera. La sierra debe estar a unos pocos palmos de profundidad.
Probó con el mango de la maza. En efecto, la sierra estaba allí mismo. Rebuscó entre la tierra hasta que la cogió por el mango y la sacó.
Sólo que ahora había perdido el sentido de la dirección. Blandió la maza hasta que resonó contra la piedra. Aquí está la pared. La pared izquierda, mientras subía por el túnel. No quería pegarse al lado derecho, donde sus pies tropezarían con el colchón, con el cuerpo consumido de Sylvie. Podía oír crujidos y temblores arriba. ¿Iba a seguir desplomándose el túnel? ¿Aunque no hubiera cortado la madera? Esto iba a salir un poco mejor de lo planeado.
Finalmente vio la luz en la salida del túnel, justo cuando oía la madera podrida chasquear y rasgarse como si fuera velero mientras toneladas de tierra se desplomaban en el túnel y se extendían hacia él. Corrió, más rápido, tropezando. Pensó en soltar las herramientas, pero no pudo conseguir que sus dedos se abrieran, tan fuerte las sujetaba. Una enorme nube de polvo asfixiante venía hacia él. No podía respirar. Tropezó, cayó, se incorporó y tanteó hasta que chocó con algo duro en su camino. ¿Con qué podría haber dado?
La caldera de carbón. Había salido del túnel. Pero seguía sin poder ver. El fino polvo húmedo que había corrido hacia arriba por el túnel flotaba en el aire del sótano. Parpadeó; tenía tierra en los ojos. Le lagrimeaban, no podía ver. Todavía tirando de la sierra, rodeó la caldera y salió del túnel. Pero la sierra se atascó de pronto. Naturalmente. El cable había quedado enterrado. Don lo agarró y tiró con fuerza. Se soltó. Pero era sólo el cable corto de la sierra. El cable de la alargadera seguía atrapado en el túnel.
—¡Don!
Sylvie lo llamaba. Parecí muy lejana.
—No puedo ver —dijo—. Tengo tierra en los ojos.
—Yo te guiaré.
Don sintió su suave contacto tirándole del brazo. Seguía perdiéndose. No. No perdiéndose. Su mano se deslizaba. Se volvía cada vez menos sustancial. Menos real.
No podía pensar en esos términos. Ella no se hacía menos real, sino más libre. Se marcharía de esta casa que la había atrapado durante tanto tiempo. Eso era bueno para ella. No es que fuera a perderla, pues nunca la había tenido. Sólo su sueño, su idea. Tenerla en sus brazos parecía muy real, pero en el fondo ella siempre había sido un fantasma. Y aquí, ahora, con los ojos cerrados, rodeado de oscuridad, podía creerlo. Esto era la realidad, esta asfixiante ceguera. Lo que era Sylvie, lo que significaba para él, era un momento de claridad en la oscuridad. Ella sería su recuerdo de la luz. Podría vivir con eso.
A duras penas.
Al menos estaban en las escaleras del sótano. Ella lo condujo al cuarto de baño.
—Ya no puedo abrir los grifos —dijo.
—¿No puedes lograr que la casa lo haga por ti?
—Oh —dijo ella. Entonces se echó a reír—. Me estaba acostumbrando a ser real.
Él todavía pugnaba con el grifo cuando lo sintió abrirse solo y correr el agua. Se llenó las manos una y otra vez, para derramarla sobre su cara. Finalmente, pudo abrir los ojos sin dolor. Tenía las manos sucias. Se las enjabonó hasta los codos, y luego se lavó la cara con jabón. Después de enjuagarse, mientras se secaba, se miró en el espejo. Tenía el pelo lleno de pegotes de barro. Y las ropas completamente cubiertas.
—Creí que habías muerto ahí abajo —dijo ella—. ¿Qué explotó?
—No fue ninguna explosión. Ese túnel estaba a punto de desplomarse. Le di un empujoncito y no supo cuándo parar.
—Bueno. Supongo que por fin recibí un entierro decente.
Don se estremeció. Pensó en su cadáver tendido en aquel colchón cubierto ahora de vigas rotas y podridas y toneladas de tierra. Un entierro era un entierro, con o sin caja. Con o sin lápida.
—Lo que necesito es una ducha.
Pero cuando salió del cuarto de baño, no se dirigió al salón de baile para subir las escaleras y darse aquella ducha. En cambio, bajó al sótano. El polvo se había asentado sobre todo. Una fina capa cubría todo el sótano, incluso las vigas del techo. La luz era tenue por la tierra húmeda que salpicaba la bombilla. Se acercó a la caldera. La tierra brotaba de ambos lados como la lengua en la boca de un cañón. Tras la caldera, llegaba a su altura. Y la luz del día era visible arriba. El túnel se había desplomado por completo, y lo que él temía había sucedido: había una depresión en el patio trasero que marcaba dónde estaba el túnel. Si Lissy quería, podría colarse en la casa por esta abertura en los cimientos. Pero no creyó que fuera a hacerlo. La abertura no era tan alta. No sabría buscarla. Si no podía entrar por el extremo del túnel, asumiría que tenía que usar la puerta.
El extremo del enchufe de la alargadera aún asomaba del túnel. Lo desenchufó y empezó a tirar. Al principio cedió con facilidad. La tierra caída no estaba condensada, y pudo tirar del cable. Fue más difícil cuando éste se tensó y el peso de toda la tierra del túnel empezó a oponerse a él. Obstinado, tiró y tiró. Tenía la vaga idea de que no quería dejar un cable como pista que tentara a alguien a excavar, a descubrir el cadáver de Sylvie y perturbarlo. Hizo fuerza contra la resistencia del cable. Y entonces se soltó y él cayó de culo, como un bebé que empieza a andar. Se lastimó el coxis; sintió una puñalada de dolor al levantarse. Me estoy haciendo viejo, pensó. Lo que me hace falta ahora es romperme el coxis.
El resto del cable salió con facilidad. Encontró lo que había cedido.
El segundo cable se había soltado y sólo había tirado del primero. Bien, no importaba. Ninguna parte del cable enterrado era visible. No quedaba nada colgando.
Enrolló el cable y subió las escaleras. Sylvie no le estaba esperando. Pero oyó correr agua en la casa. Recogió la maza y la sierra. Estaban cubiertas de tierra. Las limpió en la puerta trasera. Ahora me vendrían bien las hermanas Extrañas para limpiarme las herramientas, pensó.
En el patio trasero, la depresión del túnel desplomado era sólo visible junto a la casa, donde había estado la entrada. El resto del túnel era tan profundo que la depresión no creaba una línea clara en el suelo.
Miró alrededor. ¿Podía verlo alguien desde las casas cercanas? Al cuerno si lo hacían. Se quitó la camisa y los pantalones y los arrojó al contenedor de basura. No había una lavandería automática en toda América que pudiera enfrentarse a toda esta suciedad sin estropearse. Sin embargo, podría limpiar sus zapatos. Se los quitó y los sacudió contra la pared de la casa hasta que sólo parecieron sucios en vez de cocidos. Los calcetines fueron a la basura con los pantalones y la camisa.
Incluso su ropa interior estaba marrón por el polvo que se había colado a través de sus vaqueros. Tenía también polvo en los pulmones. Tosería lodo durante una semana, estaba seguro. Echó de nuevo un vistazo alrededor por si había curiosos, no vio a nadie, y se quitó los calzoncillos y los tiró al contenedor de basura. Luego cogió la sierra, el cable y la maza y se metió en la casa. Tal vez he llevado esto de la limpieza demasiado lejos, pensó. Prefiero estar desnudo un minuto entero delante de Dios y todo el mundo antes que dejar mis ropas sucias en cualquier parte que no sea un contenedor de basura cerrado, o dejar mis herramientas en cualquier sitio que no sea el lugar adecuado. Imaginó a la policía llamando a la puerta con una orden de arresto por exhibicionismo. Tal vez llegaran al mismo tiempo que Lissy con su pistola.
Lissy. Si había albergado alguna ilusión de que la arrestaran, acababa de desaparecer. Su mejor prueba estaba ahora enterrada bajo toneladas de tierra. Se imaginó a la policía excavando con picos y palas, destrozando el cuerpo de Sylvie en el acto de descubrirlo. No, lo que pasara con Lissy sería privado. Sólo entre ellos tres.
Don dejó la sierra y el cable y la maza en su sitio, y luego buscó ropa limpia. Podía oír correr el agua. Sabía que Sylvie le había preparado la ducha. Sí que la necesitaba. Notaba la piel resquebrajarse mientras el polvo de yeso se secaba por todo su cuerpo.
Con las ropas en la mano, se volvió hacia las escaleras y allí estaba Sylvie, observándolo. Por instinto, se cubrió la entrepierna con la ropa.
—Oh, lo siento —dijo.
—Te he visto desnudo antes —comentó ella.
Él alzó las cejas.
—Te observaba todo el tiempo. Eras lo único interesante que pasaba en la casa, Don. No puedes reprochármelo.
Él se preguntó cómo lo había observado. ¿Con sus propios ojos, o usando de algún modo a la casa para que viera por ella? No comprendía cómo funcionaba esto entre una casa y el espíritu que la habitaba. La casa respondía ante ella, hacía lo que ella quería sin saber siquiera que lo quería. Veía lo que ella quería ver.
—Muy bien. Tú me has visto desnudo. Yo te he visto muerta. No tenemos secretos.
Ella se echó a reír.
Don corrió escaleras arriba. Todavía le dolía el coxis y tenía los músculos lastimados por todo el esfuerzo de los días pasados. Trabajar duro era bueno, pero no le había dado suficiente descanso a su cuerpo. Dejó la ropa en la tapa del retrete que no funcionaba y se metió en la ducha. Tuvo que enjabonarse tres veces antes de que por fin el agua fluyera limpia. Debía de llevar encima cinco kilos de tierra, por el denso lodo que se formó en el fondo de la bañera. Lo dejó correr por el desagüe y se enjabonó y se enjuagó por cuarta vez antes de descorrer la cortina de la ducha y encontrarse con Sylvie apoyada casualmente contra la puerta, mirándolo. Don sonrió y sacudió la cabeza, extendió la mano para coger la toalla, y se secó.
—Tienen leyes contra los mirones, ¿sabes?
—No soy una mirona. Soy una admiradora.
—Me parece muy bien. Siempre y cuando no señales y te rías.
Se puso la ropa. Trató de no mirarla mucho, porque si lo hacía, podía ver de algún modo el contorno de la puerta tras ella, a su través. Se estaba desvaneciendo demasiado rápido.
Sylvie, naturalmente, no trató de evitar la pregunta.
—¿Y si no estoy aquí cuando ella llegue?
—Sería una lata —dijo Don—. Esperemos que conduzca rápido.
—Cree en mí, Don. Mantenme aquí.
—Tengo algo mejor que la fe. Te conozco. Te amo.
—¿Pero qué crees que es la fe?
En la puerta, él se inclinó para besarla. Pudo sentirla, sí, pero sólo débilmente. Como el recuerdo de un beso. Como una suave brisa. Empezó a llorar de nuevo.
—Maldición —dijo—. No soy un tipo llorón.
Ella le acarició la mejilla.
—Aún puedo sentir tus lágrimas.
—Esto me parece una tristeza de más, Sylvie. No sé. No sé.
—Estarás bien.
—No lo sé.
—Ahora tienes que dormir.
—¿Dormir? ¿Crees que voy a perder durmiendo el tiempo que nos queda juntos?
—Ella va a venir, Don. Y ahora mismo estás tan cansado que apenas puedes tenerte en pie. Mírate, encorvado como un viejo. ¿De qué nos servirá a ti o a mí que te caigas de agotamiento?
—¿Y si te has ido cuando despierte?
—No me habré ido, Don. Aunque me desvanezca, todavía estaré aquí. En la casa. Todavía estaré aquí.
—Ella tiene que verte, Sylvie. Tiene que enfrentarse a ti.
—Aguantaré. Soy más fuerte de lo que piensas. Tengo la fuerza de la casa para sostenerme, ¿no? Y tu fuerza para mantenerme real. Pero ahora tienes que dormir.
Ella tenía razón y Don lo sabía. Asintió, triste, y se encaminó a las escaleras.
—No, ahí abajo no —dijo ella—. No puedes dormir ahí abajo. ¿Y si se acerca en la oscuridad antes de que ninguno de los dos sepamos que está aquí, y te dispara a través de la ventana?
—No se me había ocurrido.
—Esto no es la televisión —dijo ella—. Los malos no se quedan ahí plantados y te lo cuentan todo para que los buenos tengan tiempo de llegar y te rescaten. Tan sólo disparan y te matan y se largan.
—No sé, incluso a los malos les gusta que alguien oiga su historia.
—Lo averiguaremos esta noche, ¿no? Ven, duerme en mi cama. En esta hermosa habitación que hiciste para mí.
—No sabía que era para ti hasta que estuvo terminada.
—No sabía que me amabas hasta que me la diste.
La ropa de cama llevaba diez años sin lavar, pero pareció bastante limpia cuando se tendió sobre la colcha. Todo lo que era de ella era suficientemente limpio para él. O tal vez estaba limpio de verdad. Como su ajado vestido. Tal vez la casa tenía poder para hacer también eso. Lo único que faltaba eran pétalos de rosa que marcaran su paso por la casa.
A pesar de todos los dolores y molestias, con la luz de la tarde entrando todavía por las ventanas, Don pensó que iba a tardar una eternidad en quedarse dormido, o que no iba a hacerlo. Pero en cuestión de minutos, notó que se desvanecía. Durante un momento pensó: ¿Es así como lo siente ella? ¿Se desvanece de esta forma? Pero supo que era lo contrario. Su cuerpo era pesado y real; era su consciencia la que se desvanecía. La consciencia de ella permanecería, encerrada en esta casa hasta que él la derribara y la liberara. Y eso era lo que haría. Le quedarían diez, veinte mil, tal vez un poco más, después de pagar al equipo de demolición. Eso era suficiente para una señal. Al final volvería a comprar con dinero en mano. Lo había hecho antes. Su vida no había acabado. Sólo lo parecía.
Ella seguía allí, sentada en el suelo, la espalda contra la pared.
—Sylvie —susurró él.
—¿No estás dormido todavía?
—Casi. Prométeme que me despertarás cuando llegue. No intentes enfrentarte a ella sola.
—Lo prometo. Ya he estado sola demasiado tiempo. La casa intentaba atraerme, convertirme en parte de las paredes, de las vigas. Nunca cedí. Supe que tenía que permanecer separada. Yo misma. Estaba esperando.
—¿A que volviera Lissy?
—No. A que llegaras tú.
Se arrastró el metro que la separaba de la cama y se inclinó hacia adelante con el rostro apenas a unos centímetros del de Don.
—Cuando Lissy estaba delante, los hombres siempre me ignoraban y la preferían a ella.
—Yo soy más listo que esos tipos —dijo él.
Y entonces se quedó dormido.
Sylvie lo estuvo mirando un rato, pero luego empezó a deambular por la casa. Como se desvanecía, sentía cada vez con más fuerza el tirón de la casa sobre ella. Ya podía oír sus pasos tanto desde abajo como desde arriba: sentía a través del suelo tanto como a través de sus propios pies.
Durante diez años no se había permitido querer nada. Ni la luz del sol, ni comida, ni amor, ni vida. Nada. No sabía que estaba muerta, pero al mismo tiempo sabía que se sentía así. Sólo cuando dejó de estar muerta, sólo en estas pocas semanas con Don Lark en la casa comprendió lo muerta que había estado. Perdida en su culpa, su vergüenza, su dolor, sus pérdidas. Ahora que había aprendido de nuevo a amar y esperar, ahora que ya no se sentía avergonzada o culpable, era esa misma alegría la que la estaba matando. Quien creó este universo, pensó, la cagó de veras. Si alguna vez tienes la oportunidad de crear otro, cambia un poco las reglas. Anima un poco a tus criaturas. Danos un respiro de vez en cuando.
Recorrió la casa, sintiéndose como un fantasma por primera vez. Podía sentir cómo la casa respondía ante ella. Las ventanas se sacudían a su paso. Las tablas crujían porque ella quería. Las puertas se abrían, se cerraban. Caminó entre las herramientas de Don como si fueran un campo de mariposas: se elevaron y se apartaron de su camino mientras caminaba entre ellas, y luego se posaron, justo donde estaban antes, cuando terminó de pasar. El tiro se abrió y el viento sopló por la chimenea porque ella quería resoplar. Podía sentir su propio corazón latiendo en las paredes. Esta casa era fuerte ahora. Don la había hecho fuerte. Así que cuando se desvaneciera en ella tendría verdadero poder. Poseería la casa.
Por favor, derríbala, Don. Por favor, no me dejes atrapada aquí, con vigas como esqueleto y una piel de listones y yeso. Las ventanas no son ojos. Este hueco bajo la escalera es precioso, pero no es mi corazón, no es mi corazón.
El cielo se oscureció en el exterior. Los árboles casi sin hojas silbaron con el viento que se levantaba. El frío arreció: ella sintió la bajada de la temperatura a través de la contracción de los listones de la casa. Llovería, soplaría el viento, las últimas hojas serían arrancadas de los árboles. La lluvia posiblemente se colaría en la casa a través de la depresión del césped, la nueva entrada al sótano. El barro se extendería por todo el suelo del sótano. El principio de la muerte. Podía sentirlo como una herida. No una herida seria todavía, pero se infectaría. Si quedaba sin atender, mataría a la casa. Ella no permitiría que Don la arreglara. No lo permitiría.
Y sin embargo sentía la necesidad de la casa de ser reparada, lo sentía como un hambre profunda, como sed, como una vejiga llena, como esos fuertes deseos. Cuando fuera engullida completamente por la casa, ¿tendría ella fuerza para decirle que no la reparara? ¿O las necesidades de la casa le serian propias, como la mayoría de la gente es incapaz de distinguir entre las necesidades de su cuerpo y las suyas propias? Como si su cuerpo fuera su esencia. Destrozaban sus vidas, todo por darle a su cuerpo lo que quería, pensando siempre que era lo que querían ellos. Luego contemplaban el desastre de sus vidas y se preguntaban qué les pareció tan importante de acostarse con aquella persona en ese momento; yacían en el hospital intubados y muriendo, preguntándose qué tenía cada nuevo cigarrillo para que les hubiese parecido más importante que la vida misma. Hace falta la muerte para despertarte, pensó. Y entonces es demasiado tarde. Cuando yo sea capturada por la casa, ¿recordaré lo que aprendí? Probablemente no. Seré otra vez mortal, y moriré cuando la casa muera, sin recordar jamás que sus deseos nunca fueron los míos. Mi amor por Don será un recuerdo lejano. Y él me olvidará también.
No. Eso no. Nunca. No olvidarás esto, igual que Don nunca podría olvidar a su hija. Me recordará. Y yo lo sentiré. Sabré que fui conocida, que soy conocida. Que alguien me guarda en su corazón.
Si pudiera haber llorado, lo habría hecho. En cambio, dejó que la lluvia llorara por ella, chorreando por el costado de la casa, más y más rápida. Dejó que el viento sollozara por ella, latiendo contra la casa, ráfaga tras ráfaga.
Y todo el tiempo miró. Miró a Don dormir. Miró la calle de fuera.
Medianoche. Un Saturn pasó lentamente. Ella lo advirtió. Cuando pasó de largo, casi lo ignoró.
Pero aparcó más adelante en la manzana. Justo al otro lado del barranco. Bajó una mujer. Una sombra tenue en la lluvia. Habían pasado años, pero Sylvie reconoció la forma de andar. Era Lissy. Había venido.
Cruzó el puente sobre el barranco. Miró a ambos lados. ¿No había testigos? Si supiera… Escaló la pequeña verja. Bajó la pendiente enfangada. Sylvie la perdió de vista, pero no importaba. No llegaría a la casa por allí.
En efecto, diez minutos más tarde, ahora que llovía con mucha más intensidad, una lluvia fría, la mujer salió del barranco, despeinada y llena de barro, resbalando. Todavía sostenía aquel bolso, agarraba aquel bolso. Allí era donde estaba la pistola, Sylvie lo sabía.
Sylvie se deslizó escaleras arriba hasta donde Don dormía. ¿Cuántas horas había dormido ya? Estaba tan cansado. Odiaba tener que despertarlo, pero lo había prometido.
—Don —dijo—. Don, ella está aquí.
Pero él no la oyó. No se agitó.
¿Tanto sueño tenía? Ella trató de sacudirlo, pero su mano desapareció dentro del cuerpo de él. Durante un momento sintió latir su corazón, luego retiró la mano. No podía sacudirlo.
—Don —dijo, asustada. Pero esta vez, cuando habló, advirtió que su voz era muy débil ahora, casi perdida contra el sonido del viento fuera de la casa, la lluvia contra las ventanas y paredes.
—¡Don! —gritó, chilló. Pero él sólo se dio la vuelta, probablemente incorporando su voz a su sueño.
Muy bien, pues. ¿Qué podía hacer? Había intentado mantener su promesa. Pero era mejor así, lo sabía desde que él le dijo que Lissy iba a venir. Esto era entre ella y su antigua compañera. Don era el catalizador, pero no la causa ni la solución. Ella se encargaría. Le quedaban suficiente voz y sustancia para eso. ¿No?
Voló al espejo del cuarto de baño. Podía ver la pared de detrás, sí, pero todavía estaba allí, todavía era visible.
Bajó las escaleras justo cuando Lissy llegaba a la puerta principal. Lissy sacudió el pomo. Sylvie rodeó la esquina hasta el hueco de la escalera. Entonces hizo que la casa descorriera el cerrojo. Que abriera la puerta. Chirrió al abrirse porque ella quiso que chirriara. Juguemos un poquito a la casa encantada, pensó. Démosle a Lissy el espectáculo completo.
Lissy entró con la mano metida en el bolso. Empuñando la pistola, por supuesto. No había ninguna luz encendida en la casa, pero las hojas de los árboles ya no obstruían la farola, y la lluvia hacía poco por bloquear la luz. Así que Lissy podía ver, pero no bien, y las sombras eran densas y negras.
Sylvie vio cómo Lissy recorría sigilosamente el apartamento sur primero, comprobando cada habitación. No había nadie allí, claro, sólo las herramientas de Don repartidas por la sala de estar, donde las había puesto mientras terminaba el salón de baile. Cinco minutos, y luego volvió al vestíbulo, y contempló las escaleras.
No quiero que subas ahí, pensó Sylvie.
Así que hizo que la lámpara del salón de baile se encendiera sola.
De inmediato Lissy entró en el salón, la pistola fuera del bolso, desnuda, expuesta. Había saña asesina en su rostro. Pero no vio a Sylvie en el hueco en sombras. La enormidad del salón atrajo su mirada. Llegó hasta el centro, miró asombrada a su alrededor. Nunca había imaginado que hubiera un espacio como éste oculto en su estrecho apartamento.
Sylvie habló en voz alta. Le pareció que gritaba, pero tenía que asegurarse de que Lissy podía oírla por encima del ruido de la tormenta en el exterior.
—No es del todo como lo recordabas, ¿eh?
De inmediato Lissy se giró y disparó sin mirar siquiera quién era, o si ella estaba armada. Sigues siendo una asesina, ¿eh, Lissy?
La bala pasó a través de Sylvie y se alojó en la madera tras ella. La notó con su sentido de la casa, y hubo una vaga sensación de calor en su propio cuerpo de sombra mientras la bala pasaba, pero eso fue todo. Sylvie se rió de la futilidad del arma de Lissy y se puso en pie y salió a la luz.
—Ouch —dijo.
Oh, qué agradable fue ver cómo los ojos de Lissy se abrían de par en par. Verla retroceder, empuñando la pistola como si fuera un crucifijo para espantar a un vampiro en una vieja película de terror. Miedo, eso fue lo que Sylvie vio en los ojos de Lissy. Miedo y… ¿podía ser? Vergüenza. ¿Culpa? ¿Podía sentir aún culpa? ¿Era ésa la receta que la atraparía aquí?
—Sylvie —dijo Lissy.
—Oh, pero si creía que ése era tu nombre ahora —dijo Sylvie—. Creía que era el nombre con el que te conocían, allá en Providence.
—El hombre que me llamó. ¿Dónde está?
—Tu cita fue siempre conmigo —dijo Sylvie. Se acercó a Lissy. Recordó que no debería tocarla, pero ni siquiera estaba cerca todavía. Y la confusión de Lissy era deliciosa. Lissy nunca se había sentido confusa. Siempre tan segura de sí misma. Finalmente aquí tenía algo que no sabía manejar.
—Aléjate de mí —dijo, llena de pánico.
Ahora la pistola no era un talismán. Se convirtió de nuevo en un arma. Disparó. Otra vez, otra vez más. Sylvie sintió las balas atravesar el centro de su pecho.
—Buena puntería —dijo Sylvie—. Pero demasiado tarde. Ya me mataste todo lo que es posible.
Eso no era cierto del todo. Pronto Sylvie estaría más muerta aún. Bueno, no le daría a Lissy la satisfacción de saberlo.
—No pretendía matarte —dijo Lissy.
—Claro, lo sé —contestó Sylvie con su voz más comprensiva—. Te caíste accidentalmente sobre mi garganta y la apretaste accidentalmente hasta que dejé de patalear y agarrarme a ti y luego accidentalmente seguiste apretando hasta que morí. Estas cosas pasan.
—¡Tú me golpeaste primero! —chilló Lissy—. ¡Con una piedra!
—Pero no te maté, ¿no?
—Fui mejor que tú, ¿y qué? Siempre fui mejor en todo.
Allí estaba, la vieja Lissy. Lissy furiosa, burlándose de Sylvie, haciéndola dudar de su propia habilidad. Pero Sylvie sabía mucho más ahora, sabía que Lissy era un parásito que sorbía la vida a la gente que la rodeaba.
—¿Cuánto duró mi trabajo en Providence? —preguntó Sylvie—. Apuesto a que no tardaron mucho en darse cuenta de que no valías. No parecías la misma persona que escribió aquella tesis.
—¿Quién necesita un trabajo así? —replicó Lissy—. Era sólo para ir tirando. No podía vivir con un salario de mierda como aquél de todas formas. Ese dinero sólo valía para la vida de monjita que tú llevabas.
Lissy se dirigía al fondo del salón de baile, mirando hacia la puerta por si había alguien allí. Temía una trampa, porque era lo que ella habría hecho.
Bueno, no había trampa ninguna. Pero tampoco iba a salir por allí. Justo cuando Lissy echó a correr hacia la puerta de la cocina, Sylvie recurrió a la casa y se la cerró en la cara. Lissy chilló y cayó contra la puerta, y luego se dio media vuelta y volvió a disparar la pistola. Esta vez fue a lo loco. La bala se clavó en el techo donde solía colgar la lámpara de araña.
Sylvie sintió las pisadas en el techo antes de poder oír el sonido. Don estaba despierto. Los disparos habían conseguido lo que no había podido su vocecita. Y ahora bajaba corriendo las escaleras para encontrarse con el arma de Lissy.
—¡Ahí está! —exclamó Lissy.
—Esto es entre tú y yo —dijo Sylvie.
Lissy la ignoró y atravesó corriendo el salón de baile, dirigiéndose a la entrada, hacia la escalera. No. Sylvie voló hacia el pasillo entre el salón y la entrada y giró varias veces llena de furia, tratando de hacer un buen alarde que asustara a Lissy, que la hiciera retroceder.
—¡Has cometido tu último asesinato, Lissy! —gritó.
—¡Yo soy Sylvie ahora! ¡Yo! —respondió Lissy. Hablaba con desdén, pero Sylvie pudo ver que también estaba asustada—. Apártate de mi camino.
—No voy a apartarme —dijo Sylvie—. Estaré en tu camino para siempre.
Sylvie pudo ver ahora cómo Lissy se detenía y recurría a las bravatas para ocultar su miedo.
—No tienes que apartarte. No eres nada. Puedo atravesarte.
Sylvie retrocedió, extendiendo una mano para repeler a Lissy mientras ésta avanzaba un paso hacia ella. Lissy dio un manotazo con la mano izquierda, la que no empuñaba la pistola, para apartar la mano de Sylvie.
Tendría que haberlo visto venir, tendría que haberlo esquivado. Sabía que no debía permitir que Lissy la tocara. Pero en el momento en que la mano entró en contacto con ella, no pareció la mano de otra persona. Pareció su propia mano. Su propia esencia. La habitación giró como loca, y entonces todo cambió. Sylvie estaba mirando de nuevo a través de unos ojos, ojos de verdad. Ojos que parpadeaban, que se ensanchaban de pánico.
Pero había algo que la asfixiaba. Algo que interfería con los latidos de su corazón. Había dentro de su cuerpo, con ella, algo que no tenía derecho a estar allí, que intentaba controlarla, gritándole aunque no emitía ningún sonido porque Sylvie controlaba los pulmones, la garganta, la lengua, los labios, los dientes.
Éste es mi cuerpo. Sylvie lo sentía, lo sabía en lo más profundo. Y el cuerpo lo supo también. Sylvie Delaney, ése era el nombre de su cuerpo, ésa era quien era esta mujer. La otra era una desconocida, con otro nombre, que pertenecía a otro lugar. Toda el alma llamada Sylvie Delaney rechazó a la intrusa. Y sin decirlo, sin siquiera pretenderlo a nivel consciente, Sylvie le gritó en silencio: ¡Márchate! Y le dio un pequeño empujón.
Un pequeño empujón a un nivel que no podía comprender ni sentir con la carne, un pequeño empujón y de pronto estuvo sola en este cuerpo, la deliciosa carne que vivía y respiraba, esta piel, este músculo, estos órganos, este corazón palpitante. Estas manos que empuñaban un arma, este rostro por el que corría el sudor, este pelo enmarañado alrededor de su cara, su cuello. Estas ropas que se ceñían, tiraban, se deslizaban por su piel cuando se movía. Esta vida, esta vida renacida.
Don oyó el primer disparo, pero fue parte de su sueño. Los tres siguientes también estaban en su sueño, pero lo despertaron. Abrió los ojos y prestó atención, pero no escuchó nada. Y entonces lo hizo. Voces abajo. Pies que corrían. Una puerta que se cerraba. Otro disparo. Se levantó de la cama y echó a correr. Oyó las voces con más claridad ahora. Alguien corría en el salón de baile. Y pensó: Ella tiene una pistola. ¿Qué voy a hacer, bajar las escaleras y morir?
Corrió escaleras abajo tan rápido como pudo, sabiendo que lo oían, ¿pero qué podía hacer al respecto? Pudo oír su conversación.
—No voy a apartarme —decía Sylvie.
Don rodeó la esquina de la sala sur, donde estaban sus herramientas. Le habría venido bien usar la palanca grande como arma.
—Estaré en tu camino para siempre —decía Sylvie.
La palanqueta más pequeña que usaba para arrancar el pladur y el yeso tendría que valer. Lo cierto era que ninguna herramienta valdría gran cosa contra un arma de fuego, pero era su única posibilidad. Si se acercaba sin que lo viera, tal vez podría darle un golpe antes de que tuviera tiempo de disparar. El golpe adecuado, y la pistola nunca volvería a disparar.
Volvió a rodear la esquina, caminó de puntillas tan rápido como pudo para cruzar la entrada, se asomó al salón. Sylvie estaba de espaldas a él, bloqueándole el paso a Lissy, que pistola en mano se detenía y cubría su miedo con una máscara de desdén. Don tuvo tiempo de advertir cuánto se parecían ambas, y sin embargo cuánto se diferenciaban. Qué ajada y cansada del mundo parecía Lissy comparada con la fresca belleza, la gracilidad inmaculada del espíritu de Sylvie.
—No tienes que apartarte —dijo Lissy—. No eres nada. Puedo atravesarte.
Dio un paso hacia Sylvie, que retrocedió, alzando una mano para repelerla. Lissy dio un manotazo.
—¡No! —exclamó Don.
Las manos se tocaron. Y, para horror de Don, Sylvie se abalanzó hacia Lissy, y de repente giró en el aire como una cometa sin control en una tormenta, y luego fue absorbida por el cuerpo de Lissy.
—¡No! —gritó Don. Ella estaba atrapada en el cuerpo de aquella zorra asesina y era culpa suya, él la había traído aquí. Don se lanzó contra Lissy mientras el rostro de la mujer se contorsionaba, se retorcía de… ¿dolor? ¿Confusión? Miró hacia él, pero no pareció verlo. La pistola colgaba de su mano por la guardia del gatillo. Tenía la boca abierta, la expresión estúpida, el rostro vacío. Don extendió la mano para quitarle el arma.
De repente el cuerpo de Lissy se envaró y gimió, un gemido largo, cada vez más agudo, hasta convertirse en un alarido. Y cuando pareció que ya no podría gritar más alto ni más agudo, algo saltó de su cuerpo, y voló. Durante un momento flotó en el aire, con los brazos y piernas abiertos. Era Lissy de nuevo, una copia suya, una sombra, vestida sólo con una camiseta. Parecía más joven. No como el cuerpo que se había llamado Sylvie todos estos años. Era el espíritu de la Lissy que asesinó a Sylvie aquella noche hacía más de diez años, suspendido ahora en el aire en medio del salón de baile.
Mientras tanto, el cuerpo de Lissy cobró vida. Abrió los ojos. Lo miró. El arma cayó al suelo. Se llevó las manos a la cara. La lengua asomó para lamer los labios. Y el rostro cambió. Cobró vida de una forma distinta. Ya no parecía cansada, ya no parecía cínica y airada. Las arrugas seguían allí, pero la expresión las traicionaba. Era un rostro lleno de asombro. De alegría.
—Don —dijo—. Soy yo.
Si el espíritu de Lissy había sido expulsado del cuerpo, si ahora flotaba en el aire y vagaba hacia el centro exacto del salón de baile, ¿quién podía estar entonces en el cuerpo de Lissy?
—Don, ¿no me reconoces?
Pues claro que la reconocía.
—Sylvie —dijo.
El rostro sonrió. Y en ese momento ya no fue el rostro de Lissy. Oh, lo era, según los indicadores superficiales de un rostro, la estructura ósea, los labios, las cejas, las mejillas, la frente, la barbilla. La nariz más larga y más estrecha de lo que había sido la de Sylvie, las pestañas cargadas de maquillaje mientras que las de Sylvie no tenían semejante artificio. Pero la expresión del rostro, la forma en que se movía la boca, la manera en que los ojos chispeaban cuando lo miraba… era el rostro de Sylvie mirándolo. Sylvie, en carne y hueso, viva. En un cuerpo que sabía que le pertenecía. Sylvie viva. Sylvie entera.
Dio un paso hacia ella, extendió las manos.
—Claro que te reconozco —dijo. Le cogió la mano. La envolvió en un abrazo. No fue leve ahora, no fue inhumanamente ligero; ella tenía el peso y la masa de una mujer real, la suavidad de la carne cedió contra él mientras la abrazaba. El aliento cálido contra su pecho—. Sylvie.
—¿Lo sabías? —dijo ella—. ¿Sabías que acabaría así?
En ese momento el espíritu que flotaba en el aire empezó a gritar de terror. Se separaron, se volvieron, miraron qué estaba pasando.
—Supongo que no ha terminado todavía —dijo Don.
El espíritu se retorcía en el aire, dando vueltas y más vueltas. Pero no había nada sencillo en sus movimientos. Unas partes de ella giraban más rápido que otras. Se estiraba, se contraía, se tensaba como un elástico. Como una víctima en el potro de tortura. Finalmente una mano voló y chocó contra el techo, el brazo largo y fino como un elástico, y tan transparente que era apenas un titilar en el aire. Un pie saltó a la pared del fondo, otra mano al suelo, el otro pie a la pared delantera de la casa. La cabeza giró, y luego saltó hasta la pared maestra.
Lo que quedó en mitad del aire perdió toda forma. Creció como un globo, haciéndose más fino mientras crecía, hasta que no fue nada más que el brillo de una burbuja transparente que llenaba la habitación. Don lo sintió pasar sobre él, a través de él, una sensación fría que lo heló hasta los huesos. Y entonces el titilar llegó a las paredes del salón de baile, el techo, el suelo. La habitación brilló durante un segundo o dos, no más. Y entonces todo volvió a la normalidad.
—Se ha ido —dijo él.
—No —respondió Sylvie—. La casa la tiene.
—Entonces se ha ido —repitió él.
—No. Ya no puedo sentir la casa. Éste es ahora mi único cuerpo. Lissy tiene la casa.
Pudieron oírlo empezar, en el desván. Puertas cerrándose. Ventanas que subían y bajaban, sacudiéndose. En el primer piso ahora, los golpes, las sacudidas. El agua que corría. La cisterna del retrete.
Y ahora en la habitación donde estaban. Una ventana alzada por manos invisibles. El viento y la lluvia entraron en la habitación. La puerta de la cocina se abrió, se cerró, se abrió, se cerró. Bajo sus pies el suelo se hinchó, una onda lo recorrió hasta que pasó bajo sus pies, derribándolos. Sylvie se agarró a él, se agarraron mutuamente, ayudándose mientras se esforzaban por ponerse de rodillas, intentando levantarse.
La enorme extensión del muro maestro tras el hueco de la escalera empezó a estremecerse, tomando una nueva forma. La forma de una cara. La cara de Lissy, enorme, como un bajorrelieve hecho de listones y yeso. La boca se movió. Pudieron oír la voz como el sonido de un tambor.
—¡Ése es mi cuerpo! —gimió la cara en la pared.
Estaban tan absortos mirando la pared que Don sólo llegó a captar por el rabillo del ojo el movimiento en el vestíbulo. Era su martillo favorito que volaba por los aires directo hacia Sylvie. Don saltó justo a tiempo. El martillo le golpeó en la espalda, entre los omóplatos. La fuerza del golpe fue brutal, y lo derribó al suelo junto con Sylvie. Menos mal, porque la palanqueta voló por encima de ellos mientras caían.
—¿Estás bien? —le gritó Sylvie.
—¡Sal de la casa, Sylvie!
—No puedo dejar que te enfrentes con ella a solas.
—¡Es a ti a quien quiere! ¡Vete!
Se levantó, buscando desesperadamente más objetos voladores mientras la ayudaba a ponerse en pie. Encogido, casi la arrastró hacia la entrada. El dolor entre sus hombros era abrumador. ¿Costillas lastimadas? ¿O rotas? ¿O una herida abierta? No había tiempo para preocuparse por eso ahora.
En el pasillo de la entrada, Don pudo ver el salón sur, donde sus herramientas se deslizaban formando círculos concéntricos en el suelo. En el centro estaba el banco de trabajo. Cuando se internó en el pasillo, los círculos dejaron de moverse, pero abrieron un camino que conducía directamente hasta donde Don y Sylvie se encontraban. El banco de trabajo empezó a deslizarse, y luego se abalanzó hacia ellos.
—¡Sal! —gritó Don mientras corría hacia el banco de trabajo.
Lo golpeó en la cadera, haciéndolo caer encima. Pero lo agarró al caer, se sujetó a la pata, así que tuvo que arrastrarlo y perdió impulso mientras continuaba implacable hacia Sylvie.
Ella pugnaba con el pomo de la puerta.
—¡No se abre, no se abre! —gritó.
Don logró afianzarse en el suelo lo suficiente para hacer palanca. Alzó la pata del banco y lo volcó de lado. Como si la casa supiera de inmediato que ya no era un arma tan útil, el banco dejó de moverse y se quedó allí, inerte.
Don echó a andar hacia Sylvie para ayudarla con la puerta cuando vio que la madera bajo el pomo empezaba a deformarse, a sobresalir.
—¡Apártate de la puerta! —gritó, pero casi antes de que terminara de decirlo, y mucho antes de que Sylvie pudiera reaccionar, la extrusión se convirtió en una mano humana hecha de madera astillada, y agarró la muñeca de Sylvie y la retuvo.
Sylvie gritó y trató de zafar la mano. Para hacer palanca, apoyó la espalda contra la pared junto a la puerta. Otra mano surgió del yeso y envolvió el otro brazo, agarrándolo. Unas manos la cogieron por los tobillos, manos hechas de yeso, manos hechas de madera. Y luego un par de manos la atenazaron por la garganta.
—¡Don! —gimió, los ojos llenos de pánico.
Iba a suceder otra vez. Lissy iba a volver a matarla.
Don se levantó y le gritó a la casa.
—¿Tan estúpida eres? ¡Si la matas a ella tampoco tendrás ese cuerpo!
De inmediato la ventana de la puerta se deformó y se convirtió en el rostro de Lissy hecho de cristal esmerilado. La boca se abrió y la voz fue alta y aguda, como un tintineo de cristal.
—Si no puedo tenerlo yo, no podrá nadie.
Otra cara se formó en el suelo, la boca abierta, la garganta oscura y profunda. La voz resonó gravemente.
—Ese cuerpo es Lissy, Lissy, no Sylvie. Llámalo Lissy.
—¡No digas su nombre! —gritó Don—. ¡No lo digas, Sylvie! No dejes que recupere ese cuerpo.
Ella lo miró con ojos asustados.
Don no se molestó en intentar apartar las manos que la sujetaban. Sabía que su fuerza no sería suficiente para liberarla. Hacían falta armas, y en vez de atacar a estas manos recién hechas rompería la espalda de esta criatura.
Buscó entre el desorden de sus herramientas la sierra mecánica y el cable de extensión. Lo enchufó a la pared, luego la sierra al cable, y pulsó el gatillo. La sierra cobró vida, la hoja desnuda escupió tierra del túnel de ayer. Las grandes vigas de la pared maestra todavía estaban parcialmente expuestas, y hundió la sierra en la primera, haciendo un corte alrededor como el leñador que tala un árbol.
La cara de Lissy de cristal gritó. La de madera se hinchó y deformó. Lo que antes era el ceño de aquella cara se convirtió en una ondulación en el suelo, y luego un par de manos se alzaron y agarraron el conector y el cable de extensión. Don empezaba con la segunda viga cuando los cables se separaron y la sierra se apagó.
Una viga cortada. Eso era algo. Si pudiera encontrar su maza podría romperla. Eso comenzaría el debilitamiento de la casa, ¿no?
No había tiempo para ponerse a buscar herramientas. Sylvie estaba muriendo, atrapada como un insecto contra la pared. Don tenía que paralizar la casa, romper su espalda. Matarla y matar a Lissy con ella.
Captó el movimiento a tiempo de mover la mano. La punta de un palustre le atravesó la mano. El dolor lo hizo tambalearse, casi se cayó por la sorpresa. Pero ahora estaba ya demasiado furioso, demasiado asustado para permitir que el dolor lo detuviera. Cogió el palustre por el mango y se lo sacó. Esto causó un nuevo nivel de dolor, y casi se desmayó cuando empezó a brotar la sangre. Tenía que detener a esta casa antes de que perdiera demasiada sangre o acabaría viendo a Sylvie morir estrangulada mientras la vida escapaba de su propio cuerpo. ¿Dónde estaba la maza?
Voló por el aire directamente hacia su cabeza. La cogió, girando con su fuerza al hacerlo.
—¡Gracias! —gritó triunfante. Ella misma le había puesto su mejor arma en las manos.
—¡Tengo que dejarla que recupere el cuerpo, Don! —gimió Sylvie. Las manos alrededor de su cuello se habían aflojado lo suficiente para permitirle hablar—. ¡Va a matarte!
Por respuesta, él blandió la maza y golpeó la viga por encima del corte. Se estremeció, pero no se rompió.
Sylvie gritó. Don se volvió a tiempo de ver a los clavos alzarse de sus sacos marrones como un enjambre de abejas. Cada uno de ellos una flecha que le apuntaba. Don les dio la espalda y blandió de nuevo la maza. Golpeó cuando los clavos empezaban a picotear, clavándose en su espalda. Su cuello, su cuero cabelludo, sus brazos, sus piernas. Cien picaduras de abeja. Gimió, en parte por el dolor, pero sobre todo porque de nuevo la viga siguió sin romperse. Mientras retorcía el cuerpo para golpear por tercera vez, pudo sentir los clavos saltando de sus músculos, o enganchándose, desgarrándolo por dentro. Eso no iba a detenerlo. No iba a quedarse allí y dejarla morir sólo porque sintiera dolor. Golpeó con todas sus fuerzas, quizá con algo más que sus fuerzas. Y esta vez el madero se rompió por el corte.
Por encima de la hendidura, el poste casi se descolocó por completo de la parte de abajo; sólo un trozo de la parte superior seguía en su sitio. Un cuarto golpe mientras la cara en el cristal gritaba:
—¡No, me estás haciendo daño, me estás haciendo daño!
Golpeó el poste, que se soltó por completo. De inmediato un gran crujido llegó desde el techo. El poste que sujetaba el piso de arriba y el techo era ahora un peso que los atraía hacia abajo. La casa se rebulló con la herida.
Don miró a Sylvie, que se debatía para liberarse. Las manos aún la sujetaban, pero tal vez un poco más débilmente. Las que la aferraban por la garganta ya no parecían tratar de estrangularla. No; era peor. Le habían agarrado ahora la cabeza. La retorcían. Lissy intentaba usar la fuerza de la casa para romperle a Sylvie el cuello.
—Don —gritó Sylvie—. Si vuelvo a la casa ella la dejará y entrará en el cuerpo. ¡Tienes que ser el primero en coger la pistola!
—¡No lo hagas! —le gritó él—. ¡No dejes ese cuerpo! ¡No entres en la casa! ¡Puedo resolver esto!
Lo decía en serio, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo.
Gladys miraba con los ojos cerrados, sintiendo más que viendo lo que sucedía. Judea y Evelyn podían mirar por la ventana todo lo que quisieran: había poco que ver por ahí. Era Gladys quien podía sentir lo que pasaba. Cómo el espíritu de la asesina había tomado posesión de la casa. Por fortuna, estaba aún distraída, intentando matar a Don y recuperar el cuerpo de la muchacha o, en caso contrario, matarla. Pero si conseguía hacer eso, volvería de nuevo su atención hacia ellas. A sus viejos cuerpos, esclavos de la casa. Gladys no tendría fuerzas para seguir luchando, no si la controlaba tanta malevolencia.
Así que cuando el suelo se alzó y separó los cables, Gladys gimió llena de desesperación.
Pero la desesperación nunca duraba mucho. Había cosas que podía hacer para ayudar.
—¡Rápido! —exclamó—. ¡Traedme ese cable!
Evelyn y Judea la miraron aturdidas.
—¡De la televisión! ¡El cable de extensión!
La televisión había sido su conexión con el mundo exterior. Las chicas no la veían nunca: las entristecía. Pero Gladys la tenía encendida continuamente, un telón de fondo a su vida, a su lucha con la casa. Sólo había una toma de corriente en esta vieja habitación, con una instalación que databa de antes de los estándares modernos. Para que le llegara la televisión, habían tenido que tirar un cable de extensión desde la clavija junto a la cama.
Judea lo sacó de la pared y le tendió el extremo.
—Ambos extremos —dijo Gladys. Y en un momento Evelyn cogió el extremo del enchufe del televisor. Gladys cogió el macho con la mano izquierda, la hembra con la derecha, y trató de unirlos. Fue como intentar unir los polos positivos de dos imanes. Esquivaban, se negaban.
Pues claro que lo hacían. Porque el hechizo que estaba haciendo unía el cable de extensión al cable de la sierra mecánica de la casa. Y la casa podía sentirlo, y luchaba contra ella. En cualquier circunstancia, era un hechizo difícil. Pero tenía que hacerlo.
—Ayudadme —dijo—. Cogedme los brazos. Empujad. Ayudadme a unirlos.
Hicieron lo que pudieron, pero hasta que Don no rompió la primera viga la casa no se debilitó lo bastante ni se distrajo lo suficiente para que pudieran lograrlo. Gladys sintió que los contactos se tocaban. Los guió, con cuidado, los obligó con toda sus fuerzas, con todas sus fuerzas combinadas, hasta que las puntas se deslizaron en los huecos.
En la sala de estar, Don cogió la sierra, pero no pudo conseguir que el cable se estuviera quieto para tomar el extremo y conectarlo. Era como una serpiente, esquivando, revolviéndose. Y entonces, de repente, saltaron chispas del cable del suelo, brillante como un soplete, cegándolo durante un momento. La alargadera y el cable de la sierra seguían sin tocarse, estaban de hecho a metros de distancia, pero la energía chispeaba a través del aire para unirlos. Fluyó una corriente, deslumbrantemente blanca y azul. Los dedos de Don encontraron el gatillo de la sierra y ésta cobró vida. No perdió el tiempo, no importaba lo que le lanzara la casa. Empezó a hacer cortes, poste tras poste. Naturalmente, sólo los postes de esta habitación estaban descubiertos, pero eso tendría que ser bastar. Cortarlos tendría que ser suficiente.
Las fuerzas de la casa se debilitaban. Lo que le arrojaba golpeaba cada vez con menos fuerza. Se volvió a mirar si Sylvie aún colgaba de la tenaza de la casa, pero ésta ya no intentaba romperle el cuello ni estrangularla. Sólo la sujetaba, se aferraba a ella.
—Por favor —gimió el rostro en el cristal—. No pretendía hacerlo. No quise hacer nada malo.
Don no tuvo piedad. Sabía lo que era Lissy y lo que tenía que sucederle ahora. Cogió la maza y empezó a golpear las vigas cortadas. Necesitó tres golpes con la primera, pero después de eso la casa quedó tan debilitada que un solo golpe rompía la madera. Todo el primer piso se venció. Había roto la espalda de la casa.
El rostro de cristal onduló, se difuminó, volvió a convertirse en la superficie plana original. Sólo quedó una sombra. Sólo el susurro de una voz.
—No mates a la casa, Sylvie —dijo el rostro—. Te ama.
El techo, empujado por el peso de las vigas, se combó más y más; la escayola se resquebrajó. Polvo y fragmentos de yeso empezaron a caer, cada vez más, más rápidos y más gruesos. Mientras la casa se debilitaba, su poder para curarse sola, para mantenerse unida, se difuminó mientras su edad empezó a hacer mella. Don sólo se preocupó por Sylvie, aún sujeta por manos de yeso, manos de madera. No la soltaron, pero tampoco la sujetaban con fuerza. Estaban muertas. La casa había perdido su poder para formarlas, pero además había perdido su poder para absorberlas. Don usó la maza, y apuntó con cuidado para no romper los huesos de Sylvie. Golpeó una, dos, tres veces. Las manos de yeso se convirtieron en polvo. Las de madera se quebraron por las muñecas. Nada sujetaba ya a Sylvie. Quedó libre.
Tras ellos, la escalera, al no estar sujeta ya a nada por un lado, gimió, se hundió, se desplomó. Sylvie la miró, miró al techo que se agrietaba sobre ella mientras Don pugnaba con el cerrojo. La llave no estaba en la cerradura. Tenía una en el bolsillo, pero no iba a buscarla.
—Apártate —le dijo a Sylvie.
Ella se colocó tras él mientras blandía la maza por última vez y hacía saltar el cerrojo. La puerta se estremeció por el golpe y se abrió. Don agarró a Sylvie por la muñeca y la sacó medio a rastras al porche, que se combó y hundió bajo el peso de ambos. Don bajó los escalones, luego extendió los brazos y ella saltó, la cogió al vuelo, se dio la vuelta y salió corriendo a la lluvia, al viento, libre de la casa. La sostuvo en sus brazos, bailando de nuevo, sólo que esta vez no era un sueño de valses antiguos, ahora era real y frío y mojado y la mujer que tenía en sus brazos estaba viva y lloraba y reía de alegría.
Se detuvo. La besó. Sus labios estaban mojados por la lluvia, pero su boca era cálida, y ella le devolvió el abrazo, no livianamente, sino con brazos tensos y ansiosos.